José en Madrid y la junta Central en Sevilla

Acuden a felicitar a José

Habiendo la suerte favorecido tan poderosamente las armas france-

sas, pareció á muchos estar ya afianzada la corona de España en las sie-

nes de José Bonaparte. Aumentóse así el número de sus parciales, y ora

por este motivo, y ora, sobre todo, por exigirlo el conquistador, acudie-

ron sucesivamente á la córte á felicitar al nuevo rey diputaciones de los

ayuntamientos y cuerpos de los pueblos sojuzgados. Esmeráronse algu-

nas en sus cumplidos, y no quedaron en zaga las que representaban á los

cabildos eclesiásticos y á los regulares, con la esperanza sin duda éstos

de parar el golpe que los amagaba. Mostráronse igualmente adictos va-

rios obispos, y en tanto grado, que dió contra ellos un decreto la Junta

Central , coligiéndose de ahí que si bien la mayoría del clero español,

como la de la nacion, estuvo por la causa de la independencia, no fué ex-

clusivamente aquella clase ni el fanatismo, segun queda ya apuntado, la

que le dió impulso, sino la justa indignacion general. Corrobórase esta

opinion al ver que entre los eclesiásticos que abrazaron el partido de Jo-

sé contáronse muchos de los que pasaban plaza de ignorantes y preocu-

pados. Tan cierto es que en las convulsiones políticas, el acaso, el error,

el miedo, colocan como á ciegas en una y otra parcialidad á varios de los

que siguen sus opuestas banderas; motivos que reclaman al final desen-

lace recíproca indulgencia.

Circular de 24 de enero

José, luégo que entró en Madrid, en vano procuró tomar providencias

que, volviendo la paz y órden al reino, cautivasen el ánimo de sus nue-

vos súbditos. Ni tenía para ello medios bastantes, ni era fácil que el pue-

blo español, lastimado hasta en lo más hondo de su corazon, escucha-

se una voz que á su entender era fingida y engañosa. Desgraciada por lo

ménos fué y de mal sonido la primera que resonó en los templos, y que

se trasmitió por medio de una circular fecha 24 de Enero. Ordenába-

se en su contenido, con promesa de la futura evacuacion de los france-

ses, cantar en todos los pueblos un Te Deum en accion de gracias por las

victorias que habia en la Península alcanzado Napoleon, que era como

obligar á los españoles á celebrar sus propias desdichas.

Se envían comisarios regios a las provincias

Al mismo tiempo salieron para las provincias, con el título de co-

misarios regios, sujetos de cuenta á restablecer el órden y las autorida-

des, predicar la obediencia y representar en todo y extraordinariamen-

te la persona del Monarca. Hubo de éstos quienes trataron de disminuir

los males que agobiaban á los pueblos; hubo otros que los acrecentaron,

desempeñando su encargo en provecho suyo y con acrimonia y pasion.

Su influjo, no obstante, era casi siempre limitado, teniendo que someter-

se á la voluntad vária y antojadiza de los generales franceses.

Se intenta formar un ejército con prisioneros

Sólo en Madrid se guardaba mayor obediencia al gobierno de José, y

sólo con los recursos de la capital, y sobre todo con los derechos cobra-

dos á la entrada de puertas, podia aquél contar para subvenir á los gas-

tos públicos. Éstos, en verdad, no eran grandes, ciñéndose á los del go-

bierno supremo, pues ni corria de su cuenta el pago del ejército frances,

ni tenía aún tropa ni marina española que aumentasen los presupuestos

del Estado. Sin embargo, fué uno de sus primeros deseos formar regi-

mientos españoles. La derrota de Uclés y las que la siguieron proporcio-

naron á las banderas de José algunos oficiales y soldados; pero los ma-

drileños miraban á estos individuos con tal ojeriza y desvío, tiznándolos

con el apellido de jurados, que no pudo al principio el gobierno intru-

so enregimentar ni un cuerpo completo de españoles. Apénas se veia el

soldado vestido y calzado y repuesto de sus fatigas, pasaba del lado de

los patriotas, y no parecia sino que se habia separado temporalmente de

sus filas para recobrar fuerzas y empuñar armas que le volviesen la esti-

macion perdida. Por eso ya en Enero dieron en Madrid un decreto rigu-

roso contra los ganchos y seductores de soldados y paisanos, que de na-

da sirvió, empeñando este género de medidas en actos arbitrarios y de

cada vez más odiosos cuando la opinion se encuentra contraria y uni-

versal.

