Situación política en la primera mitad de 1812

Conforme á lo que en el año pasado habia indicado en Cádiz D. Fran-

cisco de Zea Bermudez, disponíase la Rusia á sustentar guerra á muerte

contra Napoleon. El desasosiego de éste, su desapoderada ambicion, el

anhelo por dominar á su antojo la Europa toda, eran la verdadera y fun-

damental causa de las desavenencias suscitadas entre las cortes de Pa-

rís y San Petersburgo. Mas los pretextos que Napoleon alegaba nacian:

1.o de un ukase del Emperador de Rusia de 31 de Diciembre de 1810,

que destruia en parte el sistema continental, adoptado por la Francia en

perjuicio del comercio marítimo; 2.o, una protesta de Alejandro contra la

reunion que Bonaparte había resuelto del ducado de Oldemburgo, y 3.o,

los armamentos de Rusia. Figurábase el Emperador frances que una ba-

talla ganada en las márgenes del Niémen amansaria aquella potencia, y

le daria á él lugar para redondear sus planes respecto de la Polonia y de

la Alemania, y continuar sin obstáculo en adoptar otros nuevos, siguien-

do una carrera que no tenía ya otros límites que los de su propia ruina.

Pero el emperador Alejandro, amaestrado con la experiencia, y trayendo

siempre á la memoria el ejemplo de España, en donde la guerra se pro-

longaba indefinidamente convertida en nacional, y en donde Wellington

iba consumiendo con su prudencia las mejores tropas de Napoleon, no

pensaba aventurar en una accion sola la suerte y el honor de la Rusia.

Aunque todavía tranquila, podia tambien la Alemania entrar en una

guerra contra la Francia, segun cálculo de buenas probabilidades. Lle-

vaba allí muy á mal el pueblo la insolencia del conquistador y la in-

fluencia extranjera, y se lamentaba de que los gobiernos doblasen la cer-

viz tan sumisamente. Alentados con eso ciertos hombres atrevidos que

deseaban en Alemania dar rumbo ventajoso á la disposicion nacional,

empezaron á prepararse, pero á las calladas, por medio de sociedades

secretas. Parece que una de las primeras establecidas, centro de las de-

mas, fué la llamada de Amigos de la virtud. Advirtiéronse ya sus efectos,

y se vislumbraron chispazos en 1809, en cuyo año, á ejemplo de Espa-

ña, plantaron bandera de ventura Katt, Darnberg, Schil, y hasta el duque

mismo Guillermo de Brunswick.

Tuvieron tales empresas éxito desgraciado, mas no por eso acabó el

fómes, siendo imposible extirparlo á la policía vigilante de Napoleon,

pues se hallaba como connaturalizado con todos los alemanes, y no re-

pugnaba ni á los generales, ni á los ministros, ni á príncipes esclareci-

dos, que lo excitaban, si bien muy encubiertamente. Una victoria de los

rusos, ó un favorable incidente, bastaba para que prendiese la llama,

tanto más fácil de propagarse, cuanto mayores y más extendidos eran los

medios de abrirle paso.

Por tanto, Napoleon procuró impedir en lo posible una manifestacion

cualquiera de insurreccion popular, más peligrosa al comenzar la gue-

rra en el Norte. Creyó, pues, oportuno y prudente tomar prendas que fue-

sen seguro de la obediencia. Así que, se enseñoreó sucesivamente de

várias plazas de Alemania en los meses de Febrero y Marzo, y conclu-

yó tratados de alianza con Prusia y Austria, persuadiéndose que afianza-

ba de este modo la base de su vasto y militar movimiento contra el impe-

rio ruso. No le sucedia tan bien en cuanto á las potencias que formaban,

por decirlo así, las alas, Suecia y Turquía. Con la primera no pudo en-

tenderse, y antes bien se enajenaron las voluntades á punto de que di-

cho gobierno, no obstante hallarse á su frente un príncipe frances (Ber-

nadotte), firmó con la Rusia un tratado en Marzo del mismo año. Con la

segunda tampoco alcanzó Bonaparte ninguna ventaja, porque si bien en

un principio mantenia guerra el Sultan con el emperador Alejandro, irri-

tado despues con los efugios y tergiversaciones del gabinete de Francia,

y acariciado por la Inglaterra, hizo la paz, y terminó sus altercados con

Rusia en virtud de un tratado concluido en Bucharest al finalizar Mayo.

Napoleon, aunque decidido á la guerra, deseoso, sin embargo, de

aparentar moderacion, dió ántes de romper las hostilidades un paso os-

tensible en favor de la paz. Tal era su costumbre al emprender nuevas

campañas; mas siempre en términos inadmisibles.

Dirigiéronse las proposiciones al gabinete inglés, cuya política no

había variado aún despues de haber hecho dejacion este año de su pues-

to el Marqués de Wellesley, fundándose en que no se suministraban á su

hermano lord Wellington medios bastante abundantes para proseguir la

guerra con mayor teson y esfuerzo. Las propuestas del gobierno frances,

fechas en 17 de Abril, las recibió lord Castlereagh, ministro á la sazon

de Negocios extranjeros.

En ellas, tras de un largo preámbulo, considerábanse los asuntos de

la Península española y los de las dos Sicilias como los más difíciles de

arreglarse, por lo cual se proponia un ajuste apoyado en las siguientes

bases: 1.o (decia el gabinete de las Tullerías), use garantirá la integri-

dad de la España. La Francia renunciará toda idea de extender sus do-

minios al otro lado de los Pirineos. La presente dinastía será declarada

independiente, y la España se gobernará por una Constitucion nacional

de Córtes. Serán igualmente garantidas la independencia é integridad

de Portugal, y la autoridad soberana la obtendrá la casa de Braganza;

2.o, el reino de Nápoles permanecerá en posesion del monarca presen-

te, y el reino de Sicilia será garantido en favor de la actual familia de Si-

cilia. Como consecuencia de estas estipulaciones, la España, Portugal y

la Sicilia serán evacuadas por las fuerzas navales y de tierra, tanto de la

Francia como de la Inglaterra.»

