La Junta Central después de la derrota de Medellín

Las derrotas

La Junta Central, al saber la rota de Medellin, no sintió descaido su

ánimo, á pesar del peligro que de cerca le amagaba. Elevó á la dignidad

de capitan general á D. Gregorio de la Cuesta, al paso que temia su anti-

guo resentimiento en caso de que hubiese triunfado, y repartió mercedes

á los que se habian conducido honrosamente, no ménos que á los huér-

fanos y viudas de los muertos en la batalla. Púsose tambien el ejército

de la Mancha á las órdenes de Cuesta, aunque se nombró para mandarle

de cerca á D. Francisco Venégas, restablecido de una larga enfermedad,

y fué llamado el Conde de Cartaojal, cuya conducta apareció muy digna

de censura por lo ocurrido en Ciudad-Real, pues allí no hubo sino desór-

den y confusion, y por lo ménos en Medellin se habia peleado.

Ahora, haciendo corta pausa, séanos lícito examinar la opinion de

ciertos escritores que, al ver tantas derrotas y dispersiones, han que-

rido privar á los españoles de la gloria adquirida en la guerra de la In-

dependencia. Pocos son en verdad los que tal han intentado, y en algu-

no muéstrase á las claras la mala fe, alterando ó desfigurando los hechos

más conocidos. En los que no han obrado impelidos de mezquinas y re-

prensibles pasiones, descúbrese luégo el orígen de su error en aquel em-

peño de querer juzgar la defensa de España como el comun de las gue-

rras, y no segun deben juzgarse las patrióticas y nacionales. En las unas

gradúase su mérito conforme á reglas militares; en las otras, ateniéndo-

se á la constancia y duracion de la resistencia. «Median imperios (de-

cia Napoleon en Leipzik) entre ganar ó perder una batalla.» Y decíalo

con razon en la situacion en que se hallaba; pero no así á haber sostenido

la Francia su causa, como lo hizo con la de la libertad al principio de la

revolucion. La Holanda, los Estados-Unidos, todas las naciones, en fin,

que se han visto en el caso de España, comenzaron por padecer desca-

labros y completas derrotas, hasta que la continuacion de la guerra con-

virtió en soldados á los que no eran sino meros ciudadanos. Con mayor

fundamento debia acaecer lo mismo entre nosotros. La Francia era una

nacion vecina, rica y poderosa, de donde, sin apuro, podian á cada paso

llegar refuerzos. Sus ejércitos, en gran parte, no eran puramente merce-

narios; producto de su revolucion, conservaban cierto apego al nombre

de patria, y quince años de guerra y de esclarecidos triunfos les habian

dado la pericia y confianza de invencibles conquistadores. Austriacos,

prusianos, rusos, ingleses, preparados de antemano con cuantiosos me-

dios, con tropas antiguas y bien disciplinadas, les habian cedido el cam-

po en repetidas lides. ¿Qué extraño, pues, sucediese otro tanto á los es-

pañoles en batallas campales, en que el saber y maña en evoluciones y

maniobras valian más que los ímpetus briosos del patriotismo? Al empe-

zar la insurreccion en Mayo ya vimos cuán desapercibida estaba Espa-

ña para la guerra, con 40.000 soldados escasos, inexpertos y mal acon-

dicionados; dueños los franceses de muchas plazas fuertes, y teniendo

100.000 hombres en el corazon del reino. Y sin embargo, ¿qué no se hi-

zo? En los primeros meses, victoriosos los españoles en casi todas partes,

estrecharon á sus contrarios contra el Pirineo. Cuando despues, refor-

zados éstos, inundaron con sus huestes los campos peninsulares y opri-

mieron con su superioridad y destreza á nuestros ejércitos, la nacion, ni

se desalentó, ni se sometieron los pueblos fácil ni voluntariamente. Y en

Enero embarcados los ingleses, solos los españoles, teniendo contra sí

