El gobierno de José tras la batalla de Talavera

La cuestión del abastecimiento del ejército inglés; comportamiento de Lozano de Torres y de D. Lorenzo Calvo de Rozas

Cuestion ha sido ésta que ya hemos tocado, y no volveriamos á re-

novarla, si no hubiese tenido particular influjo en las operaciones mili-

tares, y mezcládose tambien en los vaivenes de la política. Hubo en ella

por ambas partes injusticia en las imputaciones, achacándose á la Cen-

tral mala voluntad y hasta perfidia, y calificando ésta de mero pretexto

las quejas, á veces fundadas, de los ingleses. Todos tuvieron culpa, y más

las circunstancias de entónces, juntamente con la dificultad de alimen-

tar un ejército en campaña cuando no es conquistador, y de prevenir las

necesidades por medio de oportunos almacenes. Se equivocó la Central

en imaginar que con sólo dar órdenes y enviar empleados se abasteceria

el ejército inglés y español. A aquéllas hubieran debido acompañar me-

didas vigorosas de coaccion, poniendo tambien cuidado en encargar el

desempeño de comision tan espinosa á hombres íntegros y capaces. Cier-

to que á un gobierno de índole tan débil como la Central érale difícil em-

plear la coaccion, sobre todo en Extremadura, provincia devastada, y en

donde hasta las mismas y fértiles comarcas del valle y vera de Plasencia,

primeras que habian de pisar los ingleses, acababan de ser asoladas por

las tropas del mariscal Victor. Pero hubo azar en escoger por cabeza de

los empleados á Lozano de Torres, quien, al paso que bajamente adula-

ba al general en jefe inglés, escribia á la Central que eran las quejas de

aquél infundadas: juego doble y villano, que descubierto, obligó á We-

llington á echar con baldon de su campo al empleado español.

De parte de los ingleses hubo imprevision en figurarse que con los

ofrecimientos y buenos deseos de la Central podría su ejército ser com-

pletamente provisto y ayudado. Ya habia éste padecido en Portugal fal-

ta de muchos artículos, aunque en realidad el gobierno británico allí

mandaba, y con la ventaja de tener próxima la mar. Mayores escaseces

hubieran debido temer en España, país entónces, por lo general, más

destruido y maltratado, no pudiendo contar con que sólo el patriotis-

mo reparase el apuro de medios, despues de tantas desgracias y escar-

mientos. Creer que el gobierno español hubiera de antemano prepara-

do almacenes, era confiar sobradamente en su energía, y principalmente

en sus recursos. Los ingleses sabian por experiencia lo dificultoso que

es arreglar la hacienda militar, ó sea comisariato, pues todavía en aquel

tiempo tachaban ellos mismos de defectuosísimo el suyo, y no era dable

que España, en todo lo demas tan atrasada respecto de Inglaterra, se le

aventajase en este solo ramo, y tan de repente.

En vano pensó la Junta suprema remediar en parte el mal, enviando

á Extremadura á D. Lorenzo Calvo de Rozas, individuo suyo, y en cuyo

celo y diligencia ponia firme esperanza. Semejante determinacion, que

no se tomó hasta 10 de Agosto, llegaba ya tarde, indispuestos los ánimos

de los generales entre si, y agriados cada vez más con el escaso fruto que

se sacaba de la campaña emprendida. De poco sirvió tambien para con-

cordarlos la dejacion voluntaria que hizo Cuesta de su mando, anhelada

por los mismos ingleses, y expresamente pedida por su ministro, en Se-

villa. Lord Wellington, viendo que la abundancia no crecia cual de-

seaba, y que sus soldados enfermaban, y perecian sus caballos, declaró

que estaba resuelto á retirarse á Portugal. Entónces Eguía y Calvo hicie-

ron, para desviarle de su propósito, nuevos ofrecimientos, concluyendo

con decirle el primero que, á no ceder á sus instancias, creería que otras

causas, y no la falta de subsistencias, le determinaban á retirarse. Otro

tanto, y con más descaro, escribióle Calvo de Rozas. Asperamente repli-

có Wellington, indicando á Eguía que en adelante sería inútil proseguir

entre ellos la comenzada correspondencia.