Con fecha de 23 del mismo Abril contestó lord Castlereagh, á nom-

bre del príncipe regente de Inglaterra (que ejercia la autoridad real por

la incapacidad mental que habia sobrevenido años atras á su augusto

padre), que «si, como se lo recelaba S. A. R., el significado de la propo-

sicion: la dinastía actual será declarada independiente, y la España go-

bernada por una Constitueion nacional de Córtes, era que la autoridad

real de España y su gobierno serian reconocidos como residiendo en el

hermano del que gobernaba la Francia, y de las Córtes reunidas bajo su

autoridad, y no como residiendo en su legítimo monarca Fernando VII y

sus herederos, y las Córtes generales y extraordinarias que actualmente

representaban á la nacion española, se le mandaba que franca y expedi-

tamente declarase á S. E. (el Duque de Basano) que las obligaciones que

imponia la buena fe apartaban á S. A. R. de admitir para la paz proposi-

ciones que se fundasen sobre una base semejante.

Que si las expresiones referidas se aplicasen al gobierno que existia

en España, y que obraba bajo el nombre de Fernando VII; en este caso,

despues de haberlo así asegurado S. E., S. A. R. estaría pronto á mani-

festar plenamente sus intenciones sobre las bases que habian sido pro-

puestas á su consideracion.»

No entró lord Castlereagh á tratar de los demas puntos, como depen-

dientes de este más principal, y la negociacion tampoco tuvo otras resul-

tas, debiendo las armas continuar en su impetuoso curso.

De consiguiente, el Emperador frances, prevenido y aderezado para

la campaña, salió de París el 9 de Mayo, y despues de haberse detenido

hasta últimos del mes en Dresde, donde recibió el homenaje y cumplido

de los principales soberanos de Alemania, encaminóse al Niémen, lími-

te de la Rusia. Más de 600.000 hombres tomaban el mismo rumbo, entre

ellos unos pocos españoles y portugueses, reliquias de los regimientos

de la division de Romana que quedaron en el Norte, y de la del Marqués

de Alorna, que salió de Portugal en 1808, con algunos prisioneros que

de grado ó fuerza se les habian unido. De tan inmenso tropel de gente ar-

mada, 480.000 estaban ya presentes, y comenzaron á pasar el Niémen

en la noche del 23 al 24 de Junio, siendo Napoleon quien primero inva-

dió el territorio ruso y dió la señal de guerra; señal que resonó por el ám-

bito de aquel imperio, y fué principio de tantas mudanzas y trastornos.

En medio de la confianza que inspiraba á Napoleon su constante y

venturoso hado, obligáronle las circunstancias á aflojar, por lo ménos

temporalmente, en el proyecto de ir agregando á Francia las provincias

de España. Sin embargo, aferrado en sus decisiones primeras, no varió

ni tomó ahora ésta, sino muy entrada la primavera, y cuando ya habia fi-

jado el momento de romper con Rusia. Notóse, por lo mismo, que José

continuaba quejándose, áun en los primeros meses del año, del porte de

su hermano; resaltando su descontento en las cartas interceptadas á su

desgraciado secretario M. Deslandes. Entre ellas, las más curiosas eran

dos escritas á su esposa y una al Emperador; todas tres de fecha 23 de

Marzo. Y la última, inclusa en una de las primeras, con la advertencia

de sólo entregarla en el caso de que «se publicase el decreto de reunion

(son sus expresiones), y de que se publicase en la Gaceta.» Por la pala-

bra reunion entendia José la de las provincias del Ebro á Francia, pues

aunque éstas, segun hemos visto, sobre todo Cataluña, se consideraban

ya como agregadas, no se habia anunciado de oficio aquella resolucion

en los papeles públicos. En la carta á su hermano le pedia José á que

le permitiese deponer en sus manos los derechos que se habia digna-

do transmitirle á la corona de España hacia cuatro años; porque no ha-

biendo tenido otro objeto en aceptarla que la felicidad de tan vasta mo-

narquía, no estaba en su mano el realizarla.» Explayaba en la otra carta

á su esposa el mismo pensamiento, é indicaba la ocasion que le obliga-

ria á permanecer en España, y las condiciones que para ello juzgaba ne-

cesarias. Decia: 1.o «Si el Emperador tiene guerra con Rusia y me cree

útil aquí, me quedo con el mando general y con la administracion gene-

ral. Si tiene guerra y no me da el mando, y no me deja la administracion

del país, deseo volver á Francia.» 2.o «Si no se verifica la guerra con Ru-

sia, y el Emperador me da el mando ó no me lo da, tambien me quedo,

miéntras no se exija de mi cosa al que pueda hacer creer que consiento

en el desmembramiento de la monarquía, y se me dejen bastantes tropas

y territorio, y se me envie el millon de préstamo mensual que se me ha

prometido..... Un decreto de reunion del Ebro que me llegase de impro-

viso, me haria ponerme en camino al dia siguiente. Si el Emperador di-

fiere sus proyectos hasta la paz, que me dé los medios de existir durante

la guerra.» Triste situacion y necesaria consecuencia de haber acepta-

do un trono que afirmaba sólo la fuerza extraña; debiendo advertirse que

la hidalguía de pensamientos que José mostraba respecto de la desmem-

bracion de España, desaparecia con el período último de la postrer car-

ta; pues en su contexto ya no manifiesta aquél oposicion á la providencia

en sí misma, sino á la oportunidad y tiempo de ejecutarla.

De poco hubieran servido los duelos y plegarias de José, si los acon-

tecimientos del Norte no hubieran venido en su ayuda. Napoleon, atento

á eso, pero sin alterar las medidas tomadas respecto de Cataluña y otras

partes, cedió en algo á la necesidad, y autorizó á su hermano con el man-

do de las tropas; dejándole en todo mayores ensanches, y áun consin-

tiendo que entrase en habla con las Córtes y el Gobierno nacional.

Hicimos antes mencion del origen de semejantes tratos, y de la re-

pulsa que recibieron las primeras proposiciones. No por eso desistieron

de su intento los emisarios de José en Cádiz, animados con el disgusto

que produjo la caida de Valencia en todo el reino, con el que produci-

ria en el mismo Cádiz el incesante bombardeo, y esperanzados tambien

en las alteraciones que consigo trajese en la política la Regencia última-

mente nombrada.

