Un rumiador de vidas anteriores
que pasaba sus días
viviéndose en la torre de sí mismo,
oteaba pinares de silencio,
riberas de sosiego,
el fresco ayre del fabor humano
y, a lo sumo, los saltos de la audacia
vencedora
de maniqueos, y la gran lanzada
a muertos en efigie.
Pero ¿y cuando tuvo
que descender a las estancias innobles
de la vida secreta? Visitó algún lagar
retirado del culto
en donde se pudrían dulcemente las maderas más nobles;
recorrió los sobrados penumbrosos de la soberbia necia
(que aceleradamente rompe el aire / hasta dar con la frente en la columna: / y ese contacto enciende la bombilla / de la evidencia),
y tropezó en umbrales peraltados:
los que daban acceso a caídas de bruces
en la tiniebla de un pajar ya nunca visitado
por el rayo de sol en el ventano.