Las cortes de Cádiz

¡Estrella singular la de esta tierra de España! Arrinconados, en el si-

glo VIII, algunos de sus hijos en las asperezas del Pirineo y en las mon-

tañas de Astúrias, no sólo adquirieron bríos para oponerse á la inva-

sion agarena, sino que tambien trataron de dar reglas y señalar límites á

la potestad suprema de sus caudillos, pues al paso que alzaban á éstos

en el paves para entregarles las riendas del Estado, les imponian justas

obligaciones, y les recordaban aquella célebre y conocida máxima de los

godos: Rex eris si recté facias; si non facias, non eris; echando así los ci-

mientos de nuestras primeras franquezas y libertades. Ahora, en el siglo

XIX, estrechados los españoles por todas partes, y colocado su gobier-

no en el otro extremo de la Península, léjos de abatirse, se mantenian

firmes, y no parecia sino que, á la manera de Anteo, recobraban fuerzas

cuando ya se les creia sin aliento y postrados en tierra. En el reducido

ángulo de la isla gaditana, como en Covadonga y Sobrarve, con una ma-

no defendian impávidos la independencia de la nacion, y con la otra em-

pezaron á levantar, bajo nueva forma, sus abatidas, libres y antiguas ins-

tituciones. Semejanza que, bien fuese juego del acaso, ó disposicion más

alta de la Providencia, presentándose en breve á la pronta y viva imagi-

nacion de los naturales, sustentó el ánimo de muchos é inspiró gratas es-

peranzas en medio de infortunios y atropellados deastres.

Segun lo resuelto anteriormente por la Junta Central, era la isla de

Leon el punto señalado para la celebracion de Córtes. Conformándose la

Regencia con dicho acuerdo, se trasladó allí desde Cádiz el 22 de Se-

tiembre, y juntó, la mañana del 24, en las casas consistoriales á los di-

putados ya presentes. Pasaron en seguida todos reunidos á la iglesia

mayor, y celebrada la misa del Espíritu Santo por el cardenal-arzobis-

po de Toledo, D. Luis de Borbon, se exigió acto continuo de los diputa-

dos un juramento concebido en los términos siguientes: «¿Jurais la san-

ta religion católica, apostólica, romana, sin admitir otra alguna en estos

reinos? — ¿Jurais conservar en su integridad la nacion española, y no

omitir medio alguno para libertarla de sus injustos opresores? — ¿Ju-

rais conservar á nuestro amado soberano, el Sr. D. Fernando VII, todos

sus dominios, y en su defecto, á sus legítimos sucesores, y hacer cuantos

esfuerzos sean posibles para sacarle del cautiverio y colocarle en el tro-

no? — ¿Jurais desempeñar fiel y legalmente el encargo que la nacion ha

puesto á vuestro cuidado, guardando las leyes de España, sin perjuicio

de alterar, moderar y variar aquellas que exigiese el bien de la nacion?

— Si así lo hiciereis, Dios os lo premie, y si no, os lo demande.» Todos

respondieron: «Sí juramos.»

Ántes, en una conferencia preparatoria, se habia dado á los diputa-

dos una minuta de este juramento, y los hubo que ponian reparo en ac-

ceder á algunas de las restricciones. Pero habiéndoles hecho conocer

varios de sus compañeros que la última parte del mencionado juramen-

to removia todo género de escrúpulo, dejando ancho campo á las nove-

dades que quisieran introducirse, y para las que los autorizaban sus po-

deres, cesaron en su oposicion, y adhirieron al dictámen de la mayoría,

sin reclamacion posterior.

Concluidos los actos religiosos, se trasladaron los diputados y la Re-

gencia al salon de Córtes, formado en el coliseo, ó sea teatro de aquella

ciudad, paraje que pareció el más acomodado. En toda la carrera estaba

tendida la tropa, y los diputados recibieron de ella, á su paso, como del

vecindario é innumerable concurso que acudió de Cádiz y otros lugares,

vítores y aplausos multiplicados y sin fin. Colmábanlos los circunstantes

de bendiciones, y arrasadas en lágrimas las mejillas de muchos, dirigian

todos al cielo fervorosos votos para el mejor acierto en las providencias

de sus representantes. Y al ruido del cañon español, que en toda la línea

hacia salvas por la solemnidad de tan fausto dia, resonó tambien el del

frances, como si intentára éste engrandecer acto tan augusto, recordando

que se celebraba bajo el alcance de fuegos enemigos. ¡Dia, por cierto, de

placer y buena andanza, dia en que de júbilo casi querian brotar del pe-

cho los corazones generosos, figurándose ya ver á su patria, si áun de lé-

jos, libre y venturosa, pacífica y tranquila dentro, muy respetada fueral

Llegado que hubieron los diputados al salon de Córtes, saludaron

su entrada con repetidos vivas los muchos espectadores que llenaban

las galerías. Habianse construido éstas en los antiguos palcos del tea-

tro; el primer piso le ocupaba, á la derecha, el cuerpo diplomático, con

los grandes y oficiales generales, sentándose á la izquierda señoras de

la primera distincion. Agolpóse á los pisos más altos inmenso gentío de

ambos sexos, ansiosos todos de presenciar instalacion tan deseada.

Esperaban pocos que fuesen desde luégo públicas las sesiones de

Córtes, ya porque las antiguas acostumbraron en lo general á ser secre-

tas, y ya tambien porque, no habituados los españoles á tratar en públi-

co los negocios del Estado, dudábase que sus procuradores consintiesen

fácilmente en admitir tan saludable práctica, usada en otras naciones.

De antemano algunos de los diputados que conocian, no sólo lo útil, pe-

ro áun lo indispensable que era adoptar aquella medida, discurrieron el

modo de hacérselo entender así á sus compañeros. Dichosamente no lle-

gó el caso de entrar en materia. La Regencia de suyo abrió el salon al

público, movida, segun se pensó, no tanto del deseo de introducir tan

plausible y necesaria novedad, cuanto con la intencion aviesa de des-

acreditar á las Córtes en el mismo día de su congregacion.

Hemos visto ya, y hechos posteriores confirmarán más y más nues-

tro aserto, cómo la Regencia habia convocado las Cortés mal de su grado,

y cómo se arrimaba en sus determinaciones á las doctrinas del gobierno

absoluto de los últimos tiempos. Desestimaba á los diputados, conside-

rándolos inexpertos y noveles en el manejo de los asuntos públicos; y

ningun medio le pareció más oportuno para lograr la mengua y descon-

cepto de aquéllos, que mostrarlos descubiertamente á la faz de la nacion,

saboréandose ya con la placentera idea de que, á guisa de escolares, se

iban á entretener y enredar en fútiles cuestiones y ociosas disputas. Y en

verdad nadie podia motejar á la Regencia por haber abierto el salon pú-

blico, puesto que en semejante providencia se conformaba con el comun

sentir de las mismas personas afectas á Córtes, y con la índole y objeto

de los cuerpos representativos. Sin embargo, la Regencia erró en la cuen-

ta, y con la publicidad ahondó sus propias llagas y las del partido lóbrego

de sus secuaces, salvando al Congreso nacional de los escollos, contra los

que de otro modo hubiera corrido gran riesgo de estrellarse.

El Consejo de Regencia, al entrar en el salon, se habia colocado en

un trono levantado en el testero, acomodándose en una mesa immedia-

ta los secretarios del Despacho. Distribuyéronse los diputados á derecha

é izquierda, en bancos preparados al efecto. Sentados todos, pronunció

el Obispo de Orense, presidente de la Regencia, un breve discurso, y en

seguida se retiró él y sus compañeros, junto con los ministros, sin que ni

unos ni otros hubiesen tomado disposicion alguna que guiase al Congre-

so en los primeros pasos de su espinosa carrera. Cuadraba tal conducta

con los indicados intentos de la Regencia, pues en un cuerpo nuevo co-

mo el de las Córtes, abandonado á sí mismo, falto de reglamento y ante-

cedentes que le ilustrasen y sirviesen de pauta, era fácil el descarrío, ó á

lo ménos cierto atascamiento en sus deliberaciones, ofreciendo por pri-

mera vez al numeroso concurso que asistia á la sesion tristes muestras

de su saber y cordura.

Felizmente las Córtes no se desconcertaron, dando principio con pa-

so firme y mesurado al largo y glorioso curso de sus sesiones. Escogie-

ron momentáneamente para que las presidiese al más anciano de los di-

putados, D. Benito Ramon de Hermida, quien designó para secretario,

en la misma forma, á D. Evaristo Perez de Castro. Debian estos nombra-

mientos servir sólo para el acto de elegir sujetos que desempeñasen en

propiedad dichos dos empleos, y asimismo para dirigir cualquiera dis-

cusion que acerca del asunto pudiera suscitarse. No habiendo ocurrido

incidente alguno, se procedió sin tardanza á la votacion de presidente,

acercándose cada diputado á la mesa en donde estaba el secretario, pa-

ra hacer escribir á éste el nombre de la persona á quien daba su voto.

Del escrutinio resultó al cabo elegido D. Ramon Lázaro de Don, diputa-

do por Cataluña, prefiriéndole muchos á Heranida por creerle de condi-

cion más suave y no ser de edad tan avanzada. Recayó la eleccion de se-

cretario en el citado Sr. Perez de Castro, y se le agregó al dia siguiente,

en la misma calidad, para ayudarle en su ímprobo trabajo, á D. Manuel

Lujan. Los presidentes fueron en adelante nombrados todos los meses,

y alternativamente se renovaba el secretario más antiguo, cuyo número

se aumentó hasta 4.

Terminadas las elecciones, se leyó un papel que al despedirse habia

dejado la Regencia, por el que deseando ésta hacer dejacion del man-

do, indicaba la necesidad de nombrar inmediatamente un gobierno ade-

cuado al estado actual de la monarquía. Nada en el asunto decidieron

por entónces las Córtes, y solo sí declararon quedar enteradas; fijando-

se luégo la atencion de todos los asistentes en don Diego Muñoz Torre-

ro, diputado por Extremadura, que tomó la palabra en materia de seña-

lada importancia.

A nadie tanto como á este venerable eclesiástico tocaba abrir las dis-

cusiones, y poner la primera piedra de los cimientos en que habian de

estribar los trabajos de la representacion nacional. Antiguo rector de la

universidad de Salamanca, era varon docto, purísimo en sus costumbres,

de ilustrada y muy tolerante piedad, y en cuyo exterior, sencillo al par

que grave, se pintaba no ménos la bondad de su alma que la extensa y

sólida capacidad de su claro entendimiento.

Levantóse, pues, el Sr. Muñoz Torrero, y apoyando su opinion en mu-

chas y luminosas razones, fortalecidas con ejemplos sacados de autores

respetables, y con lo que prescribian antiguas leyes, é imperiosamen-

te dictaba la situacion actual del reino, expuso lo conveniente que se-

ria adoptar una serie de proposiciones, que fué sucesivamente desen-

volviendo, y de las que, añadió, traia una minuta, extendida en forma de

decreto, su particular amigo D. Manuel Lujan.

Decidieron las Córtes que leyera el último dicha minuta, cuyos pun-

tos eran los siguientes: 1.o Que los diputados que componían el Con-

greso y representaban la nacion española se declaraban legítimamente

constituidos en Córtes generales y extraordinarias, en las que residia la

soberanía nacional.— 2.o Que conformes en todo con la voluntad gene-

ral, pronunciada del modo mas enérgico y patente, reconocian, procla-

maban y juraban de nuevo por su único y legitimo rey al Sr. D. Fernan-

do VII de Borbon, y declaraban nula, de ningun valor ni efecto la cesion

de la corona que se decia hecha en favor de Napoleon, no sólo por la vio-

lencia que habia intervenido en aquellos actos injustos é ilegales, sino

principalmente por haberle faltado el consentimiento de la nacion.— 3.o

Que no conviniendo quedasen reunidas las tres potestades, legislativa,

ejecutiva y judicial, las Córtes se reservaban sólo el ejercicio de la pri-

mera en toda su extension.— 4.o Que las personas en quienes se dele-

gase la potestad ejecutiva, en ausencia del Sr. D. Fernando VII, serian

responsables por los actos de su administración, con arreglo á las leyes;

habilitando al que era entónces Consejo de Regencia para que interina-

mente continuase desempeñando aquel cargo, bajo la expresa condicion

de que inmediatamente y en la misma sesion prestase el juramento si-

guiente: «¿Reconoceis la soberanía de la nacion, representada por los

diputados de estas Córtes generales y extraordinarias? ¿Jurais obedecer

sus decretos, leyes y Constitucion que se establezca, segun los santos fi-

nes para que se han reunido, y mandar observarlos y hacerlos ejecutar?

— ¿Conservar la independencia, libertad é integridad de la nacion?—

¿La religion católica, apostólica, romana? — ¿El gobierno monárquico

del reino? — ¿Restablecer en el trono á nuestro amado rey D. Fernan-

do VII de Borbon? — ¿Y mirar en todo por el bien del estado? — Si así

lo hiciereis, Dios os ayude, y si no, seréis responsables á la nacion, con

arreglo á las leyes.»— 5.o Se confirmaban por entónces todos los tribu-

nales y justicias del reino, así como las autoridades civiles y militares,

de cualquiera clase que fuesen.— Y 6.o y último, se declaraban inviola-

bles las personas de los diputados, no pudiéndose intentar cosa alguna

contra ellos sino en los términos que se establecerían en un reglamen-

to próximo á formarse.

Siguióse á la lectura una detenida discusion, que resplandeció en

elocuencia; siendo sobre todo admirable el tino y circunspeccion con

que procedieron los diversos oradores. De ellos, en lo esencial pocos

discordaron, y los hubo que, profundizando el asunto, dieron interes y

brillo á una sesion en la cual se estrenaban las Cortes. Maravilláronse

los espectadores, no contando, ni aun de léjos, con que los diputados,

en vista de su inexperiencia, desplegasen tanta sensatez y conocimien-

tos. Participaron de la comun admiracion los extranjeros allí presentes,

en especial los ingleses, jueces experimentados y los más competentes

en la materia.

Los discursos se pronunciaron de palabra, entablándose así un ver-

dadero debate. Y casi nunca, ni áun en lo sucesivo, leyeron los dipu-

tados sus dictámenes; sólo alguno que otro se tomó tal licencia, de

aquellos que no tenian costumbre de mezclarse activamente en las dis-

cusiones. Quizá se debió á esta práctica el interes que desde un princi-

pio excitaron las sesiones de las Córtes. Ajeno entendemos sea de cuer-

pos deliberativos manifestar por escrito los pareceres: congréganse los

representantes de una nacion para ventilar los negocios y desentrañar-

los, no para hacer pomposa gala de su saber y desperdiciar el tiempo

en digresiones baldías. Discursos de antemano preparados aseméjanse,

cuando más, á bellas producciones académicas; pero que no se avienen

ni con los incidentes, ni con los altercados, ni con las vueltas que ocu-

rren en los debates de un parlamento.

Prolongáronse los de aquella noche hasta pasadas las doce, habiendo

sido sucesivamente aprobados todos los artículos de la minuta del señor

Lujan. En la discusion, ademas de este señor diputado y del respetable

Muñoz Torrero, distinguiéronse otros, como D. Antonio Oliveros y D. Jo-

sé Mejía; empezando á descollar, á manera de primer adalid, D. Agustin

Argüelles. Nombres ilustres, con que á menudo tropezarémos, y de cu-

yas personas se hablará en oportuna sazon.

Miéntras que las Córtes discutían, acechaba la Regencia, por me-

dio de emisarios fieles, lo que en ellas pasaba. No porque sólo temiera la

separasen del mando, conforme á la dimision que habia hecho de mero

cumplido, sino, y principalmente, porque contaba con el descrédito de

las Córtes, figurándose ya ver á éstas, desde sus primeros pasos, ó atolla-

das ó perdidas. Acontecimiento que, á haber ocurrido la reponia en fa-

vorable lugar y la convertia en árbitro de la representacion nacional.

Grande fué el asombro de la Regencia al oir el maravilloso modo con

que procedian las Córtes en sus deliberaciones; grande el desánimo al

saber el entusiasmo con que aclamaban á las mismas soldados y ciuda-

danos.

Manifestacion tan unánime contuvo á los enemigos de la libertad es-

pañola. Ya entónces se hablaba de planes y torcidos manejos, y de que

ciertos regentes, si no todos, urdian una trama, resueltos á destruir las

Córtes, ó por lo menos á amoldarlas conforme á su deseos. No eran mu-

chos los que daban asenso á tales rumores, achacándolos á invencion de

la malevolencia; y dificultoso hubiera sido probar lo contrario, si un año

despues no lo hubiese pregonado é impreso quien estaba bien enterado

de lo que anotaba. «Vimos claramente (dice en su manifiesto (1) uno de

los regentes, el Sr. Lardizábal) que en aquella noche no podiamos contar

ni con el pueblo ni con las armas; que, á no haber sido así, todo hubiera

pasado de otra manera.»

¿Qué manera hubiera sido ésta? Fácil es adivinarla. Mas ¿cuáles las

resultas si se destruian las Córtes, o se empeñaba un conflicto teniendo

el enemigo á las puertas? Probablemente la entrada de éste en la isla de

Leon, la dispersion del Gobierno, la caida de la independencia nacional.

Por fortuna, áun para los mismos maquinadores, no se llevaron á

efecto intentos tan criminales. Desamparada la Regencia, sometióse si-

lenciosa, y en apariencia con gusto, á las decisiones del Congreso. En

la misma noche del 24 pasó á prestar el juramento conforme á la fórmu-

la propuesta por el señor Lujan, que habia sido aprobada. Notóse la falta

del Obispo de Orense; pero por entónces se admitió sin réplica ni obser-

vacion alguna la excusa que se dió de su ausencia, y fué de que, sien-

do ya tarde, los años y los achaques le habian obligado á recogerse. Con

el acto del juramento de los regentes se terminó la primera sesion de las

Córtes, solemne y augusta bajo todos respectos; sesion cuyos ecos re-

tumbarán en las generaciones futuras de la nacion española.

Aplaudióse entónces universalmente el decreto (2) acordado en

aquel dia, comprensivo de las proposiciones formalizadas por los seño-

res Muñoz Torrero y Lujan, de que hemos dado cuenta, y que fué cono-

cido bajo el titulo de decreto de 24 de Setiembre. Base de todas las re-

soluciones posteriores de las Córtes, se ajustaba á lo que la razon y la

política aconsejaban.

Sin embargo, pintáronle despues algunos corno subversivo del go-

bierno monárquico y atentatorio de los derechos de la majestad real. Sir-

vióles en especial de asidero para semejante calificacion el declararse

en el decreto que la soberanía nacional residia en las Córtes, alegando

que habiendo éstas, en el juramento hecho en la iglesia mayor, apellida-

do soberano á D. Fernando VII, ni podian, sin faltar á tan solemne pro-

mesa, trasladar ahora á la nacion la soberanía, ni tampoco erigirse en

depositarias de ella.

A la primera acusacion se contestaba que en aquel juramento, jura-

mento individual, y no de cuerpo, no se habia tratado de examinar si la

soberanía traia su origen de la nacion ó de solo el Monarca; que la Re-

gencia habia presentado aquella fórmula, y aprobádola los diputados, en

la persuasion de que la palabra soberano se habia empleado allí segun el

uso comun por la parte que de la soberanía ejerce el Rey como jefe del

Estado, y no de otra manera; habiendo prescindido de entrar fundamen-

talmente en la cuestion.

Si cabe, más satisfactoria era aún la respuesta á la segunda acusa-

cion, de haber declarado las Córtes que en ellas residia la soberanía. El

Rey estaba ausente, cautivo; y ciertamente que á álguien correspondia

ejercer el poder supremo, ya se derivase éste de la nacion, ya del Monar-

ca. Las juntas de provincia, soberanas habian sido en sus respectivos te-

rritorios; habíalo sido la Central en toda plenitud; lo mismo la Regencia;

¿por qué, pues, dejarian de disfrutar las Córtes de una facultad no dis-

putada á cuerpos mucho ménos autorizados?

Por lo que respecta á la declaracion de la soberanía nacional, princi-

pio tan temido en nuestros tiempos, si bien no tan repugnante á la razon

como el opuesto de la legitimidad, pudiera quizá ser cuerda que vibra-

se con sonido áspero en un país en donde sin sacudimiento reformasen

las instituciones de consuno la nacion y el gobierno; pues, por lo gene-

ral, declaraciones fundadas en ideas abstrusas ni contribuyen al pro co-

mun, ni afianzan por sí la bien entendida libertad de los pueblos. Mas

ahora no era éste el caso.

