La constitución de 1812

«Que precediese el establecimiento de las leyes entre nosotros á la

creacion de los reyes» (1), díjolo con respecto á Aragon el historiador Jé-

ronimo Blancas. Y si en el origen de la restauracion de la monarquía,

tiempo de oscuridad é ignorancia, se cautelaron tanto nuestros mayores

contra los abusos y desmanes futuros de la autoridad real, ¡con cuánta y

más poderosa razón no debieron mostrarse precavidos y áun suspicaces

los españoles de la era actual y sus diputados! Los antiguos podian te-

ner presentes los excesos de los Witizas y de los Rodrigos, de donde ma-

naron para la nacion raudales de sangre y lágrimas; pero ahora ofrecían-

se ademas á la contemplacion moderna los muchos y funestos ejemplos

de las edades posteriores, y el tremendo y reciente del reinado de Carlos

IV, en el que hasta la independencia tocó al borde del precipicio. Por lo

mismo, conveniente fué poner diligencia extrema y muy atenta en pro-

curar adoptar francas y buenas instituciones, áun en medio de una gue-

rra desastrada; pues la ocasion de dar la libertad, como sea presurosa,

perdida una vez, con dificultad vuelve á hallarse.

Anunciamos en otro libro la lectura hecha á las Córtes en 18 de

Agosto de 1811 de los primeros trabajos de la comision de Constitucion

nombrada en el Diciembre anterior. Comprendían aquéllas las dos pri-

meras partes, ó sea todo lo concerniente al territorio, religion, derechos

y obligaciones de los individuos, como igualmente la forma y facultades

de las potestades legislativa y ejecutiva. La tercera parte se leyó en 6 de

Noviembre del mismo año, y abrazaba la potestad judicial; habiéndose

presentado la cuarta y última el 26 de Diciembre inmediato, en la cual

se determinaba el gobierno de las provincias y de los pueblos, y se es-

tablecian reglas generales acerca de las contribuciones, de la fuerza ar-

mada, de la instruccion pública, y de los trámites que debian seguirse

en la reforma ó variaciones que en lo sucesivo se intentasen en la nue-

va ley fundamental.

Acompañó al dictámen de la Comision un discurso elocuente y muy

notable, en que se daban las razones de la opinion adoptada, fundándola

en nuestras antiguas leyes, usos y costumbres, y en las alteraciones que

exigían las circunstancias del tiempo y sus trastornos. Le había exten-

dido D. Agustin de Argüelles, encargado por tanto de su lectura: hizo la

del texto D. Evaristo Perez de Castro.

El lenguaje digno y elevado del discurso, la claridad y órden del pro-

yecto de la Comision, y sus halagüeñas y generosas ideas, entusiasma-

ron sobremanera al público; no parándose los más en los defectos ó lu-

nares que pudieran deslucir la obra, porque en España se conocian los

males del despotismo, no los que á veces acarrean en punto de liber-

tad ciertas exageradas teorías. Así fué que D. Juan José Güereña, di-

putado americano por la Nueva Vizcaya y presidente de las Córtes, á la

sazon que se leyeron las dos primeras partes, si bien desafecto á refor-

mas, arrastrado como los demas por el torrente de la opinion, señaló pa-

ra principiar los debates el 25 del propio Agosto, plazo sobradamente

corto. Duró la discusion por espacio de cinco meses no habiéndose ter-

minado hasta el 23 del proximo Enero: fué grave y solemne, y de suer-

te que, afianzando la autoridad de las Córtes, ensalzó al mismo tiempo la

fama de los individuos de esta corporacion.

Por eso los obstáculos que quisieron presentarse al progreso de las

deliberaciones venciólos fácilmente la voz pública y el vivo y comun de-

seo de gozar pronto de una Constitucion libre. De aquéllos, húbolos de

fuera de las Córtes, y tambien de dentro, aunque no muy dignos de re-

paro. Hablarémos de los primeros más adelante. Comenzaron los últi-

mos ya en el seno de la Comision, no habiendo querido uno de sus in-

dividuos, D. José Pablo Valiente, firmar el proyecto, á pesar de haber

concurrido á la aprobacion de las bases más principales. Crecieron al-

gun tanto al abrirse los debates en el Congreso. Los contrarios al proyec-

to, frustradas las esperanzas que habian fundado en el presidente Güe-

reña, reemplazaron á éste el 24, día de la remocion de aquel cargo, con

D. Ramon Jiraldo, á quien tenian por enemigo de novedades, y no ménos

resuelto para suscitar embarazos en la discusion, que fecundo’ á fuer de

togado antiguo, en ardides propios del foro. Mas tambien en eso se equi-

vocaron. Jiraldo, luégo que se sentó en la silla de la presidencia, mostró-

se muy adicto á la nueva Constitucion, y empleó su firmeza en llevar á

cabo y en sostener con teson las deliberaciones.

Desbaratadas de este modo las primeras tentativas de oposicion, no

quedaba ya otro medio á los enemigos del proyecto, sino prolongar los

debates, moviendo cuestiones y disputas sobre cada artículo y sobre ca-

da frase. Pero sábese que en un congreso, como en un ejército, si se ma-

logran los ímpetus de una embestida, cuanto más fogosos fueren éstos en

un principio, tanto más pronto aflojan despues y del todo cesan.

Distribuíase la nueva Constitucion en artículos, capítulos y títulos.

No ha de esperarse que entremos á hablar por separado de cada una de

estas partes limitarémonos á dar una idea general de la discusion, ate-

niéndonos para ello á la última de las divisiones insinuadas, que se com-

ponía de diez títulos. Era el primero, de la nacion española y de los espa-

ñoles. Renovábase en su contexto el principio de la soberanía nacional,

admitido en 24 de Setiembre anterior, y declarado ahora como fuen-

te, en España, de todas las potestades, y raíz hasta de la Constitucion:

128 diputados contra 24 aprobaron el artículo; y los que le desecharon,

no fué en la substancia, sino en los términos en que se hallaba extendi-

do. Tratamos con cierta detencion este punto en el libro trece; y allí in-

dicamos que, aunque conviniese no estampar en las leyes ideas abstru-

sas, la situacion particular de la monarquía y su orfandad disculpaban

se hiciese en el caso actual excepcion á aquella regla. Individualizában-

se igualmente en dicho título los que debian conceptuarse españoles,

ora hubiesen nacido en el territorio, ora fuesen extranjeros, exigiéndo-

se de los últimos carta de naturaleza ó diez años de vecindad. Se inser-

taba tambien allí mismo una breve declaracion de derechos y obligacio-

nes, que aunque imperfecta, evitaba algun tanto el peligroso escollo de

generalizar demasiadamente, habiéndose reprobado en los debates algu-

no que otro articulo del proyecto de la Comision, más bien sentencioso

que preceptivo. En todos estos puntos, como habia vasto campo de su-

tileza en que apacentar el ingenio, detuviéronse más de lo regular cier-

tos vocales, avezados á la disputa con la educacion escolástica de nues-

tras universidades.

Hablaba el segundo título del territorio, de la religion y del gobier-

no. Hubo en la Comision muchos altercados sobre lo primero, en espe-

cial respecto de América, no pudiendo conformarse ni áun entenderse á

veces sus propios diputados. Cada uno presentaba una division distin-

ta de territorio, y queria que se multiplicasen sin fin ni término las pro-

vincias y sus denominaciones. Provenia esto del deseo de agasajar va-

nidades de la tierra nativa, y tambien de la confusion y alteraciones que

habia habido en la reparticion de regiones tan vastas, soliendo llevar el

nombre de provincia lo que apénas se diferenciaba de un desierto ó pa-

ramera. Tambien se suscitaron algunas reclamaciones en cuanto á la Es-

paña peninsular, y todos estaban de acuerdo en la necesidad de variar

y mejorar la division actual, pues áun acá en Europa era harto desigual,

así en lo geográfico como en lo administrativo, judicial y eclesiástico, y

tan monstruosa á veces, que entre otros hechos citóse el de la Rioja, en

donde se contaban parajes que correspondian, ya á Guadalajara, ya á

Soria y ya á Búrgos. Pero, á pesar de eso, como el poner acomodado re-

medio pedia espacio y gastos, ciñéronse por entónces las Córtes á ha-

cer mencion en un artículo de las más señaladas provincias y reinos de

ambas Españas, anunciando en otro que luégo que las circunstancias lo

permitiesen se efectuaria una division más conveniente del territorio ó

de la monarquía.

Esta cuestion, si bien de importancia para el buen gobierno interior

del reino, no era tan peliaguda como la otra del mismo título, tocante á la

religion. La Comision habia presentado el artículo concebido en los tér-

minos siguientes: «La nacion española profesa la religion católica, apos-

tólica, romana, única verdadera, con exclusion de cualquiera otra.» Tan

patente declaracion de intolerancia todavía no contentó á ciertos dipu-

tados, y entre otros al Sr. Inguanzo, que pidió se especificase que la re-

ligion católica «debia subsistir perpétuamente, sin que alguno que no la

profesase pudiese ser tenido por español ni gozar los derechos de tal.»

Volvió, por lo mismo, el artículo á la Comision, que le modificó de esta

manera: «La religion de la nacion española es, y será perpétuamente, la

católica, apostólica, romana, única verdadera. La nacion la protege por

leyes sábias y justas, y prohibe el ejercicio de cualquiera otra.» Le apro-

baron así las Cortes, sin que se moviese discusion alguna ni en pro ni en

contra. Ha excitado entre los extranjeros ley de intolerancia tan insigne

un clamor muy general, no haciéndose el suficiente cargo de las circuns-

tancias peculiares que la ocasionaron. En otras naciones en donde pre-

valecen muchas y várias creencias, hubiera acarreado semejante provi-

dencia gravísimo mal; pero no era éste el caso de España. Durante tres

siglos habia disfrutado el catolicismo en aquel suelo de dominacion ex-

clusiva y absoluta, acabando por extirpar todo otro culto. Así no hería la

determinacion de las Córtes, ni los intereses, ni la opinion de la gene-

ralidad, ántes bien la seguía y áun la halagaba. Pensaron, sin embargo,

varios diputados afectos á la tolerancia en oponerse al artículo, ó por lo

ménos en procurar modificarle. Mas, pesadas todas las razones, les pa-

reció por entónces prudente no urgar el asunto, pues necesario es con-

llevar á veces ciertas preocupaciones para destruir otras que allanen el

camino y conduzcan al aniquilamiento de las más arraigadas. El prin-

cipal daño que podia ahora traer la intolerancia religiosa consistia en el

influjo para con los extranjeros, alejando á los industriosos, cuya con-

currencia tenia que producir en España abundantes bienes. Pero como

no se vedaba la entrada en el reino, ni tampoco profesar su religion, só-

lo sí el culto externo, era de esperar que con aquellas y otras ventajas,

que les afianzaba la Constitucion, no se retraerian de acudir á fecundar

un terreno casi virgen, de grande aliciente y cebo para granjerías nue-

vas. Ademas el artículo, bien considerado, era en sí mismo anuncio de

otras mejoras: la religion, decia, «será protegida por leyes sábias y jus-

tas.» Cláusula que se enderezaba á impedir el restablecimiento de la in-

quisicion, para cuya providencia preparábase desde muy atras el parti-

do liberal. Y de consiguiente, en un país donde se destruye tan bárbara

institucion, en donde existe la libertad de la imprenta, y se aseguran los

derechos políticos y civiles por medio de instituciones generosas, ¿po-

drá nunca el fanatismo ahondar sus raíces, ni ménos incomodar las opi-

niones que le sean opuestas?

Cuerdo, pues, fué no provocar una discusion en la que hubieran sido

vencidos los partidarios de la tolerancia religiosa. Con el tiempo y fácil-

mente, creciendo la ilustracion y naciendo intereses nuevos, hubiéran-

se propagado ideas más moderadas en la materia, y el español hubiera

entónces permitido sin obstáculo que junto á los altares católicos se en-

salzasen los templos protestantes, al modo que muchos de sus antepasa-

dos habian visto, durante siglos, no léjos de sus iglesias, mezquitas y si-

nagogas.

Era el otro extremo del título en que vamos el del gobierno. Redu-

cíase lo que aquí se determinaba acerca del asunto á una mera decla-

racion de ser el gobierno de España monárquico, y á la distribucion de

las tres principales potestades, perteneciendo la legislativa á las Córtes

con el Rey, la ejecutiva exclusivamente á éste, y la judicial á los tribu-

nales. No fué larga ni de entidad la discusion suscitada, si bien algunos

señores querian que la facultad de hacer las leyes correspondiese sólo á

las Córtes, sobre lo cual volverémos á hablar cuando se trate de la san-

cion real.

Especificábase en el mismo título quiénes debian conceptuarse ciu-

dadanos, calidad necesaria para el uso y goce de los derechos políticos.

Con este motivo se promovieron largos debates respecto de los origina-

rios de África, cuestion que interesaba á la América, pues por aquella

denominacion entendíanse sólo los descendientes de esclavos traslada-

dos á aquellas regiones del continente africano, á quienes no se declara-

ba desde luégo ciudadanos como á los demas españoles, sino que se les

dejaba abierta la puerta para conseguir la gracia segun fuese su conducta

y merecimientos. En un principio los diputados americanos no manifes-

taron anhelo por que se concediese el derecho de ciudadanía á aquellos

individuos, y húbolos, como el Sr. Morales Duarez, que se indignaban al

oir sólo que tal se intentase. En el decreto del 15 de Octubre de 1810,

cimiento de todas las declaraciones hechas en favor de América, no se

extendió la igualdad de derechos á los originarios de Africa, y en las pro-

posiciones sucesivas que formalizaron los diputados americanos, tam-

poco esforzaron éstos aquella pretension. No así ahora, queriendo algu-

nos que se concediese en las elecciones á los mencionados originarios

voz activa y pasiva, aunque los más no pidieron sino que se otorgase la

primera; motivo por el que se sospechó que en ello se trataba, más bien

que del interes de las castas, de aumentar el número de los diputados de

América; pues debiendo ser la base de las elecciones la poblacion, claro

era que incluyéndose entre los ciudadanos á los descendientes de Áfri-

ca, creceria el censo en favor de las posesiones americanas.