Dos eran los principales medios de que solian valerse dichos emi-

sarios: uno, procurar influir en las determinaciones del Gobierno ó em-

pantanarlas; otro, agitar la opinion con falsas nuevas, con el abuso de

la imprenta ó con otros arbitrios; sirviéndose para ello á veces de logias

masónicas establecidas en Cádiz.

Apénas habia tomado arraigo ni casi se conocia en España esta ins-

titucion antes de 1808, perseguida por el Gobierno y por la Inquisicion.

Tampoco ni ella ni ninguna otra sociedad secreta coadyuvaron al levan-

tamiento contra los franceses, ni tuvieron parte, pues entonces todos se

entendian como por encanto, y no se requeria sigilo ni comunicacion ex-

presa en donde reinaba universalmente correspondencia natural y si-

multánea.

Derramados los franceses por la Península, fundaron logias masóni-

cas en las ciudades principales del reino, y convirtieron ese instituto de

pura beneficencia, en instrumento que ayudase á su parcialidad. Trata-

ron luégo de extender las logias á los puntos donde regía el Gobierno na-

cional; proyecto más hacedero despues que la libertad fundada por las

Córtes estorbaba que se tomasen providencias arbitrarias ó demasiado

rigorosas.

Fué Cádiz uno de los sitios en que más paró la consideracion el go-

bierno intruso para propagar la francmasonería. Dos eran las logias prin-

cipales, y una sobre todo se mostraba aviesa á la causa nacional y afec-

ta á la de José. Celábalas el Gobierno, y el influjo de ellas era limitado,

porque ni los individuos conspicuos de la potestad ejecutiva, ni los di-

putados de Córtes, excepto alguno que otro por América, aficionado á la

perturbacion, entraron en las sociedades secretas. Y es de notar que así

como éstas no soplaron el fuego para el levantamiento de 1808, tampo-

co intervinieron en el establecimiento de la Constitucion y de las liber-

tades públicas. Lo contrario de Alemania: diferencia que se explica por

la diversa situacion de ambas naciones. Hallábase la última agobiada y

opresa ántes de poder sublevarse; y España revolvióse á tiempo y prime-

ro que la coyunda francesa pesase del todo sobre su cuello. Más adelan-

te, cuando otra de distinta naturaleza vino á abrumarle en el aciago año

de 1814, se recurrió tambien entre nosotros al mismo medio de comu-

nicacion y á los mismos manejos que en Alemania; representando gran

papel las sociedades secretas en las repetidas tentativas que hubo des-

pues, enderezadas á derrocar de su asiento al gobierno absoluto.

Lisonjeábanse los emisarios de José de alcanzar más pronto sus fines

por medio de la nueva Regencia, en especial al llegar en Junio á pre-

sidirla, de Inglaterra, el Duque del Infantado. No porque este prócer se

doblase á transigir con el enemigo, ni ménos quisiera faltar á lo que de-

bia á la independencia de su patria, sino porque distraido y flojo, daba

lugar á que se formasen en su derredor tramoyas y conjuras. Igualmente

esperaban los mismos emisarios sorprender la buena fe de cierto minis-

tro, y sobre todo contaban con el favor de otro, quien, travieso y codicio-

so de dinero y honores, no se mostraba hosco á la causa del intruso José.

Omitirémos estampar aquí el nombre por carecer de pruebas materiales

que afiancen nuestro aserto, ya que no de muchas morales.

Lo cierto es que en la primavera y entradas de verano se duplica-

ron los manejos, las idas y venidas, en disposicion de que el canóni-

go Peña, ya mencionado en otro libro, consiguió pasar á Galicia con el

título de vicario de aquel ejército, resultando de aquí que él y los de-

mas emisarios de José anunciasen á éste, como si fuera á nombre del

gobierno de Cádiz, el principio de una negociacion, y la propuesta de

nombrar por ambas partes comisionados que se abocasen y tratasen de

la materia, siempre que se guardára el mayor sigilo. Debian verificar-

se las vistas de dichos comisionados en las fronteras de Portugal y Cas-

tilla, obligándose José á establecer un gobierno representativo fundado

sobre bases consentidas recíprocamente, ó bien á aceptar la Constitu-

cion promulgada en Cádiz con las modificaciones y mejoras que se cre-

yesen necesarias.

Ignoraban las Córtes semejante negociacion, ó, por mejor decir, em-

brollo, y podemos aseverar que tambien lo ignoraba la Regencia en

cuerpo. Todo procedia de donde hemos indicado, de cierta dama ami-

ga del Duque del Infantado, y de alguno que otro sujeto muy revolve-

dor. Quizá habia tambien entre las personas que tal trataban hombres de

buena fe, que, no creyendo ya posible resistir á los franceses, y obrando

con buena intencion, querian proporcionar á España el mejor partido en

tamaño aprieto. No faltaban asimismo quienes viviendo de las larguezas

de Madrid, á fin de que éstas durasen, abultaban y encarecian más allá

de la realidad las promesas que se les hicieran.

Tantas, en efecto, fueron las que á José le anunciaron sus emisarios,

que hasta le ofrecieron granjear la voluntad de alguno de nuestros ge-

nerales.

A este propósito, y al de avistarse con los comisionados que se es-

peraban de Cádiz, nombró José por su parte otros; entre ellos á un abo-

gado, de apellido Pardo, que si bien llegó á salir de Madrid, tuvo á poco

que pararse y desandar su camino, noticioso en Valladolid de la batalla

de Salamanca. Suceso que deshizo y desbarató como de un soplo tales

enredos y maquinaciones.