Huérfana España, abandonada de sus reyes, cedida como rebaño y

tratada de rebelde, debia, y propio era de su dignidad, publicar á la faz

del orbe, por medio de sus representantes, el derecho que la asistia de

constituirse y defenderse; derecho de que no podian despojarla las abdi-

caciones de sus príncipes, aunque hubiesen sido hechas libre y volun-

tariamente.

Ademas los diputados españoles, léjos de abusar de sus facultades,

mostraron moderacion y las rectas intenciones que los animaban; decla-

rando al propio tiempo la conservacion del gobierno monárquico, y reco-

nociendo como legítimo rey á Fernando VII.

Que la nacion fuese origen de toda autoridad no era en España doc-

trina nueva ni tomada de extraños; conformábase con el derecho públi-

co que habia guiado á nuestros mayores, y en circunstancias no tan im-

periosas como las de los tiempos que corrian. A la muerte del rey D.

Martin juntáronse en Caspe (3) para elegir monarca los procuradores de

Aragon, Cataluña y Valencia. Los navarros y aragoneses, fundándose en

las mismas reglas, habian desobedecido la voluntad de D. Alonso el Ba-

tallador (4), que nombraba por sucesores del trono á los templarios; y los

castellanos, sin el mismo ni tan justo motivo, en la minoría de D. Juan

el II (5), ¿no ofrecieron la corona, por medio del condestable Rui-Lopez

Dávalos, al Infante de Antequera? Así que las Córtes de 1810, en su de-

claracion de 24 de Setiembre, ademas de usar de un derecho inherente á

toda nacion, indispensable para el mantenimiento de la independencia,

imitaron tambien, y templadamente, los varios ejemplos que se leian en

los anales de nuestra historia.

A la primera sesion sólo concurrieron unos 100 diputados, cerca de

dos terceras partes nombrados en propiedad, el resto en Cádiz, bajo la

calidad de suplentes. Por lo cual más adelante tacharon algunos de ile-

gítima aquella corporacion; como si la legitimidad pendiese sólo del nú-

mero, y como si éste sucesivamente,y ántes de la disolucion de las Cór-

tes, no se hubiese llenado con las elecciones que las provincias, unas

tras otras, fueron verificando. Tocarémos en el curso de nuestro traba-

jo la cuestion de la legitimidad. Ahora nos contentarémos con apuntar

que desde los primeros días de la instalacion de las Córtes se halló com-

pleta la representacion del populojo reino de Galicia, la de la industrio-

sa Cataluña, la de Extremadura, y que asistieron varios diputados de las

provincias de lo interior, elegidos á pesar del enemigo, en las claras que

dejaba éste en sus excursiones. Tres meses no habian aún pasado, y ya

tomaron asiento en las Córtes los diputados de Leon, Valencia, Murcia,

Islas Baleares, y lo que es más pasmoso, diputados de la Nueva-España,

nombrados allí mismo; cosa ántes desconocida en nuestros fastos.

De todas partes se atropellaron las felicitaciones, y nadie levantó el

grito respecto de la legitimidad de las Córtes. Al contrario, ni la distan-

cia ni el temor de los invasores impidieron que se diesen multiplicadas

pruebas de adhesion y fidelidad; espontáneas en un tiempo y en luga-

res en que carecieron las Córtes de medios coactivos, y cuando los mal

contentos impunemente hubieran podido mostrar su oposicion y hasta su

desobediencia.

En las sesiones sucesivas fué el Congreso determinando el modo de

arreglar sus tareas. Se formaron comisiones de Guerra, Hacienda y Jus-

ticia; las cuales, despues de meditar detenidamente las proposiciones

ó expedientes que se les remitian, presentaban su informe á las Córtes,

en cuyo seno se discutia el negocio y votaba. Posteriormente se nombra-

ron nuevas comisiones, ya para otros ramos, ó ya para especiales asun-

tos. Tambien en breve sé, adoptó un reglamento interior, combinando en

lo posible el pronto despacho con la atenta averiguacion y debate de las

materias. Los diputados, que, segun hemos indicado, pronunciaban ca-

si siempre de palabra sus discursos, poníanse en un principio, para reci-

tarlos, en uno de dos sitios preparados al intento, no léjos del Presiden-

te, y que se llamaron tribunas. Notóse luégo lo incómodo y áun impropio

de esta costumbre, que distraia con la mudanza y continuo paso de los

oradores; por lo que los más hablaron despues sin salir de su puesto y en

pié, quedando las tribunas para la lectura de los informes de las comi-

siones. Se votaba de ordinario levantándose y sentándose; sólo en las de-

cisiones de mayor cuantía daban los diputados su opinion por un sí ó un

no, pronunciándolo desde su asiento en voz alta.

Asimismo tomaron las Córtes el tratamiento de majestad, á peticion

del Sr. Mejía; objeto fué de crítica, aunque otro tanto hablan hecho la

Junta Central y la primera Regencia, y era privilegio en España de cier-

tas corporaciones. Algunos diputados nunca usaron de aquella fórmula,

creyéndola ajena de asambleas populares, y al fin se desterró del todo al

renacer de las Córtes en 1820.

No bien se hubo aprobado el primer decreto, acudió la Regencia pi-

diendo que se declarase 1.o «cuáles eran las obligaciones anexas á la re-

sonsabilidad que le imponia aquel decreto, y cuáles las facultades pri-

vativas del poder ejecutivo que se le había confiado. 2.o Qué método

habria de observarse en las comunicaciones que necesaria y continua-

mente hablan de tener las Córtés con el Consejo de Regencia.» Apo-

yábase la consulta en no haber de antemano fijado nuestras leyes la lí-

nea divisoria de ambas potestades, y en el temor, por tanto, de incurrir

en faltas de desagradables resultas para la Regencia, y perjudiciales al

desempeño de los negocios. A primera vista no parecia nada extraña di-

cha consulta; ántes bien llevaba visos de ser hija de un buen deseo. Con

todo, los diputados miráronla recelosos, y la atribuyeron al maligno in-

tento de embarazarlos y de promover reñidas y ociosas discusiones. Fue-

ra éste el motivo oculto que impelia á la Regencia, ó fuéralo el recelo de

comprometerse, intimidada con la enemistad que el público le mostraba,

á pique estuvo aquélla de que, por su inadvertido paso le admitiesen las

Córtes la renuncia que ántes habia dado.

Sosegáronse sin embargo, por entónces los ánimos, y se paso, la con-

sulta de la Regencia á una comision, compuesta de los Sres. Hermida,

Gutierrez de la Huerta y Muñoz Torrero. No habiéndose convenido és-

tos en la contestacion que debia darse, cada uno de ellos al siguiente dia

presentó por separado su dictámen. Se dejó á un lado el del señor Her-

mida, que se reducía á reflexiones generales, y ciñóse la discusion al

de los otros dos individuos de la comision. Tomaron en ella parte, entre

otros, los Sres. Perez de Castro y Argüelles. Sobresalió el último en re-

batir al Sr. Gutierrez de la Huerta, relator del Consejo Real, distingui-

do por sus conocimientos legales, y de suma facilidad en producirse, si

bien sobrado verboso, que carecía de ideas claras en materias de gobier-

no, confundiendo unas potestades con otras; achaque de la corporacion

en que estaba empleado. Así fué que en su dictámen, trabando en extre-

mo á la Regencia, entremetíase en todo, y hasta desmenuzaba facultades

sólo propias del alcalde de una aldehuela. Don Agustin de Arguelles im-

pugnó al Sr. Huerta, deslindando con maestría los límites de las autori-

dades respectivas; y en consecuencia, se atuvieron las Córtes á la con-

testacion del Sr. Muñoz Torrero, terminante y sencilla. Decíase en ésta

«que en tanto que las Córtes formasen acerca del asunto un reglamen-

to, usase la Regencia de todo el poder que fuese necesario para la de-

fensa, seguridad y administracion del Estado en las críticas circunstan-

cias de entónces; é igualmente que la responsabilidad que se exigia al

Consejo de Regencia únicamente excluia la inviolabilidad absoluta que

correspondia á la persona sagrada del Rey. Y que en cuanto al modo de

comunicacion entre el Consejo de Regencia y las Córtes, miéntras és-

tas estableciesen el más conveniente, se seguirla usando el medio usa-

do hasta el día»

Era éste el de pasar oficios ó venir en persona los secretarios del

Despacho, quienes por lo comun esquivaban asistir á las Córtes, no ave-

zados á las lides parlamentarías.

Meses adelante se formó el reglamento anunciado, en cuyo texto se

determinaron con amplitud y claridad las facultades de la Regencia.

No se limitó ésta á urgar á las Córtes y hostigarlas con consultas, sino

que procuró atraer los ánimos de los diputados y formarse un partido en-

tre ellos. Escogió, para conseguir su objeto, un medio inoportuno y poco

diestro. Fué, pues, el de conferir empleos á varios de los vocales, prefi-

riendo á los americanos, ya por miras peculiares que dicha Regencia tu-

viese respecto de Ultramar, ya porque creyese á aquéllos más dóciles á

semejantes insinuaciones. La noticia cundió luégo, y la gran mayoría de

los diputados se embraveció contra semejante descaro, ó más bien inso-

lencia, que redundaba en descrédito de las Córtes. Atemorizáronse los

distribuidores de las mercedes y los agraciados, y supusieron, para su

descargo, que se habian concedido los empleos con antelacion á haber

obtenido los últimos el puesto de diputados, sin alegar motivo que justi-

ficase la ocultacion por tanto tiempo de dichos nombramientos. De ma-

nera que á lo feo de la accion agregóse desmaño en defenderla y encu-

brirla; falta que entre los hombres suele hallar ménos disculpa.

El enojo de todos excitó á D. Antonio Capmany á formalizar una pro-

posicion, que hizo preceder de la lectura de un breve discurso, salpi-

cándole de palabra con punzantes agudezas, propio atributo de la orato-

ria de aquel diputado, escritor diligente y castizo. La proposicion estaba

concebida en los siguientes términos. «Ningun diputado, así de los que

al presente componen este cuerpo como de los que en adelante hayan

de completar su total número, pueda solicitar ni admitir, para sí ni para

otra persona, empleo, pension y gracia, merced ni condecoracion algu-

na de la potestad ejecutiva interinamente habilitada, ni de otro gobierno

que en adelante se constituya bajo de cualquiera denominacion que sea;

y si desde el día de nuestra instalacion se hubiese recibido algun em-

pleo ó gracia, sea declarado nulo.» Aprobóse así esta proposicion, salvo

alguna que otra levísima mudanza, y con el aditamento de que «la pro-

hibicion se extendiese á un año despues de haber los actuales diputa-

dos dejado de serlo.»

Nacida de acendrada integridad, flaqueaba semejante providencia

por el lado de la prevision, y se apartaba de lo que enseña la práctica

de los gobiernos representativos. El diputado que se mantenga sordo á

la voz de la conciencia, falto de pundonor, y atento sólo á no traspasar

la letra de la ley, medios hallará bastantes de concluir á las calladas un

ajuste que, sin comprometerle, satisfaga sus ambiciosos deseos ó su co-

dicia. La prohibicion de obtener empleos, siendo absoluta, y mayormen-

te extendiéndose hasta el punto de no poder ser escogidos los secretarios

del Despacho entre los individuos del cuerpo legislativo, desliga á éste

del Gobierno y pone en pugna á entrambas autoridades. Error gravísimo

y de enojosas resultas, pero en que han incurrido casi todas las nacio-

nes al romper los grillos del despotismo. Ejemplo la Francia en su asam-

blea constituyente; ejemplo la Inglaterra cuando el largo parlamento dió

el acta llamada sefdenying ordinance; bien que aquí en el mismo instan-

te hubo sus excepciones para Cromwell y otros, en ventaja de la cau-

sa que defendían. Sálese entónces de una region aborrecida: desmanes

y violencias del Gobierno han sido causa de los males padecidos, y sin

reparar que en la mudanza se ha desquiciado aquél, ó que su situacion

ha variado ya, olvidando tambien que la potestad ejecutiva es condicion

precisa del órden social, y que, por tanto, vale más empuñen las rien-

das manos amigas que no adversas, clámase contra los que sostienen es-

ta doctrina, y forzoso es que los buenos patricios, por temor ó mal enten-

dida virtud, se alejen de los puestos supremos, abandonándose así á la

merced del acaso, ya que no al arbitrio de ineptos ó revoltosos ciudada-

nos. En España, no obstante, siguióse un bien de aquella resolucion: el

abuso, en materia de empleos, de las juntas y de las corporaciones que

las habían sucedido en el mando, tenía escandalizado al pueblo, con

mengua de la autoridad de sus gobiernos. La abnegacion y el desapropio

de todo interes, de que ahora dieron muestra los diputados, realzó mu-

cho su fama: beneficio que en lo moral equivalió algun tanto al daño que

en la práctica resultaba de la muy lata proposicion del Sr. Capmany. Me-

tió tambien por entónces cuidado un acontecimiento, en el cual, si bien

apareció inocente la mayoría de la Regencia, desconceptuóse ésta en

gran manera, y todavía más sus ministros. Don Nicolas María de Sierra,

que lo era de Gracia y Justicia, para ganar votos y aumentar su influjo en

las Córtes, ideó realizar de un modo particular las elecciones de Aragon.

Y violando las leyes y decretos promulgados en la materia, dirigió una

real órden á aquella junta, mandándole que por sí nombrase la totalidad

de los diputados de la provincia, con remision, al mismo tiempo, de una

lista confidencial de candidatos. En el número no había olvidado su pro-

pio nombre el Sr. Sierra, ni el de su oficial mayor don Tadeo Calomarde,

ni tampoco el del ministro de Estado D. Eusebio de Bardaxi, y por consi-

guiente, todos tres, con varios amigos y deudos suyos, igualmente arago-

neses, fueron elegidos, entremezclados á la verdad con alguno que otro

sujeto de indisputable mérito y de condicion independiente. Llegó arri-

ba la noticia del nombramiento, é ignorando la mayoría de los regentes

lo que se había urdido, al darles cuenta dicho Sr. Sierra del expediente,

«quedaron absortos (segun las expresiones del Sr. Saavedra) de oír una

real órden de que no hacian memoria.» Los sacó el Ministro de la con-

fusion, exponiendo que él era el autor de tal órden, expedida de motu

propio, aunque si bien, despues pesaroso, la había revocado por medio

de otra, que desgraciadamente llegaba tarde. ¿Quién no creeria, con tan

paladina confesion, que inmediatamente se habría exonerado al Minis-

tro, y perseguídole como á falsario digno de ejemplar castigo? Pues no:

la Regencia contentóse con declarar nula la eleccion y mantuvo al Mi-

nistro en su puesto. Presúmese que enredados en la maraña dos de los

regentes, se huyó de ahondar negocio tan vergonzoso y criminal. Más de

una vez en las Córtes se trató de él en público y en secreto, y fueron ta-

les los amaños, tales los impedimentos, que nunca se logró llevar á efec-

to medida alguna rigorosa.

Otros dos asuntos de la mayor importancia ocuparon á las Córtes du-

rante várias sesiones, que se tuvieron en secreto; método que, por decir-

lo de paso, reprobaban varios diputados, y que en lo venidero casi del

todo llegó á abandonarse.

Cuando el 30 de Setiembre comenzaban las Córtes á andar muy ata-

readas en estas discusiones secretas, ocurrió un incidente que, aunque

no de grande entidad para la causa general de la nacion, hízose notable

por el personaje augusto que lo motivó. El Duque de Orleans, apeándo-

se á las puertas del salen de Córtes, pidió con instancia que se le permi-

tiese hablar á la barandilla.

Para explicar aparicion tan repentina conviene volver atras (6). En

1808 el príncipe Leopoldo de Sicilia arribó á Gibraltar, en reclama-

ción de los derechos que creia asistían á su casa á la corona de España.

Acompañábale el Duque de Orleans. La Junta de Sevilla no dió oidos á

pretensiones en su concepto intempestivas, y de resultas tornó el de Si-

cilia á su tierra, y el de Orleans se encaminó á Lóndres. No habrá el lec-

tor olvidado este suceso, de que en su lugar hicimos mencion. Pocos me-

ses habian transcurrido, y ya el Duque de Orleans de nuevo se mostró

en Menorca. De allí solicitó, directamente ó por medio de M. de Broval,

agente suyo en Sevilla, que se le emplease en servicio de la causa espa-

ñola. La Junta Central, ya congregada, no accedió á ello de pronto, y so-

lamente poco ántes de disolverse decidió, en su comision ejecutiva, dar

al de Orleans el mando de un cuerpo de tropas que habia de maniobrar

en la frontera de Cataluña. Acaeciendo despues la invasion de las Anda-

lucías, el Duque y M. de Broval regresaron á Sicilia, y la resolucion del

Gobierno quedó suspensa.

Instalóse en seguida la Regencia, y sus individuos, recibiendo avisos

más ó ménos ciertos del partido que tenía en el Rosellon y otros departa-

mentos meridionales la antigua casa de Francia, acordáronse de las pre-

tensiones de Orleans, y enviáronle á ofrecer el mando de un ejército que

se formaria en la raya de Cataluña. Fué con la comision don Mariano Car-

nerero, á bordo de la fragata de guerra Venganza. El Duque aceptó, y en

el mismo buque dió la vela de Palermo el 22 de Mayo de 1810. Aportó á

Tarragona, pero en mala ocasion, perdida Lérida y derrotado cerca de sus

muros el ejército español. Por esto, y porque en realidad no agradaba á

los catalanes que se pusiera á su cabeza un príncipe extranjero, y sobre

todo frances, reembarcóse el Duque y fondeó en Cádiz el 20 de junio.

Vióse entónces la Regencia en un compromiso. Ella habia sido quien

habia llamado al Duque, ella quien le habia ofrecido un mando, y por des-

gracia las circunstancias no permitian cumplir lo antes prometido. Varios

generales españoles, y en especial O’Donnell, miraban con malos ojos la

llegada del Duque; los ingleses repugnaban que se le confiriese autoridad

ó comandancia alguna, y las Córtes, ya convocadas, imponian respeto, pa-

ra que se tomase resolucion contraria á tan poderosas indicaciones. El de

Orleans reclamó de la Regencia el cumplimiento de su oferta, y resulta-

ron contestaciones ágrias. Miéntras tanto instaláronse las Córtes, y des-

aprobando el pensamiento de emplear al Duque, manifestaron á la Re-

gencia que por medios suaves y atentos indicase á S. A. que evacuase á

Cádiz. Informado el de Orleans de esta órden, decidió pasar á las Córtes,

y verificólo, segun hemos apuntado, el 30 de Setiembre. Aquéllas no ac-

cedieron al deseo del Duque de hablar en la barandilla, mas le contesta-

ron urbanamente y cual correspondia á la alta clase de S. A. y á sus dis-

tinguidas prendas. Desempeñaron el mensaje D. Evaristo Perez de Castro

y el Marqués de Villafranca, duque de Medinasidonia. Insistió el de Or-

leans en que se le recibiese, mas los diputados se mantuvieron firmes; en-

tónces, perdiendo S. A. toda esperanza, se embarcó el 3 de Octubre, y di-

rigió el rumbo á Sicilia, á bordo de la fragata de guerra Esmeralda.

Dícese que mostró su despecho en una carta que escribió á Luis

XVIII, á la sazon en Inglaterra. Sin embargo, las Córtes en nada eran

culpables, y causóles pesadumbre tener que desairar á un príncipe tan

esclarecido. Pero creyeron que recibir á S. A., y no acceder á sus rue-

gos, era tal vez ofenderle más gravemente. La Regencia, cierto que pro-

cedió de ligero y no con sincera fe en hacer ofrecimientos al Duque, y

dar luégo por disculpa para no cumplirlos que él era quien habia solici-

tado obtener mando; efugio indigno de un gobierno noble y de porte des-

embozado. Amigos de Orleans han atribuido á influjo de los ingleses la

determinacion de las Córtes: se engañan. Ignorábase en ellas que el em-

bajador británico hubiese contrarestado la pretension de aquel prínci-

pe. El no escuchar á S. A. nació sólo de la íntima conviccion de que en-

tónces desplacia á los españoles general que fuese frances, y de que el

nombre de Borbon, léjos de granjear partidarios en el ejército enemigo,

sólo serviría para hacerle á éste mas desapoderado, y dar ocasion á nue-

vos encarnizamientos.