No tenian los españoles contra dichas castas odio ni oposicion algu-

na, lo cual no sucedió á los naturales de Ultramar, en cuyos países eran

tan grandes la enemistad y desvío, que, segun dijo el señor Salazar, di-

putado por el Perú, se advertía hasta en los libros parroquiales, habien-

do de éstos unos en que se sentaban los nombres de los reputados por

tales, y otros en que sólo los de las castas. Lo misto confirmaron varios

diputados tambien de América, y entre ellos el Sr. Larrazábal, por Goa-

temala, y de los más distinguidos, quien, á pesar de que abogaba por los

originarios, decia: «Déjese áquellas castas en el estado en que se hallan,

sin privarlas de la voz activa..... ni quererlas elevar á más alta jerarquía,

pues conocen que su esfera no las ha colocado en el estado de aspirar á

los puestos distinguidos.» Era espinosísima la situacion de los diputa-

dos europeos en los asuntos de América, en los que caminaban siempre

como por el filo de una cortante espada. Negar á los originarios de Afri-

ca los derechos de ciudadano, era irritar los ánimos de éstos; concedér-

selos, ofendia sobremanera las opiniones y preocupaciones de los demas

habitantes de Ultramar. Al contrario la de los diputados americanos,

quienes ganaban en cualquiera de ambos casos, inclinándose el mayor

número de ellos á excitar disturbios que abreviasen la llegada del dia de

su independencia. A sus argumentos, de gran fuerza muchos, respondió

con especialidad y profundamente el Sr. Espiga: «He oido, decia, invo-

car con vehemencia sagrados derechos de naturaleza y bellísimos prin-

cipios de humanidad; pero yo quisiera que los señores preopinantes no

perdieran de vista que habiéndose establecido la sociedad, y formádose

las naciones para asegurar los derechos de la naturaleza, ha sido preciso

hacer algun sacrificio poniendo aquellas limitaciones y condiciones que

convenia no ménos al interes general de todos los individuos, que al ór-

den, tranquilidad y fuerza pública, sin la cual aquél no podia sostener-

se..... Los principios abstractos no pueden tener una aplicacion rigurosa

en la política..... Ésta es una verdad conocida por los gobiernos más ilus-

trados y que no son despóticos y tiranos..... ¿Gozan por ventura las cas-

tas, en la Jamaica y demas posesiones inglesas, del derecho de ciuda-

dano que aquí se solicita en su favor con tanto empeño?..... Vuélvase la

vista á los innumerables propietarios de la Carolina y de la Virginia, per-

tenecientes á estas castas, y que viven felizmente bajo las sábias leyes

del gobierno de los Estados-Unidos: ¿son acaso ciudadanos? No, señor;

todos son excluidos de los empleos civiles y militares. Y cuando el sa-

bio gobierno de la Gran Bretaña, que por su Constitucion política y por

su justa legislacion, y por una ilustracion de algunos siglos, ha llegado

á un grado superior de riqueza, de esplendor y de gloria, al que aspiran

los demas, no se ha atrevido á incorporar las castas entre sus ciudada-

nos, ¿lo harémos nosotros cuando estamos sintiendo el impulso de más

de tres siglos de arbitrariedad y despotismo, y apénas vemos la auro-

ra de la libertad política? Cuando la Constitucion anglo-americana, que

con mano firme arrancó las raíces de las preocupaciones, y pasó quizás

los límites de la sabiduría, las excluyó de este derecho, ¿se le concede-

rémos nosotros que apénas damos un paso sin encontrar el embarazo de

los perjuicios y de las opiniones, cuya falsedad no se ha descubierto, por

desgracia, todavía? ¿Podrá acusarse á estos gobiernos de falta de ilus-

tracion, y de aquella firmeza que sabe vencer todos los estorbos para lle-

gar á la prosperidad nacional? Tal es, señor, la conducta de los gobier-

nos cuando desentendiéndose de bellas teorías consideran al hombre,

no como debe ser, sino como ha sido, como es y como será perpétuamen-

te. Estos respetables ejemplos nos debe convencer de que son muy dife-

rentes los derechos civiles de los derechos políticos, y que si bien aqué-

llos no deben negarse á ninguno de los que componen la nacion, por ser

una consecuencia inmediata del derecho natural, éstos pueden sufrir

aquellas limitaciones que convengan á la felicidad públicas. Cuando las

personas y propiedades son respetadas; cuando, léjos de ser oprimidos

los individuos de las castas, han de hallar sus derechos civiles la misma

proteccion en la ley que los de todos los demas españoles, no hay lugar

á declamaciones patéticas en favor de la humanidad, que por otra parte

pueden comprometer la existencia política de una gran parte de los do-

minios españoles.»

Pasó al cabo el artículo con alguna que otra variacion en los térmi-

nos, y substituyendo á la expresion de «á los españoles que por cual-

quiera línea traen origen del Africa.....», la de «á los españoles que por

cualquiera línea son habidos y reputados por originarios de África.....»

Medio de evitar escudriñamientos de orígen, y de no asustar á los mu-

chos que por allá derivan de esclavos, y se cuentan entre los libres y de

sangre más limpia.

Honró á las Córtes tambien exigir aquí que: «desde el año 1830 de-

berian saber leer y escribir los que de nuevo entrasen en el ejercicio de

los derechos de ciudadano»; señalando de este modo, como principal

norte de la sociedad, la instruccion y buena enseñanza. Antes ya estaba

determinado lo mismo en Guipúzcoa, y en el reino de Navarra habíase

establecido, por auto de buen gobierno, que ninguno que no supiera leer

y escribir pudiera obtener los empleos y cargos municipales.

Llegó despues la discusion del tercer título del proyecto, uno de los

más importantes, por tratarse de la potestad legislativa. Aparecian en él

como cuestiones más graves: 1.o Si habian de formarse las Córtes en una

sola cámara, si en dos, ó en estamentos ó brazos como antiguamente. 2.o

El nombramiento de los diputados. 3.o La celebracion de las Córtes. 4.o

Sus facultades. Y 5.o la formacion de las leyes y la sancion real.

Proponia la Comision que se juntasen las Córtes en una cámara so-

la, compuesta de diputados elegidos por la generalidad de los ciudada-

nos. Sostuvieron principalmente el dictámen de la Comision, los señores

Argüelles, Jiraldo y Conde de Toreno. Impugnáronle los señores Borru-

ll, Inguanzo y Cañedo. Inclinábanse éstos á la formacion de las Córtes,

divididas por brazos ó estamentos; opinando el primero que ya que no

concurriese toda la nobleza por su muchedumbre y diferencias, fuese

llamada á lo ménos en parte. Esforzó el diputado Inguanzo las mismas

razones, á punto de dar por norma «para los temperamentos de la potes-

tad real» la constitucion y gobierno de la Iglesia, que consideraba como

una monarquía mixta con aristocracia, olvidándose que en este caso la

cabeza era electiva y electivos todos sus miembros. Más moderado el se-

ñor Cañedo, si bien adicto á aquel género de representacion, no se opo-

nía á que se hiciese alguna reforma en el sistema antiguo. La Comision

y los que la seguían fundaban su dictámen en la dificultad de restable-

cer los brazos antiguos, en los inconvenientes de éstos, y en la diferencia

tambien que mediaba entre ellos y las dos cámaras ó cuerpos, estableci-

dos en Inglaterra y otros países.

Muy várias habían sido en la materia las costumbres y usos de Espa-

ña, no siendo unos mismos en los diversos siglos, ni tampoco en los dife-

rentes reinos. Se conocieron, por lo comun, tres estamentos en Cataluña

y Valencia. Cuatro en Aragon, en donde no asistió el clero hasta el siglo

XVIII, y en donde ademas estaba tan poco determinado los que de aquel

brazo y del de la nobleza debian concurrir á Córtes, que dice Jerónimo

Blancas (2): «De los eclesiásticos, de los nobles, caballeros ó hijosdalgo,

no se puede dar regla cierta de cuáles han de ser necesariamente llama-

dos, porque no hallo fuero ni acto de córte que la dé. Mas parece que no

deberian dejar de ser llamados los señores titulados, y los otros señores

de vasallos del reino.» En Castilla y Leon celebráronse Córtes, áun de las

más señaladas, en que no hubo brazos; y en las congregadas en Toledo,

los años 1538 y 1539, no concurrieron otros individuos de la nobleza, si-

no los que expresamente convocó el Rey, diciendo el Conde de la Coruña

en su relacion manuscrita (3): «Y no se acaba la grandeza de estos reinos

en estos señores nombrados, pues aunque no fueron llamados por S. M.,

hay en ellos muchos señores de vasallos, caballeros, hijosdalgo de dos

cuentos de renta y de uno, que tienen deudo con los nombrados.»

En adelante, ni áun así asistieron en Castilla los estamentos, y en la

corona de Aragon hubo variedad en los siglos XVI y XVII. En el XVIII

sábese que luégo que se afianzó en el solio español la estirpe de Borbon,

ó no hubo Córtes, ó en las que se reunieron los reinos de Aragon y Cas-

tilla nunca se mezclaron en las discusiones los brazos, ni se convocaron

en la forma ni con la solemnidad antiguas.

De consiguiente, no habiendo regla fija por donde guiarse, necesa-

rio era resolver cómo y de quiénes se habian de formar dichos brazos; y

aquí entraba la dificultad. Decian los que los rehusaban, «¿se compon-

drá el de la nobleza de solos los grandes? Pero esta clase como ahora se

halla constituida, no lleva su orígen más allá del siglo XVI cuando jus-

tamente cesaron los brazos en Castilla, y acabó en todas partes el gran

poder de las Córtes; siendo de notar que en Navarra, donde todavía sub-

sisten, entran en el estamento nobles casas, sí, antiguas, mas no todas

condecoradas con la grandeza. ¿Asistirán todos los nobles? Su muche-

dumbre lo impide. ¿Hárase entre sus individuos una eleccion propor-

cionada? Mas, ¿cómo verificarla con igualdad, cuando se cuentan pro-

vincias, como las del Norte, en que el número de ellos no tiene límite, y

otras, como algunas del Mediodía y centro, en que es muy escaso? Au-

menta las dificultades (añadian) la América, en donde no se conocen si-

no dos ó tres grandes, y se halla multiplicada y mal repartida la demas

nobleza. No menores (proseguian) aparecen los embarazos respecto de

los eclesiásticos. Si en una cámara ó estamento separado han de concu-

rrir los obispos y primeras dignidades, ademas de los daños que resul-

tarán, en cuanto á los de América, en abandonar sus sillas é iglesias, no

será justo queden entónces clérigos en el estamento popular, á ménos de

convertir las Córtes en concilio; y desposeer á los últimos de un derecho

ya adquirido, ofrécese como cosa ardua y de dificultosa ejecucion. Por

otra parte (decian los mismos señores), los bienes que trae la separacion

del cuerpo legislativo en dos cámaras, no se consiguen por medio de los

estamentos. En Inglaterra júntanse aquéllas, y deliberan separadamente

con arreglo á trámites fijos, y con independencia una de otra. En Espa-

ña sentábanse los brazos en diversos lados de una sala, no en salas dis-

tintas; y si alguna vez para conferencias preparatorias y exámen de ma-

terias se segregaban, ni eso era general ni frecuente; y luégo por medio

de sus tratadores deliberaban unidos y votaban juntos. De lo que nacia

haber en realidad una cámara sola, excepto que se hallaba compuesta de

personas á quienes autorizaban privilegios ó derechos distintos.»

En medio de tan encontrados dictámenes, hablando con la imparcia-

lidad que nos es propia y con la experiencia ahora adquirida, parécenos

que hubo error en ambos extremos. En el de los que apoyaban los es-

tamentos antiguos, porque ademas de la forma vária é incierta de éstos,

agregábanse en su composicion, á los males de una sola cámara, los que

suelen traer consigo las de privilegiados. En el opuesto, porque si bien

los que sostenian aquella opinion trazaron las dificultades é inconve-

nientes de los estamentos, y áun los de una segunda cámara de nobles y

eclesiásticos, no satisficieron competentemente á todas las razones que

se descubren contra el establecimiento de una sola y única, ni probaron

la Imposibilidad de formar otra segunda tomando para ello por base la

edad, los bienes, la antigua ilustracion, los servicios eminentes, ó cua-

lesquiera otras prendas acomodadas á la situacion de España.

Pues ya que una nacion al establecer sus leyes fundamentales, ó al

rever las añejas y desusadas, tenga que congregarse en una sola asam-

blea como medio de superar los muchos é inveterados obstáculos con

que entónces tropieza, llano es que varía el caso, una vez constituida y

echados los cimientos del buen órden y felicidad pública, debiendo los

gobiernos libres, para lograr aquel fin, adoptar una conveniente balan-

za, entre el movimiento rápido de intereses nuevos y meramente popula-

res, y la permanente estabilidad de otros más antiguos, por cuya conser-

vacion suspiran las clases ricas y poderosas.

Atestiguan la verdad de esta máxima los pueblos que más largo tiem-

po han gozado de la libertad, y varones prestantísimos de las edades pa-

sadas y modernas. Tal era la opinion de Ciceron, que en su tratado De

Republica (4) afirma que óptimamente se halla constituido un estado en

donde: ex tribus generibus illis regali, et optimati et populari confusa mo-

dicè. Y Polibio piensa que lo que más contribuyó á la destruccion de

Cartago, fué hallarse entónces todo el poder en manos del pueblo, cuan-

do en Roma había un senado. Lo mismo sentia el profundo Maquiavelo,

lo mismo Montesquieu y hasta el célebre Conde de Mirabeau, señalán-

dose entre todos monsieur Adams, si bien republicano, y que ejerció en

los Estados-Unidos de América las primeras magistraturas, quien escri-

bia (5): «Si no se adoptan en cada constitucion americana las tres órde-

nes (el presidente, senado y cámara de representantes) que mutuamente

se contrapesen, es menester experimente el gobierno frecuentes é inevi-

tables revoluciones, que aunque tarden algunos años en estallar, estalla-

rán con el tiempo.»

