A un metro del destino

TAL CUAL MARTES 7 DE AGOSTO DE 2001

CULTURA

El ojo de la serpiente

A un metro del destino

Rafael Marziano Tinoco

En 1994 Marcel Lozinski obtuvo el Dragón de Oro en el Festival de Cracovia por 89 mm a Europa, un cortometraje que registra el cambio de ruedas de los vagones ferroviarios en la ya entonces postcomunista frontera ruso-polaca, en el que los 89mm de diferencia en el ancho de las vías simbolizan la frontera entre el mundo oriental -ortodoxo, paradigmático y utópico- y el occidental -capitalista, pragmático, democrático y consumista.

Hacía ya casi siglo y medio que el Zar había decidido que las vías del ferrocarril ruso tuviesen una medida distinta a la del mundo, para conjurar invasiones, para conjurar las mercancías de otros imperios, para conjurar al mundo mismo. La película de Lozinski muestra cuándo, ojeroso y polvoriento, el pueblo ruso sale del nicho que sus líderes le habían asignado por siglos como destino, en un singular ejercicio del arte documental como testigo de la historia.

Es esta una película sobre el fin de las utopías, sobre su quiebra moral, sobre su lamentable balance.

Es una película sobre un giro de la historia, que marca un final de cuyo principio el cine documental fue también testigo de excepción. Desde la época de Vertov, Svilova y Kaufman y su Kino-Pravda, y casi siempre con el subsidio de agencias estadales o políticas, el arte documental hizo siempre de corifeo -a veces complaciente, a veces combativo- de la historia. Lenin dijo a su comisario de educación, Anatoli Lunacharsky, en 1922, que "...de todas las artes, para nosotros la cinematografía es la más importante". Lo propio hizo Hitler, cuando encargó a Leni Riefensthal Triumph des Willens (1934) y luego Olympia (1936), mientras en Inglaterra John Grierson obtenía fondos para la Unidad Cinematográfica de la Agencia del Comercio Imperial con la que en menos de quince años cambió el arte del documental. Joris Ivens registró el fin del colonialismo y el principio de la guerra fría en los patios traseros del tercer mundo mientras en uno de ellos, Santiago Alvarez y el resto del Icaic contaban los derroteros de la revolución cubana. Cabría esperar entonces, en estos tiempos de grandioso cambio, un espacio para el documental venezolano. Pero resulta que el otrora combativo gremio documentalista local, o está jubilado, o está encerrado en sus penurias privadas, o mantiene el más cómplice y complaciente silencio ante la historia oficial. Pero la historia, esa misma historia, nos supera, y al arte lo abruman por su grandeza o su impertinencia sus propios protagonistas.

Un amigo y filósofo español, de paso por Caracas, me sugiere que ante lo estrambótico y universal del espectáculo que nos agobia, el cine documental de estos nuevos tiempos no hay que producirlo, sino recogerlo hecho, cosechado ya por los medios en nuestras casas. Un VHS y un televisor con buena señal, y ya tenemos. En efecto, y como en el caso de la abrumadora producción editorial de las obras de Kim Il Sung por parte de Corea del Norte, el estado venezolano, gracias a las cadenas, los discursos, los actos y los desfiles, se ha convertido en el mayor productor de material documental de nuestra historia.

Hago caso a mi amigo y ya tengo, servido, un ejercicio documental extraordinario: con la más sumaria austeridad de recursos -una cámara, una sola toma, un solo tema- un hombre y su grandeza, con una sola máquina y su sola voluntad, le dan lo suyo al hueco de la tierra para que el futuro entre por el túnel de la historia a paso de vencedores, produciendo, también de paso, el plano-secuencia más largo en los anales de la producción audiovisual venezolana. Sólo por mera envidia o por llana mezquindad, alguien podrá negar que nuestro arte documental vive momentos de verdadera gloria.

En 1989, Andrzej Fidyk filmó Defilada. Pidió permiso en Corea del Norte, filmó sólo lo que le permitieron filmar, mostró sólo lo que quisieron se mostrara, y el resultado abrumó al occidente libre con la sola y desmedida estética del régimen de Pyong Yang. La realidad es la más contundente de todas las verdades.

Si 89 milímetros bastaron para mostrar al mundo lo cerca y lo lejos que de la historia y del mundo habían quedado los huérfanos del comunismo, un solo metro de roca del túnel de Tazón ha sido suficiente para terminar de convencernos de la chifladura llana y lisa que abruma el alma de nuestro jefe de Estado, y que se cierne como una amenaza, como una advertencia, como nube negra y fofa sobre aquello que llamamos, con confianza y ligereza, nuestro futuro.

Cineasta