Cesare Pavese
El tiempo pasa
Aquel viejo astuto una vez, sentado en la hierba,
esperaba que el hijo volviese con el pollo
mal acogotado, y le daba dos cachetazos. Por el camino
-caminaba al alba sobre aquellas colinas-
le explicaba que el pollo se acogota con la uña
-entre los dedos- del pulgar, sin ruido.
En el crepúsculo fresco marchaban bajo las plantas
repletas de fruta y el muchacho llevaba
sobre el hombro un zapallo amarillento. El viejo decía
que en los campos los víveres son de quien los precisa,
tanto es así que bajo techo no crecen. Mirar bien
alrededor, primero, y después elegir con calma la uva más negra
y sentarse a la sombra y no moverse hasta que uno está lleno.
Hay quien come pollo en la ciudad. Por las calles
no se encuentran los pollos. Se encuentra al vejestorio
-todo lo que queda de aquel viejo astuto-
que, sentado en una esquina, mira a los que pasan
y, cuando quieren, le tiran dos monedas. No abre la boca
el vejestorio: decir siempre una cosa da sed,
y en la ciudad no se encuentran barriles que derramen,
ni en octubre ni nunca. Está el mostrador del cantinero
que tiene hedor a mosto, especialmente de noche.
En otoño, de noche, el viejo camina
pero no tiene más zapallo, y las puertas humosas
de las cantinas arrojan borrachos que barbotean solos.
Es una gente que bebe solamente de noche
(desde la mañana lo piensan) y así se emborracha.
El vejestorio, de joven, bebía tranquilo;
ahora, solo de husmear le baila la barba:
hasta que le planta el bastón entre los pies a un ebrio
que cae a tierra. Lo ayuda a alzarse, le vacía los bolsillos,
(a veces al ebrio le sobra alguna cosa),
y a los dos los tiran afuera de la taberna humosa,
incluido él, que canta, que riñe,
y que quiere el zapallo y tenderse bajo la vid.