En un mísero cuartucho de la calle de Fica habita un anciano vasco, que después de haber dedicado más de cuarenta años de su vida al penoso oficio de buzo, se encuentra en el ocaso de su vida, sin más amparo que el que pueda prestarle una hija, viuda y con hijos- que no cuenta tampoco con otro sostén que su trabajo y la pensión de una peseta diaria que recientemente le concedió la Caja de Ahorros Vizcaína.
Silvestre Barrenechea y Arechavaleta, que así se llama el aludido anciano, nació en Mañaria el 31 de diciembre de 1857. Desde el año 1877, y hasta hace diez, en que padecimientos físicos y dolencias inherentes a su profesión le retiraron de la vida activa, no tuvo tregua en su dura faena. Sus primeros trabajos los realizo en Bilbao para la cimentación del puente de Isabel II.
Más tarde, cuando se construía el puente de San Agustín, se hundió una cimbria, cayendo al agua cuatro obreros. Barrenechea, que se hallaba en Olaveaga, fue requerido para que extrajese sus cadáveres, haciéndolo así.
Cuando la memorable explosión del “Cabo Machichaco” en Santander, se trasladó allí Barrenechea para extraer las cajas de dinamita que se hallaban en las bodegas del buque sumergido.
Previamente procedió a extraer en cestos los restos humanos que se apilaban alrededor de la embarcación, extrayendo más de 400 cadáveres. Luego saco alrededor de 460 cajas de dinamita, que en una gabarra fueron enviadas a alta mar para evitar que hicieran explosión.
Esta labor era de gran riesgo, pues estaba expuesto a que mientras manipulaba dentro del agua con las cajas de dinamita estallaran estas, como ocurrió tres años más tarde, en que otros buzos que practicaban un registro en el mismo lugar perecieron en el fondo del mar a consecuencia de una explosión.
Además, en el fondo existían unas capas de glicerina que mantenían el agua a una temperatura de 60 grados, hasta el punto que a consecuencia del calor del traje de goma de los buzos se cortaba, con peligro de asfixia para estos, que también sufrieron los efectos tóxicos de la glicerina en la piel. Barrenechea todavía conserva en las muñecas algunas señales de quemaduras.
En ocasión en que Barrenechea trabajaba de buzo preparando la cimentación del puente de Sagasta, de Logroño, se celebraban en el Ebro unas maniobras de ingenieros. Uno de los pontones se hundió, ahogándose noventa y siete soldados.
Barrenechea permaneció sumergido en el rio desde las cuatro de la tarde hasta las once de la mañana del día siguiente, logrando extraer los cadáveres. Como faltaban los de los oficiales y el zapaicro del regimiento, al día siguiente volvió a sumergirse, encontrando aguas abajo los tres cadáveres, que habían sido arrastrados por la corriente. Los dos oficiales estaban abrazados, sin duda porque uno de ellos, para salvarse, se agarró al otro, que sabía muy bien nadar.
Las espuelas que llevaba uno de los oficiales rompió el traje del buzo, empezando a penetrar el agua en el interior.
En las proximidades del cabo Finisterre se había hundido un buque, que había salido de Cartagena cargado de barras de plata para Inglaterra.
Barrenechea fue comisionado para salvar el preciado cargamento. Como la profundidad era grande, el aire que enviaba la maquina al buzo no era bastante para contrarrestar el efecto de la presión del agua. Como permaneció bastante tiempo en esta situación, debió sufrir una infección de la sangre, pues a los tres días se sintió repentinamente enfermo, precisamente cuando se ocupaba en hacer una lista del material que era necesario para poder organizar el salvamento. Bajo los delirios de la fiebre, Barrenechea abrió el balcón de la casa donde se hospedaba- un tercer piso y se arrojó a la calle, produciéndose en la caída la fractura del muslo izquierdo. Los médicos que le asistían, teniendo en cuenta la gravedad de la dolencia que sufría el buzo, atendieron a aquella sin prestar gran cuidado a la lesión de la pierna. Al cabo de dos meses, Barrenechea pudo regresar cojo a su casa de Olaveaga, donde permaneció cuatro años inmóvil en la cama para curarse la pierna, siguiendo el tratamiento que le impuso el famoso “arrenabateko” de Elgoibar.
Esta dolencia y otras desgracias de familia consumieron los ahorros que Barrenechea pudo hacer a costa de muchos trabajos y peligros, y hoy, viejo y achacoso casi invalido, se ve al borde de la indigencia.
Bilbao, pueblo donde se rinde culto a la laboriosidad, ¿no podía premiar de alguna manera la vida de trabajo de este humilde anciano, completando la obra realizada por la Caja de Ahorros Vizcaína?
También los heroísmos oscuros merecen recompensa.
Euzkadi 18/12/1927