Situación política en primavera de 1810

Molestaba la pertinaz resistencia de los españoles al mariscal Soult

en tanto grado, que, con nombre de reglamento, dió, el 9 de Mayo, un

decreto ajeno de naciones cultas. En su contexto notábase, entre otras

bárbaras disposiciones, una que se aventajaba á todas, concebida en

estos términos: «No hay ningun ejército español, fuera del de S. M. C.

D. José Napoleon; así, todas las partidas que existan en las provincias,

cualquiera que sea su número, y sea quien fuere su comandante, serán

tratadas como reuniones de bandidos..... Todos los individuos de estas

compañías que se cogieren con las armas en la mano serán al punto juz-

gados por el preboste, y fusilados; sus cadáveres quedarán expuestos en

los caminos públicos.»

Así quería tratar el mariscal Soult á generales y oficiales; así á solda-

dos, cuyos pechos quizá estaban cubiertos de honrosas cicatrices; así á

los que vencieron en Bailén y Tamámes, confundiéndolos con foragidos.

La Regencia del reino tardó algun tiempo en darse por entendida de tan

feroz decreto, con la esperanza de que nunca se llevaría á efecto. Pero,

víctimas de él algunos españoles, publicó, al fin, en contraposicion, otro

en 15 de Agosto, expresando que por cada español que así pereciese, se

ahorcarian tres franceses, y que «miéntras el Duque de Dalmacia no re-

formase su sanguinario decreto sería considerado personalmente como

indigno de la proteccion del derecho de gentes, y tratado como un ban-

dido si cayese en poder de las tropas españolas.» Dolorosa y terrible re-

presalia, pero que contuvo al mariscal Soult en su desacordado enojo.

Entibiaban tales providencias las voluntades áun de los más afectos

al gobierno intruso, coadyuvando tambien á ello, en gran manera, los ye-

rros que Napoleon prosiguió cometiendo en su aciaga empresa contra la

Península. De los mayores, por aquel tiempo, fué un decreto que dió en

8 de Febrero. (5), segun el cual se establecian en várias provincias de

España gobiernos militares. Encubríase el verdadero intento so capa de

que, careciendo de energía la administracion de José, era preciso em-

plear un medio directo para sacar los recursos del país, y evitar así la

ruina del erario de Francia, exhausto con las enormes sumas que costa-

ba el ejército de España. Todos, empero, columbraron en semejante re-

solucion el pensamiento de incorporar al imperio frances las provincias

de la orilla izquierda del Ebro, y áun otras, si las circunstancias lo per-

mitiesen.

El tenor mismo del decreto lo daba así á entender. Cataluña, Aragon,

Navarra y Vizcaya se ponian bajo el gobierno de los generales franceses,

los cuales, entendiéndose sólo, para las operaciones militares, con el es-

tado mayor del ejército de España, debian, «en cuanto á la administra-

cion interior y policía, rentas, justicia, nombramiento de empleados y to-

do género de reglamentos, entenderse con el Emperador, por medio del

Príncipe Neufchatel, mayor general.» Igualmente los productos y rentas

ordinarias y extraordinarias de todas las provincias de Castilla la Vieja,

reino de Leon y Astúrias se destinaban á la manutencion y sueldos de

las tropas francesas, previniéndose que con sus entradas hubiera bas-

tante para cubrir dichas atenciones.

Ya que tales providencias no hubiesen por sí mostrado á las claras el

objeto de Napoleon, los procedimientos de éste, á la propia sazon, res-

pecto de otras naciones de Europa, probaban con evidencia que su am-

bicion no conocía límites. Los estados del Papa, en virtud de un senado-

consulto, se unieron á la Francia, declarando á Roma segunda ciudad

del imperio, y dando el título de rey suyo al que fuese heredero impe-

rial. Debian ademas los emperadores franceses coronarse en adelante en

la iglesia de San Pedro, despues de haberlo sido en la de Notre Dame de

París. El senado-consulto, ostentoso en sus términos, anunciaba el rena-

cimiento del imperio de Occidente, y decia: «Mil años después de Car-

lo-Magno se acuñará una medalla con la inscripcion Renovatio imperii.»

Agregóse tambien á la Francia en este año la Holanda, aunque regida

por un hermano de Napoleon, y ocupó su territorio un ejército frances,

imaginando el Emperador, en su desvarío, pues no merece otro nombre,

que países tan diversos en idioma y costumbres, tan distantes unos de

otros, y cuya voluntad no era consultada para tan monstruosa asociacion,

pudieran largo tiempo permanecer unidos á un imperio cimentado sólo

en la vida de un hombre.

En España muy en breve se empezaron á sentir las consecuencias

del establecimiento de los gobiernos militares. Procuró ocultar aquella

medida, en tanto que pudo, el gabinete de José, conociendo su mal in-

flujo. Los generales franceses, áun en las provincias no comprendidas en

el decreto, «dispusieron luégo á su arbitrio (6), como afirman Azanza y

Ofárril, y sin otra dependencia directa que la del Emperador, de todos

los recursos del país. Por consecuencia de esto las facultades del rey Jo-

sé, añaden los mismos, fueron disminuyendo hasta quedarse en una me-

ra sombra de autoridad.»