Las Córtes, no obstante, aprobaron por una gran mayoría de votos el

dictámen de la Comision, que proponia una sola cámara, escasas todavía

aquéllas de experiencia, y arrastradas quizá de cierta igualdad no popu-

lar, sino, digámoslo así, nobiliaria, difundida en casi todas las provincias

y ángulos de la monarquía.

Tomaron las Córtes por base de las elecciones la poblacion, debien-

do ser nombrado un diputado por cada 70.000 almas, y no exigiéndose

ahora otro requisito que la edad de veinticinco años, ser ciudadano y ha-

ber nacido en la provincia ó hallarse avecindado en ella, con residencia

á lo ménos de siete años. Indicábase en otro articulo que más adelante

para ser diputado sería preciso disfrutar de una renta anual proceden-

te de bienes propios, y que las Córtes sucesivas declararian cuándo era

llegado el tiempo de que tuviese efecto aquella disposicion. Y ¡cosa ex-

traordinaria! diputados como el señor Borrul, prontos siempre á tirar de

la rienda á cuanto fuese democrático, contradijeron dicho artículo, te-

miendo que con él se privase á muchos dignos españoles de ser dipu-

tados. Cierto que estancada todavía casi toda la propiedad entre mayo-

razgos y manosmuertas, no era fácil admitir de seguida y absolutamente

aquella base; pues los estudiosos, los hombres de carrera, y muchos

ilustrados, pertenecian más bien á la clase desprovista de renta territo-

rial, como los segundos de las casas respecto de los primogénitos; y exi-

gir desde luégo para la diputacion la calidad de propietario como única,

ántes que nuevas leyes de sucesion y otras distribuyesen con mayor re-

gularidad los bienes raíces, hubiera sido exponerse á defraudar á la na-

cion de representantes muy recomendables.

Pasaba la eleccion por los tres grados de juntas de parrroquia, de

partido y de provincia: lo mismo, con leve diferencia, que se exigió para

las Córtes generales y extraordinarias, segun referimos en el libro XII; y

con la novedad de no deber ya ser admitidos los diputados de las villas y

ciudades antiguas de voto en Córtes, ni los de las juntas que se hallaron

al frente del levantamiento en 1808. Tambien se igualaban con los euro-

peos los americanos, cuyas elecciones quedaban á cargo de los pueblos,

en lugar que las últimas las verificaron los ayuntamientos. Superfluo pa-

recia que esta ley reglamentaria formase parte de la Constitucion; mas

el señor Muñoz Torrero insistió en ello, queriendo precaver mudanzas

prontas é intempestivas. Podían ser nombrados diputados individuos del

estado seglar ó del eclesiástico secular. Más de una vez provocaron cier-

tos señores la cuestion de que se admitiesen tambien los regulares; pero

las Córtes desecharon constantemente semejantes proposiciones.

Se excluian de la eleccion los secretarios del Despacho, los conse-

jeros de Estado y los que sirviesen empleos de la casa real. Pasó el artí-

culo sin oposicion: tan arraigado estaba el concepto de separar en todo

la potestad legislativa de la ejecutiva, como si la última no fuese un es-

tablecimiento necesario é indispensable de la mecánica social, y como

si en este caso no valiera más que sus individuos permaneciesen unidos

con las Córtes y afectos á ellas, que no que estuviesen despegados ó fue-

sen amigos tibios. Tocante á la exclusiva dada á los empleados en la ca-

sa real, era uso antiguo de nuestros cuerpos representativos, particular-

mente de los de Aragon, segun nos cuentan sus escritores, y entre ellos

el secretario Antonio Perez.

Todos los años debian celebrarse las Córtes, no pudiendo mantener-

se reunidas sino tres meses, y uno más en caso de que el Rey lo pidie-

se, ó lo resolviesen así las dos terceras partes de los diputados. Adoptó-

se aquella limitacion para enfrenar el demasiado poder que se tenia de

un cuerpo único y de eleccion popular, y para no conceder al Rey la fa-

cultad de disolver las Córtes ó prorogarlas. Providencia de la que pudie-

ra haberse resentido el despacho de los negocios, causando mayores ma-

les que los que se querían evitar.

Proponia la Comision en su dictámen que se nombrasen los diputa-

dos cada dos años, y que fuese lícito el reelegirlos. Aprobaron las Cór-

tes la primera parte y desecharon la última adoptando en su lugar que no

podria recaer la eleccion en los mismos individuos, sino despues de ha-

ber mediado una diputacion ó sea legislatura. Desacuerdo notable, y con

el que, segun oportunamente dijo en aquella ocasion el señor Oliveros,

se echaba abajo el edificio constitucional. Porque, en efecto, al que ya

le faltaba el fundamento sólido de una segunda y más duradera cámara,

¿qué apoyo de estabilidad le restaba, variándose cada dos años y com-

pletamente los individuos que componian la única y sola á que estaba

encargada la potestad legislativa? Dificultoso se hace que haya, por de-

cirlo así, de remuda cada dos años en un país trescientos individuos ca-

paces de desempeñar cargo tan arduo; sobre todo en un país que se es-

trena en el gobierno representativo. Mas, aunque los hubiera, una cosa

es la aptitud, y otra la costumbre en el manejo de los negocios; una el

saber, y otra hallarse enterado de los motivos que hubo para tomar tal ó

cual determinacion. Eso sin contar con las pasiones, y el prurito de se-

ñalarse que casi siempre acompaña á cuerpos recien instalados. Ade-

mas, no hay profesion, no hay arte, no hay magistratura que no requiera

ejercicio y conocimientos prácticos: no todos los años se relevan los mi-

litares, ni se mudan los jueces ni los otros empleados; ¿y se podrá cada

dos cambiar y no reelegir los legisladores? Verdaderamente encomendá-

base así el Estado á una suerte precaria y ciega. Y todo por aquel mal

aconsejado desprendimiento, admitido desde un principio, y tan ajeno

de repúblicos experimentados. Rayaba ahora en frenesí, teniendo que

dejar á unas Córtes nuevas el afirmamiento de una Constitucion todavía

en mantillas, y en cuyos debates no habían tomado parte.

Siguiendo la misma regla, y la adoptada en el año anterior, se decretó

por artículo constitucional, que no pudieran los diputados admitir para

sí, ni solicitar para otro, empleo alguno de provision real ni ascenso sino

los de escala durante el tiempo de su diputacion, ni tampoco pension ni

condecoracion hasta un año despues. La prolongacion del término en el

último caso estribaba en la razon de no haber en él sino utilidad propia,

cuando en el primero podria tal vez ser perjudicial al Estado privarle por

más tiempo de los servicios de un hombre entendido y capaz.

Se extendían las facultades de las Córtes á todo lo que corresponde á

la potestad legislativa, habiéndose tambien reservado la ratificacion de

los tratados de alianza ofensiva, los de subsidios, y los especiales de co-

mercio, dar ordenanzas al ejército, armada y milicia nacional, y estatuir

el plan de enseñanza pública y el que hubiera de adoptarse para el Prín-

cipe de Astúrias.

En la formacion de las leyes se dejaba la iniciativa á todos los dipu-

tados sin restriccion alguna, y se introdujeron ciertos trámites para la

discusion y votacion, con el objeto de evitar resoluciones precipitadas.

Hubo pocos debates sobre estos puntos. Promoviéronse sí acerca de la

sancion real. La Comision la concedia al Monarca restricta, no absoluta,

pudiendo dar la negativa ó veto hasta la tercera vez á cualquiera ley que

las Córtes le presentasen; pero llegado este caso, si el Rey insistia en su

propósito, pasaba aquélla y se entendia haber recibido la sancion. Ya los

señores Castelló y Conde de Toreno se habian opuesto al dictámen de la

Comision en el segundo título, en que se establecía que la facultad de

hacer las leyes correspondia á las Córtes con el Rey. Renovaron ahora

la cuestion los señores Terreros, Polo y otros, queriendo algunos que no

interveniese el Monarca en la formacion de las leyes y muchos que se

disminuyese el término de la negativa ó veto suspensivo. Los diputados

que impugnaban el artículo apoyábanse en ideas teóricas, plausibles en

la apariencia, pero en el uso engañosas. Habia dicho el Conde de Tore-

no entre otras cosas..... «¿Cómo una voluntad individual se ha de oponer

á la suma de voluntades representantes de la nacion? ¿No es un absur-

do que solo uno detenga y haga nula la voluntad de todos? Se dirá que no

se opone á la voluntad de la nacion, porque ésta de antemano la ha ex-

presado en la Constitucion, concediendo al Rey este veto por juzgarlo así

conveniente á su bien y conservacion. Esta razon, que al parecer es fuer-

te, para mí es especiosa; ¿cómo la nacion en favor de un individuo ha de

desprenderse de una autoridad tal, que sólo por sí pueda oponerse á su

voluntad representada? Esto sería enajenar su libertad, lo que no es po-

sible ni pensarlo por un momento, porque es contrario al objeto que el

hombre se propone en la sociedad, lo que nunca se ha de perder de vis-

ta. Sobre todo debemos procurar á la Constitucion la mayor duracion po-

sible; y ¿se conseguirá si se deja al Rey esa facultad? ¿No nos expone-

mos á que la negativa dada á una ley traiga consigo el deseo de variar

la Constitucion, y variarla de manera que acarree grandes convulsiones

y grandes males? No se cite á la Inglaterra: allí hay un espíritu público

formado hace siglos; espíritu público que es la grande y principal barre-

ra que existe entre la nacion y el rey, y asegura la Constitucion, que fué

formada en diferentes épocas y en diversas circunstancias que las nues-

tras. Nosotros ni estamos en el mismo caso, ni podemos lisonjearnos de

nuestro espíritu público. La negativa dada á dos leyes en Francia fué

una de las causas que precipitaron al trono.....» Várias de estas razones

y otras que inexpertos entónces dimos, más bien tenían fuerza contra el

veto suspensivo de la Comision que contra el absoluto; pues aquél no es-

quivaba el conflicto que era de temer naciese entre las dos primeras au-

toridades del Estado, ni el mal de encomendar á la potestad ejecutiva el

cumplimiento de una ley que repugnaba á su dictámen. Fundadamen-

te decía ahora el Sr. Perez de Castro..... «No veo qué abusos puedan na-

cer de este sistema, ni por qué cuando se trata de refrenar los abusos, se

ha de prescindir del poderoso influjo de la opinion pública, á la que se

abre entre nosotros un campo nuevo. La opinion pública apoyada de la

libertad de la imprenta, que es su fiel barómetro, ilustra, advierte y con-

tiene, y es el mayor freno de la arbitrariedad. Porque ¿qué sería en la

opinion pública de los que aconsejasen al Rey la negativa de la sancion

de una ley justa y necesaria? Ni ¿cómo puede prudentemente suponerse

que un proyecto de ley conocidamente justo y conveniente sea desecha-

do por el Rey con su Consejo en una nacion donde haya espíritu público,

que es una de las primeras cosas que ha de criar entre nosotros la Cons-

titucion, ó nada habrémos adelantado, ni ésta podrá existir? El resulta-

do de una obstinación tan inconcebible sería quedar expuesto el Monar-

ca al desaire de una nacion forzada, y á perder de tal modo el crédito ó

la opinion sus ministros, que vendrian al suelo irremisiblemente. Y su-

pongamos (caso raro en verdad que alguna vez estas precauciones impi-

dan la formacion de alguna ley, no nos engañemos, esto no puede suce-

der cuando el proyecto de ley es evidente, y tal vez urgentemente útil y

necesario; pero hablando de los casos comunes, estoy firmemente per-

suadido que el dejar de hacer una ley buena es menor mal que la funes-

tísima facilidad de hacer y deshacer leyes cada dia, plaga la más terri-

ble para un estado.»

«Juzgo (continuaba) que la experiencia y sus sábias lecciones no de-

ben ser perdidas para nosotros, y que el derecho público en esta parte

de otras naciones modernas que tienen representacion nacional, no de-

be mirarse con desden por los legisladores de España. No hablaré de esa

Francia, que quiso al principio de sus novedades darse un rey constitu-

cional, y donde, á pesar del infernal espíritu desorganizador de demago-

gia y democracia revolucionaria que fermentó desde los primeros pasos,

se concedió al Monarca la sancion con estas mismas pausas. Tampoco

hablaré de lo que practica una nacion vecina y aliada, cuya prosperidad,

hija de su Constitucion sábia, es la envidia de todos, porque todos saben

la inmensa extension que por ella tiene en este y otros puntos la preroga-

tiva real. Sólo haré mencion de la ley fundamental de un estado moderno

más lejano, de los Estados-Unidos del norte de América, cuyo gobierno

es democrático, y donde propuesto y aprobado un proyecto en una de las

dos cámaras, esto es, en la camara de los representantes ó en el Sena-

do, tiene que pasar á la otra para su aprobacion; si es allí tambien apro-

bado, tiene que recibir todavía la sancion del Presidente de los Estados-

Unidos; si éste la niega, vuelve el proyecto á la cámara donde tuvo su

origen; es allí de nuevo discutido, y para ser aprobado necesita la con-

currencia de las dos terceras partes de votos: entónces recibe fuerza, y

queda hecho ley del Estado..... Pues si esto sucede en un estado demo-

crático, cuyo jefe es un particular revestido temporalmente por la Cons-

titucion de tan eminente dignidad, tomado de los ciudadanos indistinta-

mente, y falto por consecuencia de aquel aparato respetuoso que arranca

la consideracion de los pueblos; si esto sucede en estados donde la ley

se filtra, por decirlo así, por dos cámaras, invencion sublime, dirigida á

hacer en favor de las leyes, que el proyecto propuesto en una cámara no

sea decretado sino en otra distinta, y áun despues ha menester la san-

cion del jefe del gobierno, ¿que deberá suceder en una monarquía como

la nuestra, y en la que no existen esas dos cámaras?....»

Prevaleció el dictámen de la Comision, y es de advertir que entre

los señores que le impugnaban, y repelian la sancion real con veto ab-

soluto ó suspensivo, habíalos de opiniones las más encontradas. Suce-

dia esto con frecuencia en las materias políticas: y diputados, como el

Sr. Terreros, muy aferrados en las eclesiásticas, eran de los primeros á

escatimar las facultades del Rey, y á contrastar á los intentos de la po-

testad ejecutiva.

