Cesare Pavese
El hijo de la viuda

Todo puede ocurrir en la oscura hostería,

puede ocurrir que, afuera, haya un cielo estrellado,

más allá de la niebla otoñal y del mosto.

Puede ocurrir que lleguen desde la colina

enronquecidas canciones sobre las eras desiertas

y que regrese imprevista bajo el cielo desde entonces

la mujercita sentada en espera del día.


Volverían, alrededor de la mujer, los aldeanos

de escasas palabras, en espera del sol

y del pálido gesto de ella, arremangados

hasta el codo, inclinados, mirando la tierra.

A la voz del grillo se unirían el estrépito de la piedra

de afilar sobre el fierro y un suspiro más ronco.

Callarían el viento y los rumores de la noche.

La mujercita sentada hablaría con ira.


Trabajando, los aldeanos se vuelven a encorvar a lo lejos,

la mujercita se ha quedado sobre la era y los sigue

con la mirada, apoyada en la cepa, abatida

por el gran vientre maduro. Sobre el rostro consumido

tiene una amarga sonrisa impaciente, y una voz

que no alcanza a los aldeanos le sube a la garganta.

Bate el sol sobre la era y sobre los ojos enrojecidos

parpadeantes. Una nube purpúrea vela el rastrojo

sembrado de haces amarillos. La mujer,

vacilando, la mano sobre el regazo, entra a la casa.


Mujeres corren con impaciencia por los cuartos vacíos

gobernadas por la seña y los ojos que, solos,

desde el lecho las siguen. La gran ventana

que contiene colinas y viñas y el gran cielo,

emite un zumbido débil que es el trabajo de todos.

La mujercita de rostro pálido ha apretado los labios

por las punzadas del vientre, y se tensa escuchando,

impaciente. Las mujeres la sirven, prontas.

Cesare Pavese en Trabajar cansa (Lavorare stanca) [1936]

Trad. Jorge Aulicino