Sumamente incomodó á José la inoportuna y arbitraria resolucion de

su hermano, concebida en menoscabo de su poder y áun en desprecio de

su persona. Trastornáronse tambien los ánimos de los españoles sus ad-

herentes, quienes, ademas de ver en tal desacuerdo la prolongacion de

la guerra, dolíanse de que España pudiese como nacion desaparecer de

la lista de las de Europa. Porque entre los de este bando, no obstante sus

compromisos, conservaban muchos el noble deseo de que su patria se

mantuviese intacta y floreciente.

Menester, pues, era que por parte de ellos se pusiese gran conato en

que el Emperador revocase su decreto. Creyeron así oportuno enviar á

París una persona escogida y de toda confianza, y nadie les pareció más

al caso que D. Miguel José de Azanza, conocido de Napoleon ya en Ba-

yona, y ministro de genio suave y de índole conciliadora (7). Hemos lei-

do la correspondencia que con este motivo siguió Azanza, y nada mejor

que ella prueba el desden y desprecio con que trataba al de Madrid el

gabinete de Francia.

En principios de Mayo llegó á Paris, como embajador extraordinario,

el mencionado D. Miguel. Tardó en presentar sus credenciales, y á me-

diados de Junio, de vuelta ya Napoleon, desde 1.o del mes, de un via-

je á la Bélgica, no habia aún tenido el ministro español ocasion de ver

al Emperador más que una vez cuando le presentaron. Pasados algunos

dias, mirábase Azanza como muy dichoso sólo porque ya le hablaban

(8), (son sus palabras). Satisfaccion poco duradera y de ninguna resul-

ta. Prolongó su estancia en París hasta Octubre, y nada logró, como tam-

poco el Marqués de Almenara, que de Madrid corrió en su auxilio por el

mes de Agosto. Hubo momentos en que ambos vivieron muy esperanza-

dos; hubo otros en que por lo ménos creyeron que se daria á España, en

trueque de las provincias del Ebro, el reino de Portugal; ilusiones que

al fin se desvanecieron, diciendo Azanza al rey José, en uno de sus úl-

timos oficios (24 de Setiembre) (9): «El Duque de Cadore (Champagny),

en una conferencia que tuvimos el miércoles, nos dijo expresamente que

el Emperador exigia la cesion de las provincias de más acá del Ebro por

indemnizacion de lo que la Francia ha gastado y gastará en gente y dine-

ro para la conquista de España. No se trata de darnos á Portugal en com-

pensacion. El Emperador no se contenta con retener las provincias de

más acá del Ebro; quiere que le sean cedidas.»

Fuéronse, por lo mismo, éstas organizando á la manera de Francia,

en cuanto lo permitian las vicisitudes de la guerra, y cierto que la pro-

videncia de su incorporacion al imperio, se hubiera mantenido inalte-

rable, si las armas no hubieran trastrocado los designios de Napoleon.

Suerte aquélla fácil de prever despues de los acontecimientos de Bayo-

na en 1808, segun los cuales, y atendiendo á la ambicion y poderío del

Emperador de los franceses, necesariamente el gobierno de José, pri-

vado de voluntad propia, tenía que sujetarse á fatal servidumbre de na-

cion extraña.

En una de las primeras cartas de la citada correspondencia (10) de

D. Miguel de Azanza háblase de un suceso que por entónces hizo gran

ruido en Francia, y cuyo relato tambien es de nuestra incumbencia. Fué,

pues, una tentativa, hecha en vano, para que pudiese el rey Fernando

escaparse de Valencey. Habíanse propuesto varios de estos planes al go-

bierno español, los cuales no adoptó éste por inasequibles, ó por lo mé-

nos no tuvieron resulta. En la actual ocasion tomó origen semejante pro-

yecto en el gabinete británico, siendo móvil y principal actor el Baron de

Kolly, empleado ya ántes en otras comisiones secretas. Muchos han te-

nido á éste por irlandés, y asi lo declaró él mismo; pero el general Sava-

ry, bien enterado de tales negocios, nos ha asegurado que era frances y

de la Borgoña.

Kolly pasó á Inglaterra para ponerse de acuerdo con aquel ministe-

rio, del cual era individuo el Marqués de Wellesley, despues de su vuel-

ta de España. Diéronsele á Kolly los medios necesarios para el logro de

su empresa, y papeles que acreditasen su persona y comprobasen la ve-

racidad de sus asertos. Desembarcó en la bahía de Quiberon, acercán-

dose tambien á la costa una escuadrilla inglesa, destinada á tomar á su

bordo á Fernando. En seguida partió Kolly á París para dar comienzo á

la ejecucion de su plan, de difícil éxito, ya por la extrema vigilancia del

gobierno frances, ya por el poco ánimo que para evadirse tenian el Rey

y los infantes.

