Fork Urrk, libertador de Mildrael
Fork Urrk, libertador de Mildrael
Fork Urrk, libertador de Mildrael
Fork Urrk dormía profundamente en su tienda de campaña, rodeado por sus hermanos del clan Urrk. Acababan de regresar a Mildrael tras una guerra interminable contra los shogros que habían invadido sus fronteras. Exhaustos pero orgullosos, los guerreros descansaban por primera vez en semanas, aún con el olor de la batalla impregnado en sus armaduras.
La noche era tranquila… hasta que una explosión desgarró el silencio.
El suelo tembló.
Gritos.
Metal chocando contra metal.
Órdenes desesperadas.
Fork abrió los ojos y, en un instante, se puso de pie. Junto a sus hermanos salió de la tienda, todavía desorientado. Lo que vio lo paralizó:
La Guardia Real estaba rodeando el campamento Urrk, apresando a los guerreros que acababan de defender el reino.
—¡Armas! —rugió uno de sus hermanos.
Fork ya empuñaba la suya, pero su superior levantó una mano firme.
—Bajen eso. Esto debe ser un malentendido —dijo con la voz cargada de una falsa calma, como si intentara convencer más a sus hombres que a sí mismo.
Con desconfianza, los Urrk obedecieron.
Se dejaron encadenar.
Guerrero de Mildrael
Pero el malentendido nunca llegó.
En cambio, fueron arrastrados por las calles de Mildrael hasta las costas. Allí, bajo la luz gris del amanecer, los esperaban esclavistas goorks, grotescos y sonrientes, encadenando a los mildro como mercancía recién llegada.
Fue en ese instante, cuando las marcas de venta se estampaban sobre su piel, que Fork entendió la verdad:
Sus líderes los habían vendido.
No por traición… sino por costumbre.
En Mildrael, cuando la población mildro alcanzaba cierto límite, los gobernantes simplemente se deshacían de una parte de su gente. No querían que surgieran otros reinos, ni que nuevas castas se fortalecieran. Para sus líderes, solo podía existir un Mildrael. Uno solo. Siempre.
Los guerreros Urrk, que habían derramado su sangre para defender ese reino, eran ahora moneda de intercambio.
Fork apretó los dientes, conteniendo una furia que amenazaba con desbordarse.
Esclavista de Umung
Ya en los barcos, los goorks torturaban a los mildros y los obligaban a realizar tareas pesadas. Los látigos caían una y otra vez sobre sus espaldas mientras los obligaban a cargar barriles, limpiar la cubierta y mover objetos imposibles de levantar.
—¡Más rápido, carne blanda! —gruñía un goork mientras empujaba a Fork con la punta de una lanza.
El descontento crecía día a día. Entre murmullos, los mildros se miraban unos a otros con rabia contenida, pero nadie se atrevía a desafiar a sus captores.
Su primer destino fueron las costas de Arull Sha, donde la raza Gringrek había contratado los servicios de los mercenarios goorks para realizar trabajos de limpieza. Habían tenido una guerra con los Kluguo de Nruk Bumu, y las costas estaban llenas de cadáveres. El aire estaba saturado del olor a muerte.
—Si no los enterramos pronto, todo esto se va a pudrir —comentó un Gringrek desde lo alto de una duna.
Para evitar una epidemia, hicieron que los mildros esclavos enterraran todos los cuerpos. Bajo el sol ardiente, pala tras pala, los mildros trabajaban sin descanso.
Durante el trabajo, aprovechando que los goorks rara vez entendían su idioma corporal, los mildros utilizaron su sistema de comunicación mediante sus ojos para pasarse mensajes. Un parpadeo prolongado, un giro sutil, una contracción casi imperceptible: así coordinaron la idea de una posible huida.
—¿Lo vieron? —susurró uno, sin levantar la cabeza.
—Sí… pero aún nos observan —respondió otro con apenas un movimiento del ojo.
Todos querían escapar, pero el miedo los mantenía inmóviles. Cada golpe de pala parecía hundirlos más en la desesperación.
Hasta que Fork dio el primer paso.
Aprovechando un descuido, tomó una de las palas y la mantuvo firme en sus manos como si fuera un arma.
—Si nadie lo hace… lo haré yo —murmuró, apretando los dientes.