De los dos asuntos enunciados, que ocupaban en secreto á las Cór-

tes, tocaba uno de ellos al Obispo de Orense. Este prelado, que, co-

mo dijimos, no había acudido con sus compañeros, en la noche del 24,

á prestar el juramento exigido de la Regencia, hizo al siguiente día de-

jacion de su puesto, no sólo fundándose en la edad y achaques (excu-

sas que para no presentarse en las Córtes se habían dado la vispera), si-

no que tambien alegó la repugnancia insuperable de reconocer y jurar lo

que se prescribia en el primer decreto. Renunció tambien el cargo de di-

putado, que confiado le había la provincia de Extremadura, y pidió que

se le permitiese sin dilacion volver á su diócesi. Las Córtes desde luégo

penetraron que en semejante determinacion se encerraba torcido arca-

no, valiéndose mal intencionados de la candorosa y timorata conciencia

del Prelado, como de oportuno medio para provocar penosos altercados.

Pero, prescindiendo aquel cuerpo de entrar en explicaciones, accedió á

la súplica del Obispo, sin exigir de él, ántes de su partida, juramento ni

muestra alguna de sumision, con lo que el negocio parecia quedar del

todo zanjado. No acomodaba remate tan inmediato y pacífico á los sopla-

dores de la discordia.

El Obispo, en vez de apresurar la salida para su diócesi, detúvose, y

provocó á las Córtes á una discusion peligrosa sobre la manera de enten-

der el decreto de 24 de Setiembre; á las Córtes, que no le habian en na-

da molestado, ni puesto obstáculo á que regresase, como buen pastor, en

medio de sus ovejas. En un papel, fecho en Cádiz á 3 de Octubre, des-

pues de reiterar gracias por haber alcanzado lo que pedia, expresadas

de un modo que pudiera calificarse de irónico, metíase é discurrir larga-

mente acerca del mencionado decreto, y parábase, sobre todo, en el arti-

culo de la soberanía nacional. Deducia de él ilaciones á su placer, y tra-

yendo á la memoria la revolucion francesa, intentaba comparar con ella

los primeros pasos de las Córtes. Es cierto que ponia á salvo las inten-

ciones de los diputados, pero con tal encarecimiento, que asomaba la

ironía como en lo de las gracias. Motejaba á los regentes, sus compa-

ñeros, por haberse sometido al juramento, protestaba por su parte de lo

hecho, y calificaba de nulo y atentado el haber excluido al Consejo de

Regencia de sancionar las deliberaciones de las Córtes; representante

aquél, segun entendia el Obispo, de la prerogativa real en toda su exten-

sion. Traslucíase ademas el despique del Prelado por habérsele admiti-

do la renuncia, con señales de querer llamar la atencion de los pueblos,

y áun de excitar á la desobediencia.

Conjetúrese la impresion que causaria en las Córtes papel tan des-

compuesto. Hubo vivos debates; varios diputados opinaron por que no se

tomase resolucion alguna y se dejase al Obispo regresar tranquilamente

á la ciudad de Orense. Inclinábanse á éste dictámen, no sólo los patro-

cinadores del exregente, mas tambien algunos de los que se distinguian

por su independencia y amor á la libertad, rehusando los últimos dis-

pensar coronas de martirio á quien quizá las ansiaba, por lo mismo que

no habian de conferírsele. Se manifestaron, al contrario, opuestos al Pre-

lado eclesiásticos de los nada afectos á novedades, enojados de que se

desconociese la autoridad de las Córtes. Uno de ellos, D. Manuel Ros,

canónigo de Santiago de Galicia, y años despues ejemplar obispo de Tor-

tosa, exclamó: «El Obispo de Orense hase burlado siempre de la autori-

dad. Prelado consentido y con fama de santo, imagínase que todo le es

lícito; voluntarioso y terco, sólo le gusta obrar á su antojo; mejor fuera

que cuidase de su diócesi, cuyas parroquias nunca visita, faltando así á

las obligaciones que le impone el episcopado; he asistido muchos años

cerca de su ilustrísima, y conozco sus defectos, como sus virtudes.»

Las Córtes, adoptando un término medio entre ambos extremos, re-

solvieron en 18 de Octubre que el Obispo de Orense hiciese en manos

del Cardenal de Borbon el juramento mandado exigir, por decreto de 25

de Setiembre, de todas las clases eclesiásticas, civiles y militares, el

cual estaba concebido bajo la misma fórmula que el del Consejo de Re-

gencia.

Los atizadores, que lo que buscaban era escándalo, alegráronse de la

decision de las Córtes, con la esperanza de nuevas reyertas; y aprove-

chándose de la escrupulosa conciencia del Obispo, y tambien de su las-

timado amor propio, azuzáronle para que desobedeciese y replicase. En

su contestacion renovaba el de Orense lo alegado anteriormente, y con-

cluia por decir que, si en el sentido de que las Córtes daban al decreto,

quería expresarse «que la nacion era soberana con el Rey, desde luégo

prestaria su ilustrísima el juramento pedido; pero si se entendia que la

nacion era soberana sin el Rey, y soberana de su mismo soberano, nun-

ca se someteria á tal doctrinan»; añadiendo: «que en cuanto á jurar obe-

diencia á los decretos, leyes y Constitucion que se estableciese, lo ha-

ría, sin perjuicio de reclamar, representar y hacer la oposicion que de

derecho cupiera á lo que creyese contrario al bien del Estado y á la dis-

ciplina, libertad é inmunidad de la Iglesia.» Hé aquí entablada una dis-

cusion penosa, y en alguna de sus partes más propia de profesores de

derecho público que de estadistas y cuerpos constituidos.

Es verdad que los gobiernos deberian andar muy detenidos en esto

de juramentos, especialmente en lo que toca á reconocer principios. Ca-

si siempre hasta las conciencias más timoratas hallan fácil salida á ta-

les compromisos. Lo que importa es exigir obediencia á la autoridad es-

tablecida, y no juramentos de cosas abstractas, que unos ignoran y otros

interpretan á su manera. En todos tiempos, y sobre todo en el nuestro,

¿quién no ha quebrantado, áun entre las personas más augustas, las más

solemnes y más sagradas promesas? Pero las Córtes obraban como los

demas gobiernos, con la diferencia, sin embargo, de que en el caso de

España no era, repetimos, ni tan fuera de propósito ni tan ocioso decla-

rar que la nacion era soberana. El mismo Obispo de Orense habia pro-

clamado este principio cuando se negó á ir á Bayona. Porque si la na-

cion, como ahora sostenía, hubiese sido soberana sólo con el Rey, ¿qué

so hubiera hecho en caso que Fernando, concluyendo un tratado con

su opresor y casándose con una princesa de aquella familia, se hubiese

presentado en la raya despues de estipular bases opuestas á los intere-

ses de España? No eran sueños semejantes suposiciones, merced, para

que no se verificasen, al inflexible orgullo de Napoleon, pues Fernando

no estaba vaciado en el molde de la fortaleza.

Insistieron las Córtes en su primera determinacion, y sin convertir

el asunto en polémico, ajeno de su dignidad y cual deseaba el Prelado,

mandaron á éste que jurase lisa y llanamente. Hasta aquí procedieron

los diputados conformes con su anterior resolucion, pero se deslizaron

en añadir que «se abstuviese el Obispo de hablar ó escribir de manera

alguna sobre su modo de pensar en cuanto al reconocimiento que se de-

bia á las Córtes.» Tambien se le mandó que permaneciese en Cádiz has-

ta nueva órden. Eran éstos, resabios del gobierno antiguo, y consecuen-

cia asimismo del derecho peculiar que daban á la autoridad soberana,

respecto al clero, las leyes vigentes del reino; derecho no tan desmedi-

do como á primera vista parece en países exclusivamente católicos, en

donde necesario es balancear con remedios temporales el inmenso po-

der del sacerdocio y su intolerancia.

Enmarañándose más y más el asunto, empezóse á convertir en judi-

cial, y se nombró una junta mixta de eclesiásticos y seculares, escogi-

dos por la Regencia, para calificar las opiniones del Obispo. En tanto,

diputados moderados procuraban concertar los ánimos, señaladamen-

te D. Antonio Oliveros, canónigo de San Isidro de Madrid, varon ilustra-

do, tolerante, de bella y candorosa condicion, que al efecto entabló con

su ilustrísima una correspondencia epistolar. Estuvo, sin embargo, di-

cho diputado á pique de comprometerse, tratando de abusar de su sen-

cillez los que so capa inflamaban las humanas pasiones del pío mas or-

gulloso prelado.

En fin, malográndose todas las maquinaciones, reconociendo las pro-

vincias con entusiasmo á las Córtes, no respondiendo nadie á la especie

de llamamiento que con su resistencia á jurar hizo el de Orense, cansado

éste, desalentados los incitadores, y temiendo todos las resultas del pro-

ceso, que, aunque lentamente, seguia sus trámites, amilanáronse y re-

solvieron no continuar adelante su porfía.

El Prelado, sometiéndose, pasó á las Córtes el 3 de Febrero inme-

diato, y prestó el juramento requerido, sin limitacion alguna. Permitió-

sele en seguida volver á su diócesi, y se sobreseyó en los procedimien-

tos judiciales.

Tal fué el término de un negocio que, si bien importante con rela-

cion al tiempo, no lo era ni con mucho tanto como el otro que se venti-

laba en secreto, y que perteneciendo á las revoluciones de América, in-

teresaba al mundo.

Apartaríase de nuestro propósito entrar circunstanciadamente en la

narracion de acontecimiento tan grave é intrincado, para lo que se re-

quiere diligentísimo y especial historiador.

Tuvieron principio las alteraciones de América al saberse en aque-

llos países la invasion de los franceses en las Andalucías, y el malha-

dado deshacimiento de la Junta Central. Causas generales y lejanas ha-

bian preparado aquel suceso, acelerando el estampido otras particulares

é inmediatas.

En nada han sido los extranjeros tan injustos, ni desvariado tanto,

como en lo que han escrito acerca de la dominacion española en las re-

giones de Ultramar. A darles crédito, no pareceria sino que los excel-

sos y claros varones que descubrieron y sojuzgaron la América habian

sólo plantado allí el pendon de Castilla para devastar la tierra y yermar

campos, ricos ántes y florecientes; como si el estado de atraso de aque-

llos pueblos hubiese permitido civilizacion muy avanzada. Los españo-

les cometieron, es verdad, excesos grandes, reprensibles; pero excesos

que casi siempre acompañan á las conquistas, y que no sobrepujaron á

los que hemos visto consumarse en nuestros dias por los soldados de na-

ciones que se precian de muy cultas.

Mas al lado de tales males, no olvidaron los españoles trasladar allen-

de el mar los establecimientos políticos, civiles y literarios de su patria,

procurando así pulir y mejorar las costumbres y el estado social de los

pueblos indianos. Y no se oponga que entre dichos establecimientos los

habia que eran perjudiciales y ominosos. Culpa era ésa de las opiniones

entónces de España y de casi toda Europa; no hubo pensamientos tor-

cidos de los conquistadores, los cuales presumian obrar rectamente lle-

vando á los países recien adquiridos todo cuanto, en su entender, consti-

tuia la grandeza de la metrópoli, gigantea en era tan portentosa.

Dilatábanse aquellas vastas posesiones por el largo espacio de 92

grados de latitud, y abrazaban entre sus más apartados establecimientos

1.900 leguas. Extension maravillosa cuando se considera que sus habi-

tantes obedecieron durante tres siglos á un gobierno que residia á enor-

me distancia y que estaba separado por procelosos mares.

Ascendía la poblacion, sin contar las islas Filipinas, á trece millones

y medio de almas, cuyo más corto número era de europeos, únicos que

estaban particularmente interesados en conservar la union con la madre

patria. En el origen contábanse solamente dos distintas razas ó linajes,

la de los conquistadores y la de los conquistados, esto es, españoles é in-

dios. Gozaron los primeros de los derechos y privilegios que les corres-

pondían, y se declaró á los segundos, conforme á las expresiones de la

Recopilacion de Indias, «.....libres y no sujetos á servidumbre de manera

alguna.» Sabido es el tierno y compasivo afán que por ellos tuvo la rei-

na doña Isabel la Católica hasta en sus postrimeros dias, encargando en

su testamento «que no recibiesen los indios agravio alguno en sus per-

sonas y bienes, y que fuesen bien tratados.» No por eso dejaron de pa-

decer bastante, extrañando Solórzano que «cuanto se hacia en beneficio

de los indios resultase en perjuicio suyo»; sin advertir que el mismo cui-

dado de segregarlos de las demas razas para protegerlos excitaba á és-

tas contra ellos, y que el alejamiento en que vivian, bajo caciques indí-

genas, dificultaba la instruccion, perpetuaba la ignorancia, y los exponia

á graves vejaciones, apartándolos del contacto de las autoridades supre-

mas, por lo general más imparciales.

Se multiplicó infinito en seguida la division de castas. Preséntase co-

mo primera la de los hijos de los peninsulares, nacidos en aquellos cli-

mas de estirpe española, que se llamaron criollos. Vienen despues los

mestisos, ó descendientes de españoles é indios, terminándose la enume-

racion por los negros, que se introdujeron de África, y las diversas tintas

que resultaron de su ayuntamiento con las otras familias del linaje hu-

mano allí radicadas.

Los criollos conservaron igualdad de derechos con los españoles, lo

mismo, con cortisima diferencia, los mestizos, si eran hijos de español y

de india; mas no si el padre pertenecia á esta clase y la madre á la otra,

pues entónces quedaba la prole en la misma línea del de los puramente

indios; á los negros y sus derivados, á saber, mulatos, zambos, etc., repu-

tábalos la ley y la opinion inferiores á los demas, si bien la naturaleza los

habia aventajado en fuerzas físicas y facultades intelectuales.

De los diversos linajes nacidos en Ultramar era el de los criollos el

más dispuesto á promover alteraciones. Creiase agraviado, le adornaban

conocimientos, y superaba á los demas naturales en riqueza é influjo. A

los indios, aunque numerosos é inclinados en algunas partes á suspi-

rar por su antigua independencia, faltábales en general cultura, y care-

cian de las prendas y medios requeridos para osadas empresas. No les

era dado á los oriundos de África entrar en lid sino de auxiliadores, á lo

ménos en un principio; pues la escasez de su gente en ciertos lugares, y

sobre todo el ceño que les ponian las demas clases, estorbábalos acaudi-

llar particular bandería.

Comenzó á mediados del siglo XVIII á crecer grandemente la Amé-

rica española. Hasta entónces la forma de gobierno interior, los regla-

mentos de comercio y otras trabas habian retardado que se descogiese

su prosperidad con la debida extension.

Bajo los diversos títulos de vireyes, capitanes generales y goberna-

dores, ejercian el poder supremo jefes militares, quienes sólo eran res-

ponsables de su conducta al Rey y al Consejo de Indias, que residia en

Madrid. Contrapesaban su autoridad las audiencias, que, ademas de

desempeñar la parte judicial, se mezclaban, con el nombre de Acuer-

do, en lo gubernativo, y aconsejaban á los vireyes, ó les sugerian las me-

didas que tenían por convenientes. No hubo en esto alteracion subs-

tancial, fuera de que en ciertas provincias, como en Buenos-Aires, se

crearon capitanías generales ó vireinatos independientes, en gran bene-

ficio de los moradores, que ántes se veian obligados á acudir para mu-

chos negocies á grandes distancias.

En la adnrinistracion de justicia, despues de las audiencias, que

eran los tribunales supremos, y de las que tambien en determinados ca-

sos se recurria al Consejo de Indias, venian los alcaldes mayores y los

ordinarios, á la manera de España, los cuales ejercian respectivamen-

te su autoridad, ya en lo judicial, ya en lo económico, presidiendo á los

ayuntamientos, cuerpos que se hallaban establecidos en los mismos tér-

minos que los de la Península, con sus defectos y ventajas.

Los alcaldes mayores, al tiempo de empuñar la vara, practicaban una

costumbre abusiva y ruinosa; pues so pretexto de que los indígenas ne-

cesitaban, para trabajar, de especial aguijon, ponían por obra lo que se

llamaba repartimientos. Palabra de mal significado, y que expresaba una

entrega de mercadurías que el alcalde mayor hacia á cada indio, para su

propio uso y el de su familia, á precios exorbitantes. Dábanse los géne-

ros al fiado y á pagar dentro de un año en productos de la agricultura del

país, estimados segun el antojo de los alcaldes, quienes, jueces y par-

te en el asunto, cometian molestas vejaciones, saliendo, en general, muy

ricos al cumplirse los cinco años de su magistratura, señaladamente en

los distritos en que se cosechaba grana.

Don José de Galvez, despues marqués de Sonora, que de cerca ha-

bia palpado los perjuicios de tamaño escándalo, luégo que se le confió,

en el reinado de Cárlos III, el ministerio general de Indias, abolió los re-

partimientos y las alcaldías mayores, sustituyendo á esta autoridad la

de las intendencias de provincia y subdelegacion de partido; mejora de

gran cuantía en la administracion americana, y contra la que, sin em-

bargo, exclamaron poderosamente las corporaciones más desinteresa-

das del país, afirmando que sin la coercion se echaria á vaguear el indio,

en menoscabo de la utilidad pública y privada, así como de las buenas

costumbres. Juicio errado, nacido de preocupacion arraigada, lo que en

breve manifestó la experiencia.

Creados los intendentes, ganó tambien mucho el ramo de Hacienda.

Antes, oficiales reales, por si ó por medio de comisionados, recaudaban

las contribuciones, entendiéndose con el Superintendente general, que

residia léjos de la capital de los gobiernos respectivos. Fijado ahora en

cada provincia un intendente, creció la vigilancia sobre los partidos, de

donde los subdelegados y oficiales reales tenian que enviar con puntua-

lidad á sus jefes las sumas percibidas y estados individuales de cuenta

y razon, asegurando, ademas, por medio de fianzas el bueno y fiel des-

empeño de sus cargos. Con semejantes precauciones, tomaron las ren-

tas increible aumento.

Eran las contribuciones en menor número, y no tan gravosas como

las de España. Pagábase la alcabala de todo lo que se introducia y ven-

día, el 10 por 100 de la plata y el 5 del oro que se sacaba de las minas,

con algunos otros impuestos ménos notables El conocido bajo el nombre

de tributo recaia sólo sobre los indios, en compensacion de la alcabala,

de que estaban exentos; era una capitacion en dinero, pesada en sí mis-

ma y de cobranza muy arbitraria.

Al tiempo de formar las intendencias hízose una division de terri-

torio, que no poco coadyuvó al bienestar de los naturales. Y del mismo

modo que con la cercanía de magistrados respetables se había puesto

mayor órden en el ramo de contribuciones, así tambien con ella se intro-

dujeron otras saludables reformas. Desde luégo rigiéronse con mayor fi-

delidad los fondos de propios; hubo esmero en la policía y ornato de los

pueblos, se administró la justicia sin tanto retraso y más imparcialmen-

te; y por fin se extinguió el pernicioso influjo de los partidos, terrible

azote, y causador allí de riñas y ruidosos pleitos.

Con haber perfeccionado de este modo la gobernacion interior, se dió

gran paso para la prosperidad americana.

Aviváronla tambien los adelantamientos que se hicieron en la ins-

truccion pública. Ya cuando la conquista empezaron á propagarse las

escuelas de primeras letras y los colegios, fundándose universidades en

várias capitales. Y si no se siguieron los mejores métodos, ni se enseña-

ron las ciencias y doctrinas que más hubiera convenido, dolencia fué co-

mun á España, de que se lamentaban los hombres de ingenio y doctos

que en todos tiempos honraron á nuestra patria. Pero luégo que en la Pe-

nínsula profesores hábiles dieron señales de desterrar vergonzosos erro-

res y de modificar en cuanto podian rancios estatutos, lo propio hicieron

otros en América, particularmente en las universidades de Lima y Santa

Fe. Tampoco el gobierno español en muchos casos se mostró hosco á las

luces del siglo. Diéronse en Ultramar, como en España, ensanches al sa-

ber, y áun allí se erigieron escuelas especiales: fué la más célebre el co-

legio de minería de Méjico, sobre el pié del de Freyberg de Sajonia, te-

niendo al frente maestros que habian cursado en Alemania, y los cuales

perfeccionaron el estudio de las ciencias exactas y naturales, sobre to-

do el de la mineralogía, provechoso y necesario en un país tan abundan-

te de metales preciosos.

Deplorable legislacion se adoptó desde el descubrimiento para el co-

mercio externo, mantenida en vigor hasta mediados del siglo xviii. Por-

que, ademas de sólo permitirse por ella el tráfico con la metrópoli (fal-

ta en que incurrieron todos los otros estados de Europa), circunscribióse

tambien á los únicos puertos de Sevilla primero, y despues de Cádiz,

adonde venían y de donde partian las flotas y galeones en determina-

da estacion del año; sistema que privaba al norte y levante de España y

á várias provincias americanas de comerciar directamente entre sí, cor-

tando el vuelo á la prosperidad mercantil, sin que por eso se remontase,

cual debiera, la de las ciudades privilegiadas. Cárlos V habia pensado

extender á los puertos principales de las otras costas la facultad del libre

y directo tráfico; pero obligado á condescender con los deseos de compa-

ñías de genoveses y otros extranjeros avecindados en Sevilla, cuyas ca-

sas le anticipaban dinero para las empresas y guerras de afuera, suspen-

dió resolucion tan sábia, despojando así á la periferia de la Península

de los beneficios que le hubieran acarreado los nuevos descubrimientos.