En este artículo tercero establecíase la diputacion permanente de

Córtes, y se especificaba el modo y la ocasion de convocar á Córtes ex-

traordinarias. Se componia ahora la primera de siete individuos escogi-

dos por las mismas Córtes, á cuyo cargo quedaba durante la separacion

de las últimas velar sobre la observancia de las leves, y en especial de

las fundamentales, sin que eso le diera ninguna otra autoridad en la ma-

teria. Antiguamente se conocía un cuerpo parecido en los reinos de Ara-

gon, y en la actualidad en Navarra y juntas de las provincias Vasconga-

das y Astúrias. Nunca en Castilla hasta que se unieron las coronas y se

confundieron las Córtes principales de la monarquía en unas solas. En-

tonces apareció una sombra vana á que se dió nombre de diputacion,

compuesta tambien de siete individuos que se nombraban y sorteaban

por las ciudades de voto en Córtes. Pudo ser útil semejante institucion

en reinos pequeños, cuando la representacion de los pueblos no se jun-

taba por lo comun todos los años, y cuando no habia imprenta ó se des-

conocia la libertad de ella, en cuyo caso era la diputacion, segun expre-

só oportunamente el señor Capmany, «el censor público del supremo

poder.» Pero ahora, si se ceñia este cuerpo á las facultades quo le daba

la Constitucion, era nula é inútil su censura al lado de la pública; si las

traspasaba, ademas de excederse, no servia su presencia sino para en-

torpecer y molestar al gobierno. Tuvieron por conveniente las Córtes res-

petar reliquia tan antigua de nuestras libertades, confiándole tambien la

policía interior del cuerpo, y la facultad de llamar en determinados ca-

sos á Córtes extraordinarias.

Dábase esta denominacion no á Córtes que fuesen superiores á las

ordinarias en poder y constituyentes como las actuales, sino á las mis-

mas ordinarias congregadas extraordinariamente y fuera de los meses

que permitia la Constitucion. Su llamamiento verificábase en caso de

vacar la corona, de imposibilidad ó abdicacion del Rey, y cuando éste

las quisiese juntar para un determinado negocio, no siéndoles lícito des-

viarse á tratar de otro alguno. Con esto se cerraba el título 3.o

En el 4.o entrábase á hablar del Rey, y se circunstanciaban su in-

violabilidad y autoridad, la sucesion á la corona, las minoridades y re-

gencia, la dotacion de la familia real ó sea lista civil, y el número de

secretarios de Estado y del Despacho, con lo concerniente á su respon-

sabilidad.

El Rey ejercia con plenitud la potestad ejecutiva, pero siempre de

manera que podia reconocer, como dice Diego de Saavedra (6), «que no

era tan suprema que no hubiese quedado alguna en el pueblo.» Conce-

diósele la facultad de «declarar la guerra y hacer y ratificar la paz», aun-

que despues de una larga y luminosa discusion, deseando muchos seño-

res que en ello interviniesen las Córtes, á imitacion de lo ordenado en el

fuero antiquísimo de Sobrarbe (7). Las restricciones más notables que se

le pusieron, consistian en no permitirle ausentarse del reino, ni casar-

se sin consentimiento de las Córtes. Provocó ambas la memoria muy re-

ciente de Bayona, y los temores de algun enlace con la familia de Napo-

leon. Autorizábanlas ejemplos de naciones extrañas, y otros sacados de

nuestra antigua historia.

Se reservó para tratar en secreto el punto de la sucesion á la corona.

Decidieron las Córtes, cuando llegó el caso, que aquélla se verificaria

por el órden regular de primogenitura y representacion entre los descen-

dientes legítimos varones y hembras de la dinastía de Borbon reinan-

te. Tal habia sido casi siempre la antigua costumbre en los diversos rei-

nos de España. En Leon y Castilla autorizóla la ley de Partida; y ántes

nunca habia padecido semejante práctica alteracion alguna, empuñando

por eso ambos cetros Fernando I, y luégo Fernando III, el Santo: tampo-

co en Navarra, en donde se contaron multiplicados casos de reinas pro-

pietarias, y á la misma costumbre se debió la union de Aragon y Catalu-

ña, en tiempo de doña Petronila, hija de don Ramiro el Monje. Bien es

verdad que allí hubo algunas variaciones, especialmente en los reinados

de D. Jaime el Conquistador y de D. Pedro IV el Ceremonioso, no ciñen-

do en su consecuencia la corona las hijas de D. Juan el Primero, sucesor

de éste; la cual pasó á las sienes de D. Martin, su hermano. Pero reco-

bró fuerza en tiempo de los Reyes Católicos, ya al reconocer por herede-

ro al malogrado D. Miguel, su nieto, príncipe destinado á colocarse en

los solios de toda la Península, incluso Portugal; ya al suceder en los de

España doña Juana la Loca y su hijo D. Cárlos. Por la misma regla ocu-

pó tambien el trono Felipe V de Borbon, quien sin necesidad trató de al-

terar la antigua ley y costumbre, y las disposiciones de los reyes D. Fer-

nando y doña Isabel, y de introducir la ley sálica de Francia. Hízolo así

hasta cierto punto; pero bastante á las calladas y con mucha informali-

dad y oposicion, segun refiere el Marqués de San Felipe. En las Córtes

de 1789 ventilóse tambien el negocio, y se revocó la anterior decision,

mas muy en secreto. Las Córtes, poniendo ahora en vigor la primitiva ley

y costumbre, en nada chocaban con la opinion nacional; y así fue que

en el seno de ellas obraron en el asunto de acuerdo los diversos partidos

que las componian, mostrando mayor ardor el opuesto á reformas.

Esto, en parte, pendia del ánsia por colocar al frente de la regencia y

aproximar á los escalones del trono á la infanta doña María Carlota Joa-

quina, casada con D. Juan, príncipe heredero de Portugal, é hija mayor

de los reyes D. Cárlos IV y doña María Luisa, en quien debia recaer la

corona á falta de sus hermanos, ausentes ahora, cautivos y sin esperan-

za de volver á pisar el territorio español. Habia en ello tambien el ali-

ciente de que se reuniera bajo una misma familia la Península entera;

blanco en que siempre pondrán los ojos todos los buenos patricios. Tenía

el partido anti-reformador empeño tan grande en llamar á aquella seño-

ra á suceder en el reino, que para facilitar su advenimiento, promovió y

consiguió que por decreto particular se alejase de la sucesion á la coro-

na al hermano menor de Fernando VII, el infante D. Francisco de Pau-

la y á sus descendientes, siendo así que éste, por su corta edad, no ha-

bia tenido parte en los escándalos y flaquezas de Bayona, y que tampoco

consentian las leyes ni la política, y ménos autorizaban justificados he-

chos, tocar á la legitimidad del mencionado infante. En el propio decre-

to eran igualmente excluidas de la sucesion la infanta dona María Luisa,

reina viuda de Etruria, y la archiduquesa de Austria del mismo nombre,

junto con la descendencia de ambas; la última señora por su enlace con

Napoleon, y la primera por su imprudente y poco mesurada conducta en

los acontecimientos de Aranjuez y Madrid de 1808. En el decreto, sin

embargo, nada se especificaba, alegando sólo para la exclusiva de todos

«ser su sucesion incompatible con el bien y seguridad del Estado.» Pa-

labras vagas, que hubiera valido más suprimir, ya que no se querian pu-

blicar las verdaderas razones en que se fundaba aquella determinacion.

Las Córtes retuvieron para sí en las minoridades el nombramiento de

regencia. Conformábanse en esto con usos y decisiones antiguas. Y en

cuanto á la dotacion de la familia real, se acordó que las Córtes la seña-

larian al principio de cada reinado. Muy celosas anduvieron á veces las

antiguas en esta parte, usando en ocasiones hasta de términos impropios

aunque significativos, como aconteció en las Córtes celebradas en Valla-

dolid el año 1518, en las que se dijo á Cárlos V (8) que el Rey era mer-

cenario de sus vasallos.

Instrumentos los ministros ó secretarios del Despacho de la autoridad

del Rey, jefe visible del Estado, son realmente en los gobiernos represen-

tativos la potestad ejecutiva puesta en obra y conveniente accion. Se fijó

que hubiese siete: de Estado ó Relaciones exteriores: dos de la Goberna-

cion, uno para la Península y otro para Ultramar; de Gracia y Justicia; de

Guerra; de Hacienda y de Marina. La novedad consistia en los dos minis-

terios de la Gobernacion, ó sea de lo Interior, que tropezó con obstáculos,

por cuanto ya indicaba que se querian arrancar á los tribunales lo econó-

mico y gubernativo, en que habian entendido hasta entónces.

Debian los secretarios del Despacho ser responsables de sus provi-

dencias á las Córtes, sin que les sirviese de disculpa haber obrado por

mandado del Rey. Responsabilidad ésta por lo comun más bien moral

que efectiva; pero oportuno anunciarla y pensar en ella, porque, como

decia bellamente el ya citado D. Diego de Saavedra (9): «Dejar correr li-

bremente á los ministros, es soltar las riendas al gobierno.»

Tambien en este título se creaba un Consejo do Estado. Bajo el mis-

mo nombre hallábase establecido otro en España desde tiempos remo-

tos, al que dió Cárlos V particulares y determinadas atribuciones. Eleva-

ba ahora la Comision el suyo, dándole aire de segunda cámara. Debian

componerle 40 individuos: de ellos cuatro grandes de España, y cua-

tro eclesiásticos; dos obispos. Inamovibles todos, los nombraba el Rey,

tomándolos de una lista triple presentada por las Córtes. Eran sus más

principales facultades aconsejar al Monarca en los asuntos arduos, es-

pecialmente para dar ó negar la sancion de las leyes, y para declarar la

guerra ó hacer tratados; perteneciéndole asimismo la propuesta por ter-

nas para la presentacion de todos los beneficios eclesiásticos y para la

provision de las plazas de judicatura. Prerogativa de que habian gozado

las antiguas cámaras de Castilla y de Indias; porcion, como se sabe, in-

tegrante y suprema de aquellos dos Consejos. Aplaudieron hasta los más

enemigos de novedades la formacion de este cuerpo, á pesar de que con

él se ponian trabas mal entendidas á la potestad ejecutiva y menguaban

sus facultades. Pero agradábales, porque renacia la antigua práctica de

proponer ternas para los destinos y dignidades más importantes.

Comprendia el título 5.o el punto de tribunales punto bastante bien en-

tendido y desempeñado, y que se dividia en tres esenciales partes: 1.a,

reglas generales; 2.a, administracion de justicia en lo civil; 3.a, adminis-

tracion de justicia en lo criminal. Por de pronto apartábase de la incum-

bencia de los tribunales lo gubernativo y económico, en que ántes tenian

concurso muy principal, y se les dejaba sólo la potestad de aplicar las le-

yes en las causas civiles y criminales. Prohibíase que ningun español pu-

diese ser juzgado por comision alguna especial, y se destruian los muchos

y varios fueros privilegiados que ántes habia, excepto el de los eclesiásti-

cos y el de los militares. No faltaron diputados, como los Sres. Calatrava y

García Herreros, que con mucha fuerza y poderosas razones atacaron tan

injusta y perjudicial exencion; mas nada por entónces consiguieron.

Centro era de todos los tribunales uno supremo, llamado de Justicia,

al que se encargaba el cuidado de decidir las competencias de los tri-

bunales inferiores; juzgar á los secretarios del Despacho, á los conseje-

ros de Estado y á los demas magistrados en caso de que se les exigiese

la responsabilidad por el desempeño de sus funciones públicas; conocer

de los asuntos contenciosos pertenecientes al real patronato; de los re-

cursos de fuerza de los tribunales superiores do la córte, y en fin de los

recursos de nulidad que se interpusiesen contra las sentencias dadas en

última instancia.

Despues poníanse en las provincias tribunales que conservaban el

nombre antiguo de audiencias, y á las cuales se encomendaban las cau-

sas civiles y criminales. En esta parte adoptábase la mejora importan-

te de que todos los asuntos feneciesen en el respectivo territorio; cuan-

do ántes tenian que acudir á grandes distancias y á la capital del reino,

á costa de muchas demoras y sacrificios. Mal grave en la Península, y

de incalculables perjuicios en Ultramar. En el territorio de las audien-

cias, cuyos términos se debian fijar al trazarse la nueva divisien del rei-

no, se formaban partidos, y en cada uno de ellos se establecia un juez de

letras con facultades limitadas á lo contencioso. Hubieran algunos que-

rido que en lugar de un solo juez se pusiese un cuerpo colegiado, com-

puesto á lo ménos de tres, como medio de asegurar mejor la administra-

cion de justicia, y de precaver los excesos que solian cometer los jueces

letrados y los corregidores; pero la costumbre y el temor de que se au-

mentasen los gastos públicos, inclinó á aprobar sin obstáculos el dictá-

men de la Comision.

Hasta aquí todos estos magistrados, desde los del Tribunal Supremo

de Justicia hasta los más inferiores, eran inamovibles y de nombramien-

to real, á propuesta del Consejo de Estado. Venian despues en cada pue-

blo los alcaldes, á los que, segun en breve verémos, elegíanlos los veci-

nos, y á su cargo se dejaban litigios de poca cuantía, ejerciendo el oficio

de conciliadores, asistidos de dos hombres buenos, en asuntos civiles ó

de injurias, sin que fuese lícito entablar pleito alguno ántes de intentar

el medio de la conciliacion. Cortáronse al nacer muchas desavenencias

miéntras se practicó esta ley, y por eso la odiaron y trataron de desacre-

ditar ciertos hombres de garnacha.