Preséntanse siempre muy obscuros semejantes negocios, y dificulto-

so es ponerlos en claro. Por eso nos hemos abstenido de narrar otros he-

chos que se nos han comunicado, refiriendo sólo y con tiento los que te-

nernos por seguros. Basta ya lo que hubo, para que escritores franceses

hayan asegurado que las Córtes se metieron en tratos con José; é igual-

mente para que en el Memorial de Santa Helena ponga M. de Las Casas

en boca de Napoleon (4) «que las Córtes (por el tiempo en que vamos)

negociaban en secreto con los franceses.» Asercion falsísima y calum-

niosa; pues repetimos, y nunca nos cansarémos de repetir lo ya dicho en

otro libro, que para todo tenían poder y facultades las Córtes y el Gobier-

no de Cádiz, ménos para transigir y componerse con el rey intruso; por

cuya imprudencia, que justamente se hubiera tachado luégo de traicion,

hubiérales impuesto la furia española un ejemplar y merecido castigo.

Ni José mismo tuvo nunca gran confianza, al parecer, en la buena sa-

lida de tales negociaciones, pues pensaba por sí juntar Córtes en Ma-

drid, siguiendo el consejo del ministro Azanza, que le decía ser ése el

medio de levantar altar contra altar. Ya ántes había nombrado José una

comision que se ocupase en el modo y forma de convocar las Córtes, y

ahora se provocaron por su gobierno súplicas para lo mismo. Así fué que

el Ayuntamiento de Madrid en 7 de Mayo, y una diputacion de Valencia

en 19 de Julio, pidieron solemnemente el llamamiento de aquel cuer-

po. Contestó José á los individuos de la última, «que los deseos que ex-

presaban de la reunion de Córtes eran los de la mayoría inmensa de la

nacion y los de la parte instruida, y que S. M. los tomaria en considera-

cion para ocuparse seriamente de ellos en un momento oportuno.» Aña-

dió: «que estas Córtes serian más numerosas que cuantas se habian ce-

lebrado en España» Los acontecimientos militares, el temor á Napoleon,

que hasta en sus mayores apuros repugnaba la congregacion de cuerpos

populares, y tambien los obstáculos que ofrecian los pueblos para nom-

brar representantes llamados por el gobierno intruso, estorbaron la rea-

lizacion de semejantes Córtes, y áun su convocatoria.

De todas maneras, inútiles é infructuosos parecian cuantos planes y

beneficios se ideasen por un gobierno que no podia sostenerse sin pun-

tal extranjero. Entre las plagas que ahora afligian á la nacion, y que eran

consecuencia de la guerra y devastacion francesa, aparecian entre las

más terribles la escasez y su compañera la hambre. Apuntamos cómo

principió en el año pasado. En éste llegó á su colmo, especialmente en

Madrid, donde costaba en primeros de Marzo el pan de dos libras á 8 y

9 reales, ascendiendo en seguida á 12 y 13. Hubo ocasion en que se pa-

gaba la fanega de trigo á 530 y 540 reales; encareciéndose los demas ví-

veres en proporcion, y yendo la penuria á tan grande aumento, que áun

los tronchos de berzas y otros desperdicios tomaron valor en los cambios

y permutas, y se buscaban con ánsia. La miseria se mostraba por calles

y plazas, y se mostraba espantosa. Hormigueaban los pobres, en cuyos

rostros representábase la muerte, acabando muchos por espirar desfalle-

cidos y ahilados. Mujeres, religiosos, magistrados, personas antes en al-

tos empleos, mendigaban por todas partes el indispensable sustento. La

mortandad subió por manera, que desde el Setiembre de 1811 que co-

menzó el hambre, hasta el Julio inmediato, sepultáronse en Madrid unos

20.000 cadáveres; estrago tanto más asombroso, cuanto la poblacion ha-

bia menguado con la emigracion y las desdichas. La policía atemorizá-

base de cualquier reunion que hubiese, y puso 200 ducados de multa á

los dueños de tiendas, si permitian que delante se detuviesen las gen-

tes, segun es costumbre en Madrid, particulannente en la Puerta del

Sol. Presentaba, en consecuencia, la capital cuadro asqueroso, triste y

horrendo, que partia el corazon. Deformábanla hasta los mismos derri-

bos de casas y edificios, que si bien se ordenaban para hermosear cier-

tos barrios, como nunca se cumplian los planes, quedaban sólo las rui-

nas y el desamparo.

No era factible al gobierno de José reparar ahora tan profundos males,

ni tampoco aquietar el desasosiego que asomaba con motivo de buscar

alimento. La escasez provenia de malas cosechas anteriores, de los des-

trozos de la guerra y sus resultas, de muchas medidas administrativas,

poco cuerdas y casi siempre arbitrarias. Hablamos de las providencias

del monopolio y logrería que tomó el gobierno intruso en el año pasado;

las mismas continuaron en éste, acopiándose granos para los ejércitos

franceses, y encajonando á este fin galleta en Madrid mismo, cuando fal-

taba á los naturales pan que llevar á la boca. Las contribuciones, en vez

de aminorarse, crecian; pues ademas de las anteriores ordinarias y ex-

traordinarias, y de una organizacion y aumento en la del sello, mandó

José, ántes de finalizar Junio, á las seis prefecturas de Madrid, Cuenca,

Guadalajara, Toledo, Ciudad-Real y Segovia (que era adonde llegaba su

verdadero dominio), que sin demora ni excusa aprontasen 570.000 fane-

gas de trigo, 275.000 de cebada, y 73 millones de reales en metálico; cu-

ya carga en su totalidad, áun regulando el grano á ménos de la mitad del

precio corriente, pasaba de 250 millones de reales; exaccion que hubie-

ra convertido en vasto desierto país tan asolado ya; pero que no se reali-

zó por los sucesos que sobrevinieron, y porque, segun hermosamente di-

ce el rey D. Alonso (5): «Lo que es ademas no puede durar.»

En las provincias sometidas á los franceses, sobre todo en las centra-

les, la carestía y miseria corria parejas con la de Madrid. Casi á lo mis-

mo que en esta capital valia el grano en Castilla la Vieja. En Aragon

andaba la fanega de trigo á 450 reales, y no quedó en zaga en las Anda-

lucias, si á veces no excedió. Hubo que custodiar en la ciudad de Sevi-

lla las casas de los panaderos, y en aquel reino ya ántes habia manda-

do Soult que se hiciesen las siembras, como tambien aconteció en otras

partes; porque al cultivador faltábale para ejecutar las labores semilla ó

ánimo, privado á cada paso del fruto de su sudor. Más adelante harémos

mencion, segun se vayan desocupando las provincias, y segun esté á

nuestro alcance, de las contribuciones que los pueblos pagaron, de las

derramas que padecieron. Cúmulo de males todos ellos que asolaban las

provincias ocupadas, y las transformaban en cadáveres descarnados.