Felipe II y sus sucesores hallaron las arcas reales en idéntica ó mayor

penuria que Cárlos, y con desaficion á innovar reglas ya más arraigadas,

pretextaron igualmente, para conservar éstas, el aparecimiento de los fi-

libusteros, como si convoyes que navegaban en invariables tiempos, con

rumbo á puntos fijos, no facilitasen las acometidas y rapiñas de aquellos

audaces y numerosos piratas.

Dióse traza de modificar legislacion tan perjudicial en los reinados

de Fernando VI y Cárlos III, aprobándose al intento y sucesivamente di-

ferentes reglamentos, que acabaron de completarse en 1789. Permitióse

por ellos el comercio de América desde diversos puertos y con todas las

costas de la Península, siempre que fuesen súbditos, los que lo hiciesen,

de la corona de España. Tan rápidamente creció el tráfico, que se dobló

en pocos años, esparciéndose las ganancias por las várias provincias de

ambos hemisferios.

Con tales mejoras de administracion, y el aumento de riqueza, enro-

bustecíanse las regiones de Ultramar, y se iban preparando á caminar

solas y sin andadores del gobierno español. No obstante eso, el vínculo

que las unía era todavía fuerte y muy estrecho.

Otras causas concurrieron á aflojarle paulatinamente. Debe contar-

se entre las principales la revolucion de los Estados-Unidos anglo-ame-

ricanos. Jefferson en sus cartas asevera que ya entónces dieron pasos

los criollos españoles para lograr su independencia. Si fué así, debieron

provenir tales gestiones de particulares proyectos, no de la mayoría de

la poblacion ni de sus corporaciones, adictas á la metrópoli, con invete-

rados y apegados hábitos. Incurrió en error grave la córte de Madrid en

favorecer la causa anglo-americana, mayormente cuando no la impelian

á ello filantrópicos pensamientos, sino personal pique de Cárlos III con-

tra los ingleses, y consecuencias del desastrado pacto de familia. Dióse

de ese modo un punto en que con el tiempo se habia de apoyar la palan-

ca destinada á levantar los otros pueblos del continente americano. Lo

preveia el ilustre Conde de Aranda, cuando, precisado á firmar el trata-

do de Versalles, aconsejó que se enviasen á aquellas provincias infantes

de España, quienes al ménos mantuviesen, con su presencia y domina-

cion, las relaciones mercantiles y de buena amistad en que se interesa-

ban la prosperidad y riquezas peninsulares.

Tras lo acaecido en las márgenes del Delaware, sobrevino la revolu-

cion francesa, estímulo nuevo de independencia, sembrando en Améri-

ca, como en Europa, ideas de libertad y desasosiego. Hasta entónces los

alborotos ocurridos habian sido parciales, y nacidos sólo de tropelías in-

dividuales ó de vejaciones en algunas comarcas. Graves aparecieron las

turbulencias del Perú, acaudilladas por Tupac-Amaro; mas como los in-

dios que tomaron parte cometieron grandes crueldades, lo mismo con

criollos que con españoles, obligaron á unos y á otros á unirse para sofo-

car insurrecciones difíciles de cuajar sin su participacion. Quiso conmo-

verse Caracas, en 1796, luégo que se encendió la guerra con los ingleses.

Pero áun entónces fueron principales promovedores el español Picornel y

el general Miranda, forasteros ambos, por decirlo así, en el país.

Pues el primero, corazon ardiente y comprometido en la conspiracion

tramada en Madrid en 1795 contra el poder absoluto, hijo de Mallorca,

no conocía bastantemente la tierra; y el segundo, aunque nacido en Ve-

nezuela, ausente años de allí, y general de la república francesa, ama-

mantado con sus doctrinas, tenía ya éstas más presentes que la situacion

y preocupaciones de su primitiva patria. Por consiguiente se malogró la

empresa intentada, permaneciendo aún muy hondas las raíces del domi-

nio español, para que se las pudiera arrancar de un solo y primer golpe.

Mr. de Humboldt, nada desafecto á la independencia americana, confie-

sa «que las ideas que tenían en las provincias de Nueva-España acerca

de la metrópoli eran enteramente distintas de las que manifestaban las

personas que en la ciudad de Méjico se habían formado por libros fran-

ceses é ingleses.»

Requeríase, pues, algun nuevo suceso, grande, extraordinario, que

tocára inmediatamente á las Américas y á España, para romper los lazos

que unían á entrambas, no bastando á efectuar semeante acontecimien-

to ni lo apartado y vasto de aquellos países, ni la diversidad de castas y

sus pretensiones, ni las fuerzas y riqueza, que cada día se aumentaban,

ni el ejemplo de los Estados-Unidos, ni tampoco los terribles y más re-

cientes que ofrecia la Francia; cosas todas que colocamos entre las cau-

sas generales y lejanas de la independencia americana, empezando las

particulares y más próximas en las revueltas y asombros que se agolpa-

ron en el año de 1808.

En un principio, y al hundirse el trono de los Borbones, manifestaron

todas la regiones de Ultramar en favor de la causa de España verdade-

ro entusiasmo, conteniéndose, á su vista, los pocos que anhelaban mu-

danzas. Vimos en su lugar la irritacion que produjeron allí las miserias

de Bayona, la adhesion mostrada á las juntas de provincia y á la Cen-

tral, los donativos, en fin, y los recursos que con larga mano se suminis-

traren á los hermanos de Europa. Mas, apaciguado el primer hervor, y

sucediendo en la península desgracias tras de desgracias, cambióse po-

co á poco la opinion, y se sintieron rebullir los deseos de independen-

cia, particularmente entre la mocedad criolla de la clase media y el cle-

ro inferior. Fomentaron aquella inclinacion los ingleses, temerosos de la

caída de España; fomentáronla los franceses y emisarios de José, aun-

que en otro sentido y con intento de apartar aquellos países del gobierno

de Sevilla y Cádiz, que apellidaban insurreccional; fomentáronla los an-

glo-americanos, especialmente en Méjico; fomentáronla, por último, en

el Rio de la Plata los emisarios de la infanta doña Carlota, residente en

el Brasil, cuyo gobierno, independiente de Europa, no era para la Amé-

rica meridional de mejor ejemplo que lo habia sido para la septentrional

la separacion de los Estados-Unidos.

A estos embates, necesario era que cediese y empezase á crujir el

edificio levantado por los españoles más allá de los mares, cuya fábri-

ca hubo de ser bien sólida y compacta para que no se resquebrajase án-

tes y viniese al suelo.

Contrarestar tamaños esfuerzos parecía dificultoso, si no imposible,

abrumado el reino bajo el peso de una guerra desoladora y exhausto de

recursos. La Junta Central, no obstante, hubiera quizá podido tomar pro-

videncias que sostuviesen por más tiempo la dominacion peninsular. Li-

mitóse á hacer declaraciones de igualdad de derechos, y omitió medidas

más importantes. Tales hubieran sido, en concepto de los inteligentes,

mejorar la suerte de las clases menesterosas con repartimiento de tie-

rras; halagar más de lo que se hizo la ambicion de los pudientes y prin-

cipales criollos con honores y distinciones, á que eran muy inclinados;

reforzar con tropa algunos puntos, pues hombres no escaseaban en Es-

paña, y el soldado mediano acá era para allá muy aventajado, y final-

mente, enviar jefes firmes, prudentes y de conocida probidad. Y ora fue-

ran las circunstancias, ora descuido, no pensó la Central como debiera

en materia de tanta gravedad, y al disolverse, contenta ecn haber hecho

promesas, dejó la América, trabajada ya de mil modos, con las mismas

instituciones, desatendidas las clases pobres, y al frente autoridades por

lo general débiles é incapaces, y sospechadas algunas de connivencia

con los independientes.

Verificóse el primer estallido sin convenio anterior entre las diversas

partes de la América, siendo difíciles las comunicaciones y no estando

entónces extendidas ni arregladas las sociedades secretas, que despues

tanto influjo tuvieron en aquellos sucesos. El movimiento rompió por

Caracas, tierra acostumbrada á conjuraciones; y rompió, segun ya insi-

nuamos, al llegar la noticia de la pérdida de las Andalucías y dispersion

de la Junta Central.

El 19 de Abril de 1810 apareció amotinado el pueblo de aquella ciu-

dad, capital de Venezuela, al que se unió la tropa; y el Cabildo, ó sea

ayuntamiento, agregando á su seno otros individuos, erigióse en Junta

suprema, miéntras que, conformo anunció, se convocaba un congreso.

El capitan general, D. Vicente Empáran, sobrecogido y hombre de áni-

mo cuitado, no opuso resistencia alguna, y en breve desposeyéronle y le

embarcaron en la Guaira, con la Audiencia y principales autoridades es-

pañolas. Siguieron el impulso de Caracas las otras provincias de Vene-

zuela, excepto el partido de Coro y Maracaybo, en cuya ciudad mantu-

vo la tranquilidad y buen órden la firmeza del gobernador don Fernando

Miyares.

El haberse en Caracas unido la tropa al pueblo decidió la querella en

favor de los amotinados. Ayudaba mucho, para la determinacion del sol-

dado, el sistema militar que se había introducido en América en el úl-

timo tercio del siglo xviii, en cuyo tiempo se crearon cuerpos veteranos

de naturales del país, que si bien en gran parte eran mandados por coro-

neles y comandantes europeos, tenían tambien en sus filas oficiales sub-

alternos, sargentos y cabos americanos. Del mismo modo se organiza-

ron milicias de infantería y caballería, á semejanza las primeras de las

de España, y en ellas se apoyó principalmente la insurreccion. Cierto es

que al principio sólo la menor parte de las tropas se declaró en favor de

las novedades, y que hubo parajes, particularmente en Méjico y en el

Perú, en donde los militares contribuyeron á sofocar las conmociones;

mas con el tiempo, cundiendo el fuego, llegó hasta las tropas de línea.

El motivo principal que alegó Caracas para erigir una Junta supre-

ma é independiente fundóse en estar casi toda España sujeta ya á una

dinastía extranjera y tiránica, añadiendo que sólo haría uso de la sobe-

ranía hasta que volviese al trono Fernando VII, ó se instalase solemne

y legalmente un gobierno constituido por las Córtes, á que concurriesen

legítimos representantes de los reinos, provincias y ciudades de Indias.

Entre tanto, ofrecia la nueva Junta á los españoles que áun peleasen por

la independencia peninsular, amistad y envío de socorros. El nombre

de Fernando tuvo que sonar á causa del pueblo, muy adicto al sobera-

no desgraciado; esperanzados los promovedores del alzamiento que con-

llevando así las ideas de la mayoría, la traerian por sus pasos contados

adonde deseaban, mayormente si se introducian luégo innovaciones que

le fueran gratas. No tardaron éstas en anunciarse, pues se abolió en bre-

ve el tributo de los indios, repartiéronse los empleos entre los naturales

y se abrieron los puertos á los extranjeros. La última providencia hala-

gaba á los propietarios, que veían en ella crecer el valor de sus frutos, y

ganaban al propio tiempo la voluntad de las naciones comerciantes, co-

diciosas siempre de multiplicar sus mercados.

Así fué que el ministerio inglés, poco explícito en sus declaracio-

nes al reventar la insurreccion, no dejó pasar muchos meses sin expre-

sar, por boca de lord Liverpool, á que S. M. B. no se consideraba ligado

por ningun compromiso á sostener un país cualquiera de la monarquía

española contra otro por razon de diferencias de opinion sobre el modo

con que se debiese arreglar su respectivo sistema de gobierno, siempre

que conviniesen en reconocer al mismo soberano legítimo y se opusie-

sen á la usurpacion y tiranía de la Francia.....» No se necesitaba testi-

monio tan público para conocer que forzoso le era al gabinete de la Gran

Bretaña, aunque hubieran sido otras sus intenciones, usar de semejan-

te lenguaje, teniendo que sujetarse á la imperiosa voz de sus mercade-

res y fabricantes.

Alzó tambien Buenos-Aires el grito de independencia al saber allí

por un barco inglés, que arribó á Montevideo el 13 de Mayo, los de-

sastres de las Andalucías. Era capitan general D. Baltasar Hidalgo de

Cisneros, hombre apocado y sin cautela, quien, á peticion del Ayunta-

miento, consintió que se convocase un congreso, imaginándose que áun

despues proseguiria en el gobierno de aquellas provincias. Instalóse di-

cho congreso el 22 de Mayo, y, como era de esperar, fué una de sus pri-

meras medidas la deposicion del inadvertido Cisneros, eligiendo tam-

bien, á la manera de Caracas, una Junta suprema que ejerciese el mando

en nombre de Fernando VII. Conviene notar aquí que la formacion de

juntas en América nació por imitacion de lo que se hizo en España en

1808, y no de otra ninguna causa.

Montevideo, que se disponía á unir su suerte con la de Buenos-Ai-

res, detúvose, noticioso de que en la Península todavía se respiraba, y

de que existia en la isla de Leon, con nombre de Regencia, un gobier-

no central.

No así el nuevo reino de Granada, que siguió el impulso de Caracas,

creando una Junta suprema el 20 de Julio. Apearon del mando los nue-

vos gobernantes á D. Antonio Amat, virey semejante, en lo quebradizo

de su temple, á los jefes de Venezuela y Buenos-Aires. Acaecieron lué-

go en Santa Fe, en Quito y en las demas partes, altercados, divisiones,

muertes, guerra y muchas lástimas; que tal esquilmo coge de las revolu-

ciones la generacion que las hace.

Entónces, y largo tiempo despues, se mantuvo el Perú quieto y fiel á

la madre patria, merced á la prudente fortaleza del virey D. José Fernan-

do de Abascal y á la memoria, áun viva, de la rebelion del indio Tupac-

Amaro y sus crueldades.

Tampoco se meneaba Nueva-España, aunque ya se habian fragua-

do várias maquinaciones y se preparaban alborotos, de que más adelan-

te daremos noticia,

Por lo demas, tal fué el principio de irse desgajando del tronco pa-

terno, y una en pos de otra, ramas tan fructíferas del imperio español.

¿Escogieron los americanos para ello la ocasion más digna y honrosa? A

medir las naciones por la escala de los tiernos y nobles sentimientos de

los individuos, francamente diriamos que no, habiendo abandonado á la

metrópoli en su mayor afliccion, cuando aquélla decretára igualdad de

derechos, y cuando se preparaba á realizar en sus Córtes el cumplimien-

to de las anteriores promesas. Los Estados-Unidos separáronse de Ingla-

terra en sazon que ésta descubria su frente serena y poderosa, y despues

que reiteradas veces les habla su metrópoli negado peticiones modera-

das en un principio. Por el contrario, los americanos españoles cortaban

el lazo de la union, abatida la Península, reconocidas ya aquellas pro-

vincias como parte integrante de la monarquía, y convidados sus habi-

tantes á enviar diputados á las Córtes. No; entre individuos graduariase

tal porte de ingrato y áun villano. Las naciones, desgraciadamente, sue-

len tener otra pauta, y los americanos quizá pensaron lograr entónces

con más certidumbre lo que, á su entender, fuera dudoso y aventurado,

libre la Península y repuesto en el sólio el cautivo Fernando.

Controvertible, igualmente, ha sido si la América habia llegado al

punto de madurez é instruccion que eran necesarias para desprender-

se de los vínculos metropolitanos. Algunos han decidido ya la cuestion

negativamente, atentos á las turbulencias y agitacion contínua de aque-

llas regiones, en donde, mudando á cada paso de gobierno y leyes, apa-

recen los naturales, no sólo como inhábiles para sostener la libertad y

admitir un gobierno medianamente organizado, pero áun tambien como

incapaces de soportar el estado social de pueblos cultos. Nosotros, sin ir

tan allá, creemos, si, que la educacion y enseñanza de la América espa-

ñola será lenta y más larga que la de otros países; y sólo nos admiramos

de que haya habido en Europa hombres, y no vulgares, que, al paso que

negaban á España la posibilidad de constituirse libremente, se la con-

cedieran á la América, siendo claro que en ambas partes habian regi-

do idénticas instituciones, y que idénticas habian sido las causas de su

atraso, con la ventaja para los peninsulares de que entre ellos se desco-

nocía la diversidad de castas, y de que el inmediato roce con las nacio-

nes de Europa les habia proporcionado hacer mayores progresos en los

conocimientos modernos y mejorar la vida social. Mas si personas en-

tendidas y gobiernos sabios olvidaban reflexiones tan obvias, qué no se-

ria de ávidos especuladores, que soñaban montes de oro con la franqui-

cia y ámplia contratacion de los pueblos americanos?

La Regencia, al instalarse, había nombrado sujetos que llevasen á

las provincias de Ultramar las noticias de lo ocurrido en principios de

año, recordando al propio tiempo en una proclama la igualdad de con-

dicion otorgada á aquellos naturales, ó incluyendo la convocatoria para

que acudiesen á las Córtes por medio de sus diputados. Fuera de eso, no

extendió la Regencia sus providencias más allá de lo que lo había hecho

la Central, si bien es cierto que ni la situacion actual permitía el mismo

ensanche, ni tampoco era político anticipar en muchos asuntos el juicio

de las Córtes, cuya reunion se anunciaba cercana.

Sin embargo, publicóse en 17 de Mayo de 1810, á nombre de dicha

Regencia, una real órden de la mayor importancia, y por la que se auto-

rizaba el comercio directo de todos los puertos de Indias con las colonias

extranjeras y naciones de Europa. Mudanza tan repentina y completa en

la legislacion mercantil de Indias, sin prévio aviso ni otra consulta, sal-

tando por encima de los trámites de estilo áun usados durante el gobier-

no antiguo, pasmó á todos y sobrecogió al comercio de Cádiz, interesado

más que nadie en el monopolio de Ultramar.

Sin tardanza reclamó éste contra una providencia en su concepto in-

justísima, y en verdad muy informal y temprana. La Regencia ignoraba,

ó fngió ignorar, la publicacion de la mencionada órden; y en virtud de

exámen que mandó hacer, resultó que sobre un permiso limitado al ren-

glon de harinas y al solo puerto de la Habana, habia la secretaría de Ha-

cienda de Indias extendido por sí la concesion á los demas frutos y mer-

caderías procedentes del extranjero, y en favor de todas las costas de la

América. ¿Quién no creyera que al descubrirse falsía tan inaudita, abu-

so de confianza tan criminal y de resultas tan graves, no se hubiese he-

cho un escarmiento, que arredrase en lo porvenir á los fabricadores de

mentidas providencias del Gobierno? Formóse causa; mas causa al uso

de España en tales materias, encargando á un ministro del Consejo su-

premo de España é Indias que procediese á la averiguacion del autor ó

autores de la supuesta órden.

Se arrestó en su casa al Marqués de las Hormazas, ministro de Ha-

cienda; prendióse tambien al oficial mayor de la misma secretaría en lo

relativo á Indias D. Manuel Albuerne, y á algunos otros que resultaban

complicados. El asunto prosiguió pausadamente, y despues de muchas

idas y venidas, empeños y solicitaciones, todos quedaron quitos. Horma-

zas habla firmado á ciegas la órden, sin leerla y como si se tratase de un

negocio sencillo. El verdadero culpable era Albuerne, de acuerdo con el

agente de la Habana D. Claudio María Pinillos y D. Estéban Fernandez

de Leon, siendo sostenedor secreto de la medida, segun voz pública, uno

de los regentes. Tal descuido en unos, delito en otros, é impunidad ili-

mitada para todos, probaban más y más la necesidad urgente de purgar

á España de la maleza espesa que habían ahijado en su gobierno, de Go-

doy acá, los patrocinadores de la corrupcion más descarada.

La Regencia, por su parte, revocó la real órden, y mandó recoger los

ejemplares impresos. Pero el tiro había ya partido, y fácil es adivinar el

mal efecto que produciria, sugiriendo á los amigos de las alteraciones

de América nueva y fundada alegacion para proseguir en su comenza-

do intento.

Supo la Regencia el 4 de Julio las revueltas de Caracas, y al con-

cluirse Agosto las de Buenos-Aires. Apesadumbráronla noticias pa-

ra ella tan impensadas, y para la causa de España tan funestas; mas vi-

vió algun tiempo con la esperanza de que cesarian los disturbios luégo

que allá corriese no haber la Península rendido aún su cerviz al invasor

extranjero. ¡Vana ilusion! Alzamientos de esta clase, ó se ahogan al na-

cer, ó se agrandan con rapidez. La Regencia, indecisa y sin mayores me-

dios, consultó al Consejo, no tomando de pronto resolucion que parecie-

ra eficaz.