En la parte criminal se impedia prender á nadie sin que precedie-

se informacion sumaria del hecho por el que el acusado mereciese cas-

tigo corporal; y so pernutia que en muchos casos, dando fiador, no fuese

aquél llevado á la cárcel; á semejanza del Habeas corpus de Inglaterra, ó

del privilegio hasta cierto punto parecido de la antigua manifestacion de

Aragon. Abolíase la confiscacion, se prohibia que se allanasen las casas

sino en determinados casos, y adoptábase mayor publicidad en el pro-

ceso, con otras disposiciones no ménos acertadas que justas. La opinion

habia dado ya en España pasos tan agigantados acerca de estos puntos,

que no se suscitó al tratarlos discusion grave.

Mas no pareció oportuno llevar la reforma hasta el extremo de ins-

tituir inmediatamente el jurado. Anuncióse, sí, por un artículo expreso

que las Córtes en lo sucesivo, cuando lo tuviesen por conveniente, in-

troducirian la distincion entre los jueces del hecho y del derecho. Só-

lo el Sr. Golfin pidió que se concibiese dicho artículo en tono más im-

perativo.

El título 6.o fijaba el gobierno interior de las provincias y de los pue-

blos. Se confiaba el de éstos á los ayuntamientos, y el de aquéllas á las

diputaciones con los jefes políticos y los intendentes. En España, sobre

todo en Castilla, habia sido muy democrático el gobierno de los pueblos,

siendo los vecinos los que nombraban sus ayuntamientos. Fuése alte-

rando este método en el siglo XV, y del todo se vició durante la dinastía

austriaca, convirtiéndose por lo general aquellos oficios en una propie-

dad de familia, y vendiéndolos y enajenándolos con profusion la corona.

En tiempo de Cárlos III, reinado muy favorable al bien de los pueblos,

dispúsose en 1766 que éstos nombrasen diputados y síndicos, con obje-

to en particular de evitar la mala administracion de los abastos, tenien-

do voto, entrada y asiento en los ayuntamientos, y dándoles en años pos-

teriores mayor extension de facultades. Mas no habiéndose arrancado la

raíz del mal, trató la Constitucion de descuajarla; decidiendo que habria

en los pueblos para su gobierno interior un ayuntamiento de uno ó más

alcaldes, cierto número de regidores, y uno ó dos procuradores síndicos,

elegidos todos por los vecinos, y amovibles por mitad todos los años. Pa-

reció á muchos que faltaba á esta última rueda de la autoridad públi-

ca un agente directo de la potestad ejecutiva, porque los ayuntamien-

tos no son representantes de los pueblos, sino meros administradores de

sus intereses; y así como es justo por una parte asegurar de este modo el

bien y felicidad de las localidades, así tambien lo es por la otra poner un

freno á sus desmanes y peculiares preocupaciones con la presencia de

un alcalde ú otro empleado escogido por el gobierno supremo y central.

No quedaba á dicha semejante hueco en el gobierno de las provin-

cias. Habia en ellas un jefe superior, llamado jefe político, de provision

real, á quien estaba encargado todo lo gubernativo, y un intendente, que

dirigia la hacienda. Presidia el primero la diputacion, compuesta de sie-

te individuos, nombrados por los electores de partido, y que se renova-

ban cuatro una vez, y tres otra cada dos años. Tenía este cuerpo latamen-

te y en toda la provincia las mismas facultades que los ayuntamientos

en sus respectivos distritos, ensanchando su círculo hasta en la política

general y más allá de lo que ordena una buena administracion. Las se-

siones de cada diputacion se limitaban al término de noventa dias, pa-

ra estorbar se erigiesen dichas corporaciones en pequeños congresos y

se ladeasen al federalismo; grave perjuicio, irreparable ruina, por lo que

hubiera convenido restringirlas áun más. Podía el Rey, siempre que se

excediesen, suspenderlas, dando cuenta á las Córtes.

Se formaron estas diputaciones á ejemplo de las de Navarra, Vizca-

ya y Astúrias, las cuales, si bien con facultades á veces muy mermadas,

conservaban todavía bastante manejo en su gobierno interior, especial-

mente las dos primeras. Todas las otras provincias del reino habian per-

dido sus fueros y franquezas desde el advenimiento al trono de las casas

de Austria y de Borbon; por lo que incurren en gravísimo error los ex-

tranjeros cuando se figuran que eran árbitras aquéllas de dirigir y admi-

nistrar sus negocios interiores; siendo así que en ninguna parte estaba

el poder tan reconcentrado como en España, en donde no era lícito, des-

de el último rincon de Cataluña ó Galicia, hasta el más apartado de Se-

villa ó Granada, construir una fuente, ni establecer siquiera una escuela

de primeras letras sin el beneplácito del Gobierno supremo ó del Conse-

jo Real, en cuyas oficinas se empozaban frecuentemente las demandas,

ó se eternizaban los expedientes, con gran menoscabo de los pueblos y

muchos dispendios.

El séptimo título era el de las contribuciones. Pasó todo él sin discu-

sion alguna; tan evidente y claro se mostró á los ojos de la mayoría. En

su contexto se ordenaba que las Córtes eran las que habian de estable-

cer ó confirmar las contribuciones directas é indirectas. Preveníase tam-

bien que fuesen todas ellas repartidas con proporcion á las facultades de

los individuos, sin excepcion ni privilegio alguno. Ratificábase el esta-

blecimiento de una tesorería mayor, única y central, con subalternos en

cada provincia; en cuyas arcas debian entrar todos los caudales que se

recaudasen para el erario; modo conveniente de que éste no desmedra-

se. Tomábanse, ademas, otras medidas oportunas, sin olvidar la conta-

duría mayor de cuentas para el exámen de las de los caudales públicos;

cuerpo bastante bien organizado ya en lo antiguo, y que tenía que me-

jorarse por una ley especial. Se declaraba el reconocimiento de la deu-

da pública, y se la consideraba como una de las primeras atenciones de

las Córtes; recomendándose su progresiva extincion, y el pago de los ré-

ditos que se devengasen.

Importante era el título 8.o, pues concernia á la fuerza militar na-

cional, y abrazaba dos partes. 1.a Las tropas de continuo servicio, ó sea

ejército y armada. 2.a Las milicias. Respecto de aquéllas se adoptaba la

regla fundamental de que las Córtes fijasen anualmente el número de

tropas que fuesen necesarias, y el de buques de la marina que hubieran

de armarse ó conservarse armados; como tambien el que ningun español

podria excusarse del servicio militar cuando y en la forma que fuese lla-

mado por la ley. Quitábanse así constitucionalmente los privilegios que

eximian á ciertas clases del servicio militar; privilegios destruidos ó en

parte modificados por disposiciones anteriores, y abolidos de hecho des-

de el principio de la actual guerra.

Al cuidado de una ley particular se dejaba el modo de formar y es-

tablecer las milicias, base de un buen sistema social, y verdadero apoyo

de toda Constitucion, siempre que las compongan los hombres acomo-

dados y de arraigo de los pueblos. Tan sólo se indicaba aquí que su ser-

vicio no sería continuo; previniéndose que el Rey, si bien podia usar de

aquella fuerza dentro de la respectiva provincia, no así sacarla fuera án-

tes de obtener el otorgamiento de las Córtes. Hubo quien quería se de-

terminase desde luégo que los oficiales de las milicias fueran nombrados

y ascendidos por los mismos cuerpos, confirmando la eleccion las dipu-

taciones ó las mismas Córtes; pues opinaba quizá algo teóricamente que

siendo dicha fuerza valladar contra las usurpaciones de la potestad eje-

cutiva, debían mantenerse sus individuos independientes de aquel in-

flujo. Nada se resolvió en la materia, dejándose la decision de los diver-

sos puntos para cuando se formase la ley enunciada.

Habia tambien un título especial sobre la instruccion pública, que

era el noveno. Instituia éste escuelas de primeras letras en todos los

pueblos de la monarquía, y ordenaba se hiciese un nuevo arreglo de uni-

versidades, coronando la obra con el establecimiento de una Direccion

general de estudios, compuesta de personas de conocida instruccion, á

cuyo cargo se dejaba, bajo la inspeccion del Gobierno, celar y dirigir la

enseñanza pública de toda la monarquía. Todo se necesitaba para in-

troducir y extender el buen gusto y el estudio de las útiles y verdaderas

ciencias, por cuya propagacion tanto, y casi siempre en vano, clamaron

y escribieron los Campománes, los Jovellanos, y muchos otros ilustres y

doctos varones. Se elevaba en este título á ley constitucional la libertad

de la imprenta, declarando que los españoles podian escribir; imprimir

y publicar sus ideas políticas, sin necesidad de licencia, revision ó apro-

bacion anterior á la publicacien; propio lugar éste de renovar y estampar

de un modo indeleble ley tan importante y sagrada; pues ella bien con-

cebida, y enfrenado el abuso con competentes penas, es el fanal de la

instruccion, sin cuya luz navegaríase por un piélago de tinieblas, incom-

patible con las libertades constitucionales.

El décimo y último título hablaba de la observancia de la ley funda-

mental y del modo de proceder en sus mudanzas ó alteraciones. Las Cór-

tes al instalarse debian ejercer una especie de censura, y examinar las

infracciones de Constitucion que hubieran podido hacerse durante su

ausencia. Se declaraba tambien con el propio motivo el derecho de pe-

ticion de que gozaba todo español. No se presentaron óbices ni reparos

especiales á esta parte del título. Por el contrario á la en que se trata-

ba del modo de hacer modificaciones en la Constitucion. Decíase en el

proyecto que aquéllas no podrian ni siquiera proponerse hasta pasados

ocho años despues de planteada la ley en todas sus partes, y áun entón-

ces se requerian expresos poderes de las provincias; precediendo, ade-

mas, otros trámites y formalidades. Contradecian esta determinacion los

desafectos á las nuevas reformas, y algunos de sus partidarios los más

ardientes; sobre todo los americanos. Los primeros, porque querian que

se deshiciese en breve la obra reciente; los otros, por desearla áun más

liberal, y los últimos con la esperanza de que acudiendo mayor núme-

ro de los suyos á las próximas Córtes ordinarias, podrían legalmente, ya

que no decretar la separacion de las provincias de Ultramar, ir, por lo

ménos, preparando cada vez más la independencia de ellas.

Consecuencia era inmediata de todo el artificio de la Constitucion po-

ner particulares trabas á su fácil reforma. Porque no habiendo sino una cá-

mara, y no correspondiendo al Rey más veto que el suspensivo, claro era

que siempre que se hubiese autorizado á las Córtes ordinarias para alterar

leyes fundamentales, lo mismo que lo estaban para las otras, de su arbitrio

pendia destruir legalmente el gobierno monárquico, ó hacer en él altera-

ciones sustanciales. Verdad es que en Inglaterra no se conoce diferencia

entre la formacion de las leyes constitucionales y las que no lo son; pero

esto procede de que allí no pasa acta alguna del Parlamento sin la concu-

rrencia de las dos cámaras y el asenso del Rey, cuyo veto absoluto es sal-

vaguardia contra las innovaciones que tirasen á alterar la esencia de la

monarquía. Esforzaron los argumentos en favor del dictámen los Sres. Ar-

güelles, Oliveros, Muñoz Torrero y otros; quedando al fin aprobado.

Termináronse aquí los más importantes debates de esta Constitucion,

que se llamó del año doce, porque en él se promulgó, circuló y empezó á

plantear. Constitucion que fué en la España moderna el primer esbozo de

la libertad, y que graduándola unos de sobreexcelente, la han deprimido

otros, y áun menospreciado con demasiada pasion.

Hemos tocado algunas de sus faltas en el curso de la anterior na-

rracion y examen; advirtiendo que pecaba principalmente en la forma

y composicion de la potestad legislativa, como tambien en lo que tenía

de especulativa y minuciosa. Aparecía igualmente á primera vista gran

desvarío haber adoptado para los países remotos de Ultramar las mismas

reglas y Constitucion que para la Península; pero desde el punto que la

Junta Central habia declarado ser iguales en derechos los habitantes de

ambos hemisferios, y que diputados americanos se sentaron en las Cór-

tes, ó no habian de aprobarse reformas para Europa, ó menester era ex-

tenderlas á aquellos países. Sobrados indicios y pruebas de desunion

habia ya para que las Córtes añadiesen pábulo al fuego; y en donde no

existian medios coactivos de reprimir ocultas ó manifiestas rebeliones,

necesario se hacia atraer los ánimos, de manera que ya que no se impi-

diese la independencia en lo venidero, se alejase por lo ménos el instan-

te de un rompimiento hostil y total.

En lo demas, la Constitucion, pregonando un gobierno representati-

vo y asegurando la libertad civil y la de la imprenta, con muchas mejoras

en la potestad judicial y en el gobierno de los pueblos, daba un gran pa-

so hácia el bien y prosperidad de la nacion y de sus individuos. El tiem-

po y las luces cada día en aumento hubieran acabado por perfeccionar la

obra todavía muy incompleta.

Y en verdad, ¿cómo podria esperarse que los españoles hubieran de

un golpe formado una Consticion exenta de errores, y sin tocar en esco-

llos que no evitaron en sus revoluciones Inglaterra y Francia? Cuando

se pasa del despotismo á la libertad, sobreviene las más veces un rebo-

samiento y crecida de ideas teóricas, que sólo mengua con la experien-

cia y los desengaños. Fortuna si no se derrama y rompe áun más allá,

acompañando á la mudanza atropellamientos y persecuciones. Las Cór-

tes de España se mantuvieron inocentes y puras de excesos y malos he-

chos. ¡Ojalá pudiera ostentar lo mismo el gobierno absoluto que acudió

en pos de ellas y las destruyó!

No ha faltado quien piense que si hubieran las Córtes admitido dos

cámaras y dado mayores ensanches á la potestad real, se hubiera conser-

vado su obra estable y firme. Dudámoslo. El equilibrio más bien enten-

dido de una Constitucion nueva cede á los empujes de la ignorancia y de

alborotadas y antiguas pasiones. Los enemigos de la libertad tanto más

la temen, la aborrecen y la acosan, cuanto más bella y ataviada se pre-

senta. Camino sembrado de abrojos es siempre el suyo. Emprendímos-

le entónces en España; mas para llegar á su término, aguantar debiamos

caidas y muchos destrozos.

