Viaje de José a Francia

De poco valer y harto cansados parecerán á algunos tales aconteci-

mientos, si bien nos limitamos á dar de ellos una sucinta y compendio-

sa idea. A la verdad minuciosos se muestran á primera vista y tomados

separadamente; pero mejor pesados, nótase que de su conjunto resultó

en gran parte la maravillosa y porfiada defensa de la independencia de

España, que servirá de norma á todos los pueblos que quieran en lo ve-

nidero conservar intacta la suya propia. Más de tres años iban corridos

de incesante pelea; 300.000 enemigos pisaban todavía el suelo peninsu-

lar, y fuera de unos 60.000 que llamaba á sí el ejército anglo-portugues,

ocupaban á los otros casi exclusivamente nuestros guerreros, lidiando á

las puertas de Madrid, en los límites y á veces dentro de la misma Fran-

cia, en los puntos más extremos, cuan anchamente se dilata la España.

En medio de tan marcial estrépito apénas reparaba nadie, y ménos

los generales franceses, en la persona de José, á quien podríamos llamar

la sombra de Napoleon, con más fundamento del que tuvieron los parti-

darios de la casa de Austria para apellidar á Felipe V en su tiempo (3) la

sombra de Luis XIV; pues á éste permitianle por lo ménos dirigir sus rei-

nos, si bien en un principio sujetándose á reglas que le dieron en Fran-

cia, cuando al primero ni sus propios amigos le dejaban, por decirlo así,

suelo en que mandar; habiéndole arrebatado de hecho su hermano mu-

chas provincias con el decreto de los gobiernos militares, y escatimán-

dole más y más el manejo de otras: de suerte que en realidad el imperio

de la córte de Madrid se encerraba en círculo muy estrecho.

De ello quejábase sin cesar José, que era gran desautoridad de su co-

rona, ya harto caediza, tratarle tan livianamente. Mas no por eso dejaba

de obrar cual si fuese árbitro y tranquilo poseedor de España. Daba em-

pleos en los diversos ramos. promulgaba leyes, expedia decretos, y has-

ta trataba de administrar las Indias. Y ¡cosa maravillosa, si no fuese una

de tantas flaquezas del corazon humano! motejaba en los periódicos de

Madrid á las Córtes, y los redactores mostrábanse á veces donairosos por

quererlas últimas gobernar la América; siendo así que José intentaba

otro tanto, con la diferencia de que nunca le reconocieron allí como á rey

de España, al paso que á las Cortes las obedecian entónces, y las obede-

cieron todavía largo tiempo las más de aquellas provincias.

Todo concurría ademas á probar á José que si recibia desaires de los

suyos, tampoco crecía en favor respecto de los que apellidaba súbditos.

Léjos, le hacían casi todos éstos cruda guerra; en derredor, mostrában-

le su desafecto con el silencio, el cual si se rompia era para patentizar

áun más el desvío constante de los pechos españoles por todo lo que fue-

se usurpacion é invasion extranjeras. Hubo circunstancia en que reveló

sentimiento tan general hasta la niñez sencilla. Y cuéntase que llevando

á la corte D. Dámaso de la Torre, corregidor de Madrid, á un hijo suyo de

cortos años, vestido de cívico y armado de un sablecillo, se acercó José

al mozuelo, y acariciándole le preguntó en qué emplearia aquella arma;

á lo que el muchacho con viveza y sin detenerse le respondió: «En ma-

tar franceses.» Repite por lo comun la infancia los dichos de los que la

rodean, y si en la casa de quien por empleo y aficien debia ser adicto al

gobierno intruso se vertían tales máximas y opiniones, ¿cuáles no serian

las que se abrigaban en las de los demas vecinos?

Inútilmente trató José de mejorar los dos importantes ramos de la

guerra y hacienda para ponerse en el caso de manifestar que no le era ya

necesaria la asistencia de su hermano, quien de nuevo le envió al ma-

riscal Jourdan, como mayor general. Apénas había José adelantado ni

un paso desde el año anterior en dichos dos ramos. Sus fuerzas militares

no crecían, y cuando en los estados sonaban catorce mil hombres, esca-

samente llegaba su número á la mitad; y áun de éstos á la primera sali-

da íbanse los más á engrosar, como ántes, las filas del Empecinado y de

otros partidarios.

Con respecto á las contribuciones, ahora como en los primeros tiem-

pos, no podia disponer José de otros productos que de los de Madrid.

Habia ofrecido variar aquéllas y mejorar su cobranza; pero nada había

hecho ó muy poco. Introdujo y empezó á plantear la de patentes, segun

la cual cada profesion y oficio, á la manera de Francia, pagaba un tanto

por ejercerlo. Conservó los antiguos impuestos, inclusos los diezmos y la

bula de la Cruzada, respetando la opinion y áun las preocupaciones del

pueblo, en tanto que servian á llenar las arcas del erario: dolencia de ca-

si todos los gobiernos.