Aquel cuerpo opinó que se enviase á Ultramar un sujeto condeco-

rado y digno, asistido de algunos buques de guerra, y con órdenes para

reunir las tropas de Puerto-Rico, Cuba y Cartagena; previniéndole que

sólo emplease el medio de la fuerza cuando los de la persuasion no bas-

tasen. La Regencia se conformó en un todo con el dictamen del Conse-

jo, y nombró por comisionado, revestido de facultades omnímodas, á D.

Antonio Cortavarría, individuo del Consejo Real, magistrado respetable

por su pureza, pero anciano y sin el menor conocimiento de lo que era la

América. Figurábase el gobierno español equivocadamente que no eran

pasados los días de los Mendozas y los Gascas, y que á la vista del en-

viado peninsular se allanarian los obstáculos y se remansarían los tu-

multos populares. Llevaba Cortavarria instrucciones, que no sólo se ex-

tendían á Venezuela, sino que tambien abrazaban las islas, Santa Fe y

áun la Nueva-España; debiendo obrar con él mancomunadamente el go-

bernador de Maracaibo, D. Fernando Miyares, electo capitan general de

Caracas, en recompensa de su buen proceder.

Respecto de Buenos-Aires, ya ántes de saberse el levantamiento ha-

bla tomado la Regencia algunas medidas de precaucion, advertida de

tratos que la infanta doña Carlota traia allí desde el Brasil; y como Mon-

tevideo era el punto más á propósito para realizar cualquiera proyecto

que dicha señora tuviese entre manos, se habia nombrado, para preve-

nir toda tentativa, por gobernador de aquella plaza á D. Gaspar de Vigo-

det, militar de confianza.

Mas despues que la Regencia recibió la nueva de la conmocion de

Buenos-Aires no limitó á eso sus providencias, sino que tambien resol-

vió enviar de virey de las provincias del Rio de la Plata á D. Francisco

Javier de Elío, acompañado de 500 hombres, de una fragata de guerra y

de una urca, con órden de partir de Alicante y de ocultar el objeto del

viaje hasta pasadas las islas Canarias. Se le recomendó asimismo lo que

á Cortavarría en cuanto á que no emplease la fuerza ántes de haber ten-

tado todos los medios de conciliacion.

Hé aquí lo que por mayor se sabía en Europa de las turbulencias de

América, y lo que para cortarlas había resuelto la Regencia al tiempo de

instalarse las Córtes. Hallándose en el seno de éstas diputados naturales

de Ultramar, concíbese fácilmente que no dejarian huelgo á sus compa-

ñeros ántes de conseguir que se ocupasen en tan graves cuestiones. Las

propuestas fueron muchas y várias, y ya el 25 de Setiembre, tratándose

de expedir el decreto del 24, expuso la diputacion americana que al mis-

mo tiempo que se remitiese aquél á Indias, era necesario hablar á sus

habitantes de la igualdad de derechos que tenian con los de Europa, de

la extension de la representacion nacional como parte integrante de la

monarquía, y conceder una amnistía ú olvido absoluto por los extravíos

ocurridos en las desavenencias de algunos de aquellos países. La discu-

sion comenzó á encresparse, y don José Mejía, suplente por Santa Fe de

Bogotá y americano de nacimiento, fuese prudencia, fuese temor de que

resonasen en Ultramar las palabras que se pronunciaban en las Córtes,

palabras que pudieran ser funestas á los independientes, apoyados toda-

vía en un terreno poco firme, pidió que se ventilase el asunto en secre-

to. Accedió el Congreso á los deseos de aquel señor diputado, si bien por

incidencia se tocaron á veces en público, en las primeras sesiones, algu-

nos de los muchos puntos que ofrecia materia tan espinosa.

Despues de reñidos debates, aprobaron las Córtes los términos de un

decreto (7), que se promulgó con fecha de 15 de Octubre, en el que apa-

recieron como esenciales bases: 1.o, la igualdad de derechos, ya sancio-

nada; 2.o, una amnistía general, sin límite alguno.

En pos de esta resolucion vinieron, á manera de secuela, otras de-

claraciones y concesiones muy favorables á la América, de las que men-

cionaremos las más principales en el curso de esta Historia. Por ellas

se verá cuánto trabajaron las Córtes para granjearse el ánimo de aque-

llos habitantes y acallar los motivos que hubiera de justa queja, debien-

do haber finalizado las turbulencias, si el fuego de un volcán de extenso

cráter pudiera apagarse por la mano del hombre.

La víspera de la promulgacion del decreto sobre América entablóse en

público la discusion de la libertad de la imprenta. Don Agustin de Argüe-

lles era quien primero la había provocado, indicando en la sesion de la

tarde del 27 de Setiembre la necesidad de ocuparse á la mayor brevedad

en materia tan grave. Sostuvo su dictámen D. Evaristo Perez de Castro, y

áun insistió en que desde luego se formase para ello una comision; cuya

propuesta aprobaron las Córtes inmediatamente, sin obstáculo alguno.

Dedicóse con aplicacion contínua á su trabajo la comision nombra-

da, y el 14 de Octubre, cumpleaños del rey Fernando VII, leyó el infor-

me en que habían convenido los individuos de ella; casual coincidencia,

ó modo nuevo de celebrar el natalicio de un príncipe, cuyo horóscopo

vióse despues no cuadraba con el festejo. Al dia siguiente se trabó la

discusion, una de las más brillantes que hubo en las Córtes, y de la que

reportaron éstas fama esclarecida. Lástima ha sido que no se hayan con-

servado enteros les discursos allí pronunciados, pues todavía no se pu-

blicaban de oficio las sesiones, segun comenzó á usarse en el promedio

de Diciembre, habiéndose desde entónces establecido taquígrafos que

siguiesen literalmente la palabra del orador. Sin embargo, algunos curio-

sos, y entre ellos ingleses, tomaron nota bastante exacta de las discusio-

nes más principales, y eso nos habilita para dar una razon algo circuns-

tanciada de lo que ocurrió en aquella ocasion.

Antes de reunirse las Córtes, la libertad de la imprenta apénas con-

taba otros enemigos sino algunos de los que gobernaban; mas despues

que el Congreso mostró querer proseguir su marcha con hoz reformado-

ra, despertóse el recelo de las clases y personas interesadas en los abu-

sos, que empezaron á mirar con esquivez medida tan deseada. No pare-

ciéndoles, no obstante, discreto impugnarla de frente, idearon los que

pertenecieron á aquel número y estaban dentro de las Córtes, pedir que

se suspendiese la deliberacion.

Escogieron para hacer la propuesta al diputado que entre los suyos

juzgaron más atrevido, á don Joaquin Tenreiro, quien, despues de haber

el dia 14 procurado infructuosamente diferir la lectura del informe de la

comision, persistió el 15 en su propósito de que se dejase para más ade-

lante la discusion, alegando que se deberia pedir con antelacion el pare-

cer de ciertas corporaciones, en especial el de las eclesiásticas, y sobre

todo aguardar la llegada de diputados próximos á aportar de las costas

de Levante. Manifestó su opinion el Sr. Tenreiro acaloradamente, y exci-

tó la réplica de varios señores diputados, que demostraron haber segui-

do el expediente, no sólo los trámites de costumbre, sino que tambien,

viniendo ya instruido desde el tiempo de la Junta Central, habia recibi-

do con el mayor detenimiento la dilucidacion necesaria. Reprodujo, no

obstante, sus argumentos el Sr. Tenreiro; pero no por eso pudo estorbar

que empezase de lleno la discusion. El Sr. Argüelles fué de los prime-

ros que, entrando en materia, hizo palpables los bienes que resultan de

la libertad de la imprenta. «Cuantos conocimientos, dijo, se han exten-

dido por Europa han nacido de esta libertad, y las naciones se han ele-

vado á proporcion que ha sido más perfecta. Las otras, oscurecidas por

la ignorancia y encadenadas por el despotismo, se han sumergido en la

proporcien contraria. España, siento decirlo, se halla entre las últimas:

fijemos la vista en los postreros veinte años, en ese periodo henchido de

acontecimientos más extraordinarios que cuantos presentan los anterio-

res siglos, y en él podrémos ver los portentosos efectos de esa arma, á

cuyo poder casi siempre ha cedido el de la espada. Por su influjo vimos

caer de las manos de la nacion francesa las cadenas que la habían teni-

do esclavizada. Una faccion sanguinaria vino á inutilizar tan grande me-

dida, y la nacion francesa, ó más bien su gobierno, empezó á obrar en

oposicion á los principios que proclamaba..... El despotismo fué el fruto

que recogió..... Hubiera habido en España una arreglada libertad de im-

prenta, y nuestra nacion no hubiera ignorado cuál fuese la situacion po-

lítica de la Francia al celebrarse el vergonzoso tratado de Basilea. El go-

bierno español, dirigido por un favorito corrompido y estúpido, incapaz

era de conocer los verdaderos intereses del Estado. Abandonóse ciega-

mente y sin tino á cuantos gobiernos tuvo la Francia, y desde la Conven-

cion hasta el Imperio seguimos todas las vicisitudes de su revolucion,

siempre en la más estrecha alianza, cuando llegó el momento desgracia-

do en que vimos tomadas nuestras plazas fuertes, y el ejército del pér-

fido invasor en el corazon del reino. Hasta entónces á nadie le fué líci-

to hablar del gobierno frances con ménos sumision que del nuestro, y no

admirar á Bonaparte fué de los más graves delitos. En aquellos días mi-

serables se echaron las semillas cuyos amargos frutos estamos cogien-

do ahora. Extendamos la vista por el mundo: Inglaterra es la sola nacion

que hallarémos libre de tal mengua. Y ¿á quién lo debe? Mucho hizo en

ella la energía de su gobierno, pero más hizo la libertad de la impren-

ta. Por su medio pudieron los hombres honrados difundir el antídoto con

más presteza que el gobierno frances su veneno. La instruccion que por

la vía de la imprenta logró aquel pueblo, fué lo que le hizo ver el peli-

gro y saber evitarlo»

El Sr. Morros, diputado eclesiástico, sostuvo con fuerza ser la liber-

tad de la imprenta opuesta á la religion católica, apostólica romana, y

ser, por tanto, detestable institucion.» Añadió «que, segun lo prevenido

en muchos cánones, ninguna obra podia publicarse sin la licencia de un

obispo ó concilio, y que todo lo que se determinase en contra sería ata-

car directamente la religion.»

Aquí notará el lector que desesperanzados los enemigos de la liber-

tad de la imprenta de impedir los debates, trataron ya de impugnarla sin

disfraz alguno y fundamentalmente.

Fácil fué al Sr. Mejía rebatir el dictámen del señor Morros, advir-

tiendo «que la libertad de que se trataba limitábase á la parte política, y

en nada se rozaba con la religion ni la potestad de la Iglesia..... Observó

tambien la diferencia de tiempos, y la errada aplicacion que habia he-

cho el Sr. Morros de sus textos, los cuales por la mayor parte se referian

á una edad en que todavía no estaba descubierta la imprenta» Y conti-

nuando despues dicho Sr. Mejía en desentrañar con sutileza y profundi-

dad toda la parte eclesiástica, en que, aunque seglar, era muy versado,

terminó diciendo «que en las naciones en donde no se permitía la liber-

tad de imprenta, el arte de imprimir había sido perjudicial, porque había

quitado la libertad primitiva que existia de escribir y copiar libros sin

particulares trabas, y que si bien entónces no se esparcian las luces con

tanta rapidez y extension, ál o ménos eran libres. Y más vale un pedazo

de pan comido en libertad que un convite real con una espada que cuel-

ga sobre la cabeza, pendiente del hilo de un capricho.»

El Sr. Rodriguez de la Bárcena, bien que eclesiástico como el Sr. Mo-

rros, no recargó tanto en punto á la religion, pero con maña trazó una

pintura sombría «de los males de la libertad de la imprenta en una na-

cion no acostumbrada á ella; se hizo cargo de las calumnias que difun-

dia, de la desunion en las familias, de la desobediencia á las leyes, y

otros muchos estragos, de los que resultando un clamor general, tendria

al cabo que suprimirse una facultad preciosa, que coartada con pruden-

cia, era fácil conservar. Yo, continuó el orador, amo la libertad de la im-

prenta, pero la amo con jueces que sepan de antemano separar la cizaña

de con el grano. Nada aventura la imprenta con la censura prévia en las

materias científicas, que son en las que más importa ejercitarse, y usa-

da dicha censura discretamente, existirá, en realidad, con ella mayor li-

bertad que si no la hubiera, y se evitarán escándalos, y la aplicacion de

las penas en que incurrirán los escritores que se deslicen, siendo para el

legislador más hermoso representar el papel de prevenir los delitos que

el de castigarlos.»

Replicó á este orador D. Juan Nicasio Gallego que, aunque revesti-

do igualmente de los hábitos clericales, descollaba en el saber político,

si bien no tanto como en el arte divino de los Herreras y Leones. «Si hay

en el mundo, dijo, absurdo en este género, eslo el de asentar, como lo

ha hecho el preopinante, que la libertad de la imprenta podía existir ba-

jo una prévia censura. Libertad es el derecho que todo hombre tiene de

hacer lo que le parezca, no siendo contra las leyes divinas y humanas.

Esclavitud, por el contrario, existe donde quiera que los hombres están

sujetos, sin remedio, á los caprichos de otros, ya se pongan ó no inme-

diatamente en práctica. ¿Cómo puede, segun eso, ser la imprenta libre,

quedando dependiente del capricho, las pasiones ó la corrupcion de uno

ó más individuos? ¿Y por qué tanto rigor y precauciones para la impren-

ta, cuando ninguna legislacion las emplea en los demás casos de la vida,

y en acciones de los hombres no ménos expuestas al abuso? Cualquiera

es libre de proveerse de una espada, ¿y dirá nadie por eso que se le de-

ben atar las manos, no sea que cometa un homicidio? Puedo, en verdad,

salir á la calle y robar á un hombre; mas ninguno, llevado de tal miedo,

aconsejará que se me encierre en mi casa. A todos nos deja la ley libre

el albedrío, pero por horror natural á los delitos, y porque todos sabe-

mos las penas que están impuestas á los criminales, tratamos cada cual

de no cometerlo.....»

Hablaron en seguida otros diputados en favor de la cuestion, tales co-

mo los Sres. Lujan, Perez de Castro y Oliveros. El primero expresó «que

los dos encargos particulares que le habia hecho su provincia (la de Ex-

tremadura) habian sido, que fuesen públicas las sesiones de las Córtes

y que se concediese la libertad de la imprenta.» Puso el último su par-

ticular cuidado en demostrar que aquella libertad, «no sólo no era con-

traria á la religion, sino que era compatible con el amor más puro hácia

sus dogmas y doctrinas..... Nosotros, continuó tan respetable eclesiásti-

co, queremos dar alas á los sentimientos honrados, y cerrar las puertas á

los malignos. La religion santa de los Crisóstomos y de los Isidoros no se

recata de la libre discusion; temen ésta los que desean convertir aqué-

lla en provecho propio. ¡Qué de horrores y escándalos no vimos en tiem-

po de Godoy! ¡Cuánta irreligiosidad no se esparció! Y ¿habla libertad

de imprenta? Si la hubiera habido, dejáranse de cometer tantos exce-

sos, con el miedo de la censura pública, y no se hubieran perpetrado de-

litos, sumidos ahora en la impunidad del silencio. Ciertos obispos ¿hu-

bieran osado manchar los púlpitos de la religion, predicando los triunfos

del poder arbitrario, y por decirlo así, los del ateismo? ¿ Hubieran con-

tribuido á la destruccion de su patria y á la tibieza de la fe, incensando

impíamente al ídolo de Baal, al malaventurado valido?.....»

Contados fueron los diputados que despues impugnaron la libertad

de la imprenta, y áun de ellos el mayor número ántes provocó dudas

que expresó una opinion opuesta bien asentada. Los Sres. Morales Ga-

llego y D. Jaime Creux, fueron quienes con mayor vigor esforzaron los

argumentos en contra de la cuestion. Dirigióse el principal conato de

ambos á manifestar «la suelta que iba á darse á las pasiones y persona-

lidades, y el riesgo que corria la pureza de la fe, siendo de dificultoso

deslinde en muchos casos el término de las potestades política y ecle-

siástica.» El Sr. Argüelles rechazó de nuevo muchas de las objeciones;

pero quien entre los postreros de los oradores habló de un modo lumi-

noso, persuasivo y profundo, fué el dignísimo D. Diego Muñoz Torrero,

cuya candorosa y venerable presencia, repetimos, aumentaba peso á la

ya irresistible fuerza de su raciocinacion. «La materia que tratamos, di-

jo, tiene, segun la miro, dos partes: la una de justicia, la otra de nece-

sidad. La justicia es el principio vital de la sociedad civil, é hija de la

justicia es la libertad de la imprenta..... El derecho de traer á exámen

las acciones del Gobierno es un derecho imprescriptible, que ninguna

nacion puede ceder sin dejar de ser nacion. ¿Qué hicimos nosotros en

el memorable decreto de 24 de Setiembre? Declaramos los decretos de

Bayona ilegales y nulos. Y ¿por qué? Porque el acto de renuncia se ha-

bía hecho sin el consentimiento de la nacion. ¿A quién ha encomenda-

do ahora esa nacion su causa? A nosotros; nosotros somos sus repre-

sentantes, y segun nuestros usos y antiguas leyes fundamentales, muy

pocos pasos pudiéramos dar sin la aprobacion de nuestros constituyen-

tes. Mas cuando el pueblo puso el poder en nuestras manos, ¿se privó

por eso del derecho de examinar y criticar nuestras acciones? ¿Por qué

decretamos en 24 de Setiembre la responsabilidad de la potestad eje-

cutiva, responsabilidad que cabrá sólo á los ministros cuando el Rey se

halle entre nosotros? ¿Por qué nos aseguramos la facultad de inspeccio-

nar sus acciones? Porque poniamos poder en manos de hombres, y los

hombres abusan fácilmente de él, si no tienen freno alguno que les con-

tenga, y no habia para la potestad ejecutiva freno más inmediato que

el de las Córtes. Mas, ¿somos por acaso infalibles? ¿Puede el pueblo,

que apénas nos ha visto reunidos, poner tanta confianza en nosotros,

que abandone toda precaucion? ¿No tiene el pueblo el mismo dere-

cho respecto de nosotros, que nosotros respecto de la potestad ejecuti-

va, en cuanto á inspeccionar nuestro modo de pensar, y censurarlo?.....

Y el pueblo ¿qué medio tiene para esto? No tiene otro sino el de la im-

prenta; pues no supongo que los contrarios á mi opinion le den la facul-

tad de insurreccionarse, derecho el más terrible y peligroso que pue-

da ejercer una nacion. Y si no se le concede al pueblo un medio legal

y oportuno para reclamar contra nosotros, ¿qué le importa que le tira-

nice uno, cinco, veinte ó ciento? El pueblo español ha detestado siem-

pre las guerras civiles, pero quizá tendria, desgraciadamente, que ve-

nir á ellas. El modo de evitarlo es permitir la solemne manifestacion de

la opinion pública. Todavía ignoramos el poder inmenso de una nacion

para obligar á los que gobiernan á ser justos. Empero prívese al pue-

blo de la libertad de hablar y escribir, ¿cómo ha de manifestar su opi-

nion? Si yo dijese á mís poderdantes de Extremadura que se establecía

la prévia censura de la imprenta, ¿qué me dirian al ver que para expo-

ner sus opiniones tenían que recurrir á pedir licencia?..... Es, pues, uno

de los derechos del hombre, en las sociedades modernas, el gozar de la

libertad de la imprenta; sistema tan sabio en la teórica, como confirma-

do por la experiencia. Véase Inglaterra: á la imprenta libre debe princi-

palmente la conservacion de su libertad política y civil, su prosperidad.

