Textos Unitat Didàctica 2: LA IIª REPÚBLICA I LA GENERALITAT DE CATALUNYA

La Gran Depressió i la República espanyolaEn las cuestiones eco­nómicas era imposible (con socialistas y sin socialistas) ate­nerse al liberalismo tradicional. Las dificultades más graves que en este orden encontraron los gobiernos de la República, provenían de la crisis mundial. Los siete años de la dictadura de Primo de Rivera coincidieron con los mas prósperos de la posguerra. La República advino en plena crisis. Paralización de los negocios, barreras aduaneras, restricción del comer­cio exterior. La política de contingentes fue un golpe terrible para la exportación española. Bastantes explotaciones mi­neras se cerraron. Otras, como la del carbón, vivían en quie­bra. Las industrias del hierro y del acero, aunque modestas, se habían equipado bien durante la guerra europea, pero ya no tenían apenas otro cliente que el Estado. Los ferrocarri­les, en déficit crónico, vinieron a peor, no sólo por la com­petencia del transporte automóvil, sino por la decadencia general del trafico. La industria de la construcción, la mas importante de Madrid, llegó a una paralización casi total. Éstas fueron, y no los complots monárquicos ni los moti­nes anarquistas, las formidables dificultades que le salieron al paso a la República naciente y comprometieron su buen éxito. Ninguna propaganda mejor que la prosperidad. Para un régimen recién instalado, y ya combatido en el terrena político, la crisis económica podía ser mortal. El Estado tuvo que intervenir, si no para encontrar remedio definitivo, que no estaba a su alcance mientras la crisis azotara a los pueblos más poderosos, para acudir a lo muy urgente. Todas las intervenciones del Estado en los conflictos de la economia eran mal miradas, considerándolas como los avances de un estatismo amenazador.

En las cuestiones del trabajo (huelgas, salarios, dura­ción de la jornada, etcétera), el Estado español, antes de la República, había ya abandonado, tímidamente, la política de abstenerse, de dejar hacer. La República, como era su deber, acentuó la acción del Estado. Acción inaplazable en cuanto a los obreros campesinos. El paro, que afectaba a todas las industrias españolas, era enorme, crónico, en la ex­plotación de la tierra. Cuantos conocen algo de la economía española saben que la explotación lucrativa de las grandes propiedades rurales se basaba en los jornales mínimos y en el paro periódico durante cuatro o cinc o meses del año en los cuales el bracero campesino no trabaja ni come. Con socialistas ni sin socialistas, ningún régimen que atienda al deber de procurar a sus súbditos unas condiciones de vida medianamente humanas podía dejar las cosas en la situa­ción que las halló la República. Sus disposiciones provisionales, mientras se implantaba la reforma agraria, fueron las mas discutidas, las mas enojosas, las que suscitaron contra el régimen mayores protestas.

De otra manera influyó también la crisis mundial en nuestros conflictos del trabajo: las repúblicas americanas no admitían mas inmigrantes españoles. Pasaban de cien mil los que cada año buscaban trabajo en América. Hubo, pues, que contar por añadidura con ese excedente, que ya no absorbía la emigración.

Manuel Azaña. Causas de la guerra de España. Diario Público, 2011. 142 pgs. Pg. 14-15.

La legitimidad de la República

Transcurridos más de 30 años del inicio de la transición a la democracia en España, es una obviedad que no ha habido voluntad política, en los sucesivos gobiernos, de asumir el legado de la Segunda República y defender su legitimidad.

En los últimos años se ha dado una escalada importante de los libelistas que, para justificar una sublevación armada, repiten sobre la Segunda República los mismos tópicos de la historiografía franquista. Una de las señas de identidad del actual revisionismo es la tesis de la ilegitimidad del régimen del 14 de abril, por haberse proclamado tras unas elecciones municipales que, según dicen, ganaron los partidos monárquicos de forma abrumadora. También se mantiene, contra viento y marea, la falacia de la bondad del monarca, Alfonso XIII, al marchar al exilio de forma pacífica, cuando lo cierto es que intentó por todos los medios ahogar la revuelta popular y que lo que ocurrió fue que ni la Guardia Civil trató de evitar lo inevitable.

