Comienzan las sesiones de las cortes de Cádiz

Trasladadas las Córtes de la isla de Leon á Cádiz abrieron las sesio-

nes en esta ciudad el 24 de Febrero, segun ya apuntamos. El sitio que

se escogió para celebrarlas fué la iglesia de San Felipe Neri, espaciosa y

en forma de rotunda. Se construyeron galerías públicas á derecha y á iz-

quierda, en donde ántes estaban los altares colaterales, y otra más eleva-

da encima del cornisamento, de donde arranca la cúpula. Era la postre-

ra galería angosta, lejana y de pocas salidas, lo que dió ocasion á alguno

que otro desórden, que á su tiempo mencionarémos, si bien enfrenados

siempre por la sola y discreta autoridad de los presidentes.

En 26 de Febrero se leyó en las Córtes, por primera vez, un presu-

puesto de gastos y entradas. Era obra de D. José Canga Arguelles, se-

cretario á la sazon del despacho de Hacienda. La pintura que en el

contexto se trazaba del estado de los caudales públicos aparecía har-

to dolorosa. (El importe de la deuda (1), expresaba el Ministro, ascien-

de á 7.194.266.839 reales vellon, y los réditos vencidos á 219.691.473

de igual moneda.» No entraban en este cómputo los empeños contraidos

desde el principio de la insurreccion, que, por lo general, consistían en

suministros aprontados en especie. El gasto anual, sin los réditos de la

deuda, le valuaba el Sr. Canga en 1.200 millones de reales, y los produc-

tos en sólo 255 millones. «Tal es, continuaba el Ministro, la extension

de los desembolsos, y de las rentas con que contamos para satisfacerlas,

calculadas aproximadamente por no ser dado hacerlo con exactitud, por

la falta á veces de comunicacion entre las provincias y el Gobierno, por

las ocurrencias militares de ellas.....» «Si la santa insurreccion de Es-

paña hubiera encontrado desahogados á los pueblos, rico el tesoro. con-

solidado el crédito y franqueados todos los caminos de la pública felici-

dad, nuestros ahogos serian menores, más abundantes los recursos, y los

reveses hubieran respetado á nuestras armas; pero una administracion

desconcertada de veinte años, una serie de guerras desastrosas, un sis-

tema opresor de hacienda, y sobre todo la mala fe en los contratos de és-

ta y el desarreglo de todos los ramos, sólo dejaron en pos de sí la miseria

y la desolacion; y los albores de la independencia y de la libertad raya-

ron en medio de las angustias y de los apuros» «A pesar de todo hemos

levantado ejércitos; y combatiendo con la impericia y las dificultades,

mantenemos aún el honor del nombre español, y ofrecemos á la Francia

el espectáculo terrible de un pueblo decidido que aumenta su ardor al

compas de las desgracias.....»

Y ahora habrá quien diga: ¿cómo pues las Córtes hicieron frente á

tantas atenciones, y pudieron cubrir desfalco tan considerable? A eso

responderémos: 1.o, que el presupuesto de gastos estaba calculado por

escala muy subida, y por una muy ínfima el de las entradas; 2.o, que en

éstas no se incluian las remesas de América, que, aunque en baja, to-

davía producian bastante, ni tampoco la mayor parte de las contribucio-

nes ni suministros en especie; y 3.o, que tal es la diferencia que media

entre una guerra nacional y una de gabinete. En la última, los pagos tie-

nen que ser exactos y en dinero, cubriéndolos solamente contribucio-

nes arregladas y el crédito; que encuentra con límites: en la primera su-

plen al metálico, en cuanto cabe, los frutos, aprontando los propietarios

y hombres acaudalados no sólo las rentas, sino á veces hasta los capita-

les, ya por patriotismo, ya por prudencia; sobrellevando asimismo el sol-

dado con gusto, ó al ménos pacientemente, las escaseces y penuria, co-

mo nuevo timbre de realzada gloria. Y en fin, en una guerra nacional,

poniéndose en juego todas las facultades físicas e intelectuales de una

nacion, se redoblan al infinito los recursos; y por ahí se explica cómo la

empobrecida, mas noble, España pudo sostener tan larga y dignamente

la causa honrosa de su independencia. Favorecióla, es verdad, la alianza

con la Inglaterra, yendo unidos en este caso los intereses de ambas po-

tencias; pero lo mismo ha acontecido casi siempre en guerras de seme-

jante naturaleza. Díganlo, sino, la Holanda y los Estados-Unidos, apoya-

da la primera por los príncipes protestantes de aquel siglo, y los últimos

por Francia y España. Y no por eso aquellas naciones ocupan en la his-

toria lugar ménos señalado.

Al día siguiente de haber presentado el Ministro de Hacienda los

presupuestos, se aprobó el de gastos despues de una breve discusion.

Nada en él habia superfluo; la guerra lo consumía casi todo. Detuviéron-

se más las Córtes en el de entradas. No propuso por entónces Canga Ar-

güelles ninguna mudanza esencial en el sistema antiguo de contribucio-

nes, ni en el de su administracion y recaudacion. Dejaba la materia para

más adelante, como difícil y delicada.

Indicó várias modificaciones en la contribucion extraordinaria de

guerra que, segun en su lugar se vió, habia decretado la Junta Central,

sin que se consiguiese plantearla en las más de las provincias.