Inglaterra, por tanto, ha protegido la imprenta, pero la imprenta, en pa-

go, ha conservado la Inglaterra. Si la medida de que hablamos es, jus-

ta en sí y conveniente, no es ménos necesaria en el día de hoy. Empeza-

mos una carrera nueva, tenemos que lidiar con un enemigo poderoso, y

fuerza nos es recurrir á todos los medios que afiancen nuestra libertad,

y destruyan los artificios y mañas del enemigo. Para ello indispensable

parece reunir los esfuerzos todos de la nacion, é imposible sería no con-

centrando su energía en una opinion unánime, espontánea é ilustrada,

á lo que contribuirá muy mucho la libertad de la imprenta, y en lo que

están interesados no ménos los derechos del pueblo que los del monar-

ca..... La libertad sin la imprenta libre, aunque sea el sueño del hombre

honrado, será siempre un sueño..... La diferencia entre mi y mis con-

trarios consiste en que ellos conciben que los males de la libertad son

como un millon, y los bienes como veinte; yo, por lo opuesto, creo que

los males son como veinte, y los bienes como un millon. Todos han de-

clamado contra sus peligros. Si yo hubiera de reconocer ahora los ma-

les que trae consigo la sociedad, los furores de la ambicion, los horrores

de la guerra, la desolacion de los hombres y la devastacion de las pes-

tes, llenaria de pavor á los circunstantes. Mas, por horrible que fuese

esta pintura, ¿se podrian olvidar los bienes de la sociedad civil, á pun-

to de decretar su destruccion? Aquí estamos, hombres falibles, con to-

da la mezcla de bueno y malo que es propia de la humanidad, y sólo por

la comparacion de ventajas é inconvenientes podemos decidirnos en las

cuestiones..... Un prelado de España, y lo que es más, inquisidor ge-

neral, quiso traducir la Biblia al castellano. ¿Qué torrente de invecti-

vas no se desató contra el?..... ¿Cuál fué su respuesta? Yo no niego que

tiene inconvenientes, pero ¿es útil, pesados unos con otros? En el mismo

caso estamos. Si el prelado hubiera conseguido su intento, á él debe-

ríamos el bien, el mal á nuestra naturaleza. Por fin, creo que hariamos

traicion á los deseos del pueblo, y que dariamos armas al gobierno arbi-

trario que hemos empezado á derribar, si no decretásemos la libertad de

la imprenta..... La prévia censura es el último asidero de la tiranía, que

nos ha hecho gemir por siglos. El voto de las Córtes va á desarraigar és-

ta, ó á confirmarla para siempre.»

Son pálido y apagado bosquejo de la discusion los breves extractos

que de ella hacemos y nos han quedado. Raudales de luz salieron de las

diversas opiniones, expuestas con gravedad y circunspeccion. Para dar-

les el valor que merecen, conviene hacer cuenta de lo que había sido án-

tes España y de lo que ahora aparecía, rompiendo de repente la mordaza

que estrechamente y largo tiempo habla comprimido, atormentándolos,

sus hermosos y delicados labios.

La discusion general duró desde el 15 hasta el 19 de Octubre, en cu-

yo día se aprobó el primer artículo del proyecto de ley, concebido en es-

tos términos: «Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquiera

condicion y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y pu-

blicar sus ideas políticas, sin necesidad de licencia, revision y aproba-

cion alguna anteriores á la publicacion, bajo las restricciones y respon-

sabilidades que se expresarán en el presente decreto.» Votóse el artículo

por 70 votos contra 32, y áun de éstos hubo 9 que especificaron que só-

lo por entónces le desechaban.

Claro era que pasarian despues sin particular tropiezo los demas ar-

tículos, explicativos, por lo general, del primero. La discusion, sin em-

bargo, no finalizó enteramente hasta el 5 de Noviembre, interpuestos á

veces otros asuntos.

El reglamento contenia en todo veinte artículos; tras del primero ve-

nian los que señalaban los delitos y determinaban las penas, y tambien

el modo y trámites que habian de seguirse en el juicio. Tacháronle algu-

nos de defectuoso en esta parte, y de no definir bien los diversos casos.

Pero, pendiendo los límites entre la libertad y el abuso de reglas inde-

terminadas y variables, problema es de dificultosa resolucion conceder

lo uno y vedar debidamente lo otro. La libertad gana en que las leyes so-

bre esta materia pequen más bien por lo indefinido y vago que por ser

sobradamente circunstanciadas; el tiempo y el buen sentido de las na-

ciones acaban por corregir abusos y desvíos, que no le es dado impedir

al más atento legislador.

Chocó á muchos, particularmente en el extranjero, que la libertad de

la imprenta decretada por las Córtes se ciñese á la parte política, y que

áun por un artículo expreso (el 6.o) se previniese «que todos los escri-

tos sobre materias de religion quedaban sujetos á la prévia censura de

los ordinarios eclesiásticos.» Pero los que así razonaban, desconocian el

estado anterior de España, y en vez de condenar, debieran más bien ha-

ber alabado el tino y la sensatez con que las Córtes procedian. La Inqui-

sicion había pesado durante tres siglos sobre la nacion, y era ya cami-

nar á la tolerancia, desde el momento en que se arrancaba la censura de

las manos de aquel tribunal para depositarla en sólo las de los obispos,

de los que, si unos eran fanáticos, habia otros tolerantes y sabios. Ade-

mas, quitadas las trabas para lo político, ¿quién iba á deslindar en mu-

chedumbre de casos los términos que dividian la potestad eclesiástica

de la secular? El artículo tampoco extendía la prohibicion más allá del

dogma y de la moral, dejando á la libre discusion cuanto temporalmen-

te interesaba á los pueblos.

El Sr. Mejía, no obstante eso, y del conocimiento que tenía de la na-

cion y de las Córtes, se aventuró á proponer que se ampliase la libertad

de la imprenta á las obras religiosas; imprudencia que hubiera podido

comprometer la suerte de toda la ley, si á tiempo no hubiera cortado la

discusion el señor Muñoz Torrero.

Por el contrario, al cerrarse los debates, D. Francisco María Riesco,

diputado por la junta de Extremadura é inquisidor del tribunal de Llere-

na, pidió que en el decreto se hiciese mencion honorífica y especial del

Santo Oficio, á lo que no hubo lugar; mostrando así de nuevo las Córtes

cuán discretamente evitaban viciosos extremos. Libertad de la imprenta

y Santo Oficio nunca correrán á las parejas, y la publicacion aprobativa

de ambos establecimientos en una misma y sola ley hubiérala graduado

el mundo de monstruoso engendro.

No se admitió el jurado en los juicios de imprenta, aunque algunos

lo deseaban, no pareciendo todavía ser aquél oportuno momento. Pero á

fin de no dejar la nueva institucion en poder sólo de los togados desafec-

tos á ella, decidióse por uno de los artículos que las Córtes nombrasen

una junta suprema, dicha de censura, que residiese cerca del Gobierno,

formada de nueve individuos, y otra semejante, de cinco, á propuesta de

la misma, para las capitales de provincia. En la primera habia de haber

tres eclesiásticos, y dos en cada una de las otras. Tocaba á estas juntas

examinar los impresos denunciados, y calificar si se estaba ó no en el ca-

so de proceder contra ellos y sus autores, editores é impresores, respon-

sables á su vez y respectivamente. Los individuos de la Junta eran en

realidad los jueces del hecho, quedando despues á los tribunales la apli-

cacion de las penas.

El nombre de junta de censura engañó á varios entre los extranjeros,

creyendo que se trataba de censura preventiva, y no de una calificacion

hecha posteriormente á la impresion, publicacion y circulacion de los

escritos, y sólo en virtud de acusacion formal. Tambien disgustó, áun en

España, que entrase en la Junta un número determinado de eclesiásti-

cos, pues los más hubieran preferido que se dejase al arbitrio de las Cór-

tes. Sin embargo, los altamente entendidos columbraron que semejan-

te providencia tiraba á acallar la voz del clero, muy poderosa entónces,

y á impedir sagazmente que acabase aquel cuerpo por tener en las jun-

tas decidida mayoría.

La práctica hizo ver que el plan de las Córtes estaba bien combina-

do, y que la libertad de la imprenta existe así que cesa la prévia censu-

ra, sierpe que la ahoga al tiempo mismo de recibir el sér.

En 9 de Noviembre eligieron las Córtes la mencionada Junta supre-

ma, y el 10 promulgóse el decreto de la libertad de la imprenta (8), de

cuyo beneficio empezaron inmediatamente á gozar los españoles, publi-

cando todo género de obras y periódicos con el mayor ensanche y sin

restriccion alguna para todas las opiniones.

Durante esta discusion y la anterior sobre América manifestáronse

abiertamente los partidos que encerraban las Córtes, los cuales, como

en todo cuerpo deliberativo, principalmente se dividian en amigos de

las reformas, y en los que les eran opuestos. El público insensiblemen-

te distinguió con el apellido de liberales á los que pertenecían al prime-

ro de los dos partidos, quizá porque empleaban á menudo en sus discur-

sos la frase de principios ó ideas liberales; y de las cosas, segun acontece,

pasó el nombre á las personas. Tardó más tiempo el partido contrario en

recibir especial epíteto, hasta que al fin un autor (9) de despejado inge-

nio calificóle con el de servil.

Existia aún en las Córtes un tercer partido, de vacilante conducta y

que inclinaba la balanza de las resoluciones al lado adonde se arrimaba.

Era éste el de los americanos; unido por lo comun con los liberales, des-

amparábalos en algunas cuestiones de Ultramar y siempre que se quería

dar vigor y fuerza al gobierno peninsular.

A la cabeza de los liberales campeaba (10) don Agustin de Argüe-

lles, brillante en la elocuencia, en la expresion numeroso, de ajustado

lenguaje cuando se animaba, felicísimo y fecundo en extemporáneos de-

bates, de conocimientos varios y profundos, particularmente en lo po-

lítico, y con muchas nociones de las leyes y gobiernos extranjeros. Lo

suelto y noble de su accion, nada afectada, lo elevado de su estatura, la

viveza de su mirar, daban realce á las otras prendas que ya le adorna-

ban. Señaláronse junto con él en las discusiones, y eran de su bando, en-

tre los seglares D. Manuel García Herreros, don José María Calatrava,

D. Antonio Porcel y D. Isidoro Antillon, afamado geógrafo; los dos pos-

treros entraron en las Córtes ya muy avanzado el tiempo de sus sesiones.

Tambien el autor de esta Historia tomó con frecuencia parte activa en los

debates, si bien no ocupó su asiento hasta el Marzo de 1811, y todavía

tan mozo, que tuvieron las Córtes que dispensarle la edad.

Entre los eclesiásticos del mismo partido adquirieron justo renombre

D. Diego Muñoz Torrero, cuyo retrato queda trazado, D. Antonio Olive-

ros, D. Juan Nicasio Gallego, D. José Espiga y D. Joaquin de Villanue-

va, quien, en un principio incierto, al parecer, en sus opiniones, afirmó-

se despues, y sirvió al liberalismo de fuerte pilar con su vasta y exquisita

erudicion.

Contábanse tambien en el número de los individuos de este partido

diputados que nunca ó rara vez hablaron, y que no por eso dejaban de

ser varones muy distinguidos. Era el más notable don Fernando Navarro,

vocal por la ciudad de Tortosa, que habiendo cursado en Francia en la

universidad de la Sorbona, y recorrido diversos reinos de Europa y fuera

de ella, poseía á fondo várias lenguas modernas, las orientales y las clá-

sicas, y estaba familiarizado con los diversos conocimientos humanos;

siendo, en una palabra, lo que vulgarmente llamamos un pozo de cien-

cia. Venian tras del don Fernando los Sres. Ruiz Padron y Serra, ecle-

siásticos venerables, de quienes el primero había en otro tiempo trabado

amistad, en los Estados-Unidos, con el célebre Franklin.

Ayudaban asimismo sobremanera para el despacho de los negocios y

en las comisiones los señores Perez de Castro, Lujan, Caneja y D. Pedro

Aguirre, inteligente el último en comercio y materias de Hacienda.

No ménos sobresalian otros diputados en el partido desafecto á las

reformas, ora por los conocimientos que les asistian, ora por el uso que

acostumbraban hacer de la palabra, y ora, en fin, por la práctica y ex-

periencia que tenian en los negocios. De los seglares merecerán siem-

pre, entre ellos, distinguido lugar D. Francisco Gutierrez de la Huerta,

D. José Pablo Valiente, D. Francisco Borrull y D. Felipe Aner, si bien

éste se inclinó á veces hacia el bando liberal. De los eclesiásticos que

adhirieron á la misma opinion anti-reformadora, deben con particula-

ridad notarse los Sres. D. Jaime Creux, D. Pedro Inguanzo y D. Alon-

so Cañedo. Conviene, sin embargo, advertir que entre todos estos voca-

les y los demas de su clase los habia que confesaban la necesidad de

introducir mejoras en el gobierno, y áun pocos eran los que se negaban

á ciertas mudanzas, dando demasiadamente en ojos los desórdenes que

habian abrumado á España, para que á su remedio pudiese nadie opo-

nerse del todo.

Entre los americanos divisábanse igualmente diputados sabios, elo-

cuentes y de lucido y ameno decir. Don José Mejía era su primer caudi-

llo, hombre entendido, muy ilustrado, astuto, de extremada perspicacia,

de sutil argumentacion, y como nacido para abanderizar una parcialidad

que nunca obraba sino á fuer de auxiliadora y al són de sus peculiares

intereses. La serenidad de Mejía era tal, y tal el predominio sobre sus

palabras, que sin la menor aparente perturbacion sostenia á veces, al re-

matar de un discurso, lo contrario de lo que habia defendido al princi-

piarle, dotado para ello del más flexible y acabado talento. Fuera de eso,

y aparte de las cuestiones políticas, varon estimable y de honradas pren-

das. Seguíanle de los suyos, entre los seglares, y le apoyaban en las deli-

beraciones, los Sres. Leiva, Morales Duarez, Felíu y Gutierrez de Teran.

Y entre los eclesiásticos, los Sres. Alcocer, Arispe, Larrazábal, Gordoa y

Castillo, los dos últimos á cual más digno.

Apénas puede afirmarse que hubiera entre los americanos diputado

que ladease del todo al partido anti-reformador. Uníase á él en ciertos

casos, pero casi nunca en los de innovaciones.

Éste es el cuadro fiel que presentaban los diversos partidos de las

Córtes, y éstos sus más distinguidos corifeos y diputados. Otros nom-

bres, tambien honrosos, nos ocurrirán en adelante. Por lo demas, en nin-

gun paraje se conocen tan bien los hombres, ni se coloca cada uno en su

legítimo lugar, como en las asambleas deliberativas: son éstas piedra de

toque, á la que no resisten reputaciones mal adquiridas. En el choque de

los debates se discierne pronto quién sobresale en imaginacion, quién

en recto sentido, y cuál, en fin, es la capacidad con que la naturaleza ha

dotado respectivamente á cada individuo; la naturaleza, que nunca se

muestra tan generosa, que prodigue á unos dones perfectos intelectua-

les, ni tan mísera, que prive del todo á otros de alguno de aquellos in-

apreciables bienes. En nuestro entender, el mayor beneficio de los go-

biernos representativos consiste en descubrir el mérito escondido, y en

dar á conocer el verdadero y peculiar saber de las personas, con lo que

los estados consiguen á lo último ser dirigidos, ya que no siempre por la

virtud, al ménos por manos hábiles y entendidas, paso agigantado para

la felicidad y progreso de las naciones. Hubiérase en España sacado de

este campo miés más bien granada, si al tiempo de recogerla, un ábrego

abrasador no hubiese quemado casi toda la espiga.

Miéntras que las Córtes andaban ocupadas en la discusion de la li-

bertad de imprenta, mudaron tambien las mismas los individuos que

componian el Consejo do Regencia. A ellas incumbia, durante la ausen-

cia del Rey, constituir la potestad ejecutiva del modo que pareciera más

conveniente. De igual derecho habian usado las Córtes antiguas en al-

gunas minoridades; de igual podian usar las actuales, mayormente aho-

ra, que el príncipe cautivo no habia tomado en ello providencia determi-

nada, y que la Regencia elegida por la Central lo habia sido hasta tanto

que las Córtes, ya convocadas, «estableciesen un gobierno cimentado

sobre el voto general de la nacion.»

Inasequible era que continuasen en el mando los individuos de di-

cha Regencia, ya se considerase lo ocurrido con el Obispo de Orense, y

ya la mutua desconfianza que reinaba entre ella y las Córtes, nacida de

las causas arriba indicadas y de una providencia áun no referida, que

pareció maliciosa, ó hija de liviano é inexcusable proceder.

Fué ésta una órden al gobernador de la plaza de Cádiz y al del Con-

sejo Real «para que se celase sobre los que hablasen mal de las Córtes.»

Los diputados atribuyeron esmero tan cuidadoso al objeto de malquis-

tarlos con el público, y al pernicioso designio de que la nacion creyese

era el Congreso muy censurado en Cádiz. Las disculpas que la Regencia

dió, léjos de disminuir el cargo, lo agravaron; pues, habiendo dado la ór-

den reservadamente y en términos solapados, pudiera dudarse si aque-

lla disposicion provenia de las Córtes ó de sólo la potestad ejecutiva. Los

diputados anunciaron en público que miraban la órden como contraria

á su pripio decoro, aspirando únicamente á merecer por su conducta la

aprobacion de sus conciudadanos, en prueba de lo cual se ocupaban en

dar la libertad de la imprenta, para que se examinasen los procedimien-

tos legislativos del Gobierno con ámplia y segura franqueza.

Unido el incidente de esta órden á las causas anteriormente insinua-

das y á otras ménos principales, decidiéronse por fin las Córtes á remo-

ver la Regencia. Hiciéronlo, no obstante, de un modo suave y el más ho-

norífico, admitiendo la renuncia que de sus cargos habian al principio

hecho los individuos del propio cuerpo.

Al reemplazarlos, redujeron las Córtes á tres el número de cinco,

y el 28 de Octubre pasaron los sucesores á prestar en el salon el jura-

mento exigido, retirándose, en consecuencia, de sus puestos los antiguos

regentes. Habia recaido la eleccion en el general de tierra D. Joaquin

Blake, en el jefe de escuadra D. Gabriel Ciscar y en el capitan de fraga-

ta D. Pedro Agar; el último, como americano, en representacion de las

provincias de Ultramar. Pero de los tres nombrados, hallándose los dos

primeros ausentes en Murcia, y no pareciendo conveniente que miéntras

llegaban gobernase solo D. Pedro Agar, eligieron las Córtes dos suplen-

tes, que ejerciesen interinamente el destino, y fueron el general Mar-

qués del Palacio y D. José María Puig, del Consejo Real.

Este y el Sr. Agar prestaron el juramento lisa y llanamente, sin aña-

dir observacion alguna. No así el del Palacio, quien expresó «juraba

sin perjuicio de los juramentos de fidelidad que tenía prestados al Sr.

D. Fernando VII.» Déjase discurrir qué estruendo moveria en las Cór-

tes tan inesperada cortapisa. Quiso el Marqués explicarla; mas para ello

mandósele pasar á la barandilla; allí, cuanto más procuró esclarecer el

sentido de sus palabras, tanto más se comprometió, perturbado su jui-

cio y confundido. Insistiendo, sin embargo, el Marqués en su propósito,

D. Luis del Monte, que presidia, hombre de condicion fiera, al paso que

atinado y de luces, impúsole respeto y le ordenó que se retirase. Obede-

ció el Marqués, quedando arrestado, por disposicion de las Córtes, en el

cuerpo de guardia.

Con lo ocurrido dióse solamente posesion de sus destinos, el mismo

dia 28, á los Sres. Agar y Puig, quienes desde luégo se pusieron tambien

las bandas amarillo-encarnadas, color del pabellon español, y distinti-

vo ya ántes adoptado para los individuos de la Regencia. En el dia in-

mediato nombraron las Córtes, como regente interino, en lugar del Mar-

qués del Palacio, al general Marqués del Castelar, grande de España.

Los propietarios ausentes, D. Joaquin Blake y D. Gabriel Ciscar, no ocu-

paron sus sillas hasta el 8 de Diciembre y el 4 del próximo Enero.

En las Córtes enzarzóse gran debate sobre lo que se habia de hacer

con el Marqués del Palacio. No se graduaba su porfiado intento de im-

prudencia ó de moros escrúpulos de una conciencia timorata, sino de

premeditado plan de los que habian estimulado al Obispo de Orense en

su oposicion. Hizo el acaso, para aumentar la sospecha, que tuviese el

Marqués un hermano fraile, que, algun tanto entrometido, habia acom-

pañado á dicho prelado en su viaje de Galicia á Cádiz, motivo por el que

mediaba entre ambos relacion amistosa. Creemos, sin embargo, que el

desliz del Marqués provino más bien de la singularidad de su condicion

y de la de su mente, compuesto informe de instruccion y preocupacio-

nes, que de amaños y anteriores conciertos.

Entre los diputados que se ensañaron contra el del Palacio, hubo al-

gunos de los que comumnente votaban del lado antiliberal. Señalóse el

Sr. Ros, ya ántes severo en el asunto del Obispo de Orense, y el cual di-

jo en esta ocasion: «Trátese al Marqués del Palacio con rigor, fórmesele

causa, y que no sean sus jueces individuos del Consejo Real, porque es-

te cuerpo me es sospechoso.»

