Lunes – 2 Corintios 3:17
El libre albedrío fue dañado por el pecado.
Martes – 1 Juan 2:15-17
Cuidado con el fuerte afecto a los bienes materiales.
Miércoles – 1 Juan 3:14-15
No existen pecados graves o leves.
Jueves – Romanos 14:14-23
No solo hay que ser bueno, también hay que parecer.
Viernes – Romanos 12:2
Es necesario una renovación interna.
Sábado – Isaías 64:6
Nuestras acciones no tienen mérito delante de Dios.
Dios no nos rechaza si vamos a Él con fe, ni desprecia nuestros esfuerzos para agradarle. Pero, si vamos a Dios demandando su aceptación sobre la base de nuestra "buena" conducta, El señalará que nuestra bondad no es nada comparada con su justicia infinita.
«Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento.»
ISAÍAS 64:6
ROMANOS 14:14-23
14. Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es inmundo en sí mismo; mas para el que piensa que algo es inmundo, para él lo es.
15. Pero si por causa de la comida tu hermano es contristado, ya no andas conforme al amor. No hagas que por la comida tuya se pierda aquel por quien Cristo murió.
16. No sea, pues, vituperado vuestro bien;
17. porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo.
18. Porque el que en esto sirve a Cristo, agrada a Dios, y es aprobado por los hombres.
19. Así que, sigamos lo que contribuye a la paz y a la mutua edificación.
20. No destruyas la obra de Dios por causa de la comida. Todas las cosas a la verdad son limpias; pero es malo que el hombre haga tropezar a otros con lo que come.
21. Bueno es no comer carne, ni beber vino, ni nada en que tu hermano tropiece, o se ofenda, o se debilite.
22. ¿Tienes tú fe? Tenla para contigo delante de Dios. Bienaventurado el que no se condena a sí mismo en lo que aprueba.
23. Pero el que duda sobre lo que come, es condenado, porque no lo hace con fe; y todo lo que no proviene de fe, es pecado.
Acción ética es la que dice relación de conformidad o disconformidad con la norma del bien obrar. Para que una acción esté éticamente cualificada, ha de ser específicamente humana, es decir, ha de ser consciente y responsable.
A) El acto moral tiene una contextura existencial. En cada acto moral se expresa el hombre entero, en su situación presente y tras un juego de reales o imaginarios valores, cuya influencia como motivos de la acción sólo Dios conoce (Una respuesta de Kung-fu al juez: "vi su revólver disparando, pero no pude ver su corazón"). De ahí que sólo Dios puede juzgar con imparcialidad y certeza.
B) Cada decisión humana está condicionada por la herencia, el ambiente, la educación, los impulsos del subconsciente y del inconsciente.
C) El libre albedrío fue dañado en su base por el pecado original. El hombre nace egocéntrico, "con un amor tal de sí mismo, que llega hasta el odio de Dios" como escribe Agustín de Hipona. Responsable y voluntariamente está inclinado al pecado y marcha por el camino de su propia perdición. No es el destino fatal o un agente exterior cualquiera lo que le determina, sino su propio interior carácter pecaminoso, por el cual es esclavo del pecado, y de cuya esclavitud sólo la verdad de Jesucristo le puede liberar (Jn. 8:32ss.), pues "donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad" (2 Cor. 3:17). La suprema responsabilidad —salvación o condenación— alcanza al hombre cuando se abre o se cierra a la luz. De acuerdo con Jn. 1:9; 3:17-21; Hech. 17:30; Rom. 2:4-5; 1 Tim. 2:4, opinamos que Dios a todos otorga la luz suficiente y alguna operación de su Espíritu, para que los inconversos queden sin excusa.
D) Además de su congénita inclinación al mal, todo lo que destruye o disminuye el equilibrio mental, emocional y volitivo del hombre, es un nuevo impedimento para la libertad del acto moral, al descompensar el recto juicio sobre los valores que influyen en la motivación; estos impedimentos son: (a) la ignorancia y el error; (b) la coacción exterior, incluyendo los efectos de una propaganda masiva; (c) la compulsión interior, por enfermedad mental, drogas, etc.