Con ella se contaba para cubrir en parte el desfalco de los presu-

puestos. Adolecia, sin embargo, esta imposicion de graves imperfeccio-

nes. La mayor de todas consistia en tomar por base el capital existima-

tivo de cada contribuyente, y no los réditos ó productos líquidos de las

fincas. Propuso con razon el Ministro sustituir á la primera base la pos-

trera; pero no anduvo tan atinado en recargar al mismo tiempo en un 30,

45, 50, 60, y áun 65 por 100 los diezmos eclesiásticos y la particion de

frutos ó derechos feudales, con más ó ménos gravamen, segun el origen

de la posesion. Fundaba el Sr. Canga la última parte de su propuesta en

que los desembolsos debian ser en proporcion de lo que cada cual ex-

pusiese en la actual guerra; y á muchos agradaba la medida por tocar á

individuos cuya jerarquía y privilegios no disfrutaban del favor público.

Mas á la verdad el pénsamiento del Ministro era vago, injusto y casi im-

practicable; porque, ¿cómo podia graduarse equitativamente cuáles fue-

sen las clases que arriesgaban más en la presente lucha? Iba en ella la

pérdida ó la conservacion de la patria comun, é igual era el peligro, é

igual la obligacion en todos los ciudadanos de evitar la ruina de la inde-

pendencia. Fuera de esto, tratábase sólo ahora de contribuciones, no de

examinar la cuestion de diezmos, ni la de los derechos feudales, y mé-

nos la temible y siempre impolítica del origen de la propiedad. Mezclar

y confundir puntos tan diversos era internarse en un enredado laberin-

to de averiguaciones, que tenía al cabo que perjudicar á la pronta y más

expedita cobranza del impuesto extraordinario.

Cuerdamente huyó la Comision de tal escollo; y dejando á un lado

el recargo propuesto por el Ministro sobre determinados derechos ó pro-

piedades, atúvose sólo á gravar sin distincion las utilidades líquidas de

la agricultura, de la industria y del comercio. Hasta aquí asemejábase

mucho el nuevo impuesto al income tax de Inglaterra, y no flaqueaba si-

no por los defectos que son inherentes á esta clase de contribuciones en

la indagacion de los rendimientos que dejan ciertas granjerías. Pero la

Comision, admitiendo ademas otra modificacion en la base fundamental

del impuesto, introdujo una regla, que si no tan injusta como la del Mi-

nistro, ni de consecuencias tan fatales, aparecía no ménos errónea. Fué,

pues, la de una escala de progresion, segun la cual crecia el impuesto á

medida que la renta ó utilidades pasaban de 4.000 reales vellon. Dos y

medio por ciento se exigia á los que estaban en este caso; más y respec-

tivamente de allí arriba, llegando algunos á pagar hasta un 50 y un 76

por 100: pesado tributo, tan contrario á la equidad como á las sanas y

bien entendidas máximas que enseña la práctica y la economía pública

en la materia. Porque, gravando extraordinariamente y de un modo im-

pensado las rentas del rico, no sólo se causa perjuicio á éste, sino que se

disminuye tambien ó suprime, en vez de favorecer, la renta de las clases

inferiores, que, en el todo ó en gran parte, consiste en el consumo que de

sus productos ó de su industria hacen respectiva y progresivamente las

familias más acomodadas y poderosas. Dicho impuesto, ademas, llega á

devorar hasta el capital mismo, destruye en los particulares el incentivo

de acumular, origen de gran prosperidad en los estados; y tiene el graví-

simo inconveniente de ser variable sobre una cantidad dada de riqueza,

lo que no sucede en las contribuciones de esta especie cuando sólo son

proporcionales sin ser progresivas.

Las Córtes, sin embargo, aprobaron el 24 de Marzo el informe de la

Comision, reducido á tres principales bases: 1.o, que se llevase á efec-

to la contribucion extraordinaria de guerra impuesta por la Central; 2.o,

que se fijase la base de esta contribucion con relacion á los réditos ó

productos líquidos de las fincas, comercio é industria; 3.o, que la cuota

correspondiente á cada contribuyente fuese progresiva al tenor de una

escala que acompañaba á la ley. La premura de los tiempos y la inexpe-

rencia disculpaban sólo la aprobacion de un impuesto no muy bien con-

cebido.

Adoptaron igualmente las Córtes otros arbitrios introducidos ántes

por la Central, como el de la plata de las iglesias y particulares, y el

de los coches de éstos. El primero se hallaba ya casi agotado, y el últi-

mo era de poco ó ningun valor; no osando nadie, á ménos de ser ancia-

no ó de estar impedido, usar de carruaje en medio de las calamidades

del dia.

Tampoco fué en verdad de gran rendimiento el arbitrio conocido ba-

jo el nombre de represalias y confiscos, que consistia en bienes y efectos

embargados á franceses y á españoles del bando del intruso. Tomaron ya

esta medida los gobiernos que precedieron á las Córtes, autorizados por

el derecho de gentes y el patrio, como tambien apoyados en el ejemplo

de José y de Napoleon. Las luces del siglo han ido suavizando la legis-

lacion en esta parte, y el buen entendimiento de las naciones modernas

acabará por borrar del todo los lunares que áun quedan, y son herencia

de edades ménos cultas. En España apénas sirvieron las represalias y

los confiscos sino para arruinar familias y alimentar la codicia de gente

rapaz y de curia. Las Córtes se limitaron en aquel tiempo á adoptar re-

glas que abreviasen los trámites, y mejorasen en lo posible la parte ad-

ministrativa y judicial del ramo.