Creación de Junta Criminal Extraordinaria (16 de febrero)

Así fué que en 16 de Febrero creó el gobierno de José una junta cri-

minal extraordinaria, compuesta de cinco alcaldes de corte, la cual, en-

tendiendo en las causas de asesinos y ladrones, debia tambien juzgar á

los patriotas. En el decreto de su creacion confundíanse éstos bajo el

nombre de revoltosos, sediciosos y esparcidores de malas nuevas, y no

sólo se les imponía á todos la misma pena, sino tambien á los que usasen

de puñal ó rejon. Espantosa desigualdad, mayormente si se considera

que la pena impuesta era la de horca, la cual, segun la expresion del de-

creto, habia de ser ejecutada irremisiblemente y sin apelacion. Y como si

tan destemplado rigor no bastase, anadíase en su contexto que aquellos

á quienes no se probase del todo su delito, quedarian á disposicion del

ministro de Policía general para enviarlos á los tribunales ordinarios, y

ser castigados con penas extraordinarias, conforme á la calidad de los

casos y de las personas. Muchos perjuicios se siguieron de estas deter-

minaciones: várias fueron las víctimas, teniendo que llorar, entre ellas, á

un abogado respetable, de nombre Escalera, cuyo delito se reducía á ha-

ber recibido cartas de un hijo suyo que militaba al lado de los patriotas.

Su infausta suerte esparció en Madrid profunda consternacion. Don Pa-

blo Arribas, hombre de algunas letras, despierto, pero duro é inflexible,

y que siendo ministro de Policía promovía con ahínco semejantes cau-

sas, fué tachado de cruel y en extremo aborrecido, como varios de los

jueces del tribunal criminal extraordinario: suerte que cabrá siempre á

los que no obren muy moderadamente en el castigo de los delitos políti-

cos, que por lo general sólo se consideran tales en medio de la irritacion

de los ánimos, soliendo luégo absolverlos la fortuna.

Medidas de 24 de abril en favor de las provincias sometidas

Á las medidas de severidad del gobierno de José acompañaron ó si-

guieron algunas benéficas, que sucesivamente irémos notando. Su esta-

blecimiento, sin embargo, fué lento, ó nunca tuvo otro efecto que el de

estamparse en la coleccion de sus decretos. Inútilmente se mandó, en

24 de Abril, que no se impusieran contribuciones extraordinarias en las

provincias sometidas, nombrando comisarios de Hacienda que lo evita-

sen, y diesen principio á arreglar debidamente aquel ramo. El contínuo

paso y mudanza de tropas francesas, la necesidad y la codicia y malver-

sacion de ciertos empleados, impedían el cumplimiento de bien ordena-

das providencias, y achacábanse á veces al gobierno intruso los daños

y males que eran obra de las circunstancias. Por lo demas, nunca hu-

bo, digámoslo así, un plan fijo de adininistracion, destruido casi en sus

cimientos el antiguo, y no adoptado aún el que habia de emanar de la

Constitucion de Bayona.

José, por su parte, entregado demasiadamente á los deleites, poco

respetado de los generales franceses, y desairado con frecuencia por su

hermano, no crecia en aprecio á los ojos de la mayoría española, que le

miraba como un rey de bálago, sujeto al capricho, á la veleidad y á los

intereses del gabinete de Francia. Con lo cual, si bien las victorias le

granjeaban algunos amigos, ni su gobierno se fortalecia, ni la confianza

tomaba el conveniente arraigo.

Declaración de apoyo a la Junta Central por las provincias de América y Asia

Ménos afortunada que José en las armas, fuélo más la Junta Central

en el acatamiento y obediencia que le rindieron los pueblos. Sin que la

tuviesen grande aficion, censurando á veces con justicia muchas de sus

resoluciones, la respetaban y cumplían sus órdenes, como procedentes

de una autoridad que estimaban legítima. José Bonaparte no era due-

ño sino de los pueblos en que dominaban las tropas francesas; la Cen-

tral éralo de todos, áun de los ocupados por el enemigo, siempre que po-

dían burlar la vigilancia de los que apellidaban opresores. Tranquila en

su asiento de Sevilla, apareció allí con más dignidad y brillo, dándole

mayor realce la declaracion en favor de la causa peninsular que hicieron

las provincias de América y Asia.