Los demás lo miraron con sorpresa.
La pala temblaba entre sus dedos, no por miedo, sino por decisión.
—Con esto… —dijo Fork, sin apartar la vista de los goorks— …vamos a abrirnos camino a la libertad.
Aquella pequeña acción, apenas un instante, encendió algo en los ojos de los demás mildros.
La huida, que antes era solo un murmullo entre cadáveres, acababa de volverse real.
Profanador de Mildrael
Fork apretó con fuerza la pala que había robado. Sus músculos temblaban de tensión mientras la levantaba por encima de su cabeza. Con un gruñido contenido, la dejó caer contra las cadenas que lo sujetaban de las piernas.
¡CLANG!
El metal cedió con un chasquido seco. En ese instante, uno de los guardias goorks lo vio.
—¡Eh, tú! ¡Esclavo! —bramó el goork mientras corría hacia él agitando su garrote.
Fork apenas alcanzó a girarse cuando el guardia se le lanzó encima. Pero antes de que pudiera golpearlo, uno de sus hermanos Urrk lo embistió con todo su cuerpo, derribándolo sobre la arena.
—¡No toques a mi hermano! —rugió el mildro mientras golpeaba al goork en el rostro.
Ese fue el momento exacto en que la liberación comenzó.
Un silencio tenso duró apenas un latido. Luego, como si una cuerda invisible se rompiera, todo el lugar estalló en violencia. Mildros rompiendo sus cadenas, goorks corriendo hacia sus armas, gritos creciendo en todas direcciones.
La costa se convirtió en un campo de guerra improvisado.
Los mildros tomaron cualquier cosa que encontraran: palas, cadenas, partes de armaduras rotas. Cada movimiento era salvaje, desesperado, lleno de una furia acumulada durante semanas.
—¡Por los Urrk! —gritó uno de ellos al derribar a un goork.
Fork, con la pala aún en las manos, se abría paso golpe tras golpe. La sangre de sus enemigos manchaba la arena húmeda mientras avanzaba sin mirar atrás.
—¡No se detengan! ¡Hacia los barcos! —ordenó, señalando los navíos goorks anclados cerca de la orilla.
Los mildros, en una mezcla de rabia y esperanza, siguieron su llamado. Tomaron las costas a la fuerza, empujando a los goorks atrás, obligándolos a retroceder hacia el mar. Varios de sus hermanos Urrk cayeron en el proceso, atravesados por lanzas, aplastados por garrotes o derribados por flechas improvisadas.
Cada caída hacía temblar el corazón de Fork, pero no lo detenía.
—No podemos parar ahora —murmuró entre dientes, con la respiración pesada—. No después de todo esto.
Con los ojos fijos en los barcos, siguió avanzando.
Su objetivo estaba claro.
Su determinación, intacta.
La rebelión apenas estaba comenzando.
Guerrero de Arull Sha
Cuando los mildros estaban por llegar a los barcos, el capitán de los goorks se asomó desde lo más alto de la nave. Su silueta enorme se recortó contra el cielo gris, y con una sonrisa burlona hizo una seña con la mano.
—¡Fuego! —rugió.
De inmediato, cañones ocultos salieron por los bordes del barco y dispararon hacia los esclavos.
¡BOOM! ¡BOOM! ¡BOOM!
El estruendo sacudió toda la costa. La arena se levantó en columnas negras y el humo cubrió a los mildros como un velo de muerte. Algunos fueron lanzados por los aires; otros quedaron tendidos sin siquiera poder gritar.
Cuando el sonido se apagó y el humo comenzó a disiparse, el horror aumentó:
cientos de gringrek salieron desde detrás de las rocas y las dunas, avanzando para apoyar a los esclavizadores goorks. Sus armas brillaban bajo el sol; habían venido preparados para rematar cualquier intento de rebelión.
—Son demasiados… —murmuró uno de los Urrk, retrocediendo con el rostro pálido.
La batalla estaba perdida.
En ese momento, un mildro mayor, uno de los veteranos que había luchado junto a Fork en muchas campañas anteriores, levantó la mano y dio una señal desesperada.
—¡Al continente! ¡Huyan a los bosques! ¡Ahora! —gritó con todas sus fuerzas.