Días despues, en 30 de Marzo, presentóse de nuevo al Congreso el

Ministro de Hacienda, y leyó una Memoria circunstanciada (2) sobre la

deuda y crédito público. Nada por de pronto determinaron las Córtes en

la materia, hasta que en el inmediato Setiembre dieron un decreto re-

conociendo todas las deudas antiguas, y las contraidas desde 1808 por

los gobiernos y autoridades nacionales, exceptuando por entónces de

esta regla las deudas de potencias no amigas. A poco nombraron tam-

bien las mismas Córtes una junta llamada nacional del crédito públi-

co, compuesta de tres individuos escogidos de entre nueve que propu-

so la Regencia. Se depositó en manos de este Cuerpo el manejo de toda

la deuda, puesta ántes al cuidado de la Tesorería mayor, y de la caja de

Consolidacion. Las Córtes hasta mucho tiempo adelante no desentraña-

ron más el asunto, por lo que suspenderémos ahora tratar de él detenida-

mente. Dióse ya un gran paso hácia el restablecimiento del crédito en el

mero hecho de reconocer, de un modo solemne, la deuda pública, y en el

de formar un cuerpo encargado exclusivamente de coordinar y regir un

ramo muy intrincado de suyo, y ántes de mucha maraña.

Tambien se leyó en las Córtes el 1.o de Marzo una Memoria del Mi-

nistro de la Guerra (3), en que largamente se exponian las causas de los

desastres padecidos en los ejércitos, y las medidas que convenia adop-

tar para poner en ello pronto remedio. Nada anunciaba el Ministro que

no fuese conocido, y de que no hayamos hecho mencion en el curso de

esta Historia. Las circunstancias hacian insuperables ciertos males: só-

lo podía curarlos la mano vigorosa del Gobierno, no las discusiones del

Cuerpo legislativo. Sin embargo, excitó una muy viva el dictámen que

la comision de Guerra presentó dias despues acerca del asunto. Muchos

señores no se manifestaron satisfechos con lo expuesto por el Ministro,

que casi se limitaba á reflexiones generales; pero insistieron todos en la

necesidad urgentísima de restaurar la disciplina militar, cuyo abandono,

ya anterior á la presente lucha, miraban como principal origen de las de-

rrotas y contratiempos.

Debiendo contribuir á tan anhelado fin, y á un bien entendido, uni-

forme y extenso plan de campaña el estado mayor general creado por la

última Regencia, afirmaron dicha institucion las Córtes en decreto de

6 de Julio. Necesitábase, para sostenerla, de semejante apoyo, estando

combatida por militares ancianos, apegados á usos añejos. Cada dia pro-

bó más y más la experiencia lo útil de aquel cuerpo, ramificado por to-

dos los ejércitos, con un centro comun cerca del Gobierno, y compuesto

en general de la flor de la oficialidad española.

Asimismo las Córtes, al paso que quisieron poner coto á la excesiva

concesion de grados, á la de las órdenes y condecoraciones de la milicia,

tampoco olvidaron escogitar un medio que recompensase las acciones

ilustres, sin particular gravámen de la nacion; porque, como dice nues-

tro D. Francisco de Quevedo (4): «Dar valor al viento, es mejor caudal

en el Príncipe, que minas.» Con este objeto propuso la comision de Pre-

mios, en 5 de Mayo, el establecimiento de una órden militar, que llamó

del Mérito, destinada á remunerar las hazañas que llevasen á cima los

hombres de guerra, desde el general hasta el soldado inclusive.

No empezó la discusion sino en 25 de Julio, y se publicó el decreto á

fines de Agosto inmediato, cambiándose á propuesta del Sr. Morales Ga-

llego el título dado por la comision en el de órden nacional de San Fer-

nando. Era su distintivo una venera de cuatro aspas, que llevaba en el

centro la efigie de aquel santo; la cinta encarnada con filetes estrechos

de color de naranja á los cantos. Habia grandes y pequeñas cruces, y las

habia de oro y plata, con pensiones vitalicias en ciertos casos. Indivi-

dualizábanse en el reglamento las acciones que se debian considerar co-

mo distinguidas, y los trámites necesarios para la concesion de la gracia,

á la cual tenía que preceder una sumaria informacion en juicio abierto

contradictorio, sostenido por oficiales ó soldados que estuviesen entera-

dos del hecho ó le hubiesen presenciado. Hasta el año de 1814 se respe-

tó la letra de este reglamento, mas entónces, al volver Fernando de Fran-

cia, prodigóse indebidamente la nueva órden, y se vilipendió del todo en

1823, dipensándola á veces con profusion á muchos de aquellos extran-

jeros contra quienes se habia establecido, y en oposicion de los que la

habian creado ó merecido legítimamente. Juegos de la fortuna nada ex-

traños, si el distribuidor de las mercedes no hubiera sido aquel mismo

Fernando, cuyo trono, ántes de 1814, atacaban los recien agraciados, y

defendían los ahora perseguidos.

Mejoraron tambien las Córtes la parte gubernativa de las provincias,

adoptando un reglamento para las juntas, que se publicó en 18 de Mar-

zo, y gobernó hasta el total establecimiento de la nueva Constitucion de

la monarquía. En él se determinaba el modo de formar dichos cuerpos,

y se deslindaban sus facultades. Elegíanse los individuos como los di-

putados de Córtes, popularmente: nueve en número, excepto en ciertos

parajes. Entraban ademas en la Junta el Intendente y el Capitan gene-

ral, presidente nato. Fijábase la renovacion de los individuos por ter-

ceras partes cada tres años, y se establecian en los partidos comisiones

subalternas.