más de 200.000 enemigos, mirada ya en Europa como perdida su justísi-

ma causa, no sólo se desdeñó todo acomodamiento, sino que, peleándose

por doquiera transitaban franceses, aparecieron de nuevo ejércitos que

osaron aventurar batallas, desgraciadas, es cierto, pero que mostraban

los redoblados esfuerzos que se hacian, y lo porfiadamente que habia de

sustentarse la lucha empeñada. Cometiéronse graves faltas, descubrió-

se á las claras la impericia de varios generales, lo bisoño de nuestros

soldados, el abandono y atraso en que el anterior gobierno habia tenido

el ramo militar como los demas; pero brilló con luz muy pura el eleva-

do carácter de la nacion, la sobriedad y valor de sus habitadores, su des-

prendimiento, su conformidad é inalterable constancia en los reveses y

trabajos; virtudes raras, exquisitas, más difíciles de adquirir que la tác-

tica y disciplina de tropas mercenarias. Abulte en buen hora le envidia,

el despecho, la ignorancia los errores en que incurrimos: su voz nunca

ahogará la de la verdad, ni podrá desmentir lo que han estampado en sus

obras, y casi siempre con admirable imparcialidad, muchos de los que

entónces eran enemigos nuestros, y señaladamente los dignos escritores

Foy, Suchet y Saint-Cyr, que mandando á los suyos, pudieron, mejor que

otros, apreciar la resistencia y el mérito de los españoles.

Contactos de José con la Junta

Volvamos ya á nuestro propósito. Ocurridas las jornadas de Ciudad-

Real y Medellin, pensó el gobierno de José ser aquélla buena sazon pa-

ra tantear al de Sevilla y entrar en algun acomodamiento. Salió de Ma-

drid con la comision D. Joaquin María Sotelo, magistrado que gozaba

ántes del concepto de hombre ilustrado, y que deteniéndose en Mérida,

dirigió desde allí al presidente de la Junta Central, por medio del gene-

ral Cuesta, un pliego con fecha 12 de Abril, en el que, anunciando estar

autorizado por José para tratar con la Junta el modo de remediar los ma-

les que ya habian experimentado las provincias ocupadas, y el de evi-

tar los de aquellas que todavía no lo estaban, invitaba á que se nombra-

se al efecto por la misma Junta una ó dos personas que se abocasen con

él. La Central, sin contestar en derechura á Sotelo, mandó á D. Gregorio

de la Cuesta que le comunicase el acuerdo que de resultas habia forma-

do, justo y enérgico, concebido en estos términos: «Si Sotelo trae pode-

res bastantes para tratar de la restitucion de nuestro amado rey, y de que

las tropas francesas evacuen al instante todo el territorio español, hágo-

los públicos en la forma reconocida por todas las naciones, y se le oirá

con anuencia de nuestros aliados. De no ser así, la Junta no puede faltar

á la calidad de los poderes de que está revestida, ni á la voluntad nacio-

nal, que es de no escuchar pacto ni admitir tregua ni ajustar transaccion

que no sea establecida sobre aquellas bases de eterna necesidad y jus-

ticia. Cualquiera otra especie de negociacion, sin salvar al Estado, envi-

leceria á la Junta, la cual se ha obligado solemnemente á sepultarse pri-

mero entre las ruinas de la monarquía que á oir proposicion alguna en

mengua del honor é independencia del nombre español.» Insistió Sotelo,

respondiendo con una carta bastantemente moderada; mas la Junta se li-

mitó á mandar á Cuesta repitiese el mencionado acuerdo, «advirtiendo

á Sotelo que aquélla seria la última contestacion que recibiria miéntras

los franceses nó se allanasen lisa y llanamente á lo que habla manifesta-

do la Junta.» No pasó, por consiguiente, más adelante esta negociacion,

emprendida quizá con sano intento, pero que entónces se interpretó mal

y dañó al anterior buen nombre del comisionado.