Á imitacion de las de Europa, levantaron éstas un grito universal de

indignacion al saber los acontecimientos de Bayona y el alzamiento de

la Península. Los habitantes de Cuba, Puerto-Rico, Yucatan y el pode-

roso reino de Nueva-España pronunciáronse con no menor union y arre-

batamiento que sus hermanos de Europa. En la ciudad de Méjico, des-

pues de recibir pliegos de los diputados de Astúrias en Lóndres y de la

Junta de Sevilla, celebróse en 9 de Agosto de 1808 una reunion gene-

ral de las autoridades y principales vecinos, en la que reconociendo á

todas y á cada una de las juntas de España, se juró no someterse á otro

soberano más que á Fernando VII y á sus legítimos sucesores de la es-

tirpe real de Borbon, comprometiéndose á ayudar con el mayor esfuer-

zo tan sagrada causa. En las islas se entusiasmaron á punto de recobrar

en Noviembre de aquel año la parte española de Santo Domingo; cedi-

da á Francia por el tratado de Basilea. Idénticos fueron los sentimientos

que mostraron sucesivamente Tierra-Firme, Buenos-Aires, Chile, el Pe-

rú y Nueva-Granada. Idénticos los de todas las otras provincias de una

y otra América española, cundiendo rápidamente hasta las remotas is-

las Filipinas y Marianas. Y si los agravios de Madrid y Bayona tocaron

por su enormidad en inauditos, tambien es cierto que nunca presentó la

historia del mundo un compuesto de tantos millones de hombres, espar-

cidos por el orbe en distintos climas y lejanas regiones, que se pronun-

ciasen tan unánimemente contra la iniquidad y violencia de un usurpa-

dor extranjero.

Ni se limitó la declaracion á vanos clamores, ni su expresion á estu-

diadas frases; acompañaron á uno y á otro cuantiosos donativos, que fue-

ron de gran socorro en la deshecha tormenta de fines del año de 8 y prin-

cipios del 9. El laborioso catalan, el gallego, el vizcaíno, los españoles

todos, que á costa de sudor y trabajo habian allí acumulado honroso cau-

dal, apresuráronse á prodigar socorros á su patria, ya que la lejanía no

les permitía servirla con sus brazos. El natural de América tambien si-

guió entónces el impulso que le dieron sus padres (3), y no ménos que

284 millones de reales vinieron para el gobierno de la Central en el año

de 1809. De ellos casi la mitad consistió en dones gratuitos ó anticipa-

ciones, estando las arcas reales muy agotadas con las negociaciones y

derroche del tiempo de Cárlos IV.

Decreto de la Junta de 22 de Enero

Tan desinteresado y general pronunciamiento provocó en la Cen-

tral el memorable decreto de 22 de Enero, por el cual, declarándose

que no eran los vastos dominios españoles de Indias propiamente colo-

nias, sino parte esencial é integrante de la monarquía, se convocaba pa-

ra representarlos á individuos que debian ser nombrados al efecto por

sus ayuntamientos. Cimentáronse sobre este decreto todos los que des-

pues se promulgaron en la materia, y conforme á los cuales se igualaron

en un todo con los peninsulares los naturales de América y Asia. Tal fué

siempre la mente y áun la letra de la legislacion española de Indias, de-

biendo atribuirse el olvido en que á veces cayó, á las mismas causas que

destruyeron y atropellaron en España sus propias y mejores leyes. La le-

janía, lo tarde que á algunas partes se comunicó el decreto, é impensa-

dos embarazos, no permitieron que oportunamente acudiesen á Sevilla

los representantes de aquellos países, reservándose novedad de tamaña

importancia para los gobiernos que sucedieron á la Junta Central.