A las juntas tocaba expedir las órdenes para los alistamientos y con-

tribuciones, y vigilar la recaudacion de los caudales páblicos: no po-

dían, sin embargo, disponer por sí de cantidad alguna. Se les encar-

gaban tambien los trabajos de estadística, el fomento de escuelas de

primeras letras, y el cuidado de ejercitar á la juventud en la gimnástica y

manejo de las armas. No ménos les correspondia fiscalizar las contratas

de víveres y el repartimiento de éstos, las de vestuario y municiones, las

revistas mensuales y otros pormenores administrativos. Facultades algu-

nas sobrado latas para cuerpos de semejante naturaleza; mas necesario

era concedérselas en una guerra como la actual. Reportó bienes el nue-

vo reglamento, pues por lo ménos evitó desde luégo la mudanza arbitra-

ria de las juntas al són de las parcialidades, ó del capricho de cualquie-

ra pueblo, segun á veces acontecia. Las elecciones que resultaron fueron

de gente escogida: y en adelante medió mayor concordia entre los jefes

militares y la autoridad civil.

No ménos continuaron las Córtes teniendo presente la reforma del ra-

mo judicial, sin aguardar al total arreglo que preparaba la comision de

Constitucion. Y así, en virtud de propuesta que en 2 de Abril habia for-

malizado D. Agustin de Argüelles, promulgóse en 22 del mismo mes un

decreto aboliendo la tortura é igualmente la práctica introducida de afli-

gir y molestar á los acusados con lo que ilegal y abusivamente llamaban

apremios. La medida no halló oposicion en las Córtes; provocó tan sólo

ciertas reflexiones de algunos antiguos criminalistas, entre otros del Sr.

Hermida, que avergonzándose de sostener á las claras tan bárbara ley y

práctica, limitóse á disculpar la aplicacion en exceptuados casos. La tor-

tura, infame crisol de la verdad, segun la expresion del ilustre Beccaria

(5), no se empleaba ya en España sino raras veces, merced á la ilustracion

de los magistrados. Usábase con más frecuencia de los apremios, introdu-

cidos veinte años atras por el famoso superintendente de policía Cante-

ro, hombre de duras entrañas. Los autorizaba sólo la práctica: por lo que

siendo de aplicacion arbitraria, solíase con ellos causar mayor daño que

con la misma tortura. ¡Quién hubiera dicho que ésta y los mismos apre-

mios, si bien prosiguiendo abolidos despues de 1814, habian de imponer-

se á las calladas por presumidos crímenes de Estado, y á veces (6) en vir-

tud de consentimiento ú arden secreta emanada del Soberano mismo!

Asunto de mayor importancia, si no de interes más humano, fué el

que por entónces ventilaron tambien las Córtes, tratando de abolir los

señoríos jurisdiccionales y otras reliquias del feudalismo: sistema éste

que, como dice Montesquieu (7), se vió una vez en el mundo, y que quizá

nunca se volverá á ver. Traia origen de las invasiones del Norte, pero no

se descogió ni arregló del todo hasta el siglo x. En España, aunque in-

troducido como en los demas reinos, no tuvo por lo comun la misma ex-

tension y fuerza; mayormente si, conforme al dictámen de un autor mo-

derno (8), era la feudalidad una confederacion de pequeños soberanos

y déspotas, desiguales entre sí, y que teniendo unos respecto de otros

obligaciones y derechos, se hallaban investidos en sus propios dominios

de un poder absoluto y arbitrario sobre sus súbditos personales y direc-

tos.» Las diferencias y mitigacion que hubo en España tal vez pendie-

ron de la conquista de los sarracenos, ocurrida al mismo tiempo que se

esparcia el feudalismo y tomaba incremento. Verdad es que tampoco se

ha de entender á la letra la definicion trasladada, no habiendo acaeci-

do estrictamente los sucesos al compas de las opiniones del autor cita-

do. Edad la del feudalismo de guerra y de confusion, caminábase en ella

como á tientas y á la ventura; trastornándose á veces las cosas á gusto

del más poderoso, y, digámoslo así, á punta de lanza. Por tanto variaban

las costumbres y usos no sólo entre las naciones, pero aun entre las pro-

vincias y ciudades, notando Giannone (9), con respecto á Italia, que en

unos lugares se arreglaban los feudos de una manera, y en otros de otra.

No ménos discordancia reinó en España.

Al examinar las Córtes este negocio, presentábanse á la discusion

tres puntos muy distintos: el de los señoríos jurisdiccionales, el de los

derechos y prestaciones anexas á ellos con los privilegios del mismo orí-

gen, llamados exclusivos, privativos y prohibitivos; y el de las fincas

enajenadas de la Corona, ya por compra ó recompensa, ya por la sola vo-

luntad de los reyes.

Antes de la invasion árabe el Fuera Juzgo, ò código de los visigodos,

que era un complexo de las costumbres y usos sencillos de las nacio-

nes del Norte y de la legislacion más intrincada y sábia de los Teodosios

y Justinianos, habia servido de principal pauta para la direccion de los

pueblos peninsulares. Segun él (10) desempeñaban la autoridad judicial

el monarca y los varones á quien éste la delegaba, ó individuos nombra-

dos por el consentimiento de las partes. Solian los primeros reunir las

facultades militares á las civiles. Intervenian tambien (11) los obispos;

disposicion no ménos acomodada á las costumbres del Septentrion, tras-

mitidas á la posteridad por la sencilla y correcta pluma de César (12) y

por la tan vigorosa de Tácito (13), cuanto conforme al predominio que

en el antiguo mundo romano habia adquirido el sacerdocio despues que

Constantino habia con su conversion afirmado el imperio de la Cruz.