Tambien por la parte de la Mancha se hicieron al mismo tiempo igua-

les tentativas, escribiendo el general frances Sebastiani , que allí

mandaba, á D. Gaspar Melchor de Jovellanos, individuo de la Central; á

D. Francisco de Saavedra, ministro de Hacienda, y al general del ejérci-

to de la Carolina, D. Francisco Venégas. Es curiosa esta corresponden-

cia, por colegirse de ella el modo diverso que tenian entónces de juzgar

las cosas de España los franceses y los nacionales. Como sería prolijo in-

sertarla íntegra, hemos preferido no copiar sino la carta del general Se-

bastiani á Jovellanos y la contestacion de éste. «Señor: La reputacion de

que gozais en Europa, vuestras ideas liberales, vuestro amor por la pa-

tria, el deseo que manifestais por verla feliz, deben haceros abandonar

un partido que sólo combate por la Inquisicion, por mantener las preo-

cupaciones, por el interes de algunos grandes de España y por los de la

Inglaterra. Prolongar esta lucha es querer aumentar las desgracias de la

España. Un hombre, cual vos sois, conocido por su carácter y sus talen-

tos, debe conocer que la España puede esperar el resultado más feliz de

la sumision á un rey justo é ilustrado, cuyo genio y generosidad deben

atraerle á todos los españoles que desean la tranquilidad y prosperidad

de su patria. La libertad constitucional bajo un gobierno monárquico, el

libre ejercicio de vuestra religion, la destruccion de los obstáculos que

varios siglos há se oponen á la regeneracion de esta bella nacion, serán

el resultado feliz de la Constitucion que os ha dado el genio vasto y su-

blime del Emperador. Despedazados con facciones, abandonados por los

ingleses, que jamas tuvieron otros proyectos que el de debilitaros, el ro-

baros vuestras flotas y destruir vuestro comercio, haciendo de Cádiz un

nuevo Gibraltar, no podeis ser sordos á la voz de la patria, que os pide la

paz y la tranquilidad. Trabajad en ella de acuerdo con nosotros, y que la

energía de España sólo se emplee desde hoy en cimentar su verdadera

felicidad. Os presento una gloriosa carrera; no dudo que acojais con gus-

to la ocasion de ser útil al rey José y á vuestros conciudadanos. Conoceis

la fuerza y el número de nuestros ejércitos, sabeis que el partido en que

os hallais no ha obtenido la menor vislumbre de suceso: hubiérais llora-

do un dia si las victorias le hubieran coronado; pero el Todopoderoso, en

su infinita bondad, os ha libertado de esta desgracia.

Estoy pronto á entablar comunicacion con vos y daros puebas de mi

alta consideracion.— HORACIO SEBASTIANI.»

«Señor General: Yo no sigo un partido; sigo la santa y justa causa que

sigue mi patria, que unánimemente adoptamos los que recibimos de su

mano el augusto encargo de defenderla y regirla, y que todos habemos

jurado seguir y sostener á costa de nuestras vidas. No lidiamos, como

pretendeis, por la Inquisicion ni por soñadas preocupaciones, ni por el

interes de los grandes de España; lidiamos por los preciosos derechos de

nuestro rey, nuestra religion, nuestra constitucion y nuestra independen-

cia. Ni creais que el deseo de conservarlos esté distante del de destruir

los obstáculos á que puedan oponerse á este fin; ántes, por el contrario,

y para usar de vuestra frase, el deseo y el propósito de regenerar la Es-

paña y levantarla al grado de esplendor que ha tenido algun dia, es mi-

rado por nosotros como una de nuestras principales obligaciones. Acaso

no pasará mucho tiempo sin que la Francia y la Europa entera reconoz-

can que la misma nacion que sabe sostener con tanto valor y constancia

la causa de su rey y de su libertad contra una agresion tanto más injus-

ta, cuanto ménos debia esperarla de los que se decian sus primeros ami-

gos, tiene tambien bastante celo, firmeza y sabiduría para corregir los

abusos que la condujeron insensiblemente á la horrorosa suerte que le

preparaban. No hay alma sensible que no llore los atroces males que es-

ta agresion ha derramado sobre unos pueblos inocentes, á quienes, des-

pues de pretender denigrarlos con el infame título de rebeldes, se niega

aún aquella humanidad que el derecho de la guerra exige y encuentra en

los más bárbaros enemigos. Pero ¿á quién serán imputados estos males?