En Madrid se aumentaron á lo sumo las contribuciones. Recargá-

ronse los derechos de puertas; á los propietarios de casas se les gravó al

principio con un 10 por 100, á los inquilinos con un 15, y en seguida con

otro tanto á los mismos dueños: por manera que entre unos y otros vinie-

ron á pagar un cuarenta por ciento, de cuya exorbitancia, junto con otros

males, nació en parte la horrorosa miseria que se manifestó poco des-

pues en aquella capital.

Para distraer los ánimos promovió José banquetes y saraos, y mandó

que se restableciesen los bailes de máscaras, vedados muchos años ha-

cia por el sombrío y espantadizo recelo del gobierno antiguo. Tambien

resucitó las fiestas de toros, de las que Cárlos IV había por algun tiem-

po gustado con sobrado ardor, prohibiéndolas despues el último, llevado

de despecho por un desacato cometido en cierta ocasion contra su per-

sona, mas no impelido de sentimientos humanos. De notar es que seme-

jante espectáculo, tan reprendido fuera de España y tachado de feroz y

bárbaro, se renovase en Madrid bajo la proteccion y amparo de un mo-

narca y de un ejército ambos á dos extranjeros. Pero ni áun así se gran-

jeaba José el afecto público: habia llaga muy encancerada para que la

aliviasen tales pasatiempos.

Verdad sea que la conducta y desmanes de los generales y tropas

francesas contribuian grandemente á enajenar las voluntades. A ello

achacaba José casi exclusivamente el descontento de los pueblos, fi-

gurándose que de lo contrario disfrutarla en paz de sólio tan disputado.

Enfermedad apegada á los monarcas, áun á los de fortuna, esta del alu-

cinamiento. Así lo expresaba José, á punto de mostrar deseo de verse li-

bre de tropas extrañas. Disgustaba tal lenguaje á Napoleon, informado

de todo, quien con razon decía (4): «Si mi hermano no puede apaciguar

la España con 400.000 franceses, ¿cómo presume conseguirlo por otra

vía?»; añadiendo: «No hay ya que hablar del tratado de Bayona; desde

entónces todo ha variado; los acontecimientos me autorizan á tomar to-

das las medidas que convengan al interes de Francia.» Cada vez arrebo-

zaba ménos Napoleon su modo de pensar. La mujer de José escribia á su

esposo desde París: «¿Sabes que hace mucho tiempo intenta el Empera-

dor tomar para sí las provincias del Ebro acá? En la última conversacion

que tuvo conmigo díjome que para ello no necesitaba de tu permiso, y

que lo ejecutaria luégo que se conquistasen las principales plazas.»

Afligido é incomodado José, codiciaba unas veces entrar en tratos

con las mismas Córtes, y otras retirarse á vida particular. «Más quiero,

decia, ser súbdito del Emperador en Francia, que continuar en Espa-

ña rey en el nombre: allí seré buen súbdito, aquí mal rey.» Sentimientos

que le honraban; pero siendo su suerte condicion precisa de todo monar-

ca que recibe un cetro, y no le hereda ó por sí le gana, pudiera José ha-

ber de antemano previsto lo que ahora le sucedía.

Sin embargo, primero que tomar una de las dos resoluciones extre-

mas de que acabamos de hablar, y para las que tal vez no le asistian ni

el desprendimiento ni el valor necesarios, trató José de pasar á París á

avistarse con su hermano; aprovechando la ocasion de haber dado á luz

la Emperatriz, su cuñada, el 20 de Marzo, un príncipe que tomó el título

de rey de Roma. Creía José que era aquélla favorable coyuntura al logro

de sus pretensiones, y que no se negaria su hermano á acceder á ellas en

medio de tan fausto acontecimiento; pero no era Napoleon hombre que

cejase en la carrera de 1a ambicion. Y al contrario, nunca como entón-

ces tenía motivo para proseguir en ella. Tocaba su poder al ápice de la

grandeza, y con el recien nacido ahondábanse y se afirmaban las raíces

ántes someras y débiles de su estirpe.

El efecto que tan acumulada dicha producia en el ánimo del Empe-

rador frances, vese en una carta que pocos meses adelante escribia á Jo-

sé su hermana Elisa: «Las cosas han variado mucho, decía; no es co-

mo ántes. El Emperador sólo quiere sumision, y no que sus hermanos

se tengan respecto de él por reyes independientes. Quiere que sean sus

primeros súbditos.»

Salió de Madrid José camino de París el 23 de Abril, acompañado

del ministro de la Guerra don Gonzalo Ofárril, y del de Estado D. Maria-

no Luis de Urquijo. No atravesó la frontera hasta el 10 de Mayo. Paradas

que hizo, y sobre todo 2.000 hombres que lo escoltaban, fueron causa de

ir tan despacio. No le sobraba precaucion alguna: acechábanle en la ru-

ta los partidarios. Llegó José á París el 16 del mismo mes, y permaneció

allí corto tiempo. Asistió el 9 de Junio al bautizo del Rey de Roma, y el

27, ya de vuelta, cruzó el Bidasoa. Entró en Madrid el 15 de Julio, solo,

aunque sus periódicos habian anunciado que traería consigo á su espo-

sa y familia. Reducíase ésta á dos niñas, y ni ellas ni su madre, de nom-

bre Julia, hija de M. Clary, rico comerciante de Marsella, llegaron nun-

ca á poner el pié en España.