Fork apretó los dientes. No quería retirarse, pero sabía que quedarse significaba la muerte inmediata de todos.
Con un último vistazo de rabia hacia los barcos, corrió junto a los demás.
La retirada se volvió un infierno.
Mientras corrían hacia el continente, disparos, flechas y cañonazos seguían cayendo sobre ellos. El suelo explotaba a sus pies, los árboles se astillaban, los cuerpos caían alrededor como hojas quemadas.
—¡No mires atrás! —le gritó un mildro a Fork mientras tironeaba de su brazo.
Pero era imposible no escuchar los gritos.
Uno tras otro caían los mildros: algunos quedaban enteros, apretando los dientes mientras la sangre les corría por la boca… otros simplemente desaparecían en pedazos, dejando esparcidos restos que antes habían sido compañeros, hermanos, guerreros.
Fork solo podía correr, con el corazón ardiendo, con la culpa clavándose en su pecho, con la rabia creciendo aún más que el miedo.
Los bosques se elevaban al frente como la última esperanza.
Esclavista de Umung
Al escapar, Fork logró internarse hasta lo más profundo del continente, un territorio totalmente desconocido para él. Corrió durante horas, jadeando, con el cuerpo cubierto de heridas y el alma hecha pedazos. Finalmente, cuando el silencio del bosque lo rodeó, se dio cuenta de algo que le heló el corazón:
Nadie más lo había seguido.
—No… no puede ser —susurró, girándose una y otra vez, esperando ver a un hermano Urrk aparecer entre los árboles.
Pero no apareció nadie.
Ni pasos.
Ni voces.
Ni respiraciones.
Era el último de ellos.
El peso de aquella verdad lo golpeó como un martillazo en el pecho. Se arrodilló, apoyó las manos en la tierra húmeda y dejó que el llanto silencioso se hundiera en el suelo.
La depresión lo envolvió.
Comenzó a caminar sin rumbo, arrastrando los pies, perdido entre la culpa y la soledad absoluta.
Horas después, mientras vagaba sin pensar, vio movimiento entre los árboles: hisbriks alimentándose de frutas silvestres. Pequeñas criaturas ágiles, que saltaban entre las ramas. Sin pensarlo, los siguió, con la esperanza de encontrar lo mismo que ellos.
Los hisbriks lo guiaron hasta un grupo de árboles cargados de frutos. Fork arrancó algunos y comió en silencio, sintiendo por primera vez en días una pequeña chispa de alivio.
La noche cayó.
Las lunas —tres, redondas y brillantes— comenzaron a iluminar un sendero entre la maleza.
—¿Qué… es esto? —murmuró, siguiendo la luz tenue que parecía llamar por él.
El camino lo llevó hasta algo imposible: unas ruinas enormes, parte de un reino antiguo… pero solo un fragmento.
Como si un pedazo arrancado de una torre hubiera aparecido allí por error, teletransportado desde otro lugar.
En su base había una inscripción grabada en un idioma universal. Fork rozó las letras con la mano.
—Olimps… —leyó en voz baja.
El nombre le parecía inquietantemente familiar, aunque no sabía por qué.
Apenas lo pronunció, el aire vibró.
Un sonido grave, como el gemido de la piedra despertando, resonó desde el centro del fragmento de torre.
La puerta se abrió sola.
Un brillo intenso surgió desde dentro… y un portal comenzó a expandirse, aspirando el aire a su alrededor, emitiendo un rugido que parecía tragarlo todo.
—¿Qué está pasando…? —alcanzó a decir Fork antes de sentir cómo una fuerza invisible lo arrancaba del suelo.
El portal lo absorbió por completo.
No tuvo tiempo de resistir.
El mundo se dobló y desapareció en un estallido de luz.
Portal
Fork despertó en un paraje inhóspito, un reino donde enormes columnas se alzaban como tumbas ciclópeas y castillos oscuros se retorcían como si tuvieran vida propia. A lo lejos, siluetas aladas cruzaban el cielo en manadas. El aire estaba podrido de éter del caos, espeso, como si una entidad indescriptible dominara cada rincón.