¿A los que los causan, violando todos los principios de la naturaleza y la

justicia, ó á los que lidian generosamente para defenderse de ellos y ale-

jarlos de una vez y para siempre de esta grande y noble nacion? Por que,

Sr. General, no os dejeis alucinar: estos sentimientos que tengo el honor

de expresaros son los de la nacion entera, sin que haya en ella un solo

hombre bueno, áun entre los que vuestras armas oprimen, que no sien-

ta en su pecho la noble llama que arde en el de sus defensores. Hablar

de nuestros aliados fuera impertinente, si vuestra carta no me obligase á

decir, en honor suyo, que los propósitos que les atribuís son tan injurio-

sos como ajenos de la generosidad con que la nacion inglesa ofreció su

amistad y sus auxilios á nuestras provincias, cuando desarmadas y em-

pobrecidas los imploraron desde los primeros pasos de la opresion con

que la amenazaban sus amigos.

En fin, Sr. General, yo estaré muy dispuesto á respetar los humanos

y filosóficos principios que, segun nos decis, profesa vuestro rey José,

cuando vea que ausentándose de nuestro territorio, reconozca que una

nacion cuya desolacion se hace actualmente á su nombre por vuestros

soldados, no es el teatro más propio para desplegarlos. Éste sería, cier-

tamente, un triunfo digno de su filosofía, y vos, Sr. General, si estais pe-

netrado de los sentimientos que ella inspira, deberéis gloriaros tambien

de concurrir á este triunfo, para que os toque alguna parte de nuestra ad-

miracion y nuestro reconocimiento. Sólo en este caso me permitirán mi

honor y mis sentimientos entrar con vos en la comunicacion que me pro-

poneis, si la Suprema Junta Central lo aprobáre. Entre tanto, recibid, Sr.

General, la expresion de mi sincera gratitud por el honor con que per-

sonalmente me tratais, seguro de la consideracion que os profeso. Sevi-

lla, 24 de Abril de 1809.— GASPAR DE JOVELLANOS.— Excmo. Sr. gene-

ral Horacio Sebastiani.»

Esta respuesta, digna de la pluma y del patriotismo de su autor, fué

muy aplaudida en todo el reino, así por su noble y elevado estilo, como

por retratarse en su contenido los verdaderos sentimientos que anima-

ban á la gran mayoría de la nacion.

Guerra de la quinta coalición

Semejantes tentativas de conciliacion, prescindiendo de lo imprac-

ticables que eran, parecieron entónces, á pesar de tantas desgracias,

más fuera de sazon por la guerra que empezaba en Alemania. Temores

de ella, que no tardaron en realizarse, habian, segun se dijo, estimula-

do á Napoleon á salir precipitadamente de España. No olvidando nun-

ca el Austria las desventajosas paces á que se habia visto forzada desde

la revolucion francesa, y sobre todo la última de Presburgo, estaba siem-

pre en acecho para no desperdiciar ocasion de volver por su honra y de

recobrar lo perdido. Parecióle muy oportuna la de la insurreccion espa-

ñola, que produjo en toda Europa impresion vivísima, y siguió aquel go-

bierno cuidadosamente el hilo de tan grave acontecimiento. Demasiada-

mente abatida el Austria desde la última guerra, no podia por de pronto

mostrar á las claras su propósito ántes de prepararse y estar segura de

que continuaba la resistencia peninsular. En Erfurth mantúvose amiga

de Francia, mas con cierta reserva, y sólo difirió bajo especiosos pretex-

tos el reconocimiento de José. Napoleon, aunque receloso, confiando en

que si apagaba pronto la insurreccion de España, nadie se atreveria á le-

vantar el grito, sacó para ello, conforme insinuamos, gran golpe de gen-

te de Alemania, y dió de este modo nuevo aliento al Austria, que disimu-

ladamente aceleró los preparativos de guerra. En los primeros meses del

año de 1809 dicha potencia comenzó á quitarse el embozo, publicando

una especie de manifiesto, en que declaraba queria ponerse al abrigo de

cualquiera empresa contra su independencia, y al fin arrojóle del todo

en 9 de Abril, en que el archiduque Cárlos, mandando su grande y prin-

cipal ejército, abrió la campaña por medio de un aviso y atravesó el Inn,

rio que separa la Baviera de los estados austriacos. Lo poco prevenido

que cogia á Napoleon esta guerra, las formidables fuerzas que de súbi-

to desplegó el Austria, las muchas que Francia tenía en España, y lo de-

sabrida que se mostraba la voz pública en el mismo imperio frances, da-

ba á todos fundamento para creer que la primera alcanzaria victorias, de

cuyas resultas tal vez se cambiaria la faz política de Europa. Para con-

tribuir á ello, y no desaprovechar la oportunidad, envió la Junta Central

á Viena, como plenipotenciario suyo, á D. Eusebio de Bardají y Azara, y

aquella córte autorizó á Mr. Grennotte en calidad de encargado de nego-

cios cerca del gobierno de Sevilla. Verémos luégo cuán poco correspon-

dió el éxito á esperanzas tan bien concebidas.