Puso grima á los contrarios de las Córtes fuera de su seno el partido

que éstas ganaron, y los elogios que merecieron ya en el mero hecho de

presentarse á sus deliberaciones el proyecto de la Constitucion.

Despechados manifestaron más á las claras su enemistad, y á pun-

to de comprometerse ciertas personas conspicuas y cuerpos notables del

Estado.

Dió la señal desde un principio un escrito publicado en Alicante, en

el mes de Setiembre de 1811, y que llevaba por título: «Manifiesto que

presenta á la nacion el consejero de Estado D. Miguel de Lardizábal y

Uribe, uno de los cinco que compusieron el supremo Consejo de Regen-

cia de España é Indias, sobre su política en la noche del 24 de Setiem-

bre de 1810.» Comenzó en Octubre á circular el papel en Cádiz, y como

salia de la pluma, no de un escritor desconocido y cualquiera, sino de un

hombre elevado en dignidad y de un ex-regente, metió gran ruido y cau-

só impresion muy señalada, mayormente cuando no se trataba sólo en él

de opiniones que tuviera el autor, mas tambien de los pensamientos é in-

tenciones aviesas que al instalarse las Córtes habia abrigado la Regen-

cia de que Lardizábal era individuo.

Excitados los diputados por el clamor público, llamaron algunos,

en 14 de Octubre, acerca del asunto la atencion del Congreso; siendo

el primero D. Agustin de Argüelles, apoyado por el Conde de Toreno.

Presentó el impreso el Sr. García Herreros, que se mandó leer inme-

diatamente. Era su contenido un ataque violento contra las Córtes, di-

rigido «á persuadir la ilegitimidad de éstas, y asentando que si el Con-

sejo de Regencia las reconoció y juró en la noche del 24 de Setiembre,

fué obligado de las circunstancias, por hallarse el pueblo y el ejérci-

to decididos en favor de las Córtes.» El Sr. Argüelles, calificando este

impreso de libelo, dijo que contenía dos partes. «La primera (añadió)

abraza las opiniones de un español, que como ciudadano y estando en

el goce de sus derechos ha podido y ha debido manifestarlas, y está

bien que diga lo que quiera, y sostenga su opinion hasta cierto punto.

Pero la otra parte no es opinion, son hechos que atacan á las Córtes, á

la nacion y á la causa pública..... ¿Qué quiere decir que si el Consejo

antiguo de Regencia hubiera podido disponer del pueblo ó de la fuer-

za en la noche del 24 de Setiembre, la cosa no hubiera pasado así?....

Si ese autor se reconoce tan impertérrito, ¿por qué no tuvo valor en Ba-

yona?» (Aludia á creer el orador equivocadamente que D. Miguel de

Lardizábal había sido individuo de la junta que allí reunió Napoleon

en 1808.) «La grandeza de los hombres, concluía el Sr. Argüelles, se

descubre en las grandes ocasiones. En los peligros está la heroicidad.»

Fué de la misma opinion el Sr. Mejía, y propuso que pasase el papel

á la Junta de censura de la libertad de imprenta. Arrojóse más allá el

Conde de Toreno, pidiendo con vehemencia que se tomasen providen-

cias severas y ejecutivas. Al cabo, y despues de largos y vivos deba-

tes, se resolvió, segun propuesta del Sr. Morales Gallego, ampliada y

modificada por otros diputados, que «se arrestase y condujese á Cá-

diz desde Alicante, donde residía, á D. Miguel de Lardizábal, siempre

que fuese autor del referido manifiesto, como tambien que se recogie-

sen los ejemplares de éste y se ocupasen los demas papeles de dicho

Lardizábal; todo bajo la más estricta responsabilidad del secretario del

Despacho á quien correspondiese.»

Al dia siguiente continuóse tratando del mismo asunto, y D. Anto-

nio de Escaño, compañero de Regencia con Lardizábal, hizo una ex-

posicion desmintiendo cuanto habia publicado el último acerca de las

ideas é intenciones de aquel cuerpo. Igual ó parecido paso dieron más

adelante los Sres. Saavedra y Castaños. La discusion, pues, siguió el 15

muy animada, porque sonrugíase que el Consejo de Castilla obraba de

acuerdo con Lardizábal, y que en secreto había extendido recientemen-

te una consulta comprensiva de varios particulares relativos á lo mis-

mo, y contra la autoridad de las Córtes. Tambien paró la consideracion

de éstas una protesta remitida por el Obispo de Orense, de que hablaba

Lardizábal en su manifiesto; é impelido el Sr. Calatrava de ambos mo-

tivos, pidió: 1.o «Que se nombrase una comision de dos diputados para

que inmediatamente pasase al Consejo Real y recogiese dichas protesta

y consulta. 2.o Que otra comision de igual número pasase á recogerla ex-

posicion ó protesta del mismo reverendo obispo, que se decia archivada

en la secretaría de Gracia y Justicia. 3.o Que se nombrase una comision

de cinco diputados que juzgase al autor del manifiesto, y entendiese en

la causa que debia formarse desde luégo para descubrir todas sus ramifi-

caciones.....» Aprobáronse las dos primeras propuestas, y se nombraron

para desempeñar la comision del Consejo al mismo Sr. Calatrava y al Sr.

Jiraldo, y para la de la secretaría de Gracia y Justicia á los Sres. García

Herreros y Zumalacárregui. Se opuso el Sr. del Monte á la tercera propo-

sicion, y se desechó que fuesen diputados los que juzgasen á D. Miguel

de Lardizábal; aprobándose en su lugar «que una comision del Congreso

propusiese en el día siguiente doce sujetos que actualmente no ejercie-

sen la magistratura, para que entre ellos eligiesen las Córtes cinco jue-

ces y un fiscal que juzgasen al autor del manifiesto, y entendiesen en la

causa que debia formarse desde luégo para descubrir todas sus ramifi-

caciones, procediendo breve y sumariamente con ámplias facultades, y

con la actividad que exigía la gravedad del asunto.»

Tal vez parecerá que hubo demasía en ingerirse las Córtes directa-

mente en este asunto, y en nombrar un tribunal especial, separándose de

los trámites regulares y ordinarios. Pero el acontecimiento en sí era gra-

ve; tratábase de personas de categoría, de las que constantemente se ha-

bían opuesto á las reformas y actuales mudanzas, y de un cuerpo como el

Consejo, enemigo por lo comun de cuanto le hiciese sombra y no se aco-

modase á sus prerogativas y extraordinarias pretensiones. Ademas, íba-

se á juzgar á Lardizábal como á regente, y á los consejeros, si habia lugar

á ello, como á magistrados. Era caso de responsabilidad; las leyes anti-

guas estaban silenciosas en la materia, ó confusas y poco terminantes,

y la Constitucion no se había acabado de discutir. Necesario, pues, era

llenar por ahora el vacío. En Inglaterra acusa la cámara de los comunes

en causas iguales ó parecidas; juzga la de los lores; y en ofensas particu-

lares y que les son propias, ellas mismas, cada una en su sala, examinan

y absuelven ó condenan. Y ¡qué diferencia! allí existe una Constitucion

antigua bien afianzada, árbol revejecido y de siglos, que contrasta á vio-

lentos huracanes; mas aquí todo era tierno y nuevo, y cañaveral que se

doblaba aún con los vientos más suaves.

En la misma sesion del 15 dieron cuenta los diputados de las comi-

siones nombradas de haber cumplido con su encargo. Los que fueron á

la secretaría de Gracia y Justicia encontraron la exposicion del Obis-

po de Orense, altanera, en verdad, y ofensiva; pero que no era otra si-

no la que presentó aquel prelado á las Córtes en 3 de Octubre de 1810,

de la cual hicimos mencion en el libro XIII. Los que se encaminaron al

Consejo no descubrieron la consulta de que se trataba, y sólo sí tres vo-

tos contra ella de los señores que habian disentido, y eran D. José Na-

varro y Vidal, D. Pascual Quilez y Talon y D. Justo Ibar Navarro. Estaba

encargado de extender la consulta el Conde del Pinar, quien dijo haber-

la destruido de enojo, porque cuando la presentó al Consejo le habían

puesto reparos algunos de sus compañeros hasta en las más mínimas ex-

presiones. Irritó la disculpa, y pocos dieron á ella asenso, creyendo los

más que dicho documento se habla inutilizado ahora y despues del su-

ceso. Con su desaparecimiento y lo que resultaba de los votos de los tres

consejeros que discordaron, encrespóse el asunto, y se agravó la suerte

de los de la consulta, habiéndose aprobado dos proposiciones del Conde

Toreno, concebidas en estos términos: «1.a Que se suspendiesen los in-

dividuos del Consejo Real que habian acordado la consulta de que ha-

cían mérito los votos particulares de los ministros Ibar Navarro, Quilez

Talon y Navarro Vidal; remitiendo estos votos y todos los papeles y do-

cumentos que tuviesen relacion con este asunto al tribunal que iba á

nombrar el Congreso para la causa de D. Miguel de Lardizábal. 2.a Que

miéntras tanto, entendiesen en los negocios propios de las atribuciones

del Consejo los tres individuos que se habían opuesto á la consulta, y los

ausentes que hubiesen venido despues y se hallasen en el ejercicio de

sus funciones.»

Golpe fué éste que achicó á los enemigos de las reformas, viendo cai-

do á un cuerpo gran sustentáculo á veces de preocupaciones y malos

usos. En todos tiempos, á pesar de la censura que tapaba los labios, han

clamado los españoles, siempre que han podido, contra las excesivas fa-

cultades de los togados y sus usurpaciones. «Amigos, decía de ellos D.

Diego Hurtado de Mendoza (10), de traer por todo, como superiores, su

autoridad.» Y despues más cercano á nuestros dias, en los de Felipe V,

Fr. Benito de la Soledad (11), que ya tuvimos ocasion de citar, afirmaba

que... «todos los daños de la monarquía española habian nacido de los

togados Ellos, continúa dicho escritor, han malbaratado los millones y

nuevos impuestos Ellos han quitado la autoridad á todos los reinos de la

monarquía, y desvanecídoles las Córtes» Y más adelante: «los togados

deben limitarse á mantener y ejercitar la justicia sin embarazarse en ta-

les dependencias... Sala de gobierno, añade, en los togados es buena para

que nunca le haya con utilidad ni decencia; pues esto pertenece á esta-

distas...» Omitimos otras expresiones harto duras, y quizá algo apasiona-

das. Por lo demos, admira que en principios del siglo XVIII se tuviesen

ideas tan claras sobre varios de los males administrativos que agobiaban

á España, y sobre la necesidad de separar la parte gubernativa de la ju-

dicial. Ahora el descrédito del Consejo, y la oposicion á sus providen-

cias, se habían aumentado con la conducta equívoca é incierta que ha-

bía seguido aquel Cuerpo al momento de levantarse las provincias del

reino, y su conato en atacar á éstas y contrariar casi todas las reformas

que emanaban de aquella fuente.

No paró aquí negocio tan importante, si bien enfadoso. Imprimíase

entónces en Cádiz, en la oficina de Bosch, un papel intitulado: España

vindicada en sus clases y jerarquías, el cual se presumia tener enlace con

lo que en la actualidad se trataba; por lo que en el mismo día 15 exten-

dió una proposicion el Sr. García Herreros, de cuyas resultas se remitie-

ron á las Córtes dos ejemplares impresos de dicho escrito con el original.

Era esta produccion una larga censura de todos los procedimientos del

Congreso, en la que el autor, aunque á cada paso y en tono suave afir-

maba ser hombre sumiso y obediente á las Córtes, excitaba contra ellas

á los clérigos y á los nobles, que decía injuriados por no haberse admi-

tido los estamentos; añadiendo que no podían las mismas entender, si-

no en negocios de guerra y hacienda para rechazar al enemigo. Sonaba y

se decia autor del papel D. Gregorio Vicente Gil, oficial de la secretaria

del Consejo y Cámara; pero asegurábase, y luégo se probó, que el verda-

dero autor era D. José Colon, decano del Consejo Real. Por eso, mirando

el asunto como conexo con el de esta Corporacion y con el de Lardizá-

bal, se pasó el 21 del propio Octubre un ejemplar impreso con el origi-

nal manuscrito al tribunal especial que iba á entender en las otras dos

causas.

Habia sido aquél nombrado el 17, escogiendo las Cortes de entre los

doce sujetos propuestos por la Comision, cinco jueces y un fiscal. Fue-

ron los primeros D. Toribio Sanchez Monasterio, D. Juan Pedro Morales,

D. Pascual Bolaños de Novoa, D. Antonio Vizmaños y D. Juan Nicolas

Undaveitia, y el último D. Manuel María Arce. Prestaron todos juramen-

to ante las Córtes, y consideróse dicho tribunal como supremo, dispen-

sándole el tratamiento de Alteza.

Tuvo el negocio incidentes muy desagradables, siendo el campo de

lides del partido reformador y del antireformador. Dió lugar á várias dis-

cusiones una representacion del mencionado decano del Consejo D. Jo-

sé Colon, en la que «sometiéndose como individuo á comparecer ante el

tribunal especial, pedia como persona pública la vénia más atenta, pa-

ra que el juicio y cuanto se obrase en él fuese y se entendiese con la re-

serva de exponer, por sí, si vivia, ó por el que le sucediese, á las Cór-

tes presentes y futuras cuanto conviniese á su alto cargo y á su tribunal»

Algunos diputados miraron dicha exposicion como ambigua y como una

protesta anticipada de las reformas judiciales de la Constitucion. Pidié-

ronse al D. José explicaciones acerca del sentido; diólas, y no satisfa-

ciendo con ellas, dijo el Sr. García Herreros: «Todo individuo de la so-

ciedad tiene derecho para representar al Soberano cuanto le parezca. En

sustancia esa vénia que don José Colon pide, ¿no es para representar lo

que le convenga, ya sea ántes ó despues de la sentencia? Pues, ¿á quién

ha negado la ley ni las Córtes el que acuda á hacer presente lo que juz-

gue útil y preciso á su derecho?.....Así que (concluyó manifestando el

Sr. García Herreros) yo no comprendo á qué es pedir esa vénia, y me pa-

rece inútil concederla. Mi dictámen, pues, es que se diga que use de su

derecho, y nada más.» A esto respondió el Sr. Gutierrez de la Huerta:

«Que, segun el derecho español, era necesario para instaurar un recurso

extraordinario al Soberano pedir ántes la vénia, y que siendo extraordi-

nario el tribunal creado, podian ocurrir casos en que los acusados tuvie-

sen que usar de este medio, por lo que justamente el decano del Con-

sejo pedia dicho permiso para ocurrir á las Córtes siempre que él ó sus

compañeros se sintiesen agraviados.» Práctica forense ésta no aplica-

ble al caso, ni tampoco muy usada y clara; por lo que con razon expresó

don Juan Nicasio Gallego, «que no era fácil desenmarañarla, sobre todo

cuando los señores jurisperitos que, ademas del estudio, tenían la prác-

tica del foro y estrados, hablaban con tanta variedad en el negocio.»

