Fernando González del Valle
Miguel Ruiz Miguel
Jacobo Yánez Martínez
La muerte da sentido a la vida y nosotros, los médicos, somos afortunados porque la conocemos de cerca. Cada día podemos salir de nuestras consultas, de nuestras urgencias o de nuestros quirófanos aliviados por sentir una vez más como acaricia el sol nuestra piel, como podemos seguir contemplando lo que nos rodea un día más, después de estar rodeados de enfermedad, aviso y recuerdo permanente de que somos mortales.
Los oculistas tenemos más suerte aún. Tratamos la vista, la mirada, algo sublime, espiritual. A veces no somos conscientes de ello y nos olvidamos que lo importante no es explorar el órgano del paciente sino aprender a mirar a los ojos del enfermo. Mirando fijamente a los que nos rodean podríamos entrever en sus miradas su historia personal, la que comienza, la que está llena de esperanza y la que está a punto de finalizar. Mirando a nuestros pacientes nos miramos a nosotros mismos cada día. Somos afortunados los oftalmólogos, estamos en contacto directo con los padecimientos físicos del hombre y con la expresión de su alma.
Si hay algo común a todas esas miradas es el afán de trascenderse, porque los médicos y los pacientes miramos la vida con la urgencia del que sabe que nada dura eternamente. Y dicen que esa sensación de transcendencia la tenemos en ocasiones cuando miramos a un hijo, una puesta de sol o una obra de arte. Es la belleza la que nos conecta con lo superior, con lo inalcanzable. El que ama la belleza es el amante de lo bello, el enamorado. Y los dioses inmortales nos envidian porque cada una de nuestras miradas de enamorados es única e irrepetible.
¿Debe tender la cirugía hacia ese ideal de belleza? Creemos que sí. Si operamos pensando en ese ideal, operaremos mejor. Si operamos para los demás, lo haremos mejor. Si grabamos nuestras cirugías operaremos mejor y también si las dibujamos. Sí, debemos esmerarnos y recreamos en nuestro propio arte quirúrgico. Sí, la Medicina siempre ha entroncado con el arte porque el hombre es el fin de toda su actividad. Y no hay nada más original, más irreductible, más imposible de clasificar que un hombre, que una mujer, que un único individuo.
Los médicos sabemos que el estudio es inabarcable, lo sabemos desde la antigüedad clásica (ars longa, vita brevis), pero no renunciamos de vez en cuando a escribir en un libro los saberes que rodean la época que nos ha tocado vivir. En ocasiones, cuando visitamos una biblioteca, paseamos por el rastro o acudimos a una vieja consulta médica nos llama la atención como quedan relegadas a los estantes de la historia obras médicas que fueron importantísimas y novedosas en su día, instrumental quirúrgico depositado en las aceras que solo vale para recordar otros tiempos u orlas de otras promociones de médicos que atestiguan que el viento del tiempo lo arrasa todo. Una motivación egoísta y añadida para incluir las magníficas imágenes del museo nacional del Prado en nuestro libro, ha sido intentar que siempre tenga un hueco en alguna casa aunque pasen los años, no por la validez de su parte científica, sino por la carga estética de las magníficas pinturas que adornan cada capítulo.
Muchas veces discutimos si la tecnología nos sustituirá. Si los robots nos desplazaran. La respuesta es nunca, nunca mientras el médico siga tratando hombres. Para que eso ocurriera los robots médicos deberían ser tan complejos que podrían considerarse humanos o los pacientes humanos, robots. Solo ocurriría algo así si la máquina alcanza las características del hombre o si los hombres acaban encasillándose en grupos homogéneos, con respuestas prefijadas y previsibles como robots, para los que el arte no tendría ningún sentido tampoco.
Nuestro deseo sería que nuestros compañeros, los cirujanos oftalmólogos a los que va dirigido nuestro libro, sean conscientes también de que su trabajo puede ser algo profundamente espiritual. Nos gustaría transmitir que nuestra misión de mantener y recuperar la vista sigue siendo algo chamánico hoy en día. Y nos gustaría pensar que los pacientes que han tenido un grave problema visual sabrán aprovechar su visión sabiendo que este maravilloso don puede ser finito, porque su naturaleza humana lo es. El arte, que la mayor parte de las veces captamos a través del sentido de la vista, transciende nuestra realidad y hace que en breves ocasiones seamos conscientes de que la vida merece la pena ser vivida sublimando la conciencia de nuestra propia mortalidad. Y todo eso lo conseguimos viendo, admirando, sintiendo. Debemos de sentirnos orgullosos de contribuir a que alguien pueda recuperar esas sensaciones.
Sí, la Oftalmología y la Medicina en cuanto saberes que se aplican a hombres y mujeres de uno en uno, con sus cargas emocionales, con las variabilidades en los juicios diagnósticos, con el peso importantísimo de la experiencia del médico o del cirujano, tienden irremisiblemente al arte. No renunciemos nunca a él en el ejercicio de nuestra profesión, es la esencia de la Medicina y de nuestra humanidad como médicos oculistas.
La vida es breve; el arte, largo; la ocasión, fugaz; la experiencia, engañosa; el juicio, difícil.
(Hipócrates)