Reglamento de juntas provinciales de 10 de enero de 1809

Otros cuidados de no menor interes ocuparon á ésta al comenzar el

año de 1809. Fué uno de los primeros dar nueva planta á las juntas pro-

vinciales, de donde se derivaba su autoridad, formando un reglamento

con fecha de 10 de Enero, segun el cual se limitaban las facultades que

ántes tenian, y se dejaba sólo á su cargo lo respectivo á contribuciones

extraordinarias, donativos, alistamiento, requisiciones de caballos y ar-

mamento. Reducíase á nueve el número de sus individuos, se despoja-

ba á éstos de parte de sus honores, y se cambiaba la antigua denomina-

cion de juntas supremas en la de superiores provinciales de observacion

y defensa. Tambien se encomendaba á su celo precaver las asechanzas

de personas sospechosas, y proveer á la seguridad y apoyo de la Cen-

tral; encargo, por decirlo de paso, á la verdad extraño, poner su defen-

sa en manos de autoridades que se deprimian. Aunque muchos aproba-

ron, y en lo general se tuvo por justo circunscribir las facultades de las

juntas, causó gran desagrado el artículo 10 del nuevo reglamento, segun

el cual se prohibia el libre uso de la imprenta, no pareciendo sino que

al extenderse no estaba aún yerto el puño de Floridablanca. Alborotá-

ronse várias juntas con la reforma, y la de Sevilla se enojó sobremane-

ra, y á punto que suscitó la cuestion de renovar cada seis meses uno de

sus individuos en la Central, y áun llegó á dar sucesor al Conde de Ti-

lly. Encendiéndose más y más las contestaciones, suspendióse el nuevo

reglamento, y nunca tuvo cumplido efecto, ni en todas las provincias, ni

en todas sus partes. Quizá obró livianamente la Central en querer arre-

glar tan pronto aquellas corporaciones, mayormente cuando los aconte-

cimientos de la guerra cortaban á veces la comunicacion con el Gobier-

no supremo; pero al mismo tiempo fueron muy reprensibles las juntas,

que, movidas de ambicion, dieron lugar en aquellos apuros á altercados

y desabrimientos.

Tratado de paz y alianza con Inglaterra de 9 de enero de 1809

Señalóse tambien la entrada del año de 1809 con estrechar de un

modo solemne las relaciones con Inglaterra. Hasta entónces las que me-

diaban entre ambos gobiernos eran francas y cordiales, pero no esta-

ban apoyadas en pactos formales y obligatorios. Túvose, pues, por con-

veniente darles mayor y verdadera firmeza, concluyendo en 9 de Enero,

en Lóndres, un tratado de paz y alianza. Segun su contenido, se compro-

metió Inglaterra á asistir á los españoles con todo su poder, y á no reco-

nocer otro rey de España é Indias sino á Fernando VII, á sus herederos

ó al legítimo sucesor que la nacion española reconociese; y por su par-

te, la Junta Central se obligó á no ceder á Francia porcion alguna de su

territorio en Europa y demas regiones del mundo, no pudiendo las par-

tes contratantes concluir tampoco paz con aquella nacion sino de comun

acuerdo. Por un artículo adicional se convino en dar mutuas y tempora-

les franquicias al comercio de ambos estados, hasta que las circunstan-

cias permitiesen arreglar sobre la materia un tratado definitivo. Quería

entónces la Central entablar uno de subsidios, más urgente que ningun

otro; pero en vano lo intentó.

Los que España habia alcanzado de Inglaterra habian sido cuantio-

sos, si bien nunca se elevaron, sobre todo en dinero, á lo que muchos

han creido. De las juntas provinciales, sólo las de Galicia, Astúrias y Se-

villa recibieron cada una 20 millones de reales vellon, no habiendo lle-

gado á manos de las otras cantidad alguna, por lo ménos notable. Entre-

gáronse á la Central 1.600.000 reales en dinero, y en barras 20 millones

de la misma moneda. A sus contínuas demandas respondia el gobierno

británico que le era imposible tener pesos fuertes si España no abria al

comercio inglés mercados en América, por cuyo medio, y en cambio de

géneros y efectos de su fabricacion, le darian plata aquellos naturales.

Por fundada que fuera hasta cierto punto dicha contestacion, desagrada-

ba al gobierno español, que, con más ó ménos razon, estaba persuadido

de que con la facilidad adquirida desde el principio de la guerra de in-

troducir en la Península mercaderías inglesas, de donde se difundian á

América, volvia á Inglaterra el dinero anticipado á los españoles, ó in-

vertido en el pago de sus propias tropas, siendo contados los retornos de

otra especie que podia suministrar España.