A) Materia. Toda la dinámica del acto moral gira en torno a dos ejes: el amor de Dios y el amor del mundo, con sus tres concupiscencias (Sant. 1:14-15; 1 Jn. 2:15-17). Hay que tener en cuenta que no hay objetos intrínsecamente malos. El sexo, los alimentos, las posesiones, el mundo entero, son obra de Dios y buenos en sí. Sólo es pecaminoso el uso indebido de las cosas, por contravenir la voluntad de Dios. Por otra parte, todo lo que induce al pecado, a causa de la actual condición del hombre caído, aunque se cubra con la capa de moda, arte, literatura, etc., es inmoral. De ahí que el manido slogan de la licitud del "arte por el arte" no es válido, como reconoce el propio Ortega y Gasset. ¿Existen pecados graves y leves? La Palabra de Dios no conoce tal distinción, y mucho menos la de mortales y veniales, pero sí es cierto que hay abominaciones mayores que otras, aunque todo pecado tiene una raíz igualmente corrompida (1 Jn. 3:14-15).
B) Circunstancias. Hay circunstancias que añaden nueva malicia a la acción pecaminosa, siendo internas al acto mismo, como la circunstancia de ser casado añade a la fornicación la malicia de adulterio. Otras circunstancias son exteriores, y pueden hacer ilícito lo que de suyo sería legítimo, como es toda acción de suyo honesta que cause tropiezo en la conciencia de una persona de criterio moral mal formado (Rom. 14:14-23; 1 Cor. 8:7-13). Ya decían los antiguos romanos: "La mujer del César, no sólo ha de ser buena, sino que tiene que parecerlo".
C) Consecuencias. Está muy difundida la idea de que está permitido hacer un mal menor, o inducir a él, para evitar un mal mayor. Por ejemplo: inducir a un hombre a que se emborrache para impedir que cometa un asesinato. La única ética correcta no es la del mal menor, sino la del mayor bien posible. Lo contrario es una falta de obediencia a la voluntad de Dios y una falta de fe en su poder. A cierto individuo que hablaba de incurrir en un mal menor para evitar peores consecuencias, le replicó Spurgeon: "Su deber es hacer lo que Dios manda; de las consecuencias se encarga Dios."
Se llama motivo lo que "mueve" a la voluntad a obrar en determinado sentido. Los motivos se dividen en determinantes o influyentes, según que su peso sea o no decisivo para el rumbo del acto moral. El motivo adquiere su fuerza de un valor real o imaginario que un determinado bien parece poseer en orden a la consecución de un fin. La apreciación correcta del último fin de la acción moral influye decisivamente en el juicio sobre la escala de valores que aparecen a la conciencia como motivos para obrar o abstenerse de obrar, obrar en un sentido o en otro.
Para adquirir un criterio moral correcto sobre la escala de valores es preciso en el hombre caído un "cambio de mentalidad" (Mr. 1:15), que, a su vez, postula una constante "renovación de nuestro entendimiento" (Rom. 12:2), por la que vamos amoldándonos a "la mente de Cristo" (1 Cor. 2:16, comp. con Jn. 4:34; Flp. 2:5ss.). En contraposición a la Ética de la Ley, de formulación predominantemente negativa (8 de los 10 mandamientos del Decálogo van encabezados por un "no"), la Ética de la Gracia es eminentemente positiva: "Y éste es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como nos lo ha mandado." (1 Jn. 3:23).
Repetimos que en cada acto moral se realiza el hombre entero. Cada acto, dentro de una actitud, es fruto de una opción fundamental (un "sí" o un "no" decisivos que hemos dicho a Dios), que presta totalidad perdurable a la conducta humana.
¿Hay actos moralmente indiferentes? Aunque algunas acciones puedan parecer indiferentes en abstracto, en concreto todo acto queda éticamente coloreado por el fin, o sea, la intención actual o virtual con que lo realizamos. Todo lo que se hace para gloria de Dios con acción de gracias, es bueno (1 Cor. 10:30-31; Col. 3:17; 1 Tim. 4:3-5). Si falta tal intención, es defectuoso.
En un conflicto de deberes, hay que escoger siempre el valor más alto. Por ejemplo, en la alternativa de tener que obedecer a Dios, o a una autoridad humana, es menester obedecer a Dios, arrostrando las consecuencias (Hech. 4:19; 5:29). Si hay que elegir entre la vida de la madre o la del feto, aquella es más importante.
A) Motivos dignos: (a) Como primer motivo, ya hemos señalado la gloria de Dios, que explícita o implícitamente ha de influir en todas las decisiones de un creyente. A esto equivale el motivo de complacer a Dios (Rom. 8:8; 12:1; 2 Cor. 5:9; Ef. 5:8-10; Col. 3:20; 1 Tes. 2:4; 4:1); (b) la edificación de la Iglesia (1 Cor. 8:1; 10:23; Ef. 4:15-16, 25-29; 1 Tes. 5:11); (c) la estima de la recompensa eterna (Rom. 2:5; 13:11-14; 1 Cor. 7:28-29 —la fugacidad de la vida presente—; 15:55-58; 1 Tes. 5:2-11; Apoc. 14:13).