¡Cuán otro semblante ofrecia Cádiz, á pesar del sitio y de los proyec-

tiles que caian! Gozábase allí de libertad, reinaba la alegría, arribaban

á su puerto mercaderías de ambos mundos, abastábanle víveres de todas

clases, hasta de los más regalados; de suerte que ni la nieve faltaba, trai-

da por mar de montañas distantes para hacer sorbetes y aguas heladas.

Sucedíanse sin interrupcion las fiestas y diversiones, y no se suspendie-

ron ni los toros ni las comedias; construyéndose al intento del lado del

mar una nueva plaza de toros, y un teatro fuera del alcance de las bom-

bas, para que se entregasen los habitantes con entero sosiego al entrete-

nimiento y holganza.

Allí las Cortes prosiguieron atareadas con aplauso muy universal.

Organizar conforme á la Constitucion las corporaciones supremas del

reino, no ménos que la potestad judicial y el gobierno económico de los

pueblos, con los ramos dependientes de troncos tan principales, fué lo

que llamó en estos meses la atencion primera. Expidiéronse, pues, re-

glamentos individualizados y extensos para el Consejo de Estado y Tri-

bunal Supremo de Justicia. Los recibieron tambien los tribunales espe-

ciales de Guerra y Marina, de Hacienda y de Ordenes, conocidos antes

bajo el nombre de Consejos; los cuales quedaron en pié, ó por ser nece-

sarios á la buena administracion del Estado, ó por no haberse aún admi-

tido ciertas reformas que se requeria precediesen á su entera ó parcial

abolicion. Las audiencias, los juzgados de primera instancia y sus de-

pendencias se ordenaron y fueron planteando bajo una nueva forma. En

el ramo económico y gobernacion de los pueblos se deslindaron por me-

nor las facultades que le competian, y se dieron reglas á las diputacio-

nes y ayuntamientos. Faena enredosa y larga en una monarquía tan vasta

que abrazaba entónces ambos hemisferios, de situacion y climas tan le-

janos, de prácticas y costumbres tan diferentes.

Abusos de la libertad de imprenta dieron ocasion á disgusto y alter-

cados, y acabaron por excitar vivos debates sobre restablecer ó no la In-

quisicion. A tanto llegó por una parte el desliz de ciertos escritores, y á

tanto por otra la ceguedad de hombres fanáticos ó apasionados. Se pu-

blicaban, en Cádiz, sin contar los de las provincias, periódicos que sa-

lian á luz todos los dias, ó con intervalos más ó ménos largos. Pocos ha-

bía que conservasen el justo medio, y no se sintiesen del partido á que

pertenecian. Entre los que sustentaban las doctrinas liberales, distin-

guianse el Semanario patriótico, que apareció de nuevo despues de jun-

tas las Córtes; El Conciso, El Redactor de Cádiz, El Tribuno y otros va-

rios. Publicaba uno el estado mayor general, moderado y circunscrito

comunmente al ramo de su incumbencia. Se imprimia otro bajo el nom-

bre de Robespierre, cuyo título basta por sí solo para denotar lo exage-

rado y violento de sus opiniones. En contraposicion daban á la prensa y

circulaban los del bando adverso, periódicos no ménos furiosos y des-

aforados. Tales eran El Diario Mercantil, El Censor y El Procurador de

la Nacion y del Rey, que se publicó más tarde, y superó á todos en ira-

cundos arranques y en personalidades. Otros papeles sueltos, ó que for-

maban parte de un cuerpo de obra, salían á luz de cuando en cuando,

como las Cartas del Filósofo rancio, sustentáculo de las doctrinas que

indicaba su título; El Tomista en las Cortes, produccion notable conce-

bida en sentir opuesto; y la Inquisicion sin máscara, cuyo autor, enemi-

go de aquel establecimiento, le impugnaba despojándole de todo disfraz

ó velo, con copia de argumentos y citas escogidas. Semejantes escritos ú

opúsculos arrojaban de sí mucha claridad y difundian bastantes conoci-

mientos, mas no sin suscitar á veces reyertas que encancerasen los áni-

mos. Males inseparables de la libertad, sobre todo en un principio, pero

preferibles por el desarrollo é impulso que imprimen al encogimiento y

aniquilacion de la servidumbre.