Lo cierto es que la Junta Central, con los cortos auxilios pecuniarios

de Inglaterra, y limitada en sus rentas á los productos de las provincias

meridionales, invirtiendo las otras los suyos en sus propios gastos, difí-

cilmente hubiera levantado numerosos ejércitos sin el desprendimiento

y patriotismo de los españoles y sin los poderosos socorros con que acu-

dió América, principalmente cuando dentro del reino era casi nulo el

crédito, y poco conocidos los medios de adquirirle en el extranjero.

Levantáronse clamores contra la Central respecto de la distribucion

de fondos, y áun acusáronla de haber malversado algunos. Probable es

que en medio del trastorno general, y de resultas de batallas perdidas

y de dispersiones, haya habido abusos y ocultaciones, hechas por ma-

nos subalternas; mas injustísimo fué atribuir tales excesos á los indivi-

duos del Gobierno supremo, que nunca manejaron por sí caudales, y cu-

ya pureza estaba al abrigo, en casi todos hasta de la sospecha. A los ojos

del vulgo siempre aparecen abultados los millones, y la malevolencia se

aprovecha de esta propension á fin de ennegrecer la conducta de los que

gobiernan. En la ocasion actual eran los gastos harto considerables, para

que no se consumiese con creces lo que entró en el erario.

Creación de un tribunal de seguridad pública por la Junta

A modo del tribunal criminal de José, creó asimismo la Central uno

de seguridad pública, que entendiese en los delitos de infidencia, y aun-

que no arbitrario, como aquél, en la aplicacion y desigualdad de las pe-

nas, reprobaron con razon su establecimiento los que no quieren ver ro-

tos, bajo ningun pretexto, los diques que las leyes y la experiencia han

puesto á las pasiones y á la precipitacion de los juicios humanos. Ya en

Aranjuez se estableció dicho tribunal, con el nombre de extraordinario

de vigilancia y proteccion, y áun se nombraron ministros, por la mayor

parte del Consejo, que le compusieran; mas hasta Sevilla, y bajo otros

jueces, no se vio que ejerciese su terrible ministerio. Afortunadamen-

te, rara vez se mostró severo é implacable. Dirigió casi siempre sus ti-

ros contra algunos de los que estaban ausentes y abiertamente compro-

metidos, respondiendo en parte á los fallos de la misma naturaleza que

pronunciaba el tribunal extraordinario de Madrid. Sólo impuso la pena

capital á un ex-guardia de Corps que se habia pasado al enemigo, y en

Abril de 1809 mandó ajusticiar en secreto, exponiéndolos luégo al pú-

blico, á Luis Gutierrez y á un tal Echevarría, su secretario, mozo de en-

tendimiento claro y despejado. El Gutierrez habia sido fraile y redactor

de una gaceta en español que se publicaba en Bayona, y el cual, con su

compañero, llevaba comision para disponer los ánimos de los habitan-

tes de América en favor de José. Encontráronles cartas del rey Fernando

y del infante D. Cárlos, que se tuvieron por falsas. Quizá no fué injusta

la pena impuesta, segun la legislacion vigente; pero el modo y sigilo em-

pleado merecieron la desaprobacion de los cuerdos é imparciales.

La Junta envía comisarios a las provincias

Tampoco reportó provecho el enviar individuos de la Central á las

provincias; de cuya comision hablamos en el libro sexto. La Junta, intitu-

lándolos comisarios, los autorizó para presidir á las provinciales y repre-

sentarla con la plenitud de sus facultades. Los más de ellos no hicieron

sino arrimarse á la opinion que encontraron establecida, ó entorpecer la

accion de las juntas; no saliendo, por lo general, de su comision ninguna

providencia acertada ni vigorosa. Verdad es que siendo, conforme que-

da apuntado, pocos entre los individuos de la Central los que se miraban

como prácticos y entendidos en materias de gobierno, quedáronse casi

siempre los que lo eran en Sevilla, yendo ordinariamente á las provin-

cias los más inútiles y limitados. Fué de este número el Marqués de Vi-

llel: enviado á Cádiz para atender á su fortificacion, y desarraigar añejos

abusos en la administracion de la aduana, provocó por su indiscrecion y

desatentadas providencias un alboroto, que, á no atajarse con oportuni-

dad, hubiera dado ocasion á graves desazones. Como este acontecimien-

to se rozó con otro que por entónces y en la misma ciudad ocurrió con los

ingleses, será bien que tratemos á un tiempo de entrambos.