Los seres voladores descendieron con un estruendo de alas metálicas, rodeándolo con movimientos rápidos. Tenían cuerpos delgados, casi esqueléticos, piel grisácea y ojos que brillaban con un fulgor enfermizo. Sus voces eran chasquidos ásperos mientras lo interrogaban.
Fork no confiaba en ellos. Uno de los seres lo empujó con la punta de su lanza curva; otro le revisó el cinturón como si fuera un botín. Las advertencias de su pueblo resonaron en su mente: “Nunca permitas que te capturen vivo.”
Tomó una decisión.
Atacó primero.
El primer ser no tuvo tiempo de reaccionar. Fork le tomó el cuello con ambas manos y lo estrelló contra una columna. Se escuchó un crujido húmedo. El cuerpo cayó desplomado, con la cabeza torcida en un ángulo imposible.
El segundo se abalanzó desde atrás, emitiendo un chillido gutural. Fork rodó hacia un costado, lo tomó del ala y la arrancó de cuajo con un tirón brutal. La criatura cayó al suelo, retorciéndose mientras un líquido oscuro y espeso manaba de la herida. No tardó en quedar inmóvil.
El tercero intentó escapar volando, pero Fork le arrojó una piedra afilada que encontró a sus pies. La piedra impactó en la base de su cráneo, y el ser cayó como un peso muerto, revolcándose por unos segundos antes de quedar tendido con la espalda partida por la caída.
Los dos seres restantes lanzaron un alarido sincronizado, más parecido a una orden militar que a un grito de terror. A diferencia de los primeros, estos avanzaron con precisión, rodeándolo para atacarlo en simultáneo.
Fork, ya sangrando y agotado del combate, trató de mantener la guardia alta.
Uno de ellos descendió en picada, su ala cortante rozó el rostro de Fork y le abrió una herida profunda en la mejilla. El otro se estrelló contra él desde atrás, derribándolo al suelo. Fork logró incorporarse lo suficiente como para romperle los dedos al atacante frontal, pero el esfuerzo lo dejó sin aire.
El ser de espaldas lo sujetó del cuello con fuerza monstruosa y lo elevó. Fork pateó, golpeó, trató de liberar sus brazos, pero su cuerpo ya no respondía con la misma precisión.
El segundo lo remató con un golpe seco en las costillas que lo dejó sin aliento.
Los dos seres lo sostuvieron por los brazos, levantándolo del suelo. No lo mataron; lo querían vivo. Lo arrastraron por el aire hasta un promontorio oscuro, donde lo dejaron caer frente a un trono hecho de piedra negra que parecía absorber la luz.
Cazador de Vuix
En él reposaba una presencia que helaba el alma. Una figura inmensa, inmóvil… atemporal.
Entonces habló, su voz profunda resonando más en la mente que en el aire:
—Soy Krafalt, Señor del Control…
Su sombra se movió como si tuviera vida propia.
—Pocos sobreviven a mi presencia. Tú… has logrado sobrevivir. Interesante.
Fork, jadeante, sangrando, apenas pudo mantenerse arrodillado.
—¿Qué… quieres de mí? —susurró.
Los ojos del Abismal se encendieron, profundos como abismos sin fondo.
—Quiero ver si tu voluntad puede resistir la mía.
Y la sombra de Krafalt se extendió hacia él.
Krafalt, el control
Krafalt extendió su manipulación sobre Fork, y en cuanto lo tocó, la mente del mildro se abrió como una herida antigua. El Abismal comenzó a manipular sus recuerdos, obligándolo a revivir cada momento de su vida: su clan Urrk, sus hermanos muertos, la traición de Mildrael, los gritos en los barcos goorks, las costas de Arull Sha teñidas de sangre.
Cada recuerdo era un golpe. Cada fragmento del pasado, una cuchilla.
—Sufre… crece… rómpete. —susurró Krafalt, deleitándose con el dolor que él mismo convocaba.
Cuando Fork quedó al borde de estallar mentalmente, Krafalt dio una orden con apenas un gesto de su mano.
Del cielo negro comenzaron a caer hordas de bezulds, criaturas aladas al servicio del Abismal, que descendieron para atacarlo sin piedad.
La matanza inició de inmediato.
