Satanismo
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
El hombre se levantó de madrugada, cuando por sobre las serenadas colinas aún no asomaban los primeros rayos de claridad que testimoniasen la llegada del nuevo día. Se veía que no había dormido bien, pues —a pesar de las justificaciones y convincentes argumentos de una irresistible trascendencia— mucho había debatido consigo acerca de si aquello estaría o no correcto, si acaso sería o no inhumano. No obstante, sabía que —de negarse— perdería el beneplácito de Aquél, el infinito poder que le había prometido un porvenir casi imposible de despreciar, con las poderosas palabras que aún reverberaban dentro de sí: “Juro por Mí mismo que multiplicaré tanto tu poder que tus descendientes serán como las estrellas del cielo y como la arena que hay a la orilla del mar, y conquistarán las tierras de sus enemigos, y...!”. Y si para conseguirlo había de cometer tal atroz crimen, debía cometerlo: eso lo tenía bien claro.
Resuelto a cumplir su designio, tomó al niño —quien aún dormía— en sus brazos. Su mujer, somnolienta, preguntó a dónde iba. Una mentirosa respuesta —mal pronunciada— la tranquilizó. Se puso en marcha hacia el lugar que se le había indicado. Cada uno de sus pasos confirmaba más el fatal empecinamiento.
El niño despertó y preguntó hacia dónde se dirigían, pero el absoluto silencio del padre pronto calló su curiosidad. Simplemente avanzaban hacia algún lugar, hacia alguna parte en donde se consumaría lo que ya estaba inexorablemente premeditado, pensado, planeado.
La marcha se hacía cada vez más pesada, a medida que el sol trepaba por la invisible pared de la inmensa bóveda celeste. Dentro, poco a poco se habían extinguido los últimos intentos por cuestionar la legitimidad del hecho: ya no quedaba nada de lo que alguna vez fue una cierta conciencia sobre el bien y el mal. Habían podido más la ambición, el poder, la vanidad... todos los valores propios de Aquél que lo impulsaba a realizar la macabra ofrenda. En efecto, el pacto ya no admitía marcha atrás.
Llegaron al lugar al mediodía, cuando el sol ya calcinaba la árida tierra y sobre sus coronillas establecía un calor desesperante. No había nadie en kilómetros a la redonda. Sólo el desierto era testigo.
Volvió su mirada —hasta entonces perdida en la hirviente lejanía— hacia el niño y sin mediar palabra lo cogió del brazo y lo amarró fuertemente, lastimando la fragilidad de sus huesos, dañando su tierna carne. El niño comenzó a llorar, mientras preguntaba: “Papá, ¿qué vas a hacerme...?”. Él únicamente continuó con su demoníaca tarea y, como el crío no se callara, tapó su boca con una mordaza. El niño intentó patalear, intentó gritar, intentó soltarse, intentó pedir ayuda... pero todo fue en vano: su padre estaba tan poseído por aquel poder y tan ajeno a los gritos de una agonizante conciencia de humanidad que —por anularla— agilizaba sus movimientos precipitándolo todo.
Estiró la mano y tomó el cuchillo para proceder a degollarlo. El niño estaba bañado en lágrimas y entrando en un agudo estado de choque, el cual sobrevino en el momento en que vio el quemante filo de la navaja rondando sus arterias. El padre entonces exclamó: “¡Oh, infinito poder: he aquí lo que me has pedido! ¡A Ti sacrifico a mi primer hijo, al único que tengo, en señal de absoluta obediencia y sumisión a tu voluntad! ¡Sello de esta manera, por los siglos de los siglos, el pacto indisoluble que habrá de conducir a mi estirpe a la conquista de todos los pueblos de la Tierra, para que todos veneren tu Nombre! ¡Oh, Rey de reyes! ¡Oh, Poderoso entre los poderosos! ¡Oh, Ente Supremo que todo lo controlas desde tu morada!”
Y se dispuso a cumplir la orden, mientras el sol resplandecía cegadoramente en el centro del infinito.
* * *
Gran consternación ha provocado, en las altas esferas sociales de la capital, la repentina muerte del connotado abogado e intelectual, doctor Abel Encina, de sesenta años.
Afirman sus familiares que el sábado pasado el Doctor Encina regresó muy cansado, después de haberse desempeñado exitosamente como fiscal específico en la vista pública instalada contra el reo Abraham Martínez, acusado y condenado a treinta años de prisión por degollar a su propio hijo.
Manifiestan que el proceso judicial había mantenido muy tenso e indignado al Doctor, pues el reo en varias ocasiones había querido justificar el crimen argumentando que él “nada más cumplía órdenes”, declarándose “seguidor de Satanás”. Fue así como durante todo el domingo el Doctor estuvo haciendo contactos telefónicos —más alterado que de costumbre— con importantes personajes políticos nacionales, a fin de coordinar acciones para erradicar los cultos satánicos que —como se sabe— se han proliferado alarmantemente en los últimos tiempos. Incluso platicó con el Presidente de la República —su amigo personal— quien le prometió buscar los mecanismos e instancias adecuadas para dar cauce a su inquietud.
Terminadas estas llamadas, se dispuso a escribir un artículo para los periódicos, en el cual relataría su experiencia como fiscal en tan sonado caso y expondría más sistemáticamente sus argumentos, sobre todo en contra de la perniciosa idea sostenida por algunos políticos de izquierda, en el sentido de que —como la Constitución Política garantiza la libertad de cultos y la libertad de expresión— los cultos satánicos están permitidos. Se encerró en su estudio y no se oyó más.
Llegada la noche, y al ver que no atendía los avisos para ir a cenar, llamaron insistentemente a su puerta, sin respuesta alguna. Preocupados, se vieron obligados a forzarla y al entrar lo hallaron caído al pie de su escritorio, ya muerto debido a un fulminante infarto y con una expresión llena de dolor y angustia.
Sobre su escritorio quedaron el artículo sin terminar y su diario personal. En sus manos tenía la Biblia abierta en el capítulo 22 del Génesis.
Del la “plaquette” Desnudos en una capilla.
Concultura, San Salvador, 1993.
© Rafael Francisco Góchez