Venida a sevilla del embajador marqués de wellesley

Algunos, no obstante, mantuvieron esperanzas de que todo se com-

pondria con la venida á Sevilla del Marqués de Wellesley, hermano del

general inglés y embajador nombrado por S. M. B. cerca del gobierno

de España. Habia llegado el Marqués á Cádiz el 4, y acogídole la ciu-

dad cual merecia su elevada clase y la fama de su nombre. No nos deten-

drémos en describir su entrada, mas no podemos omitir un hecho que allí

ocurrió, digno de memoria. Fué, pues, que queriendo el Embajador, agra-

decido al buen recibimiento, repartir dinero entre el pueblo, Juan Loba-

to, zapatero de oficio, y de un batallon de voluntarios, saliendo de entre

las filas, díjole mesuradamente: «Señor excelentísimo, no honramos á V.

E. por interes, sino para corresponder á la buena amistad que nuestra na-

cion debe á la de V. E.» Rasgo muy característico y frecuente en el pue-

blo español. Pasó despues á Sevilla el nuevo embajador, y reemplazó á

Mr. Frere, á quien la Junta dió el título de Marqués de la Union, en prue-

ba de lo satisfecha que estaba de su buen porte y celo. Uno de los prime-

ros puntos que trató Wellesley con la Junta fué el de la retirada de su her-

mano. Recayendo la principal queja sobre la falta de provisiones, rogóle

el gobierno español que le propusiese un medio, y el Marqués extendió

un plan sobre el modo de formar almacenes y proporcionar trasportes, co-

mo si el estado general de España, y el de sus caminos y sus carruajes,

estuviese al par del de Inglaterra. No obstante los obstáculos insupera-

bles que se ofrecian para su ejecucion, aprobólo la Central, quizá con sus

puntas de malicia, sin que por eso se adelantase cosa alguna. Lord We-

llington habia ya empezado el 20 de Agosto, desde Jaraicejo, su marcha

retrógrada, y deteniéndose algunos dias en Mérida y Badajoz, repartió en

principios de Setiembre su ejército entre la frontera de Portugal y el te-

rritorio español. Muchos atribuyeron esta retirada al deseo que tenía el

gobierno inglés de que recayese en lord Wellington el mando en jefe del

ejército aliado. Nosotros, sin entrar en la refutacion de este dictámen, nos

inclinamos á creer que, más que de aquella causa y de la falta de subsis-

tencias, que en efecto se padeció, provino semejante resolucion del rum-

bo inesperado que tomaron las cosas de Austria. Los ingleses habian pa-

sado á España en el concepto de que prolongándose la guerra del Norte,

tendrian los franceses que sacar tropas de la Península, y que no habria,

por tanto, que luchar en las orillas del Tajo sino con determinadas fuer-

zas. Sucedió lo contrario; atribuyendo despues unos y otros á causas in-

mediatas lo que procedia de origen más alto. De todos modos, las resultas

fueron degraciadas para la causa comun, y la Central, como dirémos des-

pues, recibió de este acontecimiento gran menoscabo en su opinion.

Personajes desterrados por josé a Francia y otras malas medidas

El gobierno de José, por su parte, lleno de confianza, habia aumenta-

do ya desde Mayo sus persecuciones contra los que no graduaba de ami-

gos, incomodando á unos y desterrando á otros á Francia.