Al fin, despues de haber pasado el negocio á una comision de las

Córtes, se arrestó al Marqués en su casa, y la Regencia nombró para juz-

garle una junta de magistrados. Duró la causa hasta Febrero, en cuyo in-

termedio, habiéndose disculpado aquél, escrito un manifiesto, y mostrá-

dose muy arrepentido, logró desarmar á muchos, y en particular á sus

jueces, quienes no dieron otro fallo sino «que el Marqués estaba en la

obligacion de volver á presentarse en las Córtes, y de jurar en ellas lisa y

llanamente, así para satisfacer á aquel cuerpo como á la nacion de cual-

quiera nota de desacato en que hubiese incurrido.....arzo á prestar en las

Córtes el juramento que se le exigia, con lo que se terminó un negocio

sólo, al parecer, grave por las circunstancias y tiempos en que pasó, y

quizá poco atendible en otros, como todo lo que se funda en explicacio-

nes y conjeturas acerca del modo de pensar de los individuos.

Ahora, ántes de proseguir en nuestra tarea, será bien que nos deten-

gamos á echar una ojeada sobre várias medidas que tomó la última Re-

gencia, y sobre acaecimientos que durante su mando ocurrieron, y de los

que no hemos aún hecho memoria.

En la parte diplomática casi se habian mantenido las mismas rela-

ciones. Limitábanse las más importantes á las de Inglaterra, cuya poten-

cia habia enviado en Abril de ministro plenipotenciario á sir Enrique

Wellesley, hermano del Marqués y de lord Wellington. Consistieron las

negociaciones principales en lo que se referia á subsidios, no habiéndo-

se empeñado aún ninguna esencial acerca de las revueltas que iban so-

breviniendo en Ultramar. La Inglaterra, pronta siempre á suministrar á

España armas y vestuario, escatimaba los socorros en dinero, y al fin los

suprimió casi del todo.

Viendo que cesaban los donativos de esta clase, pensóse en verificar

empréstitos bajo la proteccion y garantia del mismo gobierno inglés. La

Central había pedido uno de 50 millones de pesos, que no se realizó; la

Regencia, al principio, otro de 10 millones de libras esterlinas, que tuvo

igual suerte; mas como la razon dada para la negativa del gabinete bri-

tánico se fundó en que la suma era muy cuantiosa, rebajóla la Regencia

á dos millones. No por eso fué esta demanda en sus resultas más afor-

tunada que las anteriores; pues en Agosto contestó el ministro Welles-

ley (11) «que siendo grandísimos los subsidios que habia prestado la In-

glaterra á España en dinero, armas, municiones y vestuario, á fin de que

la nacion británica, apurada ya de medios, siguiese prestando á la espa-

ñola los muchos que todavía necesitaba para concluir la grande obra en

que estaba empeñada, parecia justo que, en recíproca correspondencia,

franquease su gobierno el comercio directo desde los puertos de Inglate-

rra con los dominios españoles de Indias, bajo un derecho de 11 por 100

sobre factura, en el supuesto que esta libertad de comercio sólo tendria

lugar hasta la conclusion de la guerra empeñada entónces con la Fran-

cia.» Don Eusebio de Bardají, ministro de E,stado, respondió (merecien-

do despues su réplica la aprobacion del Gobierno) «que no podria éste

admitir la propuesta sin concitar contra sí el ódio de toda la nacion, á la

que se privaria, accediendo á los deseos del gobierno británico, del fruto

de las posesiones ultramarinas, dejándola gravada con el coste del em-

préstito que se hacia para su proteccion y defensa.» Aquí quedaron las

negociaciones de esta especie, no yendo más adelante otras entabladas

sobre subsidios.

Las Córtes, con todo, para estrechar los vínculos entre ambas na-

ciones, resolvieron en 19 de Noviembre (12) que «se erigiese un monu-

mento público al rey del reino unido de la Gran Bretaña é Irlanda, Jorge

III, en testimonio del reconocimiento de España á tan augusto y genero-

so soberano.» Lo apurado de los tiempos no permitió llevar inmediata-

mente á efecto esta determinacion, y los gobiernos que sucedieron á las

Córtes tampoco la cumplieron, como suple acontecer con los monumen-

tos públicos cuya fundacion se decreta en virtud de circunstancias par-

ticulares.

Motejaron algunos á la primera Regencia que hubiese permitido la

entrada de las tropas inglesas en Ceuta, y motejáronla no con justicia,

puesto que, admitidas en Cádiz, no habia razon para mostrarse tan re-

celosa respecto de la otra plaza. Y bueno es decir que aquella Regencia

tampoco accedia fácilmente en muchos casos á todo lo que los extranje-

ros deseaban. Lo hemos visto en lo del empréstito, y vióse ántes en otro

incidente que ocurrió al principiar Junio. Entónces el embajador We-

llesley pidió permiso para que lord Wellington pudiese enviar ingenie-

ros que fortificasen á Vigo y las islas inmediatas de Bayona, á fin de que

el ejército inglés tuviese aquel refugio en caso de alguna desgracia que

le forzase á retirarse del lado de Galicia. Respondió la Regencia que ya,

por órden suya, se estaban fortaleciendo las mencionadas islas, y que en

cualquiera contratiempo sería recibido allí lord Wellington y su ejército

tan bien como en las otras partes del territorio español, y con el agasajo

y cariño debidos á tan estrechos aliados.

Púsose igualmente. bajo la dependencia del Ministerio de Estado

una correspondencia secreta que se organizó en Abril con mayor cui-

dado y diligencia que anteriormente, á las órdenes de D. Antonio Ranz

Romanillos, magistrado hábil y despierto, quien estableció cordones de

comunicacion por los puntos que ocupaban los enemigos, estando infor-

mado diaria y muy circunstanciadamente de todo lo que pasaba hasta en

lo íntimo de la corte del rey intruso.

Por aquí tambien se despacharon las instrucciones dadas á una co-

mision puesta en el mismo Abril á cargo del Marqués de Ayerbe. Enla-

zábase ésta con la libertad de Fernando VII, y habíase ya tratado con el

Arzobispo de Laodicea, último presidente de la Central, con el Duque

del Infantado y el Marqués de las Hormazas. Presumimos que traia es-

te asunto el mismo origen que el del Baron de Kolly, sin tener resultas

más felices. El de Ayerbe salió de Cádiz en el bergantin Palomo, con dos

millones de reales, metióse despues en Francia, y no consiguiendo nada

allí, tuvo la desgracia, al volver, de ser muerto en Aragon por unos pai-

sanos, que le miraron como á hombre sospechoso.

En Junio propuso el gobierno inglés al español entrar en un concier-

to de canje de prisioneros, de que se estaba tratando con Francia. Las

negociaciones para ello se entablaron principalmente en Morlaix, entre

Mr. Mackenzie y M. de Moustier. Tenian los franceses en Inglaterra unos

50.000 prisioneros, y no pasaban de 12.000 los ingleses que habia en

Francia, ya de la misma clase, ya de los detenidos arbitrariamente por la

policía al empezar las hostilidades en 1802. De consiguiente, queriendo

el gabinete británico, segun un proyecto de ajuste que presentó en 23 de

Setiembre, canjear hombre por hombre y grado por grado, hacíase indis-

pensable que formasen parte en el convenio España y los demas aliados

de Inglaterra. Mas Napoleon, que no se curaba de llevar á cabo la nego-

ciacion sobre aquella base, y quizá tampoco bajo otra ninguna admisi-

ble, pedia que se le volviesen á bulto los prisioneros suyos de guerra en

cambio de los ingleses, ofreciendo entregar despues los prisioneros espa-

ñoles. La negociacion, por tanto, continuada sin fruto, se rompió del to-

do ántes de finalizar el año do 1810. Y fué en ella de notar lo desvariado

á veces de la conducta del comisario frances, M. de Moustier, que que-

ria se considerase prisionero de guerra al ejército inglés de Portugal; M.

de Moustier, el mismo que, tiempos adelante, embajador en España de

Cárlos X de Francia, se mostró muy adicto á las doctrinas del más puro

y exaltado realismo.

Manejada la Hacienda por la Junta (13) de Cádiz desde el 28 de

Enero, día de su instalacion, no ofreció aquel ramo en su forma varia-

cion sustancial hasta el 31 de Octubre, en que se rescindió el contrato

ó arreglo hecho con la Regencia en 31 de Marzo anterior. Las entradas

que tuvo la Junta durante dicho tiempo pasaron do 351 millones de rea-

les. De ellos, en rentas del distrito, unos 84; en donativos é imposiciones

extraordinarias de la ciudad, 17; en préstamos y otros renglones (inclu-

sas 249.000 libras esterlinas del Embajador de Inglaterra), 54; y en fin,

más de 195 procedentes de América, siendo de advertir que en esta can-

tidad se contaban 27 millones que pertenecian á particulares residen-

tes en país ocupado, y de cuya suma se apoderó la Junta bajo calidad de

reintegro; tropelia que cometió sin que la desaprobase la Regencia, muy

contra razon. Invirtiéronse de los caudales recibidos más de 92 millones

en la defensa y atenciones del distrito; más de 146 en los gastos genera-

les de la nacion, y enviáronse á las provincias unos 112, en cuya enume-

racion, así de la data como del cargo, hemos suprimido los picos para no

recargar inútilmente la narracion. Las rentas de las demas partes de Es-

paña se consumieron dentro de su respectivo territorio, aprontando los

naturales en suministros lo que no podian en dinero.

Circunscribióse la primera Regencia, en cuanto á crédito público, á

nombrar, en 19 de Febrero, una comision de tres individuos, que exami-

nase el asunto y preparase un informe; encargo que desempeñó cumpli-

damente D. Antonio Ranz Romanillos, sin que se tomase en su conse-

cuencia, sobre la materia, resolucion alguna.

El 24 de Mayo, ántes de entrar el Obispo de Orense en la Regen-

cia, decidió ésta que se reservase para las urgencias públicas la mitad

del diezmo; providencia osada y que no se avenia con el modo de pen-

sar de aquel cuerpo en otras cuestiones. Así fué que pasó como relám-

pago, anulándose en breve, y en virtud de representacion de varios ecle-

siásticos y prelados.

El ejército, que al tiempo de instalarse la Regencia estaba en mu-

chas partes en casi completa dispersion, fuése poco á poco reuniendo.

En Junio contaba ya 140.000 hombres, y creció su número hasta unos

170.000. No dejó para ello de tomar la Regencia sus providencias, parti-

cularmente en la isla de Leon; pero léjos de allí debióse más el aumento

al espíritu que animaba á los soldados y á la nacion entera, que á enér-

gicas disposiciones del gobierno central, mal colocado, ademas, para te-

ner un influjo directo y efectivo.

Una de las buenas medidas de esta Regencia fué introducir en el

ejército el estado mayor general. Sugirió la idea D. Joaquin Blake cuan-

do mandaba en la isla. Por medio de dicho establecimiento se asegura-

ron las relaciones mutuas entre todos los ejércitos, y se facilitó la com-

binacion de las operaciones, pudiendo todas partir de un centro comun.

Segun la antigua ordenanza, desempeñaban aisladamente las faculta-

des propias de dicho cuerpo el cuartel maestre y los mayores generales

de infantería, caballería y dragones, desavenidos á veces entre sí. Blake

formó el plan, que, aprobado por el Gobierno, se circuló en 9 de Ju-

nio, quedando nombrado el mismo general jefe del nuevo estado mayor,

plantel en lo sucesivo de excelentes y beneméritos militares.

Desde el principio del levantamiento, fija en el ejército toda la aten-

cion, habíase desatendido la marina, sirviendo en tierra muchos de sus

oficiales. Pero arrinconado el Gobierno en Cádiz, hízose indispensable

el apoyo de la armada, no queriendo depender del todo de la de los in-

gleses.

Las fragatas y navíos que necesitaban entrar en dique ó no se po-

dian armar por falta de tripulaciones, se destinaron á Mahon y la Haba-

na. Los otros cruzaron en el Mediterráneo ó en el Océano, y traian ó lle-

vaban auxilios de armas, municiones, víveres, caudales y áun tropa. Los

buques menores y la fuerza sutil, ademas de defender la bahía de Cádiz,

la Carraca y los caños de la isla, contribuian á sostener el cabotaje, de-

fendiendo los barcos costaneros de las empresas de varios corsarios, que

se anidaban, con perjuicio de nuestra navegacion, en Sanlúcar, Málaga y

várias calas de la Andalucía.

Por lo que respecta á tribunales, si bien, segun dijimos, habia la Re-

gencia restablecido, con gran desacierto, todos los consejos, justo es no

olvidar que tambien ántes habia abolido acertadamente el tribunal de

vigilancia y seguridad, formado por la Central para los casos de infiden-

cia. En 16 de Junio desapareció dicha institucion, que por haber sido

comision criminal extraordinaria merece vituperarse, pasando su nego-

ciado á la audiencia territorial. Ya manifestamos que los jueces de aquel

primer cuerpo no se habian mostrado muy rigurosos, siendo quizá mé-

nos que sus sucesores, quienes condenaron á muerte al abogado D. Do-

mingo Rico Villademoros, del tribunal criminal del intruso José, cogi-

do en Castilla por una partida, y que en consecuencia de sentencia dada

contra su persona, padeció en Cádiz la pena de garrote. Doloroso suce-

so, aunque el único que de esta clase hubo por entónces en Cádiz, al pa-

so que en Madrid los adictos al gobierno intruso se encrudecian á menu-

do en los patriotas.

Recorrido habemos, ahora y anteriormente, los hechos más notables de

la primera Regencia, y de ellos se colige que ésta, á pesar de sus defectos

y amor á todo lo que era antiguo, no por eso dejó las cosas en peor postura

de aquella en que las habia encontrado; si bien pendió en parte tal dicha

de la corta duracion de su gobierno, y de no poder el mal ir más allá á no

haberse rendido al enemigo; villanía de que eran incapaces los primeros

regentes, hombres los más, si no todos, de honra y cumplida probidad.

Los nuevos regentes se inclinaban al partido reformador. De D. Joa-

quin Blake y de sus calidades como general hemos hablado ya en diver-

sas ocasiones; tiempo vendrá de examinar su conducta en el puesto de

regente. Los otros dos gozaban fama de marinos sabios, en especial D.

Gabriel Císcar, dotado tambien de carácter firme, distinguiéndose todos

tres por su integridad y amor á la justicia.

Las Córtes proseguian sin interrupcion en la carrera de sus traba-

jos y reformas. A propuesta del Sr. Argüelles, decretaron (14) en 1.o de

Diciembre que se suspendiese el nombramiento de todas las prebendas

eclesiásticas, excepto las de oficio y las que tuviesen anexa cura de al-

mas. Al principio comprendiéronse en la resolucion las provincias de

Ultramar, mas despues se excluyeron, no queriendo por entónces dis-

gustar al clero americano, de mayor influjo entre aquellos pueblos que el

de la Península entre los de acá.

El 2 del mismo mes (15), en virtud de proposicion del Sr. Gallego,

rebajáronse los sueldos, mandando que ningun empleado disfrutase de

más de 40.000 rs. vn, fuera de los regentes, ministros del Despacho, em-

pleados en córtes extranjeras y generales del ejército y armada en ser-

vicio activo. Ya ántes se habia establecido, hasta para los sueldos infe-

riores á 40.000 rs., una escala de diminucion proporcional, no cobrando

tampoco los secretarios del Despacho más allá de 120.000 rs. Se modi-

ficaron alguna vez estas providencias, pero siempre en favor de la eco-

nomía y buen órden, como era justo, y más entónces, apurado el erario,

y con tantas obligaciones en el ramo de la Guerra, atendido con prefe-

rencia á otro alguno.

Experimentaron alivio en sus persecuciones muchos individuos

arrestados arbitrariamente por la primera Regencia ó por los tribunales,

ordenando que se activasen las causas y que se hiciesen visitas de cár-

celes. Las Córtes, en medidas de esta clase, nunca mostraron diversidad

de opinion. Así quien primero insistió en la visita de cárceles fué el Sr.

Gutierrez de la Huerta, expresando que «en ella se descubririan muchos

inocentes.» Porque el mal de España no consistia precisamente en los

fallos crueles y frecuentes, sino en las prisiones arbitrarias y en su inde-

finida prolongacion.

Aunque ocupadas en estas y otras providencias del momento y ur-

gentes, no olvidaron tampoco las Córtes pensar en aquellas que en lo fu-

turo debian afianzar la suerte y libertad de España. Rever las franquezas

y fueros de que hablan gozado antiguamente los diversos pueblos penin-

sulares, mejorándolos, uniforinándolos y adaptándolos al estado actual

de la nacion y del mundo, habia sido uno de los fines de la convocacion

de Córtes, y del cual nunca prescindieron éstas. Por tanto, el 23 de Di-

ciembre, y conforme á una propuesta de D. Antonio Oliveros, hecha el

9, nombróse una comision (16) especial que preparase un proyecto de

Constitucion política de la monarquía. En ella entraron europeos de las

diversas opiniones que habia en las Córtes y varios americanos.

Por el mismo tiempo confundiéronse tambien los diferentes y opues-

tos modos de sentir en una discusion ardua, trabada en asunto que de

cerca tocaba á Fernando VII. De resultas de la correspondencia inserta

en el Monitor en este año de 1810, en la que habia cartas sumisas á Na-

poleon del rey cautivo, esparcióse por España que se trataba de unir á

éste con una princesa de la familia imperial, y de restituirle, así enlaza-

do, al trono de sus abuelos, bajo la sombra y proteccion del Emperador

de los franceses, y con condiciones contrarias al honor é independen-

cia de la nacion. A haberse realizado semejante plan, siguiéranse conse-

cuencias graves, y quizá por este medio, mejor que por ningun otro, hu-

biera alcanzado el extranjero la completa supeditacion de España. Mas,

por dicha, el proyecto no convenía á la indomeñable alma de Napokon,

no sujeto á mudar de consejo ni á alterar una primera resolucion.

Movido de tales voces D. Antonio Capmany, centinela siempre des-

pierto contra todo lo que tirase á menoscabar la independencia nacional,

habia en 10 de Diciembre formalizado la proposicion siguiente: «Las

Córtes generales y extraordinarias, deseosas de elevar á ley la máxima

de que en los casamientos de los reyes debe tener parte el bien de los

súbditos, declaran y decretan: Que ningun rey de España pueda con-

traer matrimonio con persona alguna, de cualquiera clase, prosapia y

condicion que sea, sin prévia noticia, conocimiento y aprobacion de la

nacion española, representada legítimamente en las Córtes. «Tambien

el Sr. Borrull hizo otra proposicion sobre el asunto, aunque en términos

más generales, pues decía: «Que se declaren nulos y de migun valor ni

efecto cualesquiera actos ó convenios que ejecuten los reyes de Espa-

ña estando en poder de los enemigos, y puedan causar algun perjuicio

al reino.»

Amigos de las reformas, los contrarios á ellas, americanos, europeos,

todos los diputados, en una palabra, concurrieron á dar su asenso á la

mente, ya que no á la letra, de ambas proposiciones, cuya discusion se

entabló el 29 de Diciembre; unidad hija del amor que habia por la inde-

pendencia, ante la cual callaban las demas pasiones.

El mismo Sr. Borrull (17) decia entónces: «En el fuero de Sobrarbe,

que regía á los aragoneses y navarros, fué establecido que los reyes no

pudieran declarar guerras, hacer paces, treguas, ni dar empleos sin el

consentimiento de doce ricos-homes, y de los más sabios y ancianos. En

Castilla se estableció tambien en todas las provincias de aquel reino que

los hechos arduos y asuntos graves se hubiesen de tratar en las mismas

Córtes, y así se ejecutaba, y de otro modo, eran nulos y de ningun valor

y efecto semejantes tratados. Así que, atendiendo á la ley antigua y fun-

damental de la nacion y á estos hechos, cualquiera cosa que resulte en

perjuicio del reino debe ser de ningun valor..... Esta aprobacion nacio-

nal debe servir siempre á los reyes como una barrera contra los esfuer-

zos extraordinarios de sus enemigos, porque sabiendo los reyes que sus

caprichos no han de ser admitidos por el Estado, se abstendrán de en-

trar en ellos.....»

De la misma bandera anti-liberal que el Sr. Borrull era D José Pablo

Valiente, y sin embargo, no sólo aprobaba las proposiciones, sino que

deseaba fuesen más claras y terminantes. «Podria suceder muy bien, de-

cia, que nuestro incauto, sencillo y cándido príncipe, sin la experien-

cia que da el mundo, se presentase con una princesa jóven para sentarse

tranquilamente en el trono. Y entónces las Córtes acertarian en deter-

minar que no fuese admitido, porque este matrimonio de ningun modo

puede convenir á España..... Sea ó no casado Fernando, nunca le admi-

tirémos que no sea para hacemos felices.»

