Cesare Pavese
El hijo de la viuda
Todo puede ocurrir en la oscura hostería,
puede ocurrir que, afuera, haya un cielo estrellado,
más allá de la niebla otoñal y del mosto.
Puede ocurrir que lleguen desde la colina
enronquecidas canciones sobre las eras desiertas
y que regrese imprevista bajo el cielo desde entonces
la mujercita sentada en espera del día.
Volverían, alrededor de la mujer, los aldeanos
de escasas palabras, en espera del sol
y del pálido gesto de ella, arremangados
hasta el codo, inclinados, mirando la tierra.
A la voz del grillo se unirían el estrépito de la piedra
de afilar sobre el fierro y un suspiro más ronco.
Callarían el viento y los rumores de la noche.
La mujercita sentada hablaría con ira.
Trabajando, los aldeanos se vuelven a encorvar a lo lejos,
la mujercita se ha quedado sobre la era y los sigue
con la mirada, apoyada en la cepa, abatida
por el gran vientre maduro. Sobre el rostro consumido
tiene una amarga sonrisa impaciente, y una voz
que no alcanza a los aldeanos le sube a la garganta.
Bate el sol sobre la era y sobre los ojos enrojecidos
parpadeantes. Una nube purpúrea vela el rastrojo
sembrado de haces amarillos. La mujer,
vacilando, la mano sobre el regazo, entra a la casa.
Mujeres corren con impaciencia por los cuartos vacíos
gobernadas por la seña y los ojos que, solos,
desde el lecho las siguen. La gran ventana
que contiene colinas y viñas y el gran cielo,
emite un zumbido débil que es el trabajo de todos.
La mujercita de rostro pálido ha apretado los labios
por las punzadas del vientre, y se tensa escuchando,
impaciente. Las mujeres la sirven, prontas.