Alea jacta est
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
La opinión de los demás oscilaría entre risas descaradas (por lo cursi), condenas airadas (por lo inmoral) o comprensión respetuosa (por lo humano). Francamente, no me interesaba. Con tenerte cerca era suficiente para ignorarlos. Es que disfrutaba tanto tu cara de gato, tu sonrisota, tus maneras inocentes... En ese tiempo no te imaginabas mis manos heladas, mi pulso acelerado, mi sudor nervioso. Entretenías mi atención, dispersa entre todos tus amigos.
En alguna oportunidad hablamos de comunes experiencias. Sí: habíamos leído la misma novela. Un pobre loco que deliraba por su Dulcinea. Nos reímos. Creo que, de alguna manera, yo deseaba verme en las carnes del demente en cuestión. Ya sé. Me dirían: “No sabemos si calificarlo de ridículo o de ser peligroso, capaz de los más abyectos y condenables hechos”. Tú quizá te sentías Dulcinea. Te había fascinado el relato. Al menos compartíamos la idea del loco en cuanto ser digno de mejor suerte. Supe entonces que tu sensibilidad trascendía lo pedestre. Allí comencé a imaginarte plena, sin secretos, digna de un perfecto amor platónico.
Jamás danzaste por mi mente en carácter pasional. La pureza de mi idealización era suficiente para el más puro goce (estético, diría yo). Bella tu cara de gato, tu sonrisota, tus maneras inocentes. El infinito tiempo de mi mental aventura transcurría con paso de elefante: lento pero aplastante (así decían los del Alianza, pero conste que yo soy Águila).
Yo no quise verte cambiada, no quise verte madura, no quise verte evolucionando hacia el inevitable despertar. Así, cuando anhelabas verte de la mano con aquel que, me comentaste, te interesaba; yo, disimuladamente (incluso podría decir “hábilmente”) aparenté naturalidad. Hasta consejos te di. Los tomaste con sumo interés y corporizaste al loco de la novela, con sexo cambiado. Él fue tu Dulcineo.
Uno de mis mayores logros fue saber disimular mi incomodidad. ¡Pobre tonto! ¿Aspirar a más? ¡Imposible! ¿Convertirme en ser despreciable, ruin, armando hábiles discursitos para enrollarte en el sendero que no merecías, rumbo a la cama? Claro está, no hubiera sido ni el primero ni el último en tramar algo así. Toño le llama a eso “dar paja barata”. Abundan, pululan por ahí los tipos capaces de tales bajezas, pero no quería pertenecer a esa especie. No es por menospreciarte, pero creo que, de habérmelo propuesto, hubieras caído. Es que —en el fondo— alguna vez mostraste que yo te gustaba. Ahora, en fin, ya tenías tu novio. Y para rematar, creo que se parecía a mí. Decía, pues, yo supe disimular mi incomodidad.
Accedí a conversar sobre ustedes. ¡Ilustre consejero prematrimonial! Te conté las artimañas de los hombres. ¡Perfecto orientador frustrado! ¿De qué sirvió todo eso? Seis meses de noviazgo... no supe qué cara poner cuando me contaste los celos de él hacia ti, por mi causa. Casi te pedí alejarme, para no incomodarte. Casi quise rechazar tus ruegos para no romper la valiosa amistad que compartíamos. No sé si he empleado bien tal término. Amistad y amor eran una amalgama de la que nunca se supo qué había de más. Creo que era amor: desvivirse por el otro, renuncia total al egoísmo, al vil placer personal, desvivirme por ti, por tu felicidad.
Adelante los días, los meses. Hubo tardes en las cuales no pude disimular mi cólera, mi rabia, mis celos (tontos, por cierto). Es que tus palabras me herían insoportablemente. Tales intimaciones con tu novio no podían tener otro desenlace más anunciado. ¿Lo hacías por molestarme? ¿Eras en verdad sincera? Nunca lo supe. Tampoco supe si identificaste mi verdad, si fotografiaste mi ira visceral. Cual adolescente celoso allí estaba yo, fingiendo ser tu mejor amigo y siendo tu peor amante.
No me lo dijiste, pero siempre supe desde cuándo ustedes fueron más que novios. Toño dice: marinovios. Aunque te cueste creerlo, no deseaba estar en su lugar. Ya me había enterado, por tu medio, de que él era simplemente otra vía de escape. Nunca mencionaste tu casa, tu padrastro, aquel insoportable ambiente revelado por tus días cerca de mí. Tu soledad te delataba. Pobre tonto. ¿Él o yo? Quizá ambos. Y tú, engañada. Sin embargo, ¡qué bien justificabas tu convivio! (Toño dice: concubinato).
Comprobé una vez más la evidente vocación literaria que por tus venas corría. Tan lindas las cartas que me enseñabas, antes de dárselas a él. Tan bonito que escribías. Una vez más me pregunto si en verdad sospechabas que yo te amaba.