Pararon mucho en este tiempo la consideracion pública dos produc-

ciones intituladas, la una Diccionario razonado manual, y la otra Dic-

cionario críticoburlesco, no tanto la primera por su mérito intrínseco, co-

mo por la contestacion que recibió en la segunda, y por el estruendo que

ambas movieron. El Diccionario manual, parto de una alma aviesa, en-

derezábase á sostener doctrinas añejas, interpretadas segun la mejor

conveniencia del autor. Censuraba amargamente á las Cortes y sus pro-

videncias, no respetaba á los individuos, y bajo pretexto de defender la

religion, perjudicábala en realidad, y la insultaba quizá no menos que

al entendimiento. Guardar silencio hubiera sido la mejor respuesta á ta-

les invectivas; pero D. Bartolomé Gallardo, bibliotecario de las Cortes,

hombre de ingenio agudo, mas de natural acerbo, y que manejaba la len-

gua con pureza y chiste, muy acreditado poco ántes con motivo de un fo-

lleto satírico y festivo, y nombrado Apología de los Palos, quiso refutar

ridiculizándole al autor de la mencionada obra. Hízolo por medio de la

que intituló Diccionario crítico-burlesco, en la que desgraciadamente no

se limitó á patentizar las falsas doctrinas y las calumnias de su adversa-

rio, y á quitarle el barniz de hipocresía con que se disfrazaba, sino que

se propasó, rozándose con los dogmas religiosos, é imitando á ciertos es-

critores franceses del siglo XVIII. Conducta que reprobaba el filósofo

por inoportuna, el hombre de estado por indiscreta, y por muy escanda-

losa el hombre religioso y pío. Los que buscaban ocasion para tachar de

incrédulos á algunos de los que gobernaban y á muchos diputados, ha-

lláronla ahora, y la hallaron, al parecer, plausible, por ser el D. Bartolo-

mé bibliotecario de Cortes, y llevar con eso trazas de haber impreso el

libro con anuencia de ciertos vocales. Presuncion infundada, porque no

era Gallardo hombre de pedir ni de escuchar consejos; y en este lance

obró por sí, no mostrando á nadie aquellos artículos, que hubieran podi-

do merecer la censura de varones prudentes ó timoratos. La publicacion

del libro produjo en Cádiz sensacion extrema, y contraria á lo que el au-

tor esperaba. Desaprobóse universalmente, y la voz popular no tardó en

penetrar y subir hasta las Córtes.

En una sesion secreta, celebrada el 18 de Abril, fué cuando allí se

oyeron los primeros clamores. Vivos y agudos salieron de la boca de mu-

chos diputados, de cuyas resultas enzarzáronse graves y largos debates.

Habia señores que querían se saltase por encima de todos los trámites y

se impusiese al autor un ejemplar castigo. Otros más cuerdos los apaci-

guaron, y consiguieron que se ciñese la providencia de las Cortes á ex-

citar con esfuerzo la atencion del Gobierno. Ejecutóse así en términos

severos, que fueron los siguientes: «Que se manifieste á la Regencia la

amargura y sentimiento que ha producido á las Córtes la publicacion

de un impreso intitulado Diccionario crítico-burlesco, y que resultando

comprobados debidamente los insultos que pueda sufrir la religion por

este escrito, proceda con la brevedad que corresponda á reparar sus ma-

les con todo el rigor que prescriben las leyes; dando cuenta á las Cortes

de todo para su tranquilidad y sosiego.»

Aunque impropia de las Córtes semejante resolucion, y ajena quizá

de sus facultades, no hubiera ella tenido trascendencia muy general, si

hombres fanáticos, ó que aparentaban serlo, validos de tan inesperada

ocurrencia no se hubiesen cebado ya con la esperanza de restablecer la

Inquisicion. Nunca, en efecto, se les habla presentado coyuntura más fa-

vorable; cuando atizando unos y atemorizados otros, casi faltaba arrimo

á los que no cambian de opinion, ó la modifican por sólo los extravíos ó

errores de un individuo.

En la sesion pública de 22 de Abril levantóse, pues, á provocar el

restablecimiento del Santo Oficio D. Francisco Riesco, inquisidor del

tribunal de Llerena, hombre sano y bien intencionado, pero afecto á la

corporacion á que pertenecía. No era el D. Francisco sino un echadizo;

detras venía todo el partido anti-reformador, engrosado esta vez con mu-

chos tímidos, y dispuesto á ganar por sorpresa la votacion. Pero ántes de

referir lo que entónces pasó, conviene detenernos y contar el estado de

la Inquisicion en España desde el levantamiento de 1808.

En aquel tiempo hallóse el tribunal como suspendido. Le quiso po-

ner en ejercicio, segun insinuamos, la Junta Central, cuando en un prin-

cipio, inclinando á ideas rancias, nombró por inquisidor general al Obis-

po de Orense. Pero entonces, ademas del impedimento que presentaron

los sucesos de la guerra, tropezóse con otra dificultad. Nombraban los

papas, á propuesta del Rey, los inquisidores generales, y les expedian

bulas, atribuyéndoles á ellos solos la omnímoda jurisdiccion eclesiásti-

ca; de manera que no podian reputarse los demas inquisidores sino me-

ros consejeros suyos. Éstos, sin embargo, sostenian que en la vacante

correspondía la jurisdiccion al Consejo Supremo; pero sin mostrar las

bulas que lo probasen, alegando que habian dejado todos los papeles en

Madrid, ocupado á la sazon por los enemigos. Excusa, al parecer, inven-

tada, é inútil áun siendo cierta, no pudiendo considerarse como vacan-

te la plaza de inquisidor general, pues el último, el Sr. Arce, no había

muerto, y sólo sí se había quedado con los franceses. Cierto que se ase-

guraba haber hecho renuncia de su oficio en 1808; mas no se probaba

la hubiese admitido el Papa, requisito necesario para su validacion, por

estar ya interrumpida la correspondencia con la Santa Sede; cuya cir-

cunstancia impedia asimismo la expedicion de cualquiera otra bula que

confirmase el nombramiento de un nuevo inquisidor general. En tal co-

yuntura, no siéndole dado á la Junta suplir la autoridad eclesiástica por

medio de la civil, y no constando legalmente que le fuese lícito al Con-

sejo Supremo de la Inquisicion substituirse en lugar de aquélla, se es-

tancó el asunto, coadyuvando á ello los desafectos al restablecimiento,

que se agarraron de aquel incidente para llenar su objeto y aquietar las

conciencias tímidas. Sucedió la primera Regencia á la Junta Central, y

en su descaminado celo ó mal entendida ambicion, ansiosa de reponer

todos los Consejos, conforme en su lugar apuntamos, repuso tambien el

de la Inquisicion. Mas los ministros de este tribunal, prudentes, cono-

ciendo quizá ellos mismos su falta de autoridad, y columbrando adón-

de inclinaba la balanza de la opinion, mantuviéronse tranquilos sin dar

señales de vida, satisfechos con cobrar su sueldo y gozar de honores, en

expectativa quizá de mejores tiempos.