Confundia en sus tropelías al prócer con el literato, al militar con el

togado, al hombre elocuente con el laborioso mercader. Así salieron de

Madrid juntos, ó unos en pos de otros, á tierra de Francia el Duque de

Granada y el poeta Cienfuegos, el general Arteaga y varios consejeros,

el abogado Argumosa y el librero Perez. Mala manera de allegar parti-

darios, é innecesaria para la seguridad de aquel gobierno, no siendo los

extrañados hombres de arrojo ni cabezas capaces de coligacion. Expi-

diéronse igualmente entónces por José decretos destemplados, como lo

fueron el de disponer de las cosechas de los habitantes sin su anuencia,

y el de que se obligase á los que tuviesen hijos sirviendo en los ejércitos

españoles á presentar en su lugar un sustituto ó dar en indemnizacion

una determinada suma. Estos decretos, como los demas, ó no se cum-

plian, ó cumplíanse arbitrariamente, con lo que, en el último caso, se

añadia á la propia injusticia la dureza en la ejecucion.

Noticias en Madrid sobre la cercanía de las tropas aliadas

La guerra de Austria, aunque habia alterado algun tanto al gobierno

intruso, no le desasosegó extremadamente, ni le contuvo en sus proce-

dimientos. Llególe más al alma la cercanía de los ejércitos aliados, y el

ver que con ella los moradores de Madrid recobraban nuevo aliento. Pro-

curó, por tanto, deslumbrarlos y divertir su atencion haciendo repetidas

salvas, que anunciasen las victorias conseguidas en Alemania; mas el

español, inclinado entónces á dar sólo asenso á lo que le era favorable,

acostumbrado ademas á las artimañas de los franceses, no dando fe á le-

janas nuevas, reconcentraba todas sus esperanzas en los ejércitos alia-

dos, cuya proximidad en vano quiso ocultar el gobierno de José. Tocó en

frenesí el contentamiento de los madrileños el 26 de Julio, dia de San-

ta Ana, en el que los aldeanos que andan en el tráfico de frutas de Na-

valcarnero y pueblos de su comarca esparcieron haber llegado allí, y es-

tar, de consiguiente, cercana á la capital, sir Roberto Wilson y su tropa.

Con la noticia, saliendo de sus casas los vecinos, espontáneamente y de

monton se enderezaron los más de ellos hácia la puerta de Segovia pa-

ra esperar á sus libertadores. Los franceses no dieron muestra de impe-

dirlo, limitándose el general Belliard, que habia quedado de gobernador,

á sosegar con palabras blandas el ánimo levantado de la muchedumbre.

Durante el dia reinó por todo Madrid el júbilo más exaltado, dándose el

parabien conocidos y desconocidos, y entregándose al solaz y holgan-

za. Pero en la noche, llegado aviso del descalabro que padeció el mis-

mo 26 la vanguardia de Zayas, anunciáronlo los franceses al dia siguien-

te como victoria alcanzada contra todo el ejército combinado, sin que la

publicacion hiciese mella en los madrileños, calificándola de falsa, so-

bre todo cuando el 31, de resultas de la batalla de Talavera, vieron que

los franceses tomaban disposiciones de retirada y que los de su partido

se apresuraban á recogerse al Retiro. Salieron, no obstante, fallidas, se-

gun en su lugar contamos, las esperanzas de los patriotas; mas, inmuta-

bles éstos en su resolucion, comenzaron á decir el tan sabido no impor-

ta, que, repetido á cada desgracia y en todas las provincias, tuvo en la

opinion particular influjo, probando con la constancia del resistir que

aquella frase no era hija de irrefleja arrogancia, sino expresion signifi-

cativa del sentimiento íntimo y noble de que una nacion, si quiere, nun-

ca es sojuzgada.

