Descubierto por un buzo español
Ángel Erostarbe, el heroico buzo español, ostenta sobre el pecho la medalla que conmemora su noble hazaña.
En el extremo oriental de Vizcaya, existe una villa señorial, embutida entre altas montañas, coronadas de nieves en invierno, verdes y frondosas lo más del año.
En esta villa – Elorrio- hace tres años que funciona una clínica veraniega, para alivio de asmáticos, enfermos de pecho y tísicos en embrión. El medico madrileño, señor García Vicente, con desinterés y celo dignos del más caluroso aplauso, descansa de su ajetreo anual recibiendo a centenares de pacientes, que allí acuden en busca de vía libre por donde llevar el aire exterior a sus pulmones.
En esta singular clínica, donde la idea de lucro no tiene asiento, he conocido a un hombre, ya anciano, de fisonomía franca y simpática.
Al filo del mediodía, le veía salir de la clínica y dirigirse, con cansino paso, hacia la estación, por el camino pedregoso.
Un día, le aborde:
-Buenos días, abuelo.
-Egunon- me contestó en vascuence.
-De la clínica, ¿eh?
Me miró un momento.
-Bai; del clínica, pues- dijo tosiendo con estrépito.
-¿Bien?
-Bai; inyesión me han puesto ya en “congrios” (bronquios); dormir, ya puedo; respirar, también.
-¿Asma?
-Viejo, del 96 o así.
La expresión en idioma vasco, es breve, concisa, y esta concisión y brevedad se nota de modo extraordinario en el pintoresco castellano chapurrado por el vizcaíno Apocopa, no solo las palabras, sino locuciones enteras.
Ángel Erostarbe, hecho ya mi amigo, me refirió, en su hablar pintoresco y sencillo, grandes y extraordinarias cosas, sin sospechar que habían de ir a parar a mi carnet, para conocimiento de los lectores de ESTAMPA.
Es la historia de su asma- que con el fino humorismo vizcaíno habíala puesto su dueño etiqueta (del 96) como a los vinos viejos- la que me refirió, y que yo transcribo a continuación, una vez convenientemente despojada de giros extravagantes y viciosas concordancias del país.
Hacia el año 1889, el vapor inglés “Eskiro”, que hacía la ruta Inglaterra-España, tuvo la desgracia de tocar un bajo arenoso a tres millas de Finisterre, naufragando con su abundante y valioso cargamento de barras de plata.
Ocurrió el trance en plena noche, pero la proximidad de las costas españolas hizo que la tripulación entere se salvara. No así el barco, que, deslizándose por el talud submarino con que chocara, quedó a una profundidad de cincuenta y cinco metros en el fondo del mar.
Ya en Londres el capitán del desdichado navío, sus armadores no debieron ver muy claras las causas del naufragio, y presentando denuncia contra su subordinado, fue este encarcelado como responsable de haber provocado el siniestro con ánimo de apoderarse del valioso cargamento. Llego a sospechar la Compañía armadora que las barras de plata habían sido transbordadas a otro vapor, en plena noche, barrenando, después, el suyo, ya vacío, para sumirlo en las profundidades del Océano.
El capitán, ante sus jueces primero, y siempre que en su mazmorra se le presentaba ocasión , después , protestó enérgicamente del deshonroso supuesto que se le imputaba, asegurando, lleno de ardimiento que en el fondo del mar se hallaba el barco con sus barras argentíferas.
La justicia británica no desdeño las manifestaciones del capitán, y, a pesar de los riesgos que suponía su comprobación, contrato buzos que exploraran el barco hundido en las costas españolas.
Dos de estos arriesgados trabajadores del mar descendieron valerosamente hasta tocar con sus emplomadas plantas el puente de navío. Desgraciadamente, de nada había servirles sus valor temerario, sino para añadir dos nombres más a la lista anónima de los héroes de esta profesión peligrosa. Los dos buzos – ingleses- no pudieron resistir la presión terrible de las aguas (72 kilos por pulgada cuadrada) y sucumbieron a las pocas horas de salir a la superficie.
De momento, nadie intento repetir la experiencia terrible, y el capitán del “Eskiro” veía deslizarse los días sin esperanza de recobrar la libertad.
Así pasaron dos años, y los armadores, cada vez más impresionados por la protesta constante del capitán, buscaron, fuera del país, hombres que , desconociendo el fin trágico de los buzos ingleses, consintieran en repetir la experiencia.
Acuciados por la promesa de una buena recompensa, dos españoles se prestaron a ello; un vizcaíno, de Mañaria, y un bravo mocetón navarro.
Descendieron en busca del fondo marino, pero, ya con la muerte en los dientes, tuvieron que ser izados presos de congestiones tremendas.
Después de esta tentativa desgraciada se abandonó todo propósito de descubrir el misterio del naufragio del “Eskiro”. Parecía natural que el desdichado capitán fuera libertado ante la falta de material de pruebas de culpabilidad en el desastre. Pero la justicia inglesa lo entendió de otro modo y el marino continuo en su prisión de Londres.