Fuése éste enredando cada vez más, y enardeciéndose las pasio-

nes, se llegó al extremo de que las galerías, hasta entónces tranquilas, y

que escuchaban con respetuoso silencio las demas discusiones, tomaron

parte y se excedieron.

Creció el desasosiego el 26 de Octubre, en cuyo dia continuó el de-

bate, dando ocasion á ello un discurso pronunciado por D. José Pablo

Valiente. Tenía el pueblo de Cádiz contra este diputado antigua ojeri-

za, que había empatado y á en 1800, por atribuírsele la introduccion allí

de la fiebre amarilla, volviendo de ser intendente de la Habana. La acu-

sacion era infundada; y en todo caso, culpa hubiera sido, más bien que

suya, de las autoridades de la ciudad. Odiábanle tambien porque pa-

trocinaba el comercio libre con la América, á causa de sus relaciones y

amistades en la isla de Cuba; pues aquel diputado, enemigo constante

de las reformas, sostenia ésta con fuerza, al paso que los vecinos de Cá-

diz, muy adictos á todas las otras, era la sola á que se oponian, como in-

teresados en el comercio exclusivo. Tanto influjo tienen en nuestras de-

terminaciones las miras privadas. Valiente, ademas, asistia poco á las

Córtes, y sabíase que era el único individuo de la comision de Constitu-

cion que habia rehusado firmar el proyecto. Motivos todos que aumen-

taban la aversion hácia su persona, y por lo que debiera haber procedi-

do con mucha mesura. Mas no fué así; y acudiendo inopinadamente á

las Córtes, púsose luégo á hablar, usando de expresiones tales, que pre-

sumieron los más ser su intento excitar al desórden, y convertir por es-

te medio, segun prevenia el reglamento, la sesion pública en secreta.

Confirmóse la sospecha cuando se vió que Valiente, al primer leve mur-

mullo, reclamó el cumplimiento de aquel artículo reglamentario; con lo

cual indispuso áun más los ánimos, y á poco los irritó del todo, añadien-

do que entre los circunstantes habia intriga; y tambien, segun oyeron al-

gunos, gente pagada. Palabras que apénas las pronunció, causaron bulla

y desórden en términos que el Presidente alzó la sesion pública á pesar

de vivas reclamaciones del señor Golfin y Conde de Toreno.

Permanecieron, sin embargo, los espectadores en las galerías, y aun-

que despues las evacuaron, mantuviéronse en la calle y puertas del edi-

ficio. Cundió en breve el tumulto á toda la ciudad, y se embraveció al

divulgarse que era Valiente la causa primera de aquel disgusto. De re-

sultas cesaron las Córtes en la deliberacion pública y secreta del asun-

to pendiente, y sólo pensaron en tomar precauciones que preservasen de

todo mal la persona del diputado amenazado. A este fin vino á la baran-

dilla el gobernador de la plaza D. Juan María Villavicencio, quien res-

pondió de la seguridad individual de D. José Pablo; mas, atemorizado

éste, no quiso volver á su casa, y pidió que se le llevase al navío de gue-

rra Asia, fondeado en bahía. Hubo de condescender con sus deseos, y

puesto á bordo, mantúvose allí, y despues en Tánger muchos meses por

voluntad propia, pues era medroso y de condicion indolente; aunque, se-

gun más adelante verémos, no permaneció en su retiro desocupado, pro-

curando sostener y fomentar sus conocidas máximas y principios. Por lo

demas, el lance ocurrido, doloroso y de perjudicial ejemplo, si bien pro-

vocado por la indiscreccion y temeridad de Valiente, dió armas á los que

despues quisieron quejarse de falta de libertad.

Pero de pronto amilanáronse los enemigos de las reformas, y D. Jo-

sé Colon mismo desistió de sus peticiones, las que, sin embargo, pasa-

ron al tribunal especial. Siguieron en éste todos sus trámites las causas

encomendadas á su exámen y resolucion. Lardizábal llegó de Alicante

al principiar Noviembre, y arrestado en Cádiz, en el cuartel de San Fer-

nando, hizo á las Córtes várias representaciones, procurando sincerar su

conducta y escritos. Duraron meses estos negocios. El de la España vin-

dicada empantanóse con una calificacion que en su favor dió la Junta

suprema de censura, en oposicion á otra de la provincia, excediéndose

aquélla de sus facultades. A los consejeros procesados, catorce en núi-

nero, absolviólos de toda culpa en 29 de Mayo de 1812 el tribunal espe-

cial. Menos dichoso el señor Lardizábal, pidió contra él el fiscal la pena

de muerte, y el tribunal, si bien no se conformó con dicho parecer, con-

denó al acusado, en 14 de Agosto del propio año, «á que saliese expul-

so de todos los pueblos y dominios de España en el continente, islas ad-

yacentes y provincias de Ultramar, y al pago de las costas del proceso,

mandando que los ejemplares del manifiesto se quemasen públicamen-

te por mano del verdugo.» Apeló Lardizábal del fallo al Tribunal supre-

mo de Justicia, ya entónces establecido; el que en sala segunda revocó

y anuló la anterior sentencia, que confirmó despues en todas sus partes

la sala primera, en virtud de apelacion que hizo el fiscal del tribunal es-

pecial. Finalizaron así tan ruidosos asuntos, en los que si hubo calor y

quizá algun desvío de autoridad, dejáronse, por lo ménos, á los acusa-

dos todos los medios de defensa; formando en esto contraste con los in-

auditos atropellamientos que ocurrieron despues al restaurarse el go-

bierno absoluto.

Volviendo poco á poco del asombro el partido anti-liberal, causó á

su contrario nuevas turbaciones, naciendo la primera de querer poner al

frente de la Regencia á una persona real. Hemos visto en el curso de es-

ta Historia los príncipes que en diversas ocasiones reclamaron sus de-

rechos á la corona de España, ó solicitaron tomar parte en los actuales

acontecimientos. No disminuyeron despues los pretendientes á pesar de

la situacion mísera y atribulada de la Península, teniendo abogados has-

ta la antigua casa de Saboya, cuyo príncipe reinante moraba en la is-

la de Cerdeña, viviendo en mucho retiro, y habiéndole casi olvidado el

mundo. Mas sobre todos reunia poderoso número de parciales la infan-

ta doña María Carlota, de la que poco hace hablamos. Queríanla los an-

ti-reformadores como apoyo de sus pensamientos, queríanla los antiguos

palaciegos, Y participaban tambien del mismo deseo muchos liberales,

ansiosos de incorporar el reino de Portugal á España. Pero de los últi-

mos, los más eran opuestos á la medida; pues, aunque partidarios, co-

mo los otros, de la union de la Península, no estimaban prudente por un

bien lejano é incierto aventurar ahora el inmediato y más seguro de las

libertades públicas; persuadidos de que el bando contrario á ellas ad-

quiriria notable fuerza con la ayuda y prestigio de una persona real. Sos-

tenia la idea D. Pedro de Sousa, ahora marqués de Palmela, ministro en-

tónces del reino de Portugal y de la córte del Brasil en Cádiz, hombre

diestro y muy solícito en el asunto, si bien le oponia resistencia su com-

pañero el ministro británico sir Henry Wellesley.

Tampoco se descuidó la Infanta, procurando por sí misma lisonjear á

las Córtes, y hacer bajo de mano ofrecimientos muy halagüeños. Con to-

do, á veces no anduvo atinada; y entre otros casos, acordámonos de uno

en que por lo ménos probó imprudencia extraña y suma. Habia por es-

te tiempo entre España y la córte del Brasil motivos de desavenencia y

quejas que nacian de antiguas usurpaciones de aquel gobierno en la ori-

lla oriental del río de la Plata, y tambien de reciente y desleal conducta

en Montevideo. La Infanta, para desvanecer ciertas dudas que habia so-

bre la parte que S. A. habia tomado en el último procedimiento, escribió

una carta á las Córtes como para satisfacerlas y desahogar con ellas su

pecho, infomándolas acerca de aquel punto y de otros; y terminaba por

rogar que no se descubriese á su esposo aquella correspondencia. Singu-

lar confianza y encargo, como si pudiera guardarse sigilo en una corpo-

racion compuesta de doscientos individuos, de dictámenes y condicio-

nes diversas. Dióse cuenta del asunto en secreto, y sobre él resolvieron

las Córtes se hiciese saber á la Infanta que en materias tales tuviese á

bien S. A. dirigirse á la Regencia, á cuyas facultades correspondia el

despacho. Más adelante repitió, sin embargo, sus cartas la misma prin-

cesa, aunque alguna de ellas, segun verémos, con motivo plausible.

En tanto los manejos ocultos para colocar á dicha señora al frente del

gobierno de España tomaron mayor incremento; y el diputado Laguna, de

poco nombre é influjo, testa de ferro en este lance, hizo el 8 de Diciembre

de este año de 1811, entre otras proposiciones, la de que «se eligiese nue-

va Regencia, compuesta de cinco personas, de las que una fuese la per-

sona real á quien tocase.» Resultaba claro que ésta, aunque no se nom-

braba, era la infanta doña María Carlota, pues destruida la ley sálica, y

ausentes y cautivos sus hermanos, á ella pertenecia por su inmediacion al

la corona presidir en aquel caso la Regencia. La proposicion, á pesar de lo

mucho que se habia maquinado, no fué ni siquiera admitida á discusion.

Pocos dias despues promovió en secreto la misma cuestion D. Alonso

Vera y Pantoja; pero habiéndose decidido que no era asunto que debiera

tratarse á las calladas, renovóla dicho diputado en la sesion pública del

29 del propio Diciembre. Era don Alonso diputado por la ciudad de Mé-

rida, anciano, buen caballero, pero pazguato, y más para poco que el ya

mencionado Laguna. Presentó, pues, aquél una exposicion poco medida

en sus términos, de ágria censura contra las Córtes, y que por ahí des-

cubria ser, no sólo de ajena mano, mas tambien de forastera y no amiga

de aquella corporacion. Concluia el escrito con várias proposiciones, de

las cuales las más esenciales eran: 1.a «Que se nombrase una Regencia,

y presidente de ella á una persona real, concediéndole el ejercicio pleno

de las facultades asignadas al Rey en la Constitucion. 2.a Que en el tér-

mino perentorio de un mes despues de elegir dicha Regencia, se finali-

zasen las discusiones de la Constitucion, y se disolviesen las Córtes. 3.a

Que no se convocasen otras nuevas hasta el año de 1813.» Conjura po-

co disfrazada y demasiadamente grosera. El Sr. Calatrava, pidiendo que,

conforme al reglamento, explayase el autor sus proposiciones, puso al

D. Alonso en grande aprieto, estando éste ya muy confuso y próximo á

nombrar la persona que se las habia apuntado. Pero despues, tomando el

mismo Sr. Calatrava tono más grave, dijo: «Una porcion de protervos se

valen de hombres buenos, como lo es el Sr. Vera, que acaso no tendrá las

luces necesarias. Es ya tiempo de quitarles la máscara. Hombres malva-

dos se valen de estos instrumentos para desacreditar á las Córtes y en-

cender la tea de la discordia entre nosotros..... ¿ Qué ha hecho el autor

de las proposiciones en los quince meses que están instaladas las Cór-

tes? ¿Qué proposiciones ha hecho para ayudar á éstas? ¿Qué planes ha

presentado para salvar la patria? Regístrense las actas, bájense los ex-

pedientes de la secretaría. Allí se verá lo que cada uno ha hecho. ¿Qué

ha dicho y hecho el señor Vera, para acusar á las Córtes ahora? Dice que

éstas se han ocupado en expedientes particulares: pregunto, ¿quién los

ha promovido más?..... ¿De qué se trata en. ese papel? De culpar á las

Córtes como la causa de los defectos del Gobierno. ¿Y esto lo dice un

diputado? ¿A qué se dirigen estas proposiciones? A desacreditar á las

Córtes y al Gobierno. Esto no puede tener orígen sino en personas des-

contentas por las reformas que se han intentado.»

Siguió la discusion, y el Sr. Argüelles hizo otras proposiciones en

sentido inverso á las del diputado Vera, terminándose por aprobar, el 1.o

de Enero, tres de las de dicho Sr. Argüelles; dos de las cuales eran im-

portantes, y se dirigían la una á que «en la Regencia que ahora se nom-

brase para gobernar el reino con arreglo á la Constitucion, no se pusiese

ninguna persona real»; y la otra, «á que se eligiese una comision de las

mismas Córtes para que propusiera las medidas que conviniese tomar

entre tanto que se organizaba el Gobierno, á fin de asegurar mejor la de-

cision de tan importante negocio.» No tuvieron, de consiguiente, resulta

las del Sr. Vera, que de suyo cayeron en el olvido.

Por lo demas, urgia nombrar Regencia: era en eso unánime la opi-

nion de los diputados. La antigua estaba ya usada y como manca. Lo pri-

mero acontecía fácilmente en tiempos desasosegados y de tanto apuro

como los que corrian; pendia lo segundo de la ausencia casi continua de

D. Joaquin Blake, y de haber ahora éste acabado de perderse, quedando

prisionero en la toma de la ciudad de Valencia.

Pasaron, pues, las Córtes á ocuparse en la eleccion de la Regencia

nueva, y se pusieron con este motivo todos los partidos muy sobre aviso.