(...)

Se impone el partido partidario de las Cortes

El querer llevar á término en el libro anterior la evacuacion de Ga-

licia y Astúrias nos obligó á no detenernos en nuestra narracion hasta

tocar con los sucesos de aquellas provincias en el mes de Agosto. Vol-

verémos ahora atras para contar otros no ménos importantes que acae-

cieron en el centro del Gobierno supremo y demas partes.

La rota de Medellin, sobre el destrozo del ejército, habia causado en

el pueblo de Sevilla mortales angustias, por la siniestra voz esparcida de

que la Junta Central se iba á Cádiz para de allí trasladarse á América.

Semejante nueva sólo tuvo orígen en los temores de la muchedumbre y

en indiscretas expresiones de individuos de la Central. Mas de éstos, los

que eran de temple sereno y se hallaban resueltos á perecer ántes que

á abandonar el territorio peninsular aquietaron á sus compañeros y pro-

pusieron un decreto, publicado en 18 de Abril, en el cual se declara-

ba que «nunca mudaria (la Junta) su residencia, sino cuando el lugar de

ella estuviese en peligro, ó alguna razon de pública utilidad lo exigie-

se.» Correspondió este decreto al buen ánimo que habia la Junta mostra-

do al recibir la noticia de la pérdida de aquella batalla, y á las contesta-

ciones que por este tiempo dió á Sotelo, y que ya quedan referidas. Así

puede con verdad decirse que desde entonces hasta despues de la jorna-

da de Talavera fué cuando obró aquel cuerpo con más dignidad y acier-

to en su gobernacion.

Antes algunos individuos suyos, si bien noveles repúblicos é hijos de

la insurreccion, continuaban tan apegados al estado de cosas de los rei-

nados anteriores, que áun faltándoles ya el arrimo del Conde de Flori-

dablanca, á duras penas se conseguia separarlos de la senda que aquél

habia trazado; presentando obstáculos á cualquiera medida enérgica, y

señaladamente á todas las que se dirigian á la convocacion de Córtes,

ó á desatar algunas de las muchas trabas de la imprenta. Apareció tan

grande su obstinacion, que no sólo provocó murmuraciones y desvío en

la gente ilustrada, segun en su lugar se apuntó, sino que tambien se dis-

gustaron todas las clases; y hasta el mismo gobierno inglés, temeroso de

que se ahogase el entusiasmo público, insinuó en una nota de 20 de Ju-

lio de 1809 que «si se atreviera á criticar (son sus palabras) cual-

quiera de las cosas que se habian hecho en España, tal vez manifestaria

sus dudas..... de si no habia habido algun recelo de soltar el freno..... á

toda la energía del pueblo contra el enemigo.»

Tan universales clamores, y los desastres, principal aunque costo-

so despertador de malos ó poco advertidos gobiernos, hicieron abrir los

ojos, ciertos centrales, y dieron mayor fuerza é influjo al partido de Jo-

vellanos, el más sensato y distinguido de los que dividian á la Junta, y

al cual se unió el de Calvo de Rozas, menor en número, pero más enér-

gico é igualmente inclinado á fomentar y sostener convenientes refor-

mas. Ya dijimos cómo Jovellanos fué quien primero propuso, en Aran-

juez, llamar á Córtes, y tambien cómo se difirió para más adelante tratar

aquella cuestion. En vano, con los reveses, se intentó despues renovar-

la, esquivándola asimismo, miéntras vivió, el presidente Conde de Flo-

ridablanca, á punto que, no contento con hacer borrar el nombre de Cór-

tes, que se hallaba inserto en el primer manifiesto de la Central, rehusó

firmar éste, áun quitada aquella palabra, enojado con la expresion sus-

tituida de que se restablecerian «las leyes fundamentales de la monar-

quía.» Rasgo que pinta lo aferrado que estaba en sus máximas el anti-

guo ministro.