Los británicos intentan instalar una guarnición en Cádiz

Luégo que el gobierno británico supo las derrotas de los ejércitos es-

pañoles, y temiendo que los franceses invadiesen las Andalucías, pen-

só poner al abrigo de todo rebate la plaza de Cádiz y enviar tropas su-

yas que la guarneciesen. Para el recibimiento de éstas, y para proveer

en ello lo conveniente, envió á sir Jorge Smith, con la advertencia, se-

gun parece, de sólo obrar por sí en el caso de que la Junta Central fue-

se disuelta, ó de que se cortasen las comunicaciones con el interior. No

habiendo sucedido lo que recelaba el ministerio inglés, y al contrario,

estando ya en Sevilla el Gobierno supremo, de repente y sin otro aviso

notició el sir Jorge al Gobernador de Cádiz cómo S. M. B. le habia auto-

rizado para exigir que se admitiese dentro de la plaza guarnicion ingle-

sa; escribiendo al mismo tiempo á sir Juan Cradock, general de su na-

cion en Lisboa, á fin de que sin tardanza enviase á Cádiz parte de las

tropas que tenía á sus órdenes. Advertida la Junta Central de lo ocurri-

do, extrañó que no se la hubiera de antemano consultado en asunto tan

grave, y que el ministro inglés Mr. Frere no le hubiese hecho acerca de

ello la más leve insinuacion. Resentida, dióselo á entender con oportu-

nas reflexiones, previniendo al Marqués de Villel, su representante en

Cádiz, y al Gobernador, que de ningun modo permitiesen á los ingleses

ocupar la plaza, guardando, no obstante, en la ejecucion de la órden el

miramiento debido á tropas aliadas.

A poco tiempo, y al principiar Febrero, llegaron á la bahía gadita-

na, con el general Mackenzie, dos regimientos de los pedidos á Lisboa,

y súpose tambien entónces por el conducto regular cuáles eran los in-

tentos del gobierno inglés. Éste, confiado en que la expedicion de Moore

no tendria el pronto y malhadado término que hemos visto, queria, con-

forme manifestó, trasladar aquel ejército, ó bien á Lisboa, ó bien al me-

diodía de España, y para tener por esta parte un punto seguro de desem-

barco, habia resuelto enviar de antemano á Cádiz al general Sherbrooke

con 4.000 hombres, que impidiesen una súbita acometida de los france-

ses. Así se lo comunicó Mr. Frere á la Junta Central, y así, en Lóndres,

Mr. Canning al ministro de España, D. Juan Ruiz de Apodaca, añadien-

do que S. M. B. deseaba que el gobierno español examinase si era ó no

conveniente dicha resolucion.

Parecian contrarios á los anteriores procedimientos de Jorge Smith

los pasos que en la actualidad se daban, y disgustábale á la Central que,

despues de haber desconocido su autoridad, se pidiese ahora su dictá-

men y consentimiento. No pensaba que Smith se hubiese excedido de

sus facultades, segun se le aseguró, y más bien presumió que se achaca-

ba al comisionado una culpa que sólo era hija de resoluciones precipita-

das, sugeridas por el temor de que los franceses conquistasen en breve

á España. Siguiéronse várias contestaciones y conferencias, que se pro-

longaron bastantemente. La Junta mantúvose firme y con decoro, y ter-

minó el asunto por medio de una juiciosa nota , pasada en 10 de Mar-

zo, de cuyas resultas dióse otro destino á las tropas inglesas que iban á

ocupar á Cádiz.

