La feria de mitad del XX

Si, por entonces si se celebraba por San Lorenzo, allá por el 10 del mes de agosto.

En la plaza, un tablao en la puerta de Serafina acogía una orquesta, menos costosa que la de la caseta oficial pero alguna que otra vez mejor, con el mismo repertorio tocaba los hits del momento, canciones de Formula V, Los diablos o Georgie Dann.No faltaran a lo largo de la noche los pasodobles donde algún que otro matrimonio se atreverá a bailarlo. Los taberneros habían ampliado sus veladores con aquellas típicas sillas plegables de madera y las mesas igualmente plegables con el tablero rojo. Eso sí hemos subido los precios que por algo estamos en feria.

Quizás nos sentemos mejor después de ir al cine, se escuchaba mientras veían la cartelera y se recreaban en las escenas que acompañaban al mismo. Evidentemente triunfaba un Manolo Escobar que llenaba aquel cine de verano, alternando cartel con los western (la muerte tenía un precio, la furia de los siete hijos… son películas que se anunciaban), Al lado “la juventud” (como decían) se adentraba en la discoteca de la plaza, y es que la plaza terminaba dando nombre a todo, incluso a sí misma.

Los que querían y podían, que no todos podían, no, se acercaban hasta el Ayuntamiento, en su actual ubicación aunque aún no remodelado, y con las rejas cerradas adquirían la entrada para La Caseta que ocupaba la plazoleta de la villa, cuyos dos accesos habían sido convenientemente tapiados con tablones de madera de altura suficiente, aunque no lo bastante, ya que allá en la que no estaba el portero, los más osados se atrevían a saltarla, eso si, espaciadamente para no llamar la atención en exceso. Otras veces, a ras de suelo, se terminaba perforando un agujero para acceder, eso sí, igualmente dejando tiempo entre uno y otro no vaya a ser que se den cuenta. Claro que la forma más fácil era situarse al lado de alguno de los matrimonios que iban entrando y acceder con ellos. A veces se daban cuenta del engaño, otras el portero simulaba no darse cuenta y otras la Señora en cuestión te agarraba de la mano y asunto zanjado,

Allí además de la consabida orquesta se programaba una actuación especial, algo de sevillanas, un humorista poco conocido o un artista venido a menos como aquel año que actuó Bruno Lomas. Las mesas y sillas, las consabidas de madera plegable. Las bebidas un poco más caras. El pasodoble innegociable.

Las actuaciones y el resto del programa de feria conformaban un libreto, donde las páginas centrales contenían todo lo programado y el resto lo conformaban los anuncios locales: Panaderia Ortega (la de Paco y María Teresa la del Horno que apuntaba el lector), la tienda de Porras, la tienda de Pedrín, el Bar Calvente …..

Cohetes (que eso de fuegos artificiales vendría más tarde), carreras de cintas, de sacos, algún año los gigantes y cabezudos, algún partidillo de fútbol con viejas glorias de equipos foráneos o rivalizando con los pueblos colindantes, y los consabidos toros, no siempre, en la plaza portátil allá por las casitas nuevas.

El alumbrado simple y escaso invitaba a duras penas a descender el pecho de la plaza, que la calle tiene nombre, pero que aquí se simplifica así, y allí frente al sindicato, que eso de camara agraria se queda para el papeleo, comprar algo de turrón, un pedazo de coco o la garrapiñada, manjares de contadas ocasiones; y de ahí al río, por Cuevas del Sol, que allí estaban los guaitomas (carrusel de columpios) y si había suerte alguna otra pequeña atracción. Los años excepcionales había que subir hasta el Carmen, donde estaba la pista de coches choques, pero casi nunca venían en feria, sí por Semana Santa que había mucha más gente en el pueblo.

Ahora, en feria, estábamos los de siempre, gente de los pueblos de al lado que se acercaban algún día, y los emigrantes, aquellos que en la década de los 60 hubieron de marchar al extranjero y que en anual peregrinación acudían por Navidad si podían y por la feria.