Las Fresas de la Amargura

TAL CUAL MARTES 24 DE ABRIL DE 2001

CULTURA

el ojo de la serpiente

Rafael Marziano Tinoco

Las fresas de la amargura

El 8 de enero de 1968 el entonces ministro francés de juventud y deportes fue obligado a abandonar la inauguración de una nueva piscina en la universidad de Nanterre, por un grupo revoltoso de estudiantes. Entre ellos uno, con cierto acento alemán, le reclamó a gritos que todo lo que querían era tener libertad sexual, aludiendo a la separación obligatoria que existía en los dormitorios estudiantiles, entre chicos y chicas. Seis meses más tarde, el mundo habría visto arder a toda Francia, y la deportación de Daniel Cohn-Bendit ("Todos somos judíos alemanes" gritaron entonces las paredes de París) más que una derrota a su desenfado revolucionario, fue un signo más de la agonía del Gaollismo y la de toda una época: el mundo todo ardió también por doquier, fingiendo cambiar sus valores o al menos mudando su coraza, marcando el paso de la década militante de las confrontaciones ideológicas, a la década alucinada de los hippies, de su música, de sus drogas y de sus flores. Dos años después, Stuart Hagmann dirigió Las Fresas de la Amargura ( The Strawberry Statement), icono cinematográfico de la revuelta estudiantil americana y de los años sesenta. Su mayor valor consistió en quedarse al lado de las emociones más sencillas, sin tratar de traducir la imprecisa ideología del eterno anhelo juvenil por un mundo mejor, la del repudio natural a toda guerra y al mundo hipócrita de los mayores -cuya hipocresía fue entonces la de los adultos burgueses que por primera vez probaron el bienestar en la post-guerra del mundo civilizado. El final amargo fue el de la brutal represión policial, en nada más brutal que la de Rojo Amanecer (Jorge Fons) donde el mundo que se quería cambiar no era el del bienestar de los adultos burgueses, sino el de la azarosa violencia de la vida común latinoamericana.

32 años más tarde recorro la plaza cubierta de la UCV, llena de pancartas que reclaman "la universidad que nos atrevemos a soñar" y que pretenden, con notable torpeza y singular anacronismo, emular las pintas que Cortázar con tanto regocijo recogiera en El Ultimo Round. Rara revolución ésta, que no ataca la tiranía del poder, sino que abiertamente se apoya en ella, con menos audacia de visionario que diligencia de mandadero. Menos que Nanterre del 68, esto recuerda al Munich del 34, y solo nuestra endémica falta de consecuencia nos ha privado de ver las pilas de libros malditos ardiendo al son de los cancioneros de la patria. Y en medio de todo ello, un solo hecho sorprendente, verdaderamente revolucionario: la sentencia de una corte que se atrevió a sentar jurisprudencia diciendo que la ley está sobre todos, incluso, sobre los ahijados de los alcaravanes de la Patria.

Cineasta

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