Fork luchaba como podía, todavía herido, su mente estrujada por los recuerdos. Cada golpe recibido lo acercaba al colapso. Pero cuando estuvo a punto de desfallecer, Krafalt lo sostuvo con un torrente de éter del abismo, una energía espesa, oscura, que penetró en su cuerpo y lo obligó a mantenerse en pie.
—No te dejo morir. No todavía. —gruñó el Abismal.
Los bezulds caían uno tras otro, destrozados por las manos ensangrentadas del mildro. Pronto los cadáveres se apilaron en una montaña grotesca… y Krafalt, satisfecho, extendió su mano sobre ellos.
El aire se volvió denso.
Los cuerpos de los bezulds comenzaron a retorcerse.
Huesos quebrados se unieron entre sí.
Carne muerta tomó nuevas formas.
Y así nacieron elementales de carne, abominaciones animadas con la esencia corrupta del Abismo.
—Que el combate no termine jamás. —decretó Krafalt.
Fork no tuvo descanso. Día tras día, año tras año, fue obligado a batallar contra bestias que jamás dejaban de renacer. Sus heridas se abrían y cerraban al ritmo del éter abismal que Krafalt inyectaba en su interior, moldeándolo como a un metal en el fuego.
El mildro fue cambiando.
Sus músculos se deformaron y fortalecieron.
Su piel se endureció, volviéndose oscura, casi pétrea.
Sus ojos perdieron brillo, luego color, finalmente memoria.
Su mente… se quebró por completo.
Ya no quedaba rastro del guerrero Urrk, ni del esclavo que soñó con libertad, ni del sobreviviente que escapó al bosque. Solo existía una masa de destrucción, un arma viviente pulida a voluntad de Krafalt.
Fork ya no recordaba quién era.
De dónde venía.
A quién había amado o perdido.
Solo sabía una cosa.
Solo quería una cosa.
Solo podía hacer una cosa:
Combatir.
Porque eso era lo único que quedaba de su cabeza destrozada.
Elemental de carne
Cuando el trabajo estuvo terminado, cuando Fork ya no era mildro ni esclavo ni guerrero, sino una máquina de guerra moldeada por el caos, Krafalt descendió desde su trono. Sus pasos resonaron como golpes de hierro en piedra viva.
El Abismal se acercó lentamente, observando su creación con un deleite silencioso.
Cuando estuvo frente a él, extendió una mano envuelta en sombras líquidas y tocó el pecho de Fork.
En cuanto lo hizo, una marca ardiente del Abismo se abrió en la carne del mildro, quemando hasta los huesos, sellando un pacto eterno.
—Desde este momento… eres mi heraldo.
La voz de Krafalt retumbó como un trueno sepultado, un decreto inquebrantable.
El acto fue celebrado por los sirvientes del Abismal, que habían presenciado desde el inicio la larga forja de muerte. Criaturas de oscuridad aullaron entre columnas de piedra; otros abismales observaban desde la distancia, inmóviles, evaluando con interés la nueva adquisición de Krafalt.
Cuando el sello terminó de grabarse, Krafalt tomó a Fork y lo llevó fuera de la arena, hacia un balcón natural abierto a un paisaje imposible.
Desde allí podía verse Vuix, un reino entero que había sido conquistado por los Abismales, sus ruinas suspendidas en el aire como fragmentos de un mundo quebrado.
—Este es el trono caído de Vuix, nuestra conquista. —dijo Krafalt, mostrando con un gesto todo el reino devastado—. Y tú, Fork… has ganado tu lugar en él.
El Abismal se volvió hacia él con un brillo frío en los ojos.
—¿Deseas venganza?
La palabra resonó dentro de la mente quebrada del mildro… y algo en su interior, aunque ya roto, aún ardía.
Krafalt continuó:
—Los que te vendieron… los que permitieron que tus hermanos murieran… todos pueden caer bajo tu mano, si aceptas una última tarea.
El viento oscuro sopló entre las torres rotas.
—Debes viajar a un continente lejano…
Debes ir a Espian.
Se inclinó hacia él, y su voz se volvió un susurro profundo.
—Allí recuperarás las Máscaras de la Creación.
La marca en el pecho de Fork ardió como si respondiera al llamado.
Así comenzó su nueva misión.
Así nació el heraldo del Abismo.
Fork Urrk, heraldo de los abismales