Instaláronse las Córtes, cuyo comienzo y rumbo parecía desvanecer

para siempre las esperanzas de los afectos al Santo Oficio. Una impru-

dencia entonces, semejante á la de Gallardo ahora, aunque no tan in-

considerada, reanimóselas fundadamente. Poco despues de la discusion

de la libertad de la imprenta, hallándose todavía las Córtes en la isla de

Leon, se publicó un papel intitulado La Triple alianza, su autor D. Ma-

nuel Alzaibar, su protector el diputado D. José Mejía, su contenido harto

libre. Tomaron las Córtes mano en el asunto, que provocó una discusion

acalorada, decidiendo la mayoría que el papel pasase á la calificacion

del santo Oficio. Contradiccion manifiesta en una asamblea que acaba-

ba de decretar la libertad de la imprenta, é inexplicable á los que des-

conocen la instabilidad de doctrinas de que adolecen cuerpos todavía

nuevos, y la diferencia que en la opinion mediaba en España, entre la

libertad política y la religiosa; propendiendo todos á adoptar sin obstá-

culo la primera, y rehuyendo muchos la otra por hábito, por timidez, por

escrupulosa conciencia ó por devocion fingida. Entre los diputados que

admitieron el que pasase á la Inquisicion el asunto de La Triple alianza,

los habia de buena fe, aunque escasos de luces; y habia otros muy capa-

ces que se fueron al hilo de la opinion extraviada. Más adelante convir-

tiéronse muchos de ellos en acérrimos antagonistas del mismo tribunal,

ó por haber adquirido mayor ilustracion, ó por no ver ya riesgo en mu-

dar de dictámen.

En aquella sazon, no obstante lo resuelto, tropezóse para llevar á

efecto la providencia de las Córtes con los mismos obstáculos que en

tiempo de la Junta Central, y se nombró para removerlos y tratar á fondo

el asunto una comision, compuesta de los señores Obispo de Mallorca,

Muñoz Torrero, Valiente, Gutierrez de la Huerta, y Perez de la Puebla.

Creíase entónces que estos señores por la mayor parte se desviarian de

restablecer la Inquisicion. No cabía duda en ello respecto del Sr. Muñoz

Torrero, y tambien se contaba como de seguro con el Obispo de Mallor-

ca, quien, si no docto á la manera del anterior diputado, no por eso ca-

recia de conocimientos, manifestando, ademas, celo por la conservacion

de los derechos del episcopado, usurpados por la Inquisicion. Á los se-

ñores Valiente y Gutierrez de la Huerta los reputaban muchos, en aquel

tiempo, por hombres despreocupados y entendidos, y de consiguiente

adversarios de dicho tribunal. No así se pensaba del Sr. Perez, que fué

siempre muy secuaz suyo.

Llegado, en fin, el momento de que la Comision evacuase su informe,

opinó la mayoría, por conviccion, por recelo ó por personal resentimien-

to, que se dejasen expeditas las facultades de la Inquisicion, y que dicho

tribunal se pusiese desde luégo en ejercicio. Hizóse este acuerdo en Ju-

lio de 1811. Mas como la cuestion se habia ido ilustrando entre tanto, y

tomando revuelo la oposicion al Santo Oficio, empozóse por mucho tiem-

po lo resuelto en la Comision. Agacháronse, por decirlo así, los promo-

vedores, aguardando ocasion oportuna; y presentósela, segun queda di-

cho, el libro de D. Bartolomé Gallardo, y no la desaprovecharon.

Y ahora, siguiendo de nuevo el curso de la narracion suspendida

arriba, referirémos que en aquel dia, 22 de Abril, el ya citado D. Fran-

cisco Riesco, doliéndose amargamente de lo postergado que se dejaba

el negocio de la Inquisicion, pidió se diese sin tardanza cuenta del ex-

pediente, que presumia despachado por la Comision. En efecto, acaba-

ban de recibirlo los secretarios; y tanta priesa corria la aprobacion del

informe dado, que ni siquiera permitian los partidarios de la Inquisicion

que se registrase, segun era costumbre. Diligente conato, que les dañó

en vez de favorecerlos.

Dañáronles tambien ciertas precauciones que habian tomado, pues

se figuraron que no les bastaba contar con la mayoría en las Córtes, si no

se escudaban con el público de las galerías. Así fué que muy de madru-

gada las llenaron de ahijados suyos, con tan poco disimulo, que entre los

concurrentes se divisaban muchos frailes, cuya presencia no se adver-

tia en las demas ocasiones. Pensamiento muy desacordado, ademas de

anárquico, porque daban así armas al bando liberal, que no pecaba de

tímido, y volvian contra ellos las mismas de que se habian valido en sus

reclamaciones contra los susurros, y alguna vez desmanes, de los asis-

tentes á las sesiones.

La del 22 de Abril amaneció muy sombría, pues el triunfo de la In-

quisicion socavaba por sus cimientos las novedades adoptadas, y pro-

nosticaba persecuciones, con la completa ruina, ademas, del partido re-

formador. Por lo tanto, decidióse éste á echar el resto y aventurarlo todo

ántes de permitir su total destruccion; mas trató primero de maniobrar

con destreza para evitar estruendos, lo cual consiguió bien y cumplida-

mente.

Entablado asunto tan grave, dióse principio á los debates por leer el

dictámen de la Comision, que llevaba la fecha atrasada del 30 de Octu-

bre de 1811, y le habia extendido el Sr. Valiente, estando ya en el navío

Asia. Indicamos en su lugar, cuando la desgracia ocurrida á dicho dipu-

tado en 26 de Octubre, que más adelante referiríamos en qué se habia

ocupado luégo que se halló á bordo de aquel buque. Pues ésta fué su ta-

rea, á nuestro entender no muy digna, en especial siendo el Sr. Valien-

te de ideas muy contrarias, y llevando su opinion visos de venganza por

el ultraje padecido.

Reducíase el dictámen de la Comision, segun apuntamos ántes, á re-

poner en el ejercicio de sus funciones al Consejo de la Suprema Inqui-

sicion, añadiendo sólo ciertas limitaciones relativas á los negocios polí-

ticos y censura de obras de la misma clase. No firmó el dictámen, como

era natural, el Sr. Muñoz Torrero, ni tampoco puso su voto por separado;

pendió de falta de tiempo. «La víspera por la tarde (dijo) habíanle lla-

mado los señores de la Comision que estaban presentes; y convenídose,

á pesar de las reflexiones que les hizo, en adoptar el dictámen extendido

por el Sr. Valiente sin variacion alguna.» No negó, en contestacion, el Sr.