Pasa la crisis de finales de julio. nuevos decretos

José, sin embargo, persuadido de que con la retirada de los ejérci-

tos aliados, las desavenencias entre ellos, la batalla de Almonacid y lo

que ocurría en Austria se afirmaba más y más en el sólio, tomó providen-

cias importantes y promulgó nuevos decretos. Antes ya habia instalado

el Consejo de Estado, no pasando á convocar Córtes, segun lo ofrecido

en la Constitucion de Bayona, así por lo arduo de las circunstancias, co-

mo por no agradar ni áun la sombra de instituciones libres al hombre de

quien se derivaba su autoridad. Entre los decretos, muchos y de vária

naturaleza, húbolos que llevaban el sello de tiempos de division y dis-

cordia, como fueron el de confiscacion y venta de los bienes embargados

á personas fugitivas y residentes en provincias levantadas, el de priva-

cion de sueldo, retiro ó pension á todo empleado que no hubiese hecho

de nuevo, para obtener su goce, solicitud formal. De estas dos resolucio-

nes, la primera, ademas de adoptar el bárbaro principio de la confisca-

cion, era harto ámplia y vaga para que en la aplicacion no se acrecie-

se su rigor; y la segunda, si bien pudiera defenderse, atendiendo á las

peculiares circunstancias de un gobierno intruso, mostrábase áspera en

extenderse hasta la viuda y el anciano, cuya situacion era justo y conve-

niente respetar, evitándoles todo compromiso en las discordias civiles.

Decidió tambien José no reconocer otras grandezas ni títulos sino los

que él mismo dispensase por un decreto especial, y suprimió igualmen-

te todas las órdenes de caballería existentes, excepto la militar de Espa-

ña, que habia creado, y la antigua del Toison de Oro; no permitiendo ni

el uso de las condecoraciones, ni ménos el goce de las encomiendas; por

cuyas determinaciones, ofendiendo la vanidad de muchos, se perjudicó

á otros en sus intereses y tratóse de comprometer á todos.

Aplaudieron algunos un decreto que dió José, el 17 de Agosto, para

la supresion de todas las órdenes monacales, mendicantes y clericales.

Napoleon, en Diciembre, habia sólo reducido los conventos á una ter-

cera parte; su hermano ampliaba ahora aquella primera resolucion, ya

por no ser afecto á dichas corporaciones, ya tambien por la necesidad de

mejorar la Hacienda.

Medidas económicas del ministro Cabarrús

Los apuros de ésta crecian, no entrando en arcas otro producto si-

no el de las puertas de Madrid, aumentado sólo con el recargo de ciertos

artículos de consumo. Semejante penuria obligó al ministro de Hacien-

da, Conde de Cabarrús, á recurrir á medios odiosos y violentos, como el

del repartimiento de un empréstito forzoso entre las personas pudien-

tes de Madrid, y el de recoger la plata labrada de los particulares. En

la ejecucion de estas providencias, y sobre todo en la de la confiscacion

de las casas de los grandes y otros fugitivos, cometiéronse mil tropelías,

teniendo que valerse de individuos despreciables y desacreditados, por

no querer encargarse de tal ministerio los hombres de vergüenza. Así

fué que ni el mismo gobierno intruso reportó gran provecho, echándose

aquella turba de malhechores, con la suciedad y ánsia de arpías, sobre

cuantas cosas de valor se ofrecian á su rapacidad.

Del palacio real se sacaron al propio tiempo todos los útiles de plata

que por antiguos ó de mal gusto se habian excluido del uso comun, y se

llevaron á la casa de la moneda. Dijóse que del rebusco se juntaron cer-

ca do 800.000 onzas de plata, cálculo que nos parece excesivo.