En relación a las elecciones del 12 de abril de 1931, no es de recibo la tesis de la ilegitimidad por varias razones. La primera es que era la monarquía la que se había apartado de su propia legalidad al no reanudar la actividad parlamentaria en diciembre de 1923 y al dar su apoyo a una dictadura militar que, además, acabó con los viejos partidos Liberal y Conservador. Más allá de todo esto están los datos de los sufragios obtenidos por los candidatos de los distintos partidos que concurrieron. Nadie se ha molestado en ir más allá de las cifras de concejales, ni en analizar resultados en votos, muy superiores los de los republicanos frente a los monárquicos. Es un tópico muy repetido que la Conjunción Republicano-Socialista ganó las elecciones en capitales de provincia, donde no se daba la presión de los caciques, pero que en el resto, en la España rural, habían ganado los monárquicos. Lo cierto es que esta versión aparece en memorias de Isabelo Herreros personajes de la época, sin embargo no se compadece con la realidad de lo que ocurrió. Si prescindimos del número de concejales ya proclamados por el famoso artículo 29, que eran un total de 29.804, y donde sí había una mayoría considerable de monárquicos, en su totalidad de poblaciones muy pequeñas, quedan aún por analizar 50.668 concejales, efectivamente electos el 12 de abril, y que, según los datos del Instituto Nacional de Estadística de 1931, tuvieron la siguiente afiliación política: republicanos (Partido Republicano Radical, Acción Republicana, Partido Republicano Radical Socialista, Esquerra Republicana de Catalunya, Derecha Liberal Republicana, Organización Republicana Autónoma y grupos autónomos), 20.428; socialistas, 3.926; comunistas, 57; monárquicos, 12.970; otros, 9.155; “no consta”, 4.132.

Esos son los datos que aún esperan un estudio de conjunto y pormenorizado con proyecciones a partir de las herramientas que la nueva sociología electoral suministra.

Pero no sólo es cuestión de cifras y datos –que también– lo relativo a aquella explosión de alegría colectiva del 14 de abril de 1931, sino de estudios rigurosos acerca de la transformación que se produjo en nuestra sociedad.

En los últimos años han aparecido investigaciones de estudiosos del republicanismo que nos sitúan ante una visión mucho más rica, y a la Segunda República como la resultante de una larga andadura del riachuelo liberal del que hablaba Manuel Azaña, donde cristalizaron los proyectos de modernización de España, encarnados por la vigorosa influencia de la Institución Libre de Enseñanza. El republicanismo a través de sus partidos, así como la nada desdeñable aportación del movimiento obrero que, desde sus dos organizaciones mayoritarias –UGT y CNT–, con sus casas del pueblo y sus ateneos libertarios, venían realizando una importante labor de elevación de la educación cívica y la cultura de la clase obrera.

El proyecto republicano fue protagonizado en buena medida por las clases medias urbanas, que pudieron participar en la vida pública y disfrutar de la concreción de la modernidad, con el acceso, no sólo a una universidad que era de las mejores del mundo, sino también a una vida cultural sin precedentes. Por su parte, obreros y campesinos vieron plasmarse logros de justicia social, eso sí, con la obstrucción y hostilidad de las oligarquías. También accedieron a la educación y a la cultura, con la construcción de más de 11.000 escuelas en los primeros años republicanos. En un país con casi la mitad de su población analfabeta, el acceso a la educación gratuita y obligatoria –para

todos los niños– fue, para muchos desposeídos, razón más que suficiente para defender la República.

La Iglesia católica y unas oligarquías miopes conspiraron desde el primer día para acabar con el proyecto modernizador de la Segunda República por suponer, y con razón, que con la consolidación de una democracia avanzada podían perder su situación de poder y dominación.

Quien fuera la encarnación misma de la Segunda República española, Manuel Azaña, en su obra La Velada en Benicarló nos hace llegar, a través de uno de los personajes, cuál era la aspiración mas íntima de aquellos republicanos para España: “Pienso en la zona templada del espíritu, donde no se aclimatan la mística ni el fanatismo políticos, de donde está excluida toda aspiración a lo absoluto. En esta zona, donde la razón y la experiencia incuban la sabiduría, había yo asentado para mí la República”.

Isabelo Herreros es periodista. Autor de la biografía ‘Ossorio y Gallardo, un presidente entre Romanones y Azaña’

(Article Diario Público, 16/04/2011)

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