Magdadela
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
Eran las dos como una sola, tanto así que me cuesta individualizar su recuerdo y no evocarlas en una sola imagen: Magdalena y Adela, una a la par de la otra, una —más que abrazada— pegada a la otra, como dos bolitas de masa apiñadas dentro de un guacal plástico bien grande —de aluminio, en el mejor de los casos— esperando turno para ser tomadas por manos palmeantes que habrán de aplanarlas hasta formar esa rueda gruesa de maíz molido que, ya morena y cocida, constituye la base alimenticia de nuestro querido pueblo: la tortilla (mismo material que, al añadirle una buena mezcla de quesos más frijoles y/o chicharrones, sin faltar las flores de loroco y su sabor característico, da por resultado la peculiar pupusa, plato típico del cual se dice, no acabo de saber si con fundamento real, que solamente aquí se hace, como cosa única en el mundo y a manera de símbolo patrio, sagrado alimento con mayor capacidad de convocatoria que la Selección Nacional de fútbol antes de iniciar las eliminatorias para el próximo mundial y plato más aglutinante que nuestro legendario Himno Nacional, el mismo que habría ganado el tercer lugar en un supuesto concurso internacional de himnos, hecho del cual nadie parece tener referencias fidedignas y, por lo tanto, circula en más de una versión en la vox populi, prácticamente a nivel de chambre).
A pesar del complejo de siamesas, en ningún momento ellas, Magdalena y Adela, se confundieron ante la vista mía, cosa digna de resaltar tomando en cuenta que jamás pude aprender más del cinco por ciento de los nombres de mis educandos (que es el modo correcto de llamar a los destinatarios de esta devaluada profesión; o, eventualmente, educandas, para gusto de alguna disertante muy especializada en ese asunto del género, de quien —de omitir yo el neologismo en cuestión— recibiría una y mil acusaciones de machista consumado, sin posibilidad de argumentación alguna a mi favor), distinción pedagógica muy necesaria según el criterio e insistencia de mis catedráticos de la Universidad “Pedro Pablo Castillo” (UPEPA) de donde tuve a bien graduarme (dato este no por cierto irrelevante, visto el prestigio y credibilidad de sus egresados, entre quienes puede contarse a mi humilde persona).
De este modo, con toda claridad pude siempre decir “a la derecha está Adela y a la izquierda Magdalena” o viceversa, así anduvieran uniformadas o de particular, adyacentes o distantes, vestidas igual o diferente, según y de acuerdo a la multiplicidad de ocasiones en que me tocó andarlas buscando, empinado yo, por sobre las cabezas de multitudes estudiantiles semejantes a hormigueros en desbandada, porque la excepción era que ellas se encontrasen en el lugar en que debían estar, a la hora señalada y haciendo lo que les correspondía (tema que, por prestarse a más paréntesis de los tolerables —que, hasta el momento, no han sido pocos— no pasaré a tratar).
Las conocí por separado, a una antes que a la otra y en circunstancias de las que no podrían sacarse analogías mayores; por el contrario: diría —como dicen algunos funcionarios públicos o personalidades dignas de entrevista en la televisión— que ambos momentos “distaban entre sí como trescientos sesenta grados”, si tal expresión no constituyera un absurdo mayúsculo, tan sólo válido, en cierto sentido, por la pretensión hiperbólica de maximizar el giro de ciento ochenta a que el transportador nos da derecho.
Adela era una más de las cuarenta y tantas enemigas que yo tenía en el octavo grado be, donde comencé a trabajar en calidad de profesor nuevo de Inglés, reemplazo de una maestra que había renunciado por prescripción médica (inminente derrame cerebral por exceso de tribulaciones, al decir de los compañeros). Llegaba yo con la explícita pretensión de hacer un papel decente en un colegio con elevada autoestima y excelente percepción de sí mismo, pero pronto detecté ciertas realidades que hacían dudar seriamente de tal condición (punto en el cual tampoco pretendo extenderme, considerando los sentimientos de identificación y pertenencia institucional aún vigentes en quienes son las causantes de mi relato, inferencia ésta originada en el suéter de promoción, puesto en ellas a sol y sombra, así anduvieran salcochándose, con tal de lucir el bordado alusivo que las identificaba como estudiantes de ese lugar).