¡Qué importa! Al fin y al cabo, hoy las cosas marchan por otros senderos. Toño me dijo: sos un paño de lágrimas. Tal vez tuvo razón. Su risa burlona nunca se me va a olvidar, esa tarde que le conté tu tragedia, cuando el muy imbécil de tu marinovio se fue al carajo. ¿Y qué más podía esperarse de un machista pequeñoburgués decadente? Era más anunciado que el ganador de las últimas elecciones.
Tu llanto inundó mi pecho, con todo y camisa. Allí desenfundé mi arsenal retórico, afectivo, sincero, emotivo, etc. Allí me evidencié como pobre pendejo (según Toño). Quizá tenía razón. Lo importante es que, después de aquello, eras susceptible de amarte. Yo ya no tendría el cargo de conciencia de haberte despojado de tu virginidad. Ya no sería un ser ruin y despreciable. Simplemente otro machito más. Y ni siquiera ese papel menos insoportable quería asumir. Por eso me hacía el de rogar. Me pareció que llegabas al extremo de suplicarme cariño. Francamente, no sabía qué hacer.
¿Pedir consejos? Ya sabía las respuestas. Toño diría: “no seas maje. Acostátela y después... ¡salú! ¡Ahi que vea qué putas hace!”. Fue inútil lucha tratar de convencerme y convencerte de mi negativa. ¿Sabés por qué te decía que no? Simplemente por el miedo: miedo a bajarte del pedestal. Una vez te dije que cuando uno idealiza, ese amor sólo puede existir platónicamente, pero cuando se intenta darle dimensión carnal, todo se cae. Así como un castillo de naipes soplado. O como el edificio Darío cuando el terremoto. Después, viene el aburrimiento y el aborrecimiento. Ese era mi miedo. No podía soportar ni siquiera la idea de llegar hasta eso. Te sobreamaba.
Pero todo ese palabrerío llegó a su final. Los años de nuestra edad se encargaron de no dejar piedra sobre piedra de aquella muralla defensiva. Toño me dijo: “Mirá: pasado mañana llegate a la casa. Yo no voy a estar. Te dejo todo preparado”.
Aunque no lo creas, iba incómodo. Nunca pude aceptar semejante papel. El momento crucial. No había, efectivamente, nadie. No había estorbos. Todo prenunciaba la consumación. Y todo debía comenzar por aquel ansiado beso, aquel tan querido beso que nunca habíamos podido ni querido darnos. Un delicado ósculo (a lo clásico), una chispita desencadenadora de la gigantesca e inevitable explosión del polvorín sumergido en el miedo.
Primero, tu mano diluyendo mis helados temblores. Segundo, el beso en la mejilla aclarando emociones. Tercero, el roce de nuestros labios... ya no había más que hacer. Toño diría: alea jacta est. Ya venía el aluvión. Apasionadamente, como no hubiera imaginado, te besé. Allí corporizó mi anhelada Dulcinea, allí claudicaron mis hipocresías, allí me confesé como ser sexuado, ya por fundirnos, ya por amarnos.
¡Lástima! ¿Por qué putas nunca tuve la precaución de preguntarle a Toño en qué líos andaba metido? ¡Si bien que se le notaba! “Grupos de fachada”, les dicen. ¡Semejante culero! El muy idiota dejó toda la literatura y propaganda subversiva en el tal cuarto. ¡Claro, hombre: si nosotros quedamos bien sembrados!
Yo no sé a quién le dio más vergüenza: si a mí o al primer guardia que abrió a vergazos la puerta... y nos va viendo así...
Créeme que no me pasa el pesar de haberte exhibido públicamente como amante. Nunca fuiste eso. Lo sabes. Por el amor que te tenía, por la protección que merecías, por eso no me avergüenzo de haber aparecido ante los medios nacionales y extranjeros como desertor.
Me costó un poco aprender de memoria todo el rollo que me dieron. Casi me confundo al señalar nombres, datos, etc. Tuve que aceptar pertenecer a los “comandos urbanos”. Nunca lo fui, tú lo sabes. Mi único nexo era ser amigo de Toño. ¡Pobre Toño! Mira que haber tenido que acusarlo. Créeme: no fue por temor a daños en mi integridad, ni por dinero. Fue por ti. Ellos amenazaron emprenderla contra ti, si no colaboraba. ¡No podía permitir semejante atrocidad! A cambio, has aparecido ante todos como la concubina del guerrillero, del desertor, del traidor.
Me queda además la vergüenza de haber parecido el ruin y despreciable individuo que alguna vez condené. Pero si en algo pude haberte hecho feliz, amada doncella, no te olvides de este pobre engañado delirante...
Aunque ya ni caso tiene hacer esfuerzos por pedir disculpas, sabe que sólo vivo animado por la esperanza de que dirijas una mirada a este mi cansado cuerpo; que te dignes pronunciar un susurro para reconfortar mi desvencijado espíritu, ya que siempre —a pesar de todo— siempre te he amado.
Tuyo hasta la muerte.
Del libro ¿Guerrita, no?
UCA Editores, San Salvador, 1992.
© Rafael Francisco Góchez