Siete años habían transcurrido del desgraciado suceso, cuando alguien llevo a Inglaterra noticia de la existencia de nuestro hombre. Se le adjudicaban dotes tan extraordinarias de potencialidad y resistencia, que no dudaron en utilizarle como último recurso.
Erostarbe, preparando para sumergirse en las profundidades del Océano.
Erostarbe, noblote, enamorado de su profesión, conocedor de la historia del capitán sin ventura, no impuso condiciones. Quizá en aquellos momentos trágicos que precedieron a la sumersión no tuvo conciencia plena de que se jugaba la vida.
Sus formidables pulmones resistieron la prueba, y a la segunda vez que se sumergió, envuelto en el blanco sudario y protegido por la monstruosa escafandra, Erostarbe, el buen buzo vizcaíno, subió a la superficie con una barra de plata.
La emoción de los armadores, en explicable maridaje con no pocos remordimientos y la alegría natural por la posibilidad de recobrar la valiosa carga, fue indescriptible. Telegrafiaron el suceso feliz a Londres, y el capitán pudo, al fin, disfrutar de libertad, después de siete años de terribles sufrimientos morales.
Al llegar a este punto de su relato, la fisonomía de Erostarbe, se obscurece ante el pensamiento penoso.
-¡Pobre hombre!- exclama con dolorido acento-. La misma alegría le llevó para siempre al cementerio. Solo tuvo tiempo para escribirme una carta patética, llamándome su hermano. Créame usted, hacia llorar a las piedras.
-Y usted, Ángel, ¿qué tal salió de la aventura?
-No mal del todo; se me pagó bien, pero no todo lo que había derecho a esperar, según el riesgo que se corría. Claro que esto lo veo hoy, y más aún, cada vez que el asma se me agarra al pecho, y me lo aprieta como si fuera a ahogarme. En sucesivas sumersiones, saque barras de plata por un valor de ochenta mil duros.
-¿Algún recuerdo de su hazaña?
Erostarbe nos muestra entonces, con infantil orgullo, un grueso cronometro de plata, de varias tapas y contratapas.
-Este reloj- nos dice desprendiéndolo de la cadena y poniéndolo en nuestras manos, fue fabricado con la plata de la primera barra que puse en manos de los armadores. Tuvieron la fineza de mandarlo construir como recuerdo, y desde entonces no he usado otro.
En la segunda tapa, con laconismo británico, tan semejante al espartano, se lee:
ANGEL EROSTARBE- DIVER
Que traducido al idioma de Shakespehare, dice:
ANGEL EROSTARBE- BUZO
Medalla y reloj labrados con la primera barra de plata extraída por Ángel Erostarbe del barco inglés “Eskiro”, hundido en el mar, a 55 metros de profundidad.
-Aparte de este suceso extraordinario, ¿se ha visto usted alguna vez en peligro de morir a causa de su profesión?
Erostarbe, sonríe. Yo traduzco el gesto indefinible:
¡Tantas veces!- quiere decir la sonrisa.
-Una noche- dice, de repente, como si el recuerdo pidiera plaza imperiosa manera-, sí creí que no tendría ya necesidad de quitarme la escafandra. Vera usted; Bajé a reconocer el casco de un barco donde había algunos cadáveres. Una banda de grandes peces-atraídos, sin duda, por el festín que presentían, me rodeo furiosa, dando tremendos coletazos. Pasé, entonces, verdadero miedo, pues me di cuenta de que una dentellada al tubo de aireación era mi muerte segura. Agarre, con desesperación, la cuerda de alarma y tuve la suerte de ser izado sin consecuencias desagradables. Después, veinte kilos de dinamita ahuyentaron a las bestias marinas de la zona de trabajo.
-¿Lo más desagradable de su profesión?
-Indudablemente-me contesta con rapidez-la recogida de cadáveres a bordo de los buques naufragados.
Por muchas veces que el buzo realice la triste tarea, siempre se ve acometido, en el momento crítico de descubrir un cadáver, de un vago terror supersticioso. Cuando la depresión de ánimo es muy acentuada, el oír la propia voz, aun el sonido extraño y cavernoso que le comunica la cárcel de la escafandra, da valor para seguir trabajando. Se dirige la palabra al cadáver como si pudiera oírnos, y le consolamos prometiendo tierra sagrada a sus pobres huesos.
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Angel Erostarbe, el buzo atleta que ha pasado su vida hundiendo su cuerpo musculoso en las profundidades marinas en beneficio de la Humanidad, bien merece el homenaje de admiración que quiero rendirle, asomándole a las paginas prestigiosas de ESTAMPA.
Todos los mares del mundo le han visto desaparecer bajo sus aguas, en la incesante busca que es el alma de su profesión peligrosa. Los grandes monstruos marinos, las maravillosas floraciones que ponen en el fondo del mar la nota poética de su vida silenciosa, son familiares para este hombre que nos mira ahora con esos ojos cansados ya de tanto mirar.
¡Ojos dichosos que han visto lo que nosotros no veremos jamás!
Manuel HUERTA MARIN
(Fotos T. Gil del Espinar)