Inundada España por las huestes agarenas, y establecida en lo más

del suelo peninsular la dominacion de los califas y de sus tenientes, co-

mo igualmente la creencia del Koran, se alteraron ó decayeron mucho en

la práctica las leyes admitidas en los concilios de Toledo, y promulgadas

por los Euricos y Sisenandos. En el país conquistado prevaleció de con-

siguiente, sobre todo en lo criminal, la sencilla legislacion de los nuevos

dueños; decidiéndose los procesos y las causas por medio de la verbal y

expedita justicia del cadí ó de un alcalde particular (14), siempre que no

las cortaba el alfanje ó antojo del vencedor.

Pocos litigios en un principio debieron de suscitarse en las circuns-

criptas y ásperas comarcas que los cristianos conservaron libres; suje-

tándose probablemente el castigo de los delitos y crímenes á la pronta y

segura jurisdiccion de los caudillos militares. Ensanchado el territorio y

afianzándose los nuevos estados de Astúrias, Navarra, Aragon y Catalu-

ña, restableciéronse parte de las usanzas y leyes antiguas, y se adopta-

ron poco á poco, con mayor ó menor variacion, las reglas y costumbres

feudales, introducidas con especialidad en las provincias aledafias de

Francia: tomando de aquí nacimiento la jurisdiccion que podemos lla-

mar patrimonial.

Conforme á ella, nombraban los señores, las iglesias y los monaste-

rios ó conventos en muchos parajes jueces de primera instancia y de se-

gunda, que no eran sino meros tenientes de los dueños, bajo el título de

alcaldes ordinarios y mayores, de bailes ú otras equivalentes denomi-

naciones. El gobierno de reyes débiles, pródigos ó menesterosos, y las

minoridades y tutorías acrecentaron extraordinariamente estas jurisdic-

ciones. De muy temprano se trató de remediar los males que causaban,

aunque sin gran fruto por largo tiempo. Las leyes de Partida, como el

Fuero Juzgo, no conocieron otra derivacion de la potestad judicial que la

del monarca, ó la de los vecinos de los pueblos, diciendo (15): «.....Es-

tos tales (los juzgadores) non los puede otro poner si non ellos (empera-

dores ó reyes) ó otro alguno á quien ellos otorgasen señaladamente poder

de lo fazer, por su carta ó por su privilejo, ó los que pusiesen los menes-

trales.....» Adviértase que esta ley llama privilegio á la concesion otor-

gada á los particulares, y no así á la facultad de que gozaban los menes-

trales de nombrar sus jefes en ciertos casos: lo que muestra, para decirlo

de paso, el respeto y consideracion que ya entónces se tenía en España

á la clase media y trabajadora. Otra ley (16) del mismo código dispone

que si el rey hiciere donacion de villa ó de castillo ó de otro lugar, «non

se entiende que él da ninguna de aquellas cosas que pertenecen al seño-

río del regno señaladamente; así como moneda ó justicia de sangre...» Y

añade que áun en el caso de otorgar esto en el privilegio, «...las alzadas

de aquel logar deben ser para el rey que fizo la donacion é para sus here-

deros.» No obstante lo resuelto por esta y otras leyes, y haberse fundado

una proteccion especial sobre los vasallos dominicales, creando jueces ó

pesquisidores que conociesen de los agravios, así en los juicios como en

la exaccion de derechos injustos, continuaron los señores ejerciendo la

plenitud de su poder en materia de jurisdiccion, hasta el reinado de D.

Fernando el V y de doña Isabel, su esposa.

Ceñidas entónces las sienes de estos monarcas con las coronas de

Aragon y Castilla, conquistada Granada, descubierto un Nuevo-Mundo,

sobreviniendo de tropel tantos portentos, hacedero fué acrecer y consoli-

dar la potestad soberana, y poner coto á la de los señores. El sosiego pú-

blico y el buen órden pedían semejante mudanza. Coadyuvaron á ella el

arreglo y mejoras que los mencionados reyes introdujeron en los tribu-

nales, la nueva forma que dieron al Consejo Real y la creacion de la su-

prema Santa Hermandad, magistratura extraordinaria que, entendiendo

por via de apelacion en muchas causas capitales, dió fuerza y unidad á

las hermandades subalternas, y enfrenó á lo sumo los desmanes y vio-

lencias que se cometian bajo el amparo de señores poderosos, armados

del capacete ó revestidos del hábito religioso.

Jimenez de Cisneros, Cárlos V, Felipe II, ensancharon áun más la au-

toridad y dominio de la Corona. Lo mismo aconteció bajo los reyes sus su-

cesores y los de la estirpe borbónica; llegando á punto que en 1808, si

bien proseguian los señores nombrando jueces en muchos pueblos, tenian

los elegidos que estar dotados de cualidades indispensables que exigian

las leyes, sin que pudiesen conocer de otros asuntos que de delitos o fal-

tas de poca entidad, y de las causas civiles en primera instancia; quedan-

do siempre el recurso de apelacion á las audiencias y chancillerías.

Aunque tan menguadas las facultades de los señores en esta parte,

claro era que áun así debian desaparecer los señoríos jurisdiccionales;

siendo conveniente é inevitable uniformar en toda la monarquía la admi-

nistracion de justicia.