Al propio tiempo, y cuando áun permanecian en su bahía los regi-

mientos que trajo el general Mackenzie, se suscitó dentro de aquella

plaza el alboroto arriba indicado, cuya coincidencia dió ocasion á que

unos le atribuyesen á manejos de agentes británicos, y otros á enredos y

maquinaciones de los parciales de los franceses; éstos para impedir el

desembarco é introducir division y cizaña, aquéllos para tener un pre-

texto de meter en Cádiz las tropas que estaban en la bahía. Así se incli-

na el hombre á buscar en orígen oscuro y extraordinario la causa de mu-

chos acontecimientos. En el caso presente se descubre fácilmente ésta

en el interes que tenian varios en conservar los abusos que iba á des-

arraigar el Marqués de Villel, en los desacordados procedimientos del

último, y en la suma desconfianza que á la sazon reinaba. El Marqués,

en vez de contentarse con desempeñar sus importantes comisiones, se

entrometió en dar providencias de policía subalterna, ó sólo propias del

recogimiento de un claustro. Prohibia las diversiones, censuraba el ves-

tir de las mujeres, perseguia á las de conducta equívoca, ó á las que tal

le parecian, dando pábulo, con estas y otras medidas no ménos impor-

tunas, á la indignacion pública. En tal estado bastaba el menor inciden-

te para que de las hablillas y desabrimientos se pasase á una abierta in-

surreccion.

Presentóse con la entrada en Cádiz el 22 de Febrero de un batallon

de extranjeros, compuesto de desertores polacos y alemanes. Desagra-

daba á los gaditanos que se metiesen en la plaza aquellos soldados, á su

entender poco seguros; con lo que los enemigos de la Central y los de

Villel, que eran muchos, soplando el fuego, tumultuaron la gente, que

se encaminó á casa del Marqués para leer un pliego sospechoso á los

ojos del vulgo, y el cual acababa de llegar al capitan del puerto. Mani-

festóse el contenido á los alborotados; y como se limitase éste á una ór-

den para trasladar los prisioneros franceses de Cádiz á las islas Balea-

res, aquietáronse por de pronto; mas luégo, arreciando la conmocion,

fué llevado el Marqués, con gran peligro de su persona, á las casas con-

sistoriales. Crecieron las amenazas, y temerosos algunos vecinos respe-

tables de que se repitiese la sangrienta y deplorable escena de Solano,

acudieron á libertar al angustiado Villel, acompañados del gobernador

D. Félix Jones y de Fr. Mariano de Sevilla, guardian de capuchinos, que

ofreció custodiarle en su convento. De entre los amotinados salieron vo-

ces de que los ingleses aprobaban la sublevacion; y teniéndolas por fal-

sas, rogó el gobernador Jones al general Mackenzie que las desvanecie-

se, en cuyo deseo condescendió el inglés. Con lo cual, y con fenecer el

dia, se sosegó por entónces el tumulto.

A la mañana siguiente publicó el Gobernador un bando que calma-

se los ánimos; mas enfureciéndose de nuevo el populacho, quiso forzar

la entrada del castillo de Santa Catalina, y matar al general Carrafa, que

con otros estaba allí preso. Púdose, afortunadamente, contener con pala-

bras á la muchedumbre, entre la que hallándose ciertos contrabandistas,

revolvieron sobre la Puerta del Mar, cogieron á D. José Heredia, coman-

dante del resguardo, contra quien tenian particular encono, y le cosieron

á puñaladas. La atrocidad del hecho, el cansancio, y los ruegos de mu-

chos calmaron al fin el tumulto, prendiendo los voluntarios de Cádiz á

unos cuantos de los más desasosegados.

Reorganización de los ejércitos

Afligian á los buenos patricios tan tristes y funestas ocurrencias, sin

que por eso se dejase de continuar con la misma constancia en el santo

propósito de la libertad de la patria. La Central ponia gran diligencia en

reforzar y dar nueva vida á los ejércitos, que habiéndose acogido al me-

diodía de España, le servian de valladar. En Febrero, del apellidado del

centro, y de la gente que el Marqués del Palacio, y despues el Conde de

Cartaojal, habian reunido en la Carolina, formóse solo uno, segun insi-

nuamos, á las órdenes del último general. En Extremadura prosiguió D.

Gregorio de la Cuesta juntando dispersos y restableciendo el órden y la

disciplina para hacer sin tardanza frente al enemigo. De cada uno de es-

tos dos ejércitos y de sus operaciones hablarémos sucesivamente.