Cesare Pavese
Gentes sin arraigo
Demasiado mar. Hemos visto ya suficiente mar.
Al atardecer, cuando el agua se extiende lívidamente
y se desvanece en la nada, el amigo la escruta
y yo escruto al amigo y los dos nos callamos.
Tras caer la noche, nos enclaustramos en una taberna, arrinconados,
aislados entre el humo, y bebemos. Tiene sueños mi amigo
(son algo monótonos los sueños ante el fragor del mar)
en que el agua no es sino el espejo, entre una isla y otra,
de colinas, jaspeadas de flores salvajes y saltos de agua.
Me gustan las colinas y le permito que me hable del mar,
porque es de un agua clarísima que incluso deja vislumbrar las piedras.
No veo sino colinas y me cubren cielo y tierra
con las firmes líneas de sus contornos, próximas o lejanas.
Sin embargo, las mías son ásperas y rieladas por viñas,
fatigosas sobre un suelo quemado. Las acepta mi amigo
y desea cubrirlas de flores y frutas salvajes,
para descubrir, entre risas, muchachas más desnudas que frutas.
No es menester: a mis sueños más ásperos no le falta una sonrisa.
Si por la mañana, temprano, nos encaminamos
hacia aquellas colinas, podremos encontrar entre viñas
alguna moza morena, ennegrecida por el sol,
y trabando conversación, comer algo de su uva.