Precedió para ello una lista de candidatos y un exámen de condiciones

presentadas por la comision elegida á propuesta del Sr. Argüelles. Hubo

en la materia discusiones secretas, largas y reñidas. Al cabo fueron el 21

de Enero nombrados regentes «el teniente general Duque del Infantado,

D. Joaquin Mosquera y Figueroa, consejero en el supremo de Indias; el

teniente general de la armada D. Juan María Villavicencio, D. Ignacio

Rodríguez de Rivas, del Consejo de S. M., y el teniente general Conde

del Abisbal»; entre los cuales debia turnar la presidencia cada seis me-

ses por el órden en que fueron elegidos, que era el que va indicado.

Estos señores, excepto el Duque del Infantado, ausente en Lóndres

como embajador extraordinario, juraron en las Córtes el 22, y el mismo

día tomaron posesion de sus plazas. Habian hecho en gran parte la elec-

cion los antiguos reformadores, por habérseles unido, en especial para

la del Duque del Infantado, los americanos, confiados éstos en que así

serian mejor sostenidas sus pretensiones y sus candidatos, en lo cual se

engañaron. Recibióse mal en Cádiz el nombramiento, vislumbrando ya

el público el lado adonde se inclinarian los nuevos regentes.

Los que acababan, ya que no fuesen los más adecuados para aquel

puesto, distinguiéronse por su patriotismo y sanas intenciones, y las

Córtes, en atencion á ello, nombraron á todos tres, á saber, á los señores

Blake, Agar y Ciscar, del Consejo de Estado que iba á formarse, sin ex-

cluir al primero, aunque ya camino de Francia.

Junto á unas Córtes de tanto poder como las actuales, aminorábase la

importancia del Gobierno, y no parecia su autoridad tan principal como

lo habia sido la de los anteriores. Así el exámen de su admiuistracion no

puede ahora detenernos igual tiempo que nos detuvo la de la Junta Cen-

tral y primera Regencia, habiendo ya hablado de muchos asuntos en que

se ocuparon las Córtes, y se rozaban con los otros de la potestad ejecuti-

va. En la parte diplomática, los dos más graves que ocurrieron, fue el de

la mediacion inglesa para América, y el comienzo de la alianza con Ru-

sia, de los que ya hicimos mencion, y estaban todavía ahora pendientes.

No hubo tratado de subsidios ni algun otro posterior al de 1809 con

la Inglaterra, que menguaba sus socorros directos, particularmente en

metálico, al Gobierno supremo, reduciéndose por lo comun los que

aprontaba á anticipaciones sobre entradas de América ó sobre libran-

zas dadas contra aquellas cajas. Sin embargo, las Córtes habian dado vá-

rias providencias en cuanto á algodones, muy útiles á las manufacturas

británicas. Fué la primera en Mayo de 1811, por la cual se permitió (12)

«que los géneros finos de aquella clase, á la sazon existentes en las pro-

vincias de España, pudieran embarcarse y conducirse á América en el

preciso término de seis meses, con la circunstancia de que á su salida de

la Península satisfaciesen los derechos que debían adeudar á su entrada

en Ultramar, con la rebaja de un dos por ciento en los expresados dere-

chos.» Luégo en Noviembre del mismo año se dieron mayores ensanches

á la concesion, extendiéndola á los algodones ordinarios, y prorogándose

por más tiempo el término de los seis meses. Véase cuánta no sería la in-

troduccion en América de aquella y otras mercadurías al abrigo de tales

permisos, y cuántas las ganancias de los súbditos ingleses.

La marina se mantuvo con corta diferencia en el mismo sér y estado

que ántes, y tambien los ejércitos, pues si por una parte se aumentaron

de éstos el cuarto, quinto y sexto, empezando á formarse el séptimo, las

pérdidas experimentadas por la otra en las plazas de Cataluña, y la últi-

ma y sensibilísima de Valencia, disminuyeron el primero, segundo y ter-

cero, y hasta el mismo cuarto ejército. Recibieron las partidas bastante

incremento, y cada vez mejor organizacion.

Continuaba siendo vária é incierta la entrada de caudales en las pro-

vincias, pero crecieron sus recursos en especie con una providencia que

dieron las Córtes en 25 de Enero de 1811, mandando que para la ma-

nutencion de los ejércitos y formacion de almacenes de víveres, ademas

de los frutos que pertenecian al erario por excusado, noveno y demas ra-

mos, se aplicase la parte de diezmos, aunque con calidad de reintegro,

que no fuese necesaria para la subsistencia de los diversos partícipes,

habiéndose despues prevenido que fuesen las juntas de provincia las

que determinasen la cuota de dicha subsistencia. Aquellas corporacio-

nes se habian propagado más y más, formándose hasta en los territorios

de Toledo y Ávila, y en otros nuevos de los ocupados. Su órden y gobier-

no interior había continuado tambien perfeccionándose con el último re-

glamento que se dió para las juntas, las cuales permanecieron al frente

de las provincias hasta que más adelante se fueron nombrando las dipu-

taciones que creaba la Constitucion.

En Cádiz subsistia el ramo de hacienda administrado directamen-

te por el Gobierno supremo, despues que en 31 de Octubre de 1810 se

rescindió el contrato con la Junta de aquella ciudad. Las entradas en los

dos restantes y últimos meses del mismo año ascendieron á 56.740.380

reales vellon, en que se comprenden 30.588.672 idem reales conduci-

dos de Ultramar por el navío Baluarte; y las de 1811, desde 1.o de Enero

hasta 31 de Diciembre inclusive, á 201.678.121 reales vellon; de ellos

70.975.592 de la misma moneda, procedentes tambien de América: su-

ma ésta y la anterior todavía considerables en medio de las revueltas

que agitaban á aquellos países. El ministro británico anticipó en el últi-

mo año 15.758.200 reales vellon; se le reintegraron luégo diez millones

en letras á la vista contra las cajas de Lima, que pasó á recoger el capi-

tan inglés Fleming en el navío de guerra El Estandarte. Antes, en Di-

ciembre de 1810, igualmente se entregaron al cónsul de la propia na-

cion en Cádiz 6.000.000 en pago de cantidades prestadas.

Por tanto, si el estado de los negocios públicos no se había mejora-

do desde la instalacion de la Regencia cesante, y ántes bien se habían

padecido dolorosos descalabros en la parte militar, vese, con todo, que

la causa de la nacion no estaba aún perdida ni falta de esperanzas, ma-

yormente si se atiende, segun insinuamos ya, á los acontecimientos ocu-

rridos en Portugal y á otros que se columbraban; á la perseverancia de

nuestros ejércitos; al revuelo y muchedumbre de las partidas; y en fin, al

impulso que dieron y aliento que infundían las Córtes con sus providen-

cias, las muchas reformas útiles y la nueva Constitucion.

En tales circunstancias, favorecida por algunas ventajas y rodeada

en verdad de muchos obstáculos, comenzó á gobernar la Regencia de los

cinco, recien nombrada. Modificaron las Córtes el reglamento interior

de ésta, segun proposicion que habia ya formalizado en 21 de Octubre

D. Andres Angel de la Vega Infanzon, diputado por Astúrias, y el mis-

mo que vió el lector en Lóndres en 1808, hombre de vasta capacidad y

de muchos y profundos conocimientos. Se hacia ahora más precisa la al-

teracion del anterior reglamento con motivo de las novedades que iba á

introducir la Constitucion, y por eso una comision especial, á la que ha-

bia pasado la propuesta del diputado Vega, acompañada de un proyecto

del mismo señor sobre la materia, presentó un nuevo arreglo, cuya dis-

cusion comenzó el 2 de Enero, terminándose ésta y aprobándose el dic-

támen en 24 del propio mes. La Comision habia seguido casi en todo los

pensamientos del Sr. Vega, quien habia observado de cerca y atentamen-

te el método que prevalecia en las secretarías de Inglaterra, y en el mo-

do de proceder de sus ministros.

Se componía el reglamento ahora formado de tres capítulos. 1.o De

las obligaciones y facultades de la Regencia. 2.o Del modo con que la

Regencia debia acordar sus providencias con el Consejo de Estado y se-

cretarios del Despacho, y de la Junta que habian de formar éstos entre

si. 3.o De la responsabilidad de la Regencia y de la de los secretarios

del Despacho. La discusion fué importante en ciertos puntos. No era el

primer capítulo sino una mera aplicacion, por decirlo así, de los artícu-

los de la Constitucion, dando á la Regencia las mismas facultades que

tenía el Rey, salvo algunas restricciones. Establecíase muy sábiamen-

te en el capítulo II que los ministros formasen entre sí una Junta, y tam-

bien el modo de asentar sus acuerdos y resoluciones para hacer efecti-

va en su caso la responsabilidad. Tuvo aquella propuesta contradictores,

acordándose algunos de la Junta llamada de Estado, que en 1787 habla

introducido el Conde de Floridablanca, y por cuyo medio habíase éste

convertido realmente en ministro universal de la monarquía; pero no se

hacian cargo de que lo mismo que pudo quizá ser un mal en un gobier-

no absoluto reconcentrando todavía más la autoridad suprema, se cam-

biaba en un bien, y era necesario, en un gobierno representativo, así pa-

ra aunar las providencias, como para resistir á los grandes embates de la

potestad legislativa. Se particularizaban en el capítulo III, segun anun-

ciaba ya su título, los trámites que habian de preceder para examinar la

conducta de los individuos del Gobierno y la de los ministros, y decidir

cuándo se estaba en el caso de formarles causa.

Aprobado, pues, este reglamento, escogida é instalada la Regencia,

y nombrados en Febrero hasta veinte consejeros de Estado (se reservaba

la eleccion de los restantes para mejores tiempos), púsose en ejercicio y

concertado órden la potestad ejecutiva conforme á las bases de la nueva

ley fundamental, no quedando ya que hacer en esta parte, sino firmar la

Constitucion y llevar á efecto su jura y promulgacion solemne.

Verificóse el primer acto el 18 de Marzo de 1812, firmando los di-

putados dos ejemplares manuscritos, de los cuales uno debia guardarse

en el archivo de Córtes, y otro entregarse á la Regencia. Concurrieron

184 miembros; veinte más se hallaban enfermos ó ausentes con licen-

cia. Entre los de Europa, no sólo habia diputados propietarios por las

provincias libres, sino tambien otros muchos por las ocupadas; siguien-

do éstas aprovechándose, para hacer las elecciones, de los cortos res-

piros que les dejaban la invasion y vigilancia francesa. Contábanse ya

de América vocales áun de las regiones más remotas, como lo eran al-

gunos del Perú y de las islas Filipinas, escogidos allá por sus propios

ayuntamientos.

El 19 juraron la Constitucion en el salon de Córtes los diputados y la

Regencia: se prefirió aquel dia como aniversario de la exaltacion al tro-

no de Fernando VII. Ambas potestades pasaron en seguirla juntas á la

iglesia del Cármen á dar gracias al Todopoderoso por tan plausible moti-

vo. Ofició el Obispo de Calahorra, y asistieron los miembros del cuerpo

diplomático, incluso el nuncio de Su Santidad, los grandes, muchos ge-

nerales, magistrados, jefes de palacio é individuos de todas clases. Por

la tarde hízose la promulgacion con las formalidades de estilo, y hubo

en aquella noche y en las siguientes regocijos y luminarias, esmerándo-

se en adornar sus casas los ministros de Inglaterra y Portugal, sobre to-

do el último, Marqués de Palmela.

Aunque lluvioso el día, en nada se disminuyó el contento y la sa-

tisfaccion. Veíanse los diputados elogiados y aplaudidos, y los bende-

cian muchos por ir realizando las esperanzas concebidas al instalarse

las Córtes. En todas partes no se oian sino vivas y alborozados clamores,

y en teatros, calles y plazas se entonaban á porfía canciones patrióticas

alusivas á la festividad tan grata. Arrobados los más de placer y júbilo,

ni reparaban en las bombas, frecuentes á la sazon; las cuales alcanzan-

do ya á la plaza de San Antonio, amenazaban de consiguiente, como más

cercanos, los edificios donde tenían sus sesiones las Córtes y la Regen-

cia, que no por eso mudaron de sitio. Al contrario, el empeño del frances

fortalecia á los españoles en su propósito, y realzábase así, y áun más

ahora que ántes, en la Isla, la situacion del gobierno legítimo y la de las

Córtes, magnificada ya por la inalterable constancia de ambas autorida-

des, por sus sábias resoluciones, y por otros afanes y tareas en que ha-

bian acudido á tomar parte diputados de países tan lejanos y diversos,

hombres de tan várias y distintas estirpes.

Para perpetuar la memoria de la publicacion de la Constitucion se

acuñaron medallas, y hubo á este fin donativos cuantiosos. Tambien los

ingenios españoles celebraron en prosa y verso acontecimiento tan faus-

to, brillando en muchas composiciones el talento y buen gusto, y en to-

das el patriotismo más acendrado.

Con igual alegría y fiestas que en Cádiz se promulgó y juró la Cons-

titucion en la Isla, y sucesivamente en las otras provincias y ejércitos

de España, tratando á cual más todos de manifestar su gozo y adhesion

cumplida. Lo mismo hicieron las corporaciones, ya civiles, ya eclesiás-

ticas, lo mismo muchedumbre de particulares que á competencia envia-

ban al Congreso sus parabienes y felicitaciones. Los diarios, las gace-

tas y los papeles del tiempo comprueban la verdad del hecho, y dan, por

desgracia, sobrado testimonio de la frágil condicion humana y sus vaive-

nes. Cundió en seguida el ardor á Ultramar, y prodigáronse á las Córtes

desde aquellas apartadas regiones, comprendidas todavía bajo el impe-

rio español, reiteradas alabanzas y sentidos encomios.

Representábase, pues, como asentada de firme la Constitucion. Pe-

ro si bien la libertad echó raíces, que al cabo es de, esperar den fruto;

aquella ley, aunque planteada entónces en todo el reino, y restableci-

da años despues con general aplauso, derribada siempre, parece desti-

nada á pasar, como decia un antiguo de la vida, á manera de sueño de

sombra.