No hemos hablado de aquellos príncipes despues de su confinamien-

to en Valencey. Su estancia no habia hasta ahora ofrecido hecho alguno

notable. Apénas en su vida diaria se habian desviado de la monótona y

triste que llevaban en la córte de España. Divertíanse á veces en obras

de manos, particularmente el infante D. Antonio, muy aficionado á las

de torno, y de cuando en cuando la Princesa de Talleyrand los distraia

con saraos ú otros entretenimientos. No les agradaba mucho la lectura, y

como en la biblioteca del palacio se veian libros que, en el concepto del

citado infante, eran peligrosos, permanecia éste continuamente en ace-

cho para impedir que sus sobrinos entrasen en aposentos henchidos, á

su entender, de oculta ponzoña. Así nos lo ha contado el mismo Prínci-

pe de Talleyrand. Salian poco del circuito del palacio, y las más veces

en coche, llegando á punto la desconfianza de la policía francesa, que

con tretas indignas de todo gobierno, casi siempre les estorbaba el ejer-

cicio de á caballo.

La familia que los acompañó en su destierro, ántes de cumplirse el

año fué separada de su lado, y confinados algunos de sus individuos á

várias ciudades de Francia, entre ellos el Duque de San Cárlos y Escói-

quiz. Quedó solo D. Juan Amézaga, pariente del último; hombre, con

apariencias de honrado, de ocultos manejos, y harto villano para hacer-

se confidente y espía de la policía francesa.

En tal situacion y con tantas trabas, dificultoso era acercarse á los

príncipes sin ser descubierto, y más que todo llevar á feliz término el

proyecto mencionado. Ni tanto se necesitó para que se malograse. Ko-

lly, á pocos dias de llegar á París, fué preso, habiendo sido vendido por

un pseudo-realista y por un tal Richard, de quien se habia fiado. Metié-

ronle en Vincennes el 24 de Marzo, y no tardó en tener un coloquio con

Fouché, ministro de la Policía general. Admirábase éste de que hombres

de buen seso hubiesen emprendido semejante tentativa, imposible, de-

cia, de realizarse, no sólo por las dificultades que en si misma ofrecia,

sino tambien porque Fernando no hubiera consentido en su fuga.

Sin embargo, aunque estuviese de ello bien persuadida la policía

francesa, quisieron sus empleados asegurarse áun más, ya fuera para

sondear el ánimo de los príncipes, ó ya quizá para tener motivo de tomar

con sus personas alguna medida rigurosa. En consecuencia se propuso

á Kolly el ir á Valencey y hablar á Fernando de su proyecto, dorando la

policía lo infame de tal comision con el pretexto de que así se desenga-

ñaria Kolly, y veria cuál era la verdadera voluntad del Príncipe. Prome-

tiósele, en recompensa, la vida y asegurar la suerte de sus hijos. Des-

echó honradamente Kolly propuesta tan insidiosa é inicua, y de resultas

volviéronle á Vincennes, donde continuó encerrado hasta la caida de

Napoleon, siendo de admirar no pasase más allá su castigo.

La policía, no obstante la repulsa del Baron, no desistió de su inten-

to, y queriendo probar fortuna, envió á Valencey al bellaco de Richard,

haciéndole pasar por el mismo Kolly. Abocóse primero en 6 de Abril con

Amézaga el disfrazado espía; mas los príncipes, rehusando dar oidos á

la proposicion, denunciaron á Richard, como emisario inglés, al gober-

nador de Valencey Mr. Berthemy, ora porque en realidad no se atrevie-

ran á arrostrarlos peligros de la huida, ora más bien porque sospecháran

ser Richard un echadizo de la policía. Terminóse aquí este negocio, en

el que no se sabe si fué más de maravillar la osadía de Kolly, ó la con-

fianza del gobierno inglés en que saliera bien una empresa rodeada de

tantas dificultades y escollos.

Publicóse en el Monitor, con la mira, sin duda, de desacreditar á Fer-

nando, una relacion del hecho, acompañada de documentos, y ántes en

el mismo año se habian ya publicado otros, de que insertamos parte en

las notas de los libros anteriores. Entre aquellos de que áun no hemos

hablado, pareció notable una carta que Fernando habia escrito á Napo-

leon en 6 de Agosto de 1809 (11), felicitándole por sus victorias. Nota-

ble tambien fué otra de 4 de Abril de 1810 (12), del mismo Príncipe á

Mr. Berthemy, en que decia: «Lo que ahora ocupa mi atencion es para

mi un objeto de mayor interes. Mi mayor deseo es ser hijo adoptivo de S.

M. el Emperador, nuestro soberano. Yo me creo merecedor de esta adop-

cion, que verdaderamente haria la felicidad de mi vida, tanto por mi

amor y afecto á la sagrada persona de S. M., como por mi sumision y en-

tera obediencia á sus intenciones y deseos.» No se esparcian mucho por

España estos papeles, y áun los que los leían considerábanlos como pér-

fido invento de Napoleon. A no ser así, ¡qué terrible contraste no hubiera

resaltado entre la conducta del Rey y el heroísmo de la nacion!