En cuanto á derechos, prestaciones y privilegios exclusivos, habia

mucha variedad y prácticas extrañas. Abolidos las señoríos, de suyo lo

estaban las cargas destinadas á pagar los magistrados y dependientes de

justicia que nombraban los antiguos dueños. La misma suerte tenía que

caber á toda imposicion o pecho que sonase á servidumbre, no debien-

do, sin embargo, confundirse, como querian algunos, el verdadero feudo

con el foro ó enfitéusis, pues aquél consiste en una prestacion de mero

vasallaje, y el último se reduce á un censo pagado por tiempo o perpe-

tuamente en trueque del usufructo de una propiedad inmueble. Servi-

dumbre, por ejemplo, era la luctuosa, segun la cual, á la muerte del pa-

dre recibia el señor la mejor prenda ó alhaja, añadiéndose al quebranto

y duelo la pérdida de la parte más preciosa del haber ó hacienda de la

familia. Igualmente aparecia carga pesada, y áun más vergonzosa, la que

pagaba un marido por gozar libremente del derecho legítimo que le con-

cedian sobre su esposa el contrato y la bendicion nupcial. Tan fea y re-

prensible costumbre no se conservaba en España sino en parajes muy

contados: más general habia sido en Francia, dando ocasion á un ras-

go festivo de la pluma de Montesquieu (17) en obra tan grave como lo

es El Espíritu de las leyes. No le imitarémos, si bien prestaba á ello ser

los monjes de Poblet los que todavía cobraban en la villa de Verdú 70

libras catalanas al año en resarcimiento de uso tan profano, y conocido

por nuestros mayores bajo el significativo nombre de derecho de perna-

da. Los privilegios exclusivos de hornos, molinos, almazaras, tiendas,

mesones, con otros, y áun los de pesca y caza en ciertas ocasiones, de-

bian igualmente ser derogados como dañosos á la libertad de la industria

y del tráfico, y opuestos á los intereses y franquezas de los otros ciudada-

nos. Mas tambien exigia la equidad que, así en esto como en lo de alca-

balas, tercias y otras adquisiciones de la misma naturaleza, se procura-

se indemnizar, en cuanto fuese permitido y en señaladas circunstancias,

álos actuales dueños de las pérdidas que con la abolicion iban á expe-

rimentar. Pues reputándose los expresados privilegios y derechos en los

tiempos en que se concedieron por tan legítimos y justos como cualquie-

ra otra propiedad, recia cosa era que los descendientes de un Guzman el

Bueno, á quien, en remuneracion de la heroica defensa de Tarifa se hizo

merced del goce exclusivo del almadraba ó pesca del atun en la costa de

Conil, resultasen más perjudicados por las nuevas reformas que la pos-

teridad de alguno de los muchos validos que recibieron en tiempo de su

privanza tierras ú otras fincas, no por servicios, sí por deslealtades ó por

cortesanas lisonjas. El distinguir y resolver tantos y tan complicados ca-

sos ofrecia dificultades que no allanaban ni las pragmáticas, ni las cédu-

las, ni las decisiones, ni las consultas que al intento y en abundancia se

habían promulgado o extendido en los gobiernos anteriores; por lo que

menester se hacia tomar una determinacion, en la cual, respetando en

lo posible los derechos justamente adquiridos de los particulares, se tu-

viese por principal mira y se prefiriese á todo la mayor independencia y

bien entendida prosperidad de la comunidad entera.

Venía despues de las jurisdicciones feudales y de los derechos y pri-

vilegios anexos á ellas, el exámen del punto, áun más delicado, de los

bienes raíces ó fincas enajenadas de la Corona. Cuando la invasion de

las naciones septentrionales en la Península española, dividieron los

conquistadores el territorio en tres partes, reservándose para sí dos de

ellas, y dejando la otra á los antiguos poseedores. Destruyeron los ára-

bes ó alteraron semejante distribucion, de la que sin duda hasta el rastro

se habia perdido al tiempo de la reconquista de los cristianos. Y por tan-

to, no siendo posible, generalmente hablando, restituir las propiedades á

los primitivos dueños, pasaron aquéllas á otros nuevos, y se adquirieron:

1.o, por repartimiento de conquista; 2.o, por derecho de poblacion o car-

tas-pueblas; 3.o, por donaciones remuneratorias de servicios eminentes;

4.o, por dádivas que dispensaron los reyes, llevados de su propia prodi-

galidad ó mero antojo, y por enajenacion con pacto de retro; 5.o, por com-

pras ú otros traspasos posteriores.

Justísima y gloriosa la empresa que llevaron á cima nuestros abuelos

de arrojar á los moros del suelo patrio, nadie podia disputar á los propie-

tarios de la primera clase el derecho que se derivaba de aquella fuente.

Tampoco parecia estar sujeto á duda el de los que le fundaban en car-

tas-pueblas, concedidas por varios príncipes á señores, iglesias y mo-

nasterios para repoblar y cultivar yermos y terrenos que quedaron aban-

donados de resultas de la irrupcion árabe, y de las guerras, y de otros

acontecimientos que sobrevinieron. Sólo podia exigirse en estas dotacio-

nes el cumplimiento de las cláusulas bajo las cuales se otorgaron; mas

no otra cosa.

Respetaban todos las adquisiciones de bienes y fincas que procedian

de servicios eminentes, o de compras y otros traspasos legales. No así

las enajenaciones de la Corona hechas con pacto de retro por la sola y

antojadiza voluntad de los reyes, inclinándose muchos á que se incorpo-

rasen á la nacion del mismo modo que ántes se hacia á la Corona; doc-

trina ésta antigua en España, mantenida cuidadosamente por el fisco, y

apoyada en general por el Consejo de Hacienda, que á veces extendia

sus pretensiones áun más léjos. La fomentaron casi todos los príncipes

(18), y apénas se cuenta uno de los de Aragon ó Castilla que, habiendo

cedido jurisdicciones, derechos y fincas, no se arrepintiese en seguida y

tratase de recuperarlas á la Corona.