Gutierrez de la Huerta la verdad de lo alegado por el Sr. Muñoz Torrero;

mas conceptuaba ser el asunto demasiadamente obvio para sobreseer en

su discusion por tiempo indeterminado.

Prosiguiendo el debate se encendieron más y más los ánimos, á pun-

to que las galerías, compuestas al principio de los espectadores que he-

mos dicho, se desmandaron y tomaron parte en favor de los defensores

de la Inquisicion; y acordámonos haber visto algunos frailes desatarse

en murmullos y palmoteos sin cordura, y olvidados del hábito que los

cubría. No se arredraron los liberales; ántes bien les sirvió de mucho un

celo tan indiscreto.

Avezados los que de ellos había en las Córtes á no acometer de fren-

te ciertas cuestiones, y conociendo lo mucho que ayudan en los cuerpos

los antecedentes para no precipitar las resoluciones, y dar buena salida

á los vocales que, deseosos de no comprometerse, ansian hallar alguna,

á fin de no decidirse ni en pro ni en contra en asuntos peliagudos, ha-

bian tomado de antemano medidas que llenasen su objeto. Fué una in-

troducir, en un decreto aprobado en 25 de Marzo último, sobre la crea-

cion del Tribunal Supremo de Justicia, un artículo, que decia: «Quedan

suprimidos los tribunales conocidos con el nombre de Consejos.» Esta-

ba en este caso la Inquisicion, ó se conceptuaba abolida por la decision

anterior, ó á lo ménos exigíase por ella que, dado que se restableciese, se

verificase bajo otro nombre y forma; lo cual daba largas, y proporciona-

ba plausible efugio para esquivar cualquiera sorpresa. Mayor le ofrecia

otro acuerdo de las mismas Córtes, propuesto con gran prevision por D.

Juan Nicasio Gallego al acabarse de discutir el 13 de Diciembre la se-

gunda parte del proyecto de Constitucion. Se hallaba concebido en estos

términos: «Que ninguna proposicion que tuviese relacion con los asun-

tos comprendidos en aquella ley fundamental, fuese admitida á discu-

sion sin que, examinada préviamente por la comision que habia forma-

do el proyecto, se viese que no era de modo alguno contraria á ninguno

de sus artículos aprobados.» Hizo ya entónces el diputado Gallego esta

proposicion pensando en el Santo Oficio, como recordamos que nos di-

jo al extenderla. Acertó en su conjetura. Mas ántes de determinar sobre

ella, y en vista ya de lo resuelto en cuanto á supresion de Consejos, ha-

bíase aprobado despues de largo debate, «suspéndase por ahora la dis-

cusion de este asunto (el de la Inquisicion), señalándose dia para ella.»

En seguida fué cuando suscitándose nueva reyerta, se logró que, con-

forme á la propuesta aprobada del Sr. Gallego, pasase el expediente á la

comision de Constitucion. Providencia que paró el golpe preparado tan

de antemano por el partido fanático, y dió esperanzas fundadas de que

más adelante se destruiria de raíz y solemnemente el Santo Oficio; por-

que tanto confiaban todos en la comision de Constitucion, cuya mayoría

constaba de personas prudentes, instruidas y doctas. No desayudó este

triunfo á D. Bartolomó Gallardo, origen de semejante ruido. Permaneció

dicho autor preso tres meses; duró bastante tiempo su causa, de la cual

se vió al cabo quito y libre, no á tanta costa como era de recelar y anun-

ciaba en un principio la tormenta que levantó su opúsculo.

Tras esto, exasperados cada vez más los enemigos de las reformas, y

viendo que cuanto intentaban, otro tanto se les fustraba y volvia contra

ellos, idearon promover que se disolviesen las actuales Córtes, y se con-

vocasen las ordinarias conforme á la Constitucion. Lisonjeaba el pensa-

miento á muchos diputados, áun de los liberales, y retraia á otros mani-

festar francamente su opinion el temor de que se les atribuyesen miras

personales ó anhelo de perpetuarse, segun proclamaban ya sus émulos.

En tal estado de cosas, presentó el 25 de Abril la comision de Cons-

titucion un informe acerca del asunto, siendo de parecer que deberian

reunirse las Córtes ordinarias en el año próximo de 1813, y no disol-

verse las actuales ántes de instalarse aquéllas, sino á lo más cerrarse.

Apoyaba la Comision en este punto juiciosamente su dictámen, dicien-

do: «Que si se disolviesen las Córtes, sucederia forzosamente que has-

ta la reunion de las nuevas ordinarias quedaria la nacion sin represen-

tacion efectiva, y consiguientemente imposibilitada de sostener con sus

medidas legislativas al Gobierno, y de intervenir en aquellos casos gra-

ves que á cada paso podian y debian ocurrir en aquella época.» Y des-

pues añadia que sí se cerrasen las actuales Córtes, pero sin disolverse,

«los actuales diputados deberian entenderse obligados á concurrir á ex-

traordinarias, si ocurriese su convocacion una ó más veces, hasta que se

constituyesen las próximas ordinarias.»

Por lo que respecta al mes en que convenia se untasen las últimas,

que se llamaban para el año de 1813, opinaba la misma Comision que,

en vez del 1.o de Marzo, como señalaba la Constitucion, fuese el 1.o de

Octubre, por quedar ya poco tiempo para que se realizasen las eleccio-

nes, y acudiesen diputados de tan distantes puntos, en especial los de

Ultramar. Á la exposicion de la Comision, mesurada y sábia, acompaña-

ba la minuta de decreto de convocatoria, y dos instrucciones, una para la

Península, y otra para América y Asia, necesarias por las circunstancias

peculiares en que se hallaban los españoles de ambos hemisferios; acá

con la invasion francesa, allá con las revueltas intestinas.

En los días 4 y 6 de Mayo aprobaron las Córtes el dictámen de la Co-

mision, despues de haberse pronunciado en pro y en contra notables

discursos; con cuya resolucion vinieron al suelo, hasta cierto punto, los

proyectos de los que ya presumian derribar, disolviéndose las Córtes, la

obra de las reformas, todavía no bien afianzada.