Poco satisfecho José del recibimiento que le hizo en París su herma-

no, convencióse ademas de cuáles fuesen los intentos de éste por lo res-

pectivo á las provincias del Ebro, cuya agregacion al imperio frances es-

taba como resuelta. No obtuvo tampoco en otros puntos sino palabras y

promesas vagas; limitándose Napoleon á concederle el auxilio de un mi-

llon de francos mensuales.

No remediaba subsidio tan corto la escasez de medios, y ménos re-

paraba la falta de granos, tan notable ya en aquel tiempo, que llegó á va-

ler en Madrid la fanega de trigo á 100 reales, de 30 que era su precio or-

dinario. Por lo cual, para evitar el hambre que amenazaba, se formó una

junta de acopios, yendo en persona á recoger granos el ministro de Po-

licía D. Pablo Arribas, y el de lo Interior Marqués de Almenara: encar-

go odioso é impropio de la alta dignidad que ambos ejercían. La imposi-

cion que con aquel motivo se cobró de los pueblos en especie recargólos

excesivamente. De las solas provincias de Guadalajara, Segovia, Tole-

do y Madrid se sacaron 950.000 fanegas de trigo y 750.000 de cebada,

ademas de los diezmos y otras derramas. Efectuóse la exaccion con har-

ta dureza, arrancando el grano de las mismas eras para trasladarle á los

pósitos ó alhóndigas del Gobierno, sin dejar á veces al labrador con qué

mantenerse ni con qué hacer la siembra. Providencias que quizás pudie-

ron creerse necesarias para abastecer de pronto á Madrid; pero inútiles

en parte, y á la larga perjudiciales; pues nada suple en tales casos al in-

teres individual, que temiendo hasta el asomo de la violencia, huye con

más razon espantado de donde ya se practica aquélla.

Decaido José de espíritu, y sobre todo mal enojado contra su herma-

no, trató de componerse con los españoles. Anteriormente habia dado

indicio de ser éste su deseo: indicio que pasó á realidad con la llegada á

Cádiz, algun tiempo despues, de un canónigo de Búrgos llamado D. To-

mas La Peña, quien encargado de abrir una negociacion con la Regen-

cia y las Córtes, hizo de parte del intruso todo género de ofertas, hasta la

de que se echaria el último sin reserva alguna en los brazos del gobierno

nacional, siempre que se le reconociese por rey. Mereció La Peña que se

le diese comision tan espinosa por ser eclesiástico, calidad ménos sos-

pechosa á los ojos de la multitud, y hermano del general del mismo nom-

bre, al cual se le juzgaba enemigo de los ingleses de resultas de la jor-

nada de la Barrosa. Extraño era en José paso tan nuevo, y podemos decir

desatentado; pero no ménos lo era, y áun quizá más, en sus ministros,

que debian mejor que no aquél conocer la índole de la actual lucha, y lo

imposible que se hacia entablar ninguna negociacion miéntras no eva-

cuasen los franceses el territorio y no saliese José de España.

La Peña se abocó con la Regencia, y dió cuenta de su comision,

acompañándola de insinuaciones muy seductoras. No necesitaban los

individuos del gobierno de Cádiz tener presentes las obligaciones que

les imponia su elevada magistratura para responder digna y convenien-

temente: bastábales tomar consejo de sus propios é hidalgos sentimien-

tos. Y así dijeron que ni en cuerpo ni separadamente faltarian nunca á

la confianza que les Babia dispensado la nacion, y que el decreto dado

por las Córtes en 1.o de Enero sería la invariable regla de su conducta.

Añadieron tambien con mucha verdad que ni ellos, ni la represeritacion

nacional, ni José tenían fuerza ni poderío para llevar á cima, cada uno

en su caso, negociacion de semejante naturaleza. Porque á las Cortes y

á la Regencia se las respetaba y obedecia en tanto que hacian rostro á

la usurpacion é invasion extranjeras; pero que no sucederia lo mismo si

se alejaban de aquel sendero, indicado por la nacion. Y en cuanto á Jo-

sé, claro era que faltándole el arrimo de su hermano, único poder que

le sostenia, no solamente se hallaria imposibilitado de cumplir cosa al-

guna, sino que en el mismo hecho vendria abajo su frágil y desautoriza-

do gobierno. Terminóse aquí la negociacion (5). Las Córtes nunca tuvie-

ron de oficio conocimiento de ella, ni se traslució en el público, á gran

dicha del comisionado. En los meses siguientes despacháronse de Ma-

drid con el mismo objeto nuevos emisarios, de que hablarémos, y cuyas

gestiones tuvieron el mismo paradero. Otras eran las obligaciones, otras

las miras, otro el rumbo que había tomado’y seguido el Gobierno legíti-

mo de la nacion.