Ahora, muerto el Conde y algun tanto ablandados los partidarios de

sus doctrinas, osó Calvo de Rozas proponer de nuevo, en 15 de Abril, el

que se convocase la nacion á Córtes. Hubo vocales que todavía anduvie-

ron reacios; mas estando la mayoría en favor de la proposicion, fué ésta

admitida á exámen; debiendo ántes discutirse en las diversas secciones

en que para preparar sus trabajos se distribuia la Junta.

Por el mismo tiempo dióse algun ensanche á la imprenta, y se per-

mitió la continuacion del periódico intitulado Semanario patriótico, obra

empezada en Madrid por D. Manuel Quintana, y que los contratiempos

militares habian interrumpido. Tomáronla en la actualidad á su cargo D.

I. Antillon y D. J. Blanco, mereciendo este hecho particular mencion por

el influjo que ejerció en la opinion aquel periódico, y por haberse trata-

do en él con toda libertad, y por primera vez en España, graves y diver-

sas materias políticas.

Conjuras

Mudado y mejorado así el rumbo de la Junta, aviváronse las esperan-

zas de los que deseaban unir á la defensa de la patria el establecimiento

de buenas instituciones, y se reprimieron aviesas miras de descontentos

y perturbadores. Contábanse entre los últimos muchos que estaban en

opuestos sentidos, divisándose, al par de individuos del Consejo, otros

de las juntas, y amigos de la Inquisicion al lado de los que lo eran de la

libertad de imprenta. Desabrido, por lo ménos, se mostró el Duque del

Infantado, no olvidando la preferencia que se daba á Venégas, rival suyo

desde la jornada de Uclés. Creíase que no ignoraba los manejos y ama-

ños en que ya entónces andaban D. Francisco de Palafox y el Conde del

Montijo, persuadido el primero de que bastaba su nombre para gobernar

el reino, y arrastrado el segundo de su índole inquieta y desasosegada.

Centellearon chispas de conjuracion en Granada, adonde el de Mon-

tijo, teniendo parciales, habia acudido para enseñorearse de la ciudad.

Acompañóle en su viaje el general inglés Doyle; y el Conde, atizador

siempre oculto de asonadas, movió el 16 de Abril un alboroto, en que

corrieron las autoridades inminente peligro. La pérdida de éstas hubie-

ra sido cierta, si el del Montijo al llegar al lance no desmayara, segun

su costumbre, temiendo ponerse á la cabeza de un regimiento ganado en

favor suyo y de la plebe amotinada. La junta provincial, habiendo vuel-

to del sobresalto, recobró su ascendiente y prendió á los principales ins-

tigadores. Mal lo hubiera pasado su encubierto jefe, si, á ruegos de Doy

le, á quien escudaba el nombre de inglés, no se le hubiera soltado con

tal que se alejára de la ciudad. Pasó el Conde á Sanlúcar de Barrameda,

y no renunció ni á sus enredos ni á sus tramas. Pero con el malogro de

la urdida en Granada desvaneciéronse por entónces las esperanzas de

los enemigos de la Central, conteniéndolos también la voz pública, que

pendiente de la convocacion de Córtes y temerosa de desuniones, que-

ria más bien apoyar al Gobierno supremo, en medio de sus defectos, que

dar pábulo á la ambicion de unos cuantos, cuyo verdadero objeto no era

el procomunal.

