Cesare Pavese
La paz que reina
El placer del viejo es sorprender las últimas estrellas
en el alba, después tomar otra vuelta y vagar por la calle.
Uno siempre supo que el mundo se termina así:
nos encontramos entre rostros de gente inaudita
y no basta mirarlos y pensarlos con calma.
Mi viejo comienza al alba a vagar por las calles
y ninguno sabe que mira y nos piensa,
él, que en un tiempo era joven, como era joven el mundo.
No hay ni un perro que sepa cómo es el cuerpo del viejo,
desnudo y débil, y cómo transcurre la mañana para él,
mientras ve los cuerpos de jóvenes y mujeres
y de todos sabe el vigor. Pero los ojos de los jóvenes,
que no se ocupan del viejo, recorren la calle,
inquietos, y tienen todos una vida que el viejo no sabe.
Ciertamente, las calles son siempre las mismas
y la mañana tiene el mismo esplendor. Pero un joven
que golpeara y apedreara a mi viejo
no sería más que justo. Mi viejo no sabe,
aunque piensa cada cosa, que esta es la suerte:
pensar en los jóvenes y los viejos que son toda la vida.
Inquieto se pone también el viejo al pensar que un día
serán viejos también ellos, y quién sabe
con qué mirada los desconocidos mirarán las cosas.
Pero una mirada sobre el mundo la tiene cualquiera
y a la mañana cada cosa se despierta. Envejeciendo,
todavía es un placer sorprender el alba
y descender la calle entre la muchedumbre viva.