Hablaron en igual sentido otros diputados de la misma opinion. Los

de la contraria, como los señores Argüelles, Oliveros, Gallego y otros,

pronunciaron tambien extensos y notables discursos. Entre ellos, el Sr.

Garcia Herreros se expresaba así: «..... Desde el principio han estado los

reyes sujetos á las leyes que les ha dictado la nacion..... Ésta les ha pres-

crito sus obligaciones y les ha señalado sus derechos, declarando nu-

lo de antemano cuanto en contrario hagan. La ley 29, tít. XI de la Parti-

da 3.a dice: Si el rey jurase alguna cosa que sea en daño ó menoscabo del

reino, non es tenido de guardar tal jura como esta. Siempre ha podido la

nacion reconvenirles sobre el mal uso del poder, y á ese efecto dice la

ley 10, tít. I, Partida 2.a: Que si el rey usase mal de su poderío le puedan

decir las gentes tirano é tornarse el señorío que era de derecho en tortice-

ro..... Los que se escandalizan de oir que la nacion tiene derecho sobre

las personas y acciones de sus monarcas, y que puede anular cuanto ha-

gan durante su cautiverio, repasen los fragmentos de leyes que he cita-

do, lean las leyes fundamentales de nuestra monarquía desde su origen,

y si áun así no se convencen de la soberanía de la nacion, de que és-

ta no es patrimonio de los reyes, y de que en todos tiempos la ley ha si-

do superior al Rey, crean que nacieron para esclavos y que no deben ser

miembros de esta nacion, que jamas reconocerá otras obligaciones que

las que ella misma se imponga.....» Todo este discurso, del cual no co-

piamos sino una parte, llevaba el sello de la rígida y profunda severidad

del orador, de condicion muy desenfadada, claro y desembozado en su

estilo, y de extensos conocimientos en nuestra legislacion é historia de

las Córtes antiguas, como procurador que habia sido de los reinos.

No quedaron atras en la discusion los americanos, compitiendo con

los europeos en ciencia y resolucion, señaladamente los Sres. Mejía y

Leiva. Merece asimismo entre ellos particular memoria D. Dionisio Inca

Yupangui, diputado por el Perú, verdadero vástago de la antigua y real

familia de los Incas, pintándose todavía en su rostro el origen indiano de

donde procedia. Dijo, pues, el D. Dionisio: «órgano de la América y de

sus deseos (y en verdad, ¿quién podria serlo con más justicia?), declaro

á las Córtes que sin la libertad absoluta del Rey en medio de su pueblo,

la total evacuacion de las plazas y territorio español, y sin la completa

integridad de la monarquía, no oirá la América proposiciones ó condi-

ciones del tirano Napoleon, ni dejará de sostener con todo fervor los vo-

tos y resoluciones de las Córtes.»

En fin, despues de unos debates muy luminosos, que duraron por es-

pacio de cuatro dias, y teniendo presentes las proposiciones de los Sres.

Capmany y Borrull, y otras indicaciones que se hicieron, extendió el Sr.

Perez de Castro un decreto, que se aprobó en estos términos el 1.o de

Enero de 1811: «Las Córtes generales y extraordinarias, en conformi-

dad de su decreto de 24 de Setiembre del año próximo pasado, en que

declararon nulas y de ningun valor las renuncias hechas en Bayona por

el legítimo rey de España y de las Indias, el señor don Fernando VII, no

sólo por falta de libertad, sino tambien por carecer de la esencialísima

é indispensable circunstancia del consentimiento de la nacion, decla-

ran que no reconocerán, y ántes bien tendrán y tienen por nulo y de nin-

gun valor ni efecto todo acto, tratado, convenio ó transaccion, de cual-

quiera clase y naturaleza, que hayan sido ó fueren otorgados por el Rey

miéntras permanezca en el estado de opresion y falta de libertad en que

se halla, ya se verifique su otorgamiento en el país enemigo, ó ya den-

tro de España, siempre que en éste se hallo su real persona rodeada de

las armas, ó bajo el influjo directo ó indirecto del usurpador de su co-

rona; pues jamas le considerará libre la nacion, ni le prestará obedien-

cia, hasta verle entre sus fieles súbditos, en el seno del Congreso nacio-

nal que ahora existe ó en adelante existiere, ó del gobierno formado por

las Córtes. Declaran asimismo que toda contravencion á este decreto se-

rá mirada por la nacion como un acto hostil contra la patria, quedando

el contraventor responsable á todo el rigor de las leyes. Y declaran, por

último, las Córtes que la generosa nacion á quien representan no dejará

un momento las armas de la mano, ni dará oidos á proposicion de aco-

modamiento ó concierto, de cualquiera naturaleza que fuese, como no

preceda la total evacuacion de España y Portugal por las tropas que tan

inicuamente las han invadido; pues las Córtes están resueltas, con la na-

cion entera, á pelear incesantemente hasta dejar asegurada la religion

santa de sus mayores, la libertad de su amado monarca y la absoluta in-

dependencia é integridad de la monarquía.» La votacion de este decre-

to fué nominal, y resultó unánime su aprobacion por 114 diputados que

se hallaron presentes, en cuyo número contábanse ya propietarios veni-

dos de América. Las Córtes, celebrando de este modo entradas de año,

puede afirmarse, sin parcial ni exagerado afecto, que se encumbraron en

aquella ocasion á par del senado romano en sus mejores tiempos.

Volvieron durante estos meses á ocupar á las Córtes diversas veces

las provincias de Ultramar. Estimulaban á ello sus diputados y el deseo

de hacer el bien de aquellas regiones, como tambien el de apagar el fue-

go insurreccional, que cundia y se aumentaba.

Llegó al Paraguay y al Tucuman, propagado por Buenos-Aires. Lo

mismo á Chile, en donde por dicha, haciendo á tiempo dimision de su

empleo el brigadier Carrasco, que allí mandaba, y reemplazado por el

Conde de la Conquista, no se desconoció la autoridad suprema de la Pe-

nínsula, aunque ya caminaba aquel país por pendiente resbaladiza.

Más recias y de consecuencias peores aparecieron las revueltas de

Nueva-España. Empezaron ya á temerse desde el tiempo del virey D. Jo-

sé Iturrigaray, á quien depusieron el 16 de Setiembre de 1809 los euro-

peos avecindados en aquel reino, sospechándole de confabulacion con

los criollos, y autorizados para ello por la Audiencia. Y aunque es cier-

to que dicho Iturrigaray fué absuelto de toda culpa en la causa que de

resultas se le formó en Europa, quedaron, sin embargo, contra él en pié

vehementísimos indicios de haber querido establecer un gobierno inde-

pendiente, poniéndose él mismo á la cabeza. Nombró la Central para su-

ceder á éste en el cargo de virey al arzobispo D. Francisco Javier de Li-

zana, anciano débil, y juguete de pasiones ajenas.

El ejemplo que se habia dado en desposeer á Iturrigaray aunque con

recto fin, la pobreza de ánimo del Arzobispo Virey, y por último, los de-

sastres de España en 1810, dieron osadía á los descontentos para decla-

rarse abiertamente en Setiembre de este año. Quien primero se presen-

tó como caudillo fué un clérigo por lo general desconocido, su nombre

D. Miguel Hidalgo de la Costilla, cura de la poblacion de Dolores, en

los términos de la ciudad de Guanajuato. Instruido en las materias de

su profesion, no desconocia la literatura francesa, y era hombre sagaz,

de buen entendimiento y modales cultos. Odió siempre á los españoles,

y empezó á tramar conspiracion despues de unas vistas que tuvo con un

general frances enviado por Napoleon para abogar en favor de su herma-

no José, y á quien prendieron en provincias internas, y llevaron en se-

guida á la ciudad de Méjico.

Hidalgo sublevó á los indios y mulatos, y entró con ellos el 16 de Se-

tiembre en el pueblo de su feligresía, y obrando de acuerdo con los ca-

pitanes del provincial de la Reina D. Ignacio Allende y D. Juan Alda-

na, llegó á San Miguel el Grande, donde se le unió dicho regimiento casi

en su totalidad. Engrosado cada dia más el cuerpo de Hidalgo, prosiguió

éste adelante, «prorumpiendo en vivas á Fernando VII y muerte á los ga-

chupines», nombre que allí se da á los europeos. Llevaban los amotina-

dos un estandarte con la imágen de la Virgen de Guadalupe, tenida en

gran veneracion por los indios: obligados los jefes á cubrir aquí como en

lo demas de América sus verdaderos intentos bajo el manto de la reli-

gion y de fidelidad al Rey.

Avanzaron de este modo Hidalgo y sus parciales, consiguiendo en

breve apoderarse de Guanajuato, una de las poblaciones más ricas y

opulentas, á causa de las minas que en su territorio se labran. El 18 de

Octubre extendiéronse los sublevados hasta Valladolid de Mechoacan, y

reinando en Méjico gran fermentacion, parecia casi seguro el triunfo de

aquéllos, si por entónces, y muy á tiempo, no hubiese aportado de Euro-

pa D. Francisco Javier Venégas, nombrado virey en lugar del Arzobispo.

Tan oportuna llegada comprimió el mal ánimo dé los descontentos den-

tro de la ciudad, y tomándose para lo de fuera activas providencias, se

paró el golpe que de tan cerca amagaba.

Hidalgo, viniendo por el camino de Toluca, hallábase ya á catorce le-

guas de Méjico, cuando les salió al encuentro con 1.500 hombres el co-

ronel don Torcuato Trujillo, enviado por Venégas; corto número el de su

gente si se compara con la que acompañaba á Hidalgo, allegadiza en

verdad, pero que al cabo pudiera llevar ventaja por su muchedumbre á

los soldados veteranos del jefe español.

Avistáronse ambas partes en el monte de las Cruces, y empeñóse vi-

vo choque, costoso para todos, y de cuyas resultas el coronel Trujillo,

aunque victorioso, juzgó prudente, á causa del gran golpe del enemigo,

retroceder por la noche á Méjico, en donde con su llegada creció en unos

la zozobra, y en otros renació la esperanza.

De nuevo estaba comprometida la suerte de aquella ciudad, y qui-

zá sin remedio, si D. Félix Calleja no la hubiera sacado del apuro. Era

este jefe comandante de la brigada de San Luis de Potosí, y al saber la

marcha de Hidalgo sobre Méjico, siguióle la huella con 3.000 hombres

de buenas tropas. No descorazonado por eso el clérigo general, sino án-

tes animoso con la retirada de Trujillo del monte de las Cruces, revolvió

contra Calleja, y encontróle cerca de Aculco el 7 de Noviembre. Trabó-

se, desde luégo, pelea entre las fuerzas contrarias, y quedaron los insur-

gentes del todo desbaratados.

Mas poco despues, habiéndoseles dado tiempo, se rehicieron, y tuvo

Calleja que embestirles otra vez y en várias acciones. De éstas la prin-

cipal, y que acabó, por decirlo así, con Hidalgo, dióse el 17 de Enero

de 1811, en el puente llamado de Calderon, provincia de Guadalajara.

Aquel jefe y sus adherentes tuvieron, en consecuencia, que refugiar-

se en provincias internas, en donde cogidos el 21 de Marzo inmediato,

mandóseles arcabucear.

Hácia la costa del mar del Sur, en la misma Nueva-España, apareció

tambien otro clérigo llamado D. José María Morelos, ignorante, feroz, en

sus costubres estragado y sin recato alguno, pero audaz y propio para ta-

les empresas. Con todo, tuvo al fin, si bien largo tiempo despues, la mis-

ma y desgraciada suerte de Hidalgo, habiendo él y otros jefes trabajado

mucho la tierra, y alimentado el fuego de la insurreccion, mal encubier-

to áun en las provincias tranquilas. Lo que perjudicó á los levantados de

Méjico, y tal vez los perdió por entónces, fué que no empezaron su movi-

miento en la capital, quedando, por tanto, en pié para contenerlos la au-

toridad central de los españoles. En Venezuela y Buenos-Aires sucedió

al contrario, y así desde el primer dia apareció en aquellas provincias

más asegurada la causa de los independientes.

La guerra que se encendió en Méjico al tiempo de levantarse Hidal-

go, fué guerra á muerte contra los europeos, quienes á su vez procuraron

desquitarse. Los estragos, de consiguiente, gravísimos, y los daños para

España sin cuento, pues aumentándose los desembolsos, y disminuyén-

dose las entradas con las turbulencias y con la ruina causada en la mi-

nas, sobre todo de Guanajuato y Zacatecas, tuvieron que emplearse en

aquellos países los recursos que de otro modo hubieran venido á Europa

para ayuda de la guerra peninsular.

Las Córtes, aquejadas con los males de América, se esforzaron por

calmarlos, acudiendo á medidas legislativas, que eran las de su compe-

tencia. Discutióse largamente en Diciembre y Enero sobre dar á Ultra-

mar igual representacion que á España. Los diputados de aquellas pro-

vincias pretendieron fuese la concesion para las Córtes que entónces se

celebraban. Pero atendiendo á que por la mayor parte se habian efectua-

do en Ultramar las elecciones hechas por los ayuntamientos con arreglo

á lo prevenido por la Regencia, y á que cuando llegasen los elegidos por

el pueblo, teniendo que venir de tan enormes distancias, habrian cesa-

do ya probablemente los actuales diputados en su ministerio, ciñóse el

Congreso á declarar (18), en 9 de Febrero de 1811, «que la representa-

cion americana, en las Córtes que en adelante se celebrasen, sería ente-

ramente igual en el modo y forma á la que se estableciese en la Penínsu-

la, debiéndose fijar en la Constitucion el arreglo de esta representacion

nacional sobre las bases de la perfecta igualdad, conforme al decreto de

15 de Octubre.»

Se mandó asimismo entónces que los naturales y habitantes de aque-

llas regiones pudieran cultivar y sembrar cuanto quisieran, pues habia

frutos como la viña y el olivo que estaba prohibido beneficiar. Veda que

en muchos parajes no se cumplia, y que no era tan rigurosa como la del

tabaco en la España europea, adoptada en gran parte la última medida

en favor de los plantíos de aquella produccion en América. Dióse tam-

bien opcion para toda clase de empleos y destinos á los criollos, indios é

hijos de ambas clases como si fueran europeos.

Tampoco tardó en eximirse á los indígenas de toda la América del

tributo que pagaban, y áun de abolirse los repartimientos abusivos que

consentia la práctica en algunos distritos. La misma suerte cupo á la mi-

ta ó trabajo forzado de los indios en las minas, prohibida en Nueva-Es-

paña hacia muchos años, y sólo permitida en algunas partes del Perú.

Así que las Córtes decretaron sucesivamente para la América todo lo

que establecia igualdad perfecta con Europa; pero no decretando la in-

dependencia poco adelantaron, pues los promovedores de las desave-

nencias nunca, en realidad, se contentaron con ménos, ni aspiraban á

otra cosa.

En Hacienda y Guerra es en lo que en un principio no se ocupa-

ron mucho las Córtes, y no faltó quien por ello las criticase. Pero en

estos ramos deben distinguirse las medidas permanentes de las tran-

sitorias, y que sólo reclaman premiosas circunstancias. Las primeras re-

quieren tiempo y madurez para escoger las más convenientes, teniendo

que ajustar las alteraciones á antiguos hábitos, señaladamente en mate-

ria de contribuciones, en las que hay que chocar con los intereses de to-

das las clases sin excepcion, y con intereses á que el hombre suele es-

tar muy apegado.

Las segundas toca en especial el promoverlas á la potestad ejecuti-

va: ella conoce las necesidades, y en ella residen los datos y la razon de

las entradas y salidas. El tener entendido la primera Regencia que se-

ría pronto removida, no la estimuló á ocuparse con ahinco en el asun-

to, y la que le sucedió en el mando, no hallándose, digámoslo así, del

todo formada hasta primeros de Enero por ausencia de dos de los regen-

tes, no pudo tampoco al principio poner en ello toda la diligencia nece-

saria. Ademas pedia tiempo el penetrarse del estado del ejército, del de

los pueblos y de su gobernacion; tarea no fácil ni breve, si se atiende á la

ocupacion enemiga, á los desórdenes que eran como indispensable con-

secuencia, y al estrecho campo que á veces habia para trazar planes de

medios y recursos.

Sin embargo, no se descuidaron ambos ramos al punto que algunos

han afirmado. En 15 de Noviembre ya autorizaron las Córtes á la nue-

va Regencia para levantar 80.000 hombres, que sirviesen de aumento al

ejército, tomando oportunas disposiciones sobre el modo é igualdad de

los alistamientos.

Fomentóse tambien por una ley la fabricacion de fusiles, con otras

providencias respecto de lo demas del armamento y municiones. Las fá-

bricas de la frontera, las de Aragon, Granada y otras partes las habia

destruido el enemigo. La Central no habia pensado en trasladará tiem-

po el parque de artillería de Sevilla, ni su maestranza, ni su fundicion,

ni la sala de armas. Los ingleses suministraron muchos de estos artícu-

los, pero áun no bastaban. El patriotismo de los españoles, el de sus jun-

tas, el de la primera Regencia, el de las sucesivas y las resoluciones de

las Córtes suplieron la falta. Se estableció de nuevo en la isla de Leon

un parque de artillería y una maestranza, y se habilitaron en la Carra-

ca algunos talleres. Se fabricaron fusiles en Jubia y en el arsenal del Fe-

rrol, lo mismo en las orillas del Eo, entre Galicia y Astúrias, en el seño-

río de Molina y otros parajes, algunos casi inaccesibles, estableciéndose

en ellos fábricas volantes de armas, de municiones y de todo género de

pertrechos, que mudaban de sitio al aproximarse el enemigo.

En el ramo de Hacienda, ademas de las providencias económicas

que hemos referido, y otras que por su menudencia omitimos, mandaron

las Córtes que se reuniesen en una sola tesorería general los caudales de

la nacion, que distribuyéndose ántes por más de un conducto, íbanse ó

se extravasaban en menoscabo del erario.

Tales fueron los principales trabajos de las Córtes y sus discusiones

en los primeros meses de su instalacion, y en tanto que permanecieron

en la Isla, en donde cerraron sus sesiones el 20 de Febrero de 1811, pa-

ra volverlas á abrir en Cádiz el 24 del mismo mes.

Desde el 6 de Octubre habian pensado trasladarse á dicha ciudad

como más populosa, más bien resguardada y de mayores recursos. Sus-

pendieron tomar resolucion en el caso por la fiebre amarilla, ó sea vómi-

to prieto, que se manifestó en aquel otoño: terrible azote, que en 1800

y 1804 habia esparcido en Cádiz y otros pueblos de Andalucía y costa

de Levante la desolacion y la muerte. No habia desde entónces vuelto á

aparecer en Cádiz, á lo ménos de un modo sensible, y sólo en esto año de

1810, repitió sus estragos. Haya sido ó no esta enfermedad introducida

de las Antillas, en lo que todavía no andan conformes los facultativos de

mayor nombradía, contribuyó mucho ahora á su aparecimiento y propa-

gacion la presencia de los forasteros que á la sazon se agolparon á Cádiz

con motivo de la invasion de las Andalucias; en cuyas personas pegó el

azote con extrema saña, pues les naturales estaban más avezados á sus

golpes, ya por haber pasado ántes la enfermedad, ya por haber nacido ó

criádose en ambiente impregnado de tan funestos miasmas. La epidemia

picó tambien en Cartagena y otros puntos, por fortuna apénas cundió á la

Isla. Hubo de ello al principio grandes temores á causa del ejército; pe-

ro no siendo numerosa aquella poblacion, ni apiñada, y hallándose orea-

da bastantemente por medio de sus anchurosas calles, mantúvose en es-

tado de sanidad. En cuanto á la tropa, acampada en parajes bañados por

corrientes atmosféricas muy puras, gran preservativo de tal plaga, go-

zó de igual ó mayor beneficio. De los moradores ó residentes en la Isla,

los que padecieron la enfermedad, cogiéronla en viajes que hacian á Cá-

diz, cuya asercion podríamos atestiguar por experiencia propia. La fie-

bre, conforme á su costumbre, duró tres meses: empezó á descubrirse en

Setiembre, tomó en Octubre grande incremento, y desapareció del todo

al acabar de Diciembre.

Rodeaban, por tanto, en su cuna á la libertad española la guerra, las

epidemias y otros humanos padecimientos, como para acostumbrarla á

los muchos y nuevos que la afligirian segun fuera prosperando, y ántes

de que afianzase en el suelo peninsular su augusto y perpétuo imperio.