B) Motivos indignos: (a) la gloria humana (Mt. 6:1-2- 5-16; Jn. 5:42-44). Es significativa la frase de Jesús: "ya tienen su recompensa". En efecto, ya tienen lo que buscaban; no pueden reclamar una recompensa celestial; (b) el temor humano, como el obrero que sólo trabaja de recio cuando lo ve el amo (Ef. 6:6); (c) el arrepentimiento por temor al castigo o, en frase de Lutero, "la contrición del patibulario" (2 Cor. 7:9-10), en que el temor a la pena se convierte en motivo único, en vez de ser concomitante (Mt. 5:29; 10:28; 18:9; 23:33). Cuando faltan la fe y el amor, el remordimiento lleva a mayor condenación. Así le pasó a Judas, quien, tras entregar a Cristo, sobrepasó a Pedro en cuanto al volumen de su arrepentimiento, de su confesión y de su expiación, pero le faltó el necesario ingrediente de la fe amorosa que Pedro poseía.
La Palabra de Dios no reconoce mérito alguno en nuestras acciones delante de Dios. De suyo "todas nuestras justicias son como trapos de inmundicia" (Is. 64:6), pues nada tenemos que no hayamos recibido (1 Cor. 4:7) y nuestra competencia —incluso para un pensamiento bueno— proviene de Dios (2 Cor. 3:5). De modo que, después de cumplir todo lo que el Señor haya mandado, hemos de decir: "Siervos inútiles —sin provecho— somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos" (Lc. 17:10).
Pero sí hay recompensa prometida para toda obra buena, aunque no sea más que por un vaso de agua fresca dado con amor (Mt. 10:42). Pablo habla de la corona de justicia (2 Tim. 4:8), como la guirnalda de laurel sobre la cabeza del vencedor: recompensa prometida (1 Tim. 6:12; Sant. 1:12; 1 Ped. 5:4; Apoc. 2:10), que Cristo ha ganado para los justos (Tito 3:5-6), que surge de la justicia, como las obras surgen de la fe (1 Tes. 1:3), la acción surge del amor (Gal. 5:6) y la paciencia surge de la esperanza (Heb. 10:35-36). Es, pues, justamente concedida al justo, cuya conducta ha estado en conformidad con la voluntad de Dios (1 Tim. 6:11; 2 Tim. 2:22; 3:16; Tito 3:5). Apoc. 14:13 llama felices a los que mueren en comunión con el Señor, prometiéndoles un descanso en sus trabajos, "porque sus obras con ellos siguen"; nótese que las obras no van delante, como si fuesen méritos, ni detrás, como si la recompensa se hiciese de esperar, sino "siguen con ellos", como dándoles escolta.
Hábito y rutina. En la vida espiritual no hay capitalistas; siendo todo de gracia, el creyente vive día a día de la renta de poder que Dios le va concediendo en cada momento. En la medida en que nos sentimos débiles con nuestras propias fuerzas, obtiene su gloria el poder que Dios nos da para vencer (2 Cor. 12: 9-10). Por eso, hemos de pedir el pan de cada día (Lc. 11:3), como hay que tomar la cruz cada día (Lc. 9:23). Nos basta con la gracia que Dios nos va dando gota a gota para el momento presente, que es el que cuenta.
Esto no impide que el ejercicio constante de la virtud vaya produciendo buenos hábitos de conducta. Cuando un creyente se ha ejercitado por largo tiempo en tener las antenas alerta al Espíritu de Dios para comprobar en cada momento "cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta" (Rom. 12:2), llega a cuajar como un cierto instinto para descubrir las indicaciones de la voluntad de Dios y para seguirlas con creciente docilidad, sin llegar al perfeccionismo, pues por muchos y muy buenos hábitos que hayamos adquirido, siempre será verdad lo que dice Santiago: "todos ofendemos muchas veces" (Sant. 3:2). El óxido del hábito es la rutina. El hábito nos da facilidad para hacer con la destreza y rapidez necesarias actos que no requieren una consciente ocupación de nuestras facultades superiores, pero la rutina es la muerte de la vida. El rito practicado inconscientemente, la lectura maquinal, la plegaria de cliché, son ramas secas del árbol de la conducta, que provocan las náuseas de Dios al par que empobrecen nuestra personalidad espiritual. Lo mismo digamos de fórmulas de profesión de fe, de estatutos y reglamentos que pierden flexibilidad e impiden la libre acción del Espíritu en una comunidad eclesial.