Deliberaciones sobre la convocatoria de Cortes

Miéntras tanto, examinada en las diversas secciones de la Junta la

proposicion de Calvo de llamar á Córtes, pasóse á deliberar sobre ella

en junta plena. Suscitáronse en su seno opiniones varias, siendo de no-

tar que los individuos que habia en aquel cuerpo más respetables por su

riqueza, por sus luces y anteriores servicios sostuvieron con ahinco la

proposicion. De su número fueron el presidente Marqués de Astorga, el

bailío D. Antonio Valdés, D. Gaspar de Jovellanos, D. Martin de Garay y

el Marqués de Camposagrado. Alabóse mucho el voto del último por su

concision y firmeza; explayó Jovellanos el suyo con la erudicion y elo-

cuencia que le eran propias; mas excedió á todos en libertad y en el en-

sanche que queria dar á la convocatoria de Cortes el bailío Valdés, asen-

tando que, salvo la religion católica y la conservacion de la corona en las

sienes de Fernando VII, no deberian dejar aquéllas institucion alguna ni

ramo sin reformar, por estar todos viciados y corrompidos. Dictámenes

que prueban hasta qué punto ya entónces reinaba la opinion de la nece-

sidad y conveniencia de juntar Córtes entre las personas señaladas por

su capacidad, cordura y áun aversion á excesos populares. Aparecieron

como contrarios á la proposicion don José García de la Torre, D. Sebas-

tian Jócano, don Rodrigo Riquelme y D. Francisco Javier Caro. Aboga-

do el primero de Toledo, magistrados los otros dos de poco crédito por

su saber, y el último mero licenciado de la universidad de Salamanca,

no parecia que tuviesen mucho que temer de las Córtes ni de las refor-

mas que resultasen, y sin embargo, se oponian á su reunion, al paso que

la apoyaban los hombres de mayor valía y que pudieran con más razon

mostrarse más asombradizos. A pesar de los encontrados dictámenes, se

aprobó por la gran mayoría de la Junta la proposicion de Calvo, y se tra-

tó luégo de extender el decreto.

Al principio presentóse una minuta arreglada al voto del bailío Val-

dés; mas conceptuando que sus expresiones eran harto libres, y áun pe-

ligrosas en las circunstancias, y alegando de fuera y por su parte el mi-

nistro inglés Frere razones de conveniencia política, varióse el primer

texto, acordando en su lugar otro decreto, que se publicó con fecha de

22 de Mayo , y en el que se limitaba la Junta á anunciar «el restable-

cimiento de la representacion legal y conocida de la monarquía en sus

antiguas Córtes, convocándose las primeras en el año próximo, ó ántes

si las circunstancias lo permitiesen.» Decreto tardío y vago, pero primer

fundamento del edificio de libertad, que empezaron después á levantar

las Córtes congregadas en Cádiz.

Disponíase tambien, por uno de sus artículos, que una comision de

cinco vocales de la Junta se ocupase en reconocer y preparar los traba-

jos necesarios para el modo de convocar y formar las primeras Córtes,

debiéndose, ademas, consultar acerca de ello á várias corporaciones y

personas entendidas en la materia.

El no determinarse dia fijo para la convocacion, el adoptar el lento y

trillado camino de las consultas, y el haber sido nombrados para la co-

mision indicada, con los Sres. Arzobispos de Laodicea, Castanedo y Jo-

vellanos, los Sres. Riquelme y Caro, enemigos de la resolucion, excitó

la sospecha de que el decreto promulgado no era sino engañoso señuelo

para atraer y alucinar; por lo que su publicacion no produjo en favor de

la Central todo el fruto que era de esperarse.

Poco despues disgustó, igualmente, el restablecimiento de todos los

Consejos; á sus adversarios por juzgar aquellos cuerpos, particularmen-

te al de Castilla, opuestos á toda variacion ó mejora; á sus amigos, por el

modo como se restablecieron. Segun decreto de 3 de Marzo, debia insta-

larse de nuevo el Consejo Real y supremo de Castilla, resumiéndose en

él todas las facultades que, tanto por lo respectivo á España como por lo

tocante á Indias, habian ejercido hasta aquel tiempo los demas Conse-

jos. Por entónces se suspendió el cumplimiento de este decreto, y sólo

en 25 de Junio se mandó llevar á debido efecto. La reunion y confusion

de todo los Consejos en uno solo fué lo que incomodó á sus individuos y

parciales, y la Junta no tardó en sentir de cuán poco le servia dar vida y

halagar á enemigo tan declarado.

A pesar de esta alternativa de várias, y al parecer encontradas, pro-

videncias, la Junta Central, repetimos, se sostuvo desde el Abril hasta el

Agosto de 1809 con más séquito y aplauso que nunca, á lo que tambien

contribuyó, no sólo haber sido evacuadas algunas provincias del Nor-

te sino el ver que despues de las desgracias ocurridas, se levantaban de

nuevo y con presteza ejércitos en Aragon, Extremadura y otras partes.