Desde el campanario


Días antes de aquella mágica noche, aquellos chavales recorrían las calles del pueblo, solicitando a los vecinos las viandas que consumirían. Los mimbres de aquella canasta acabarían atrapando algunos dulces, algo de chocolate, granadas, membrillos y un variopinto grupo de alimentos, que sobre todo las señoras dejaban en ella en función de sus despensas y de su generosidad.

Aquella noche, la noche de difuntos, las campanas de la vieja iglesia parroquial tañerían incansables los sonidos evocadores de la muerte, los mismos que a lo largo del año avisaban al vecindario de la muerte de alguno de los convecinos, cuatro campanadas al unísono de la gorda, la grande y la mediana en caso de ser un varón y tres en el caso de que la fallecida fuese una mujer.

Aquel grupo de chavales se turnarían durante toda la noche en el arduo y monótono esfuerzo de hacer sonar las campanas ininterrumpidamente. Mientras unos jalaban de las vastas cuerdas que hacían impactar las lengüetas, el resto daba cuenta sin orden ni concierto del contenido de la canasta o bien aprovechaban ese intervalo de descanso para saciar una curiosidad que parecía no tener fin pese a haber recorrido una y otra vez los mismos lugares.

Así, mientras el entarimado de madera que constituía el piso crujía bajo sus pies, se adentraban en el pequeño habitáculo donde languidecía el viejo reloj que en otro tiempo diera las horas al viento, con la ayuda de las mismas campanas que ahora cubrían de tristeza los recovecos de la noche.

Era un mudo diálogo, los chavales extasiados ante unos engranajes inmóviles pero seductores por su indescifrabilidad, por una manecillas inmóviles que petrificaban la curiosa mirada pese a marcar la misma hora que la última vez que lo visitaron, sin ser plenamente conscientes de que sería igualmente la misma que marcaría la próxima vez que volviesen, por que volverían.,

Y de allí, al paseillo de la reina,ese estrecho voladizo que circunvala la enorme mole de piedra de la iglesia. La noche, al impedir constatar la altura del edificio hacía más fácil recorrer el camino de ida y vuelta.

La leyenda lo llamó así, y así se transmitió de generación en generación, sin que reina alguna lo recorriera nunca.

La católica Isabel nunca estuvo en aquel Setenil de las postrimerías del XV a diferencia de Fernando, pero ella sí que dejaría su impronta al hacer donación para lo necesario en el culto religioso, conservándose una casulla de aquella época a la que arropan otros ropajes para el oficio religioso no menos ricos que sí que constituyen otro de los tesoros setelineños merecedores por sí mismos de una importante exposición permanente de cara al disfrute de la ciudadanía y a la oferta turística.

Había en aquel pasillo, a la derecha, un pequeño ventanuco para dar acceso al siempre polvoriento espacio situado entre las cúpulas y el tejado, refugio de palomas, calices y murciélagos.Provistos de aquellas linternas de lata, alimentadas por una pila de petaca, impulsados por esa mezcolanza de intrepidez e ignorancia inversa a la edad, accedían desde uno de los brazos de la inacabada cruz latina para apuntar con el halo de luz, al bajísimo arco opuesto, que obligando prácticamente a arrastrarse, les permitía acceder a lo que ellos llamaban la cueva de los murciélagos.

Y allí estaban, desoyendo los consejos de los mayores sobre los peligros del lugar que inoculaban un miedo exagerado sobre el habitáculo. Cuasi inmoviles, dirigiendo el haz de luz sobre “los bichos”, que cegatos se retorcían balanceando sus cuerpos colgados de sus patas, a lo sumo emprendiendo un vuelo a zonas no iluminadas o huyendo al negro horizonte de la noche.

Hoy no quedan murciélagos allí,ni palomas ni calices tampoco, aunque el reformado lugar sigue siendo polvoriento y un poco mágico.

Queda el reloj que sigue marcando la misma hora que cincuenta años atrás.


José A. Zamudio



El viejo campanario

El reloj del campanario y lel refugio de los muerciélagos sobre las bovedas