Pero no era fácil meterse ahora en la averiguacion del origen de di-

chas propiedades, sin tocar al mismo tiempo al de todas las otras. Y ¿có-

mo entónces no causar un sacudimiento general, y excitar temores los

más fundados en todas las familias? Por otra parte, el interes bien enten-

dido del Estado no consiste precisamente en que las fincas pertenezcan

á uno ú otro individuo, sino en que reditúen y prosperen, para lo que na-

da conduce tanto como el disfrute pacífico y sosegado de la propiedad.

Los sabios y cuerdos representantes de una nacion huyen en materias

tales de escudriñar en lo pasado: proveen para lo porvenir.

No se apartaron de esta máxima en el asunto de que vamos tratando

las Córtes extraordinarias. Dió principio á la discusion en 30 de Marzo

D. Antonio Lloret, diputado por Valencia y natural de Alberique, pueblo

que habia traido contínuas reclamaciones contra los duques del Infan-

tado; formalizando dicho señor una proposicion bastantemente racional,

dirigida á que (19) «se reintegrasen á la Corona todas las jurisdiccio-

nes, así civiles como criminales, sin perjuicio del competente reintegro

o compensacion á los que las hubiesen adquirido por contrato oneroso

ó causa remuneratoria.» Apoyaron al Sr. Lloret varios otros diputados, y

pasó la propuesta á la comision de Constitucion. Renovóla en 1.o de Ju-

nio, y le dió más ensanches, el Sr. Alonso y Lopez, diputado por Galicia,

reino aquejado de muchos señoríos, pidiendo que, ademas del ingreso

en el erario, mediante indemnizacion de ciertos derechos, como tercias

reales, alcabalas, yantares (20), etc., «se desterrase sin dilacion del sue-

lo español y de la vista del público el feudalismo visible de horcas, argo-

llas y otros signos tiránicos é insultantes á la humanidad, que tenía eri-

gido el sistema feudal en muchos cotos y pueblos.....»

Mas como indicaba que para ello se instruyese expediente por el

Consejo de Castilla y por los intendentes de provincia, levantóse el Sr.

García Herreros y enérgicamente expresó (21): «.....Todo es inútil..... En

diciendo, abajo todo, fuera señoríos y sus efectos, está concluido... No hay

necesidad de que pase al Consejo de Castilla, porque si se manda que

no se haga novedad hasta que se terminen los expedientes, jamas se ve-

rificará. Es preciso señalar un término, como lo tienen todas las cosas,

y no hay que asustarse con la medicina, porque en apuntando el cáncer

hay que cortar un poco más arriba.» Arranque tan inesperado produjo en

las Córtes el mismo efecto que si fuese una centella eléctrica; y pidiendo

varios diputados á D. Manuel García Herreros que fijase por escrito su

pensamiento, animóse dicho señor, y dióle sobrada amplitud, añadiendo

«á la incorporacion de señoríos y jurisdicciones la de posesiones, fincas

y todo cuanto se hubiese enajenado o donado, reservando á los poseedo-

res el reintegro á que tuviesen derecho.....» Modificó despues sus propo-

siciones, que corrigió despues la misma discusion.

Empezó ésta el 4 del citado Junio, leyéndose ántes una representa-

cion de varios grandes de España, en la que, en vez de limitarse á recla-

mar contra la demasiada extension de la propuesta hecha por el Sr. Gar-

cía herreros, entrometíanse aquéllos imprudentemente á alegar en su

favor razones que no eran del caso, llegando hasta sustentar privilegios y

derechos los más abusivos é injustos. Léjos de aprovecharles tan inopor-

tuno paso, dañóles en gran manera. Por fortuna hubo otros grandes y se-

ñores que mostraron mayor tino y desprendimiento.

La discusion fué larga y muy detenida, prolongándose hasta finalizar

el mes. Puede decirse que en ella se llevó la palma el Sr. García Herre-

ros, quien con elocucion nerviosa, á la que daba fuerza lo severo mismo

y atezado del rostro del orador, exclamaba en uno de sus discursos: «¿

Qué diría de su representante aquel pueblo numantino (llevaba la voz de

Soria, asiento de la antigua Numancia), que por no sufrir la servidumbre

quiso ser pábulo de la hoguera? Los padres y tiernas madres que arroja-

ban á ella sus hijos, ¿me juzgarian digno del honor de representarlos, si

no lo sacrificase todo al ídolo de la libertad? Aun conservo en mi pecho

el calor de aquellas llamas, y él me inflama para asegurar que el pueblo

numantino no reconocerá ya más señorío que el de la nacion. Quiere ser

libre, y sabe el camino de serlo.»

En los debates no se opuso casi ningun diputado á la abolicion de

lo que realmente debia entenderse por reliquias de la feudalidad. Hu-

bo señores que propendieron á una reforma demasiada ámplia y radical,

sin atender bastante á los hábitos, costumbres y áun derechos antiguos,

al paso que otros pecaron en sentido contrario. Adoptaron las Córtes un

medio entre ambos extremos. Y despues de haberse empezado á votar el

1.o de Julio ciertas bases, que eran como el fundamento de la medida fi-

nal, se nombró una comision para reverlas y extender el conveniente de-

creto. Promulgóse éste con fecha de 6 de Agosto (22), concebido en tér-

minos juiciosos, si bien todavía dió á veces lugar á dudas. Abolíanse en

él los señoríos jurisdiccionales, los dictados de vasallo y vasallaje, y las

prestaciones así reales como personales del mismo orígen; dejábanse á

sus dueños los señoríos territoriales y solariegos en la clase de los demas

derechos de propiedad particular, excepto en determinados casos, y se

destruian los privilegios llamados exclusivos, privativos y prohibitivos,

tomándose ademas otras oportunas disposiciones.

