La Obra Mutilada

TAL CUAL MARTES 15 DE MAYO DE 2001

CULTURA

El ojo de la serpiente

La obra mutilada

Rafael Marziano Tinoco

Cortázar, en un divertimento sobre la blasfemia, celebraba al aldeano español quien, borracho e iracundo, gritaba a los cuatro vientos que la Virgen de su pueblo se cagaba en la Virgen de todos los demás pueblos de España. Con un mismo tenor irreverente, supongo, Fernando (Germán Jaramillo; La virgen de los sicarios, Barbet Schroeder, 2000), en una plaza cualquiera de esta parte del mundo donde Bolívar es Dios, arremete con improperios y ofensas de colegial a una triste -como todas, y como todas cagada por palomas- estatua del Libertador. La escena, boba e intranscendente, fue mostrada sólo en la Margot Benacerraf. Los demás exhibidores, presas de ese terror fatuo que hace de nuestra raza algo bien poco digno de aquel supuesto bravo pueblo que nos vendieron en la escuela, cortaron ese pedacito de celuloide, e iniciaron así, sin mayores ceremonias una época de silencio cobarde y cómplice, sustento moral de la tiranía que muchos creen se nos avecina.

Pero hoy eso no me ocupa, sino de donde proviene tanto desatino.

En 1996, el ministro Meyer celebró la aprobación de la Ley de Propiedad Intelectual, a la cual con cinismo o ignorancia se llama a veces Ley de Derecho de Autor. Hecha por recomendación del gobierno americano, por exigencias del FMI, y a la medida de los intereses de las disqueras, las televisoras, las agencias de publicidad y las compañias de software, constituye una de las muestras de atraso intelectual y cultural más evidentes de la legislación que heredamos de la cuarta república. En efecto, el establecimiento que el velar por los derechos patrimoniales del autor sobre su obra sean potestad del productor -salvo expresa renuncia de este último- y aún más, la mención a que dicha atención esté orientada siempre hacia la mejor explotación comercial de la obra, establece sin tapujos las reglas de un mundo en el cual el arte, si tiene la suerte de llegar a algo, lo es sólo cuando llega a mercadería.

Dicho de otro modo: si viviésemos en el país donde no vivimos, y entendiésemos cosas que ignoramos, aceptaríamos sin remilgos que si a alguien, por ejemplo, se le ocurre quitarle hoy día al Quijote un centenar de páginas, o arreglarle un pasaje o modificarle algún personaje, tendría que aceptar que eso que ahora publica, no es el Quijote sino otra cosa. O imagínense, por ejemplo, que el japonés que compró los girasoles de Van Gogh, considere que como el cuadro es ahora suyo, podrá entonces hacer con él lo que le plazca, y en efecto, retoque un día los pétalos con el tono cardenal que le apetezca.

No. Los girasoles no son del japonés, así haya pagado por ellos una fortuna, ni el Quijote de ninguno de sus editores. En esencia, siguen siendo de Van Gogh y de Cervantes, o a lo sumo, han pasado a ser de todos nosotros, y el valor que les concedemos es el que le otorgamos al patrimonio intangible de nuestra cultura, de todas las culturas. Tan intangible, por cierto, que nuestras leyes lo ignoran o sencillamente lo desprecian. En el caso de Van Gogh y de Cervantes, que están bien muertos, no hay problema, pero Dios nos libre si un director arma un berrinche porque, por alguna razón, consideremos a bien, por ejemplo, y en entera conformidad con la ley, vender sólo una parte de su obra -la obra mutilada- como si fuese la obra entera, cuyo respeto el autor y su público bien se merecen.

Cuando la Constituyente, los gremios artísticos intentamos utllizar la revolución con fines pacíficos. Propusimos que los derechos patrimoniales sobre obras de arte o intelectuales fuesen declarados derechos fundamentales, inalienables, irrenunciables, intransferibles. No lo logramos. Perdimos, perdimos, perdimos otra vez.

Cineasta