Tomáronse asimismo de las iglesias muchas alhajas, trasladándose á

Madrid bastante porcion de las del Escorial. Cierto es que entre ellas,

várias que se creian de oro no lo eran, y otras que se tenian por de pla-

ta aparecieron sólo de hojuela. El historiador inglés Napier (ya es preci-

so nombrarle), empeñado siempre en denigrar la conducta de los patrio-

tas, dice que esta medida del intruso excitó la codicia de los españoles,

y produjo la mayor parte de las bandas que se llamaron guerrillas. Aser-

cion tan errónea y temeraria, que consta de público, y puede averiguar-

se en los papeles del gobierno nacional, que si los jefes de aquellas tro-

pas interceptaron parte de la plata y otras alhajas de las que se llevaban

á Madrid, por lo general las restituyeron fielmente á sus dueños ó las en-

viaron á Sevilla. Lo contrario sucedió del lado de los franceses, que mi-

rando á España como conquista suya, ú obligados sus jefes á echar mano

de todo para mantener sus tropas, se reservaron gran porcion de aque-

llos efectos, en vez de remitirlos al gobierno de Madrid. Con frecuencia

se quejaba entre sus amigos de tal desórden el Conde de Cabarrús, aña-

diendo que Napoleon nunca conseguiria su intento en la Península, si

no adoptaba el medio de hacer la conquista con 600 millones y 60.000

hombres en lugar de 600.000 hombres y 60 millones; pues sólo así po-

dria ganar la opinion, que era su más terrible enemigo.

Aquel ministro, de cuya condicion y prendas hemos hablado anterior-

mente, juzgó político y miró como inagotable recurso la creacion que hi-

zo, por decreto de 9 de Junio, bajo nombre de cédulas hipotecarias, de

unos documentos que habian de trocarse contra los créditos antiguos del

Estado de cualquiera especie, y emplearse en la compra de bienes nacio-

nales, con la advertencia de que los que rehusáran adquirir dichos bienes

recibirian en cambio inscripciones del libro de la deuda pública que se

establecia, cobrando al año 4 por 100 de interés. Tambien discurrió Ca-

barrús prohibir el curso de los vales reales en los países dominados por

los franceses, si no llevaban el sello del nuevo escudo adoptado por José;

lo que, en lugar de atraer los vales á la circulacion de Madrid, ahuyentó-

los, temerosos los tenedores de que el gobierno legítimo se negase á reco-

nocerlos con la nueva marca. Coligiéndose de ahí ser Cabarrús el mismo

de ántes, esto es, sujeto de saber y viveza, pero sobradamente inclinado á

forjar proyectos á centenares, por lo cual le habia ya calificado con opor-

tunidad el célebre Conde de Mirabeau d’homme á expédients.

Ademas, todas estas medidas, que flaqueaban ya por tantos lados,

y particularmente por el de la confianza, base fundamental del crédi-

to, acabaron de hundirse con crear otras cédulas, llamadas de indemni-

zacion y recompensa, pues aunque al principio se limitó la suma de és-

tas á la de 100 millones, y en forma diferente de las otras, claro era que

en un gobierno sin trabas, como el de José, y en el que habia de conten-

tarse á tantos, pronto se abusaria de aquel medio, ampliándole, y absor-

biendo de este modo gran parte de los bienes nacionales, destinados á la

extincion de la deuda. Así fué que, si bien al principio algunos cortesa-

nos y especuladores hicieron compras de cédulas hipotecarias, con que

adquirieron fincas pertenecientes á confiscos y comunidades religiosas,

padeció en breve aquel papel gran quebranto, quedando casi reducido

á valor nominal.

No sacando, pues, de ahogo tales medidas económicas al gobierno de

Madrid, tuvo Napoleon, mal de su grado, que suministrar de Francia dos

millones de francos mensuales, siendo aquélla la primera guerra que, en

lugar de producir recursos á su erario, los menguaba.

Otras medidas de José

Más atinado anduvo José en otros decretos, que tambien promulgó

desde Junio hasta fines del año 1809; entre ellos merece particular ala-

banza el que abolió el voto de Santiago, impuesto gravosísimo á los agri-

cultores, del que hablarémos al tratar de las Córtes de Cádiz. Igualmente

fueron notables el de la enseñanza pública, el de la milicia y sus gra-

dos, el de las municipalidades y el de quitar á los eclesiásticos toda ju-

risdiccion civil y criminal. Providencias estas y otras que, si bien en mu-

cha parte tiraban á la mejora del reino, no eran apreciadas por falta de

ejecucion, y sobre todo porque desaparecia su beneficio al lado de otras

ruinosas, y de las lástimas que causaban las persecuciones de particula-

res y los males comunes de la guerra.