Con la publicacion del decreto mucho ganaron en la opinion las Cór-

tes, cuyas tareas en estos primeros meses de sesiones, en Cádiz, no que-

daron atras por su importancia de las emprendidas anteriormente en la

isla de Leon.

Mirábase como la clave del edificio de las reformas la Constitucion

que se preparaba. Los primeros trabajos presentáronse ya á las Córtes

el 18 de Agosto, y no tardaron en entablarse acerca de ellos los más em-

peñados y solemnes debates. Lo grave y extenso del asunto nos obliga á

no entrar en materia hasta uno de los próximos libros, que destinarémos

principalmente á tan esencial y digno objeto.

Tambien empezaron entónces á tratar en secreto las Córtes de un

negocio sobradamente arduo. Habia la Regencia recibido una nota del

Embajador de Inglaterra, con fecha de 27 de Mayo, incluyéndose en ella

un pliego de su hermano el Marqués de Wellesley, de 4 del mismo mes,

en cuyo contenido, despues de contestar á várias reclamaciones funda-

das del gabinete español sobre asuntos de Ultramar, se añadia, como pa-

ra mayor satisfaccion (23), «que el objeto del gobierno de S. M. B. era

el de reconciliar las posesiones españolas de América con cualquier go-

bierno (obrando en nombre y por parte de Fernando VII) que se recono-

ciese en España.....» Encargándose igualmente al mismo embajador que

promoviese «con urgencia la oferta de la mediacion de la Gran Bretaña,

con el objeto do atajar los progresos do aquella desgraciada guerra civil,

y de efectuar á lo ménos un ajuste temporal que impidiera miéntras du-

rase la lucha con la Francia hacer un uso tau ruinoso de las fuerzas del

imperio español.....» Se entremezclaban estas propuestas é indicaciones

con otras de diferente naturaleza, relativas al comercio directo de la na-

cion mediadora con las provincias alteradas, como medio el más oportu-

no de facilitar su pacificacion; pero manifestando al mismo tiempo que

la Inglaterra no interrumpiria en ningun caso sus comunicaciones con

aquellos países. Pidió ademas el embajador inglés que se diese cuenta á

las Córtes de este negocio.

Obligada estaba á ello la Regencia, careciendo de facultades para

terminar en la materia tratado ni convenio alguno; y en su consecuencia

pasó á las Córtes el Ministro de Estado el dia 1.o de Junio, y leyó en se-

sion secreta una exposicion que á este propósito habia extendido.

Nada convenia tanto á España como cortar luégo y felizmente las

desavenencias de América, y sin duda la mediacion de Inglaterra pre-

sentábase para conseguirlo como poderosa palanca. Pero variar de un

golpe el sistema mercantil de las colonias, era causar por de pronto y re-

pentinamente el más completo trastorno en los intereses fabriles y co-

merciales de la Península. Aquel sistema habíanle seguido en sus prin-

cipales bases todas las naciones que tenian colonias, y sin tanta razon

como España, cuyas manufacturas, más atrasadas, imperiosamente re-

clamaban, á lo ménos por largo tiempo, la conservacion de un mercado

exclusivo. Sin embargo, las Córtes, acogiendo la oferta do la Inglaterra,

ventilaron y decidieron la cuestion, en este Junio, bastante favorable-

mente. Omitimos en la actualidad especificar el modo y los términos en

que se hizo, reservándonos verificarlo con detenimiento en el año próxi-

mo, durante el cual tuvo remate este asunto, si bien de un modo fatal é

imprevisto.

Por el mismo tiempo en que ahora vamos, se entabló otra negocia-

cion muy sigilosa y propia sólo de la competencia de la potestad ejecu-

tiva. Don Francisco Zea Bermudez habia pasado á San Petersburgo en

calidad de agente secreto de nuestro gobierno, y en Junio, de vuelta á

Cádiz, anunció que el Emperador de Rusia se preparaba á declararse

contra Napoleon, pidiendo únicamente á España que se mantuviese fir-

me por espacio de un año más. Despachó otra vez la Regencia á Zea con

amplios poderes para tratar, y con respuesta de que no sólo continuaria

el Gobierno defendiéndote el tiempo que el Emperador deseaba, sino

mucho más, y en tanto que existiese, porque prescindiendo de ser aqué-

lla su invariable y bien sentida determinacion, tampoco podria tomar

otra, exponiéndose á ser vioctima del furor del pueblo siempre que in-

tentase entrar en composicion alguna con Napoleon ó su hermano. Par-

tió Zea, y viéronse á su tiempo cumplidos pronósticos tan favorables.

Bien se necesitó para confortar los ánimos de los calamitosos desastres

que experimentaron nuestras armas al terminarse el año.

La campaña cargó entónces de recio contra el levante de la Penín-

sula, llevando el principal peso de la guerra los españoles. Y del propio

modo que los aliados escarmentaron y entretuvieron en el occidente de

España, durante los primeros meses de 1811, la fuerza más principal y

activa del ejército enemigo, así tambien en el lado opuesto, y en lo que

restaba de año, distrajeron los nuestros exclusivamente gran golpe de

franceses, destinados á apoderarse de Valencia y exterminar las tropas

allí reunidas, las que si bien deshechas en ordenadas batallas, incansa-

bles segun costumbre, y felices á veces en parciales reencuentros, die-

ron vagar á lord Wellington, como las otras partidas y demás fuerzas de

España, para que guardase tranquilo y sobre seguro el sazonado momen-

to de atacar y vencer á los enemigos.