Magdalena apareció un par de años después como anexo a ese mismo grupo —para entonces bastante menos hostil, el grupo, se diría que hasta condescendiente— precedida ella del número veintitanto en la lista y con una ere a la par, recordatorio de que estaba repitiendo curso; luego, requeriría un poco más de atención por parte de sus profesores, entre ellos yo, quien para entonces había dejado bastante atrás mi status de novatez y podía gozar de un mínimo remedo de respeto entre esa colectividad de adolescentes, andando allí con paso menos vacilante sobre todo después del fallido intento de un grupo de papás hiper alcahuetos (es decir, la mitad más uno) dirigido a que la Dirección del colegio me despidiese, a sólo dos meses de haber comenzado a trabajar, por descubrir yo que si sus hijas podían llamarse bilingües era porque hablaban español y hablaban paja, pues en inglés no daban ni la hora; por lo tanto, como no hiciesen un esfuerzo serio por aprender, no aprobarían la materia, cosa que la mayoría logró sólo después de agotar toda excusa posible y resignarse, ni modo, a estudiar.
Estando Adela y Magdalena en segundo año de bachillerato —compañeras de nivel y sólo hasta entonces de aula, por haber quedado en la misma opción académica— ya comenzaba a notarse en ellas ese conjunto de afinidades que suelen constituirse en fundamento juvenil para que muchas hagan, a los dieciséis/diecisiete años de edad, pactos y promesas de ser siempre amigas y de que nunca jamás de los jamases alguien será capaz de separarlas ni en clase ni en recreo ni en la casa ni en la calle ni en público ni en privado, profesión de fidelidad en la cual tienen más fe que en cualquier otra creencia, la formulan si es posible ante un altar con llanto de por medio y procuran traerla a cuenta una y otra vez, mejor si es frente a todos a propósito de retiros o encuentros fraternos.
Sin embargo, el rito entre ellas no se dio porque Adela, aun cuando no lo decía con las palabras exactas, siempre consideró un poquito ridículas tales manifestaciones y Magdalena, pese a cierta tendencia más lacrimógena y quizá por no llevar la contraria, debió contener sus proyectos afines, limitándose a confeccionar tarjetitas creativas con palabras agradables que Adela siempre agradecía pero nunca correspondió, en tanto por su configuración un tanto peculiar —otro tema digno de un manuscrito no poco extenso, el cual me desviaría todavía más de la finalidad onomástica de esta brevedad textual— valoraba exclusivamente la realidad de los hechos, confirmación incuestionable de una amistad menos publicitada pero acaso más verdadera.
El año siguiente, el punto de aproximación pareció llegar al máximo. Estaban ya en el último ciclo de su educación media y, por azares de la vida, las autoridades del colegio habían puesto en mí la designación de encargado administrativo de ese grado, a más no haber y casi por default. En verdad, el término entonces y ahora vigente es el de “orientador”, quizá mantenido por aquello de la abnegación magisterial o la ilusión de que uno puede tener algún tipo de incidencia positiva en las jóvenes (¿o debiera decir “jóvenas”?), aunque la realidad de las cosas justificaría más la primera denominación, menos idealista pero sin duda totalmente apegada a los hechos.
El primer indicio del fenómeno aludido, la fusión, vino dado como por casualidad, cuando al aula misma llegó la secretaria del colegio a pedirme, por cuarta vez en la historia, mi número de carné del Seguro Social, para cosas de no se qué trámites. El timbre para recreo recién había terminado de sonar y el grupo de estudiantes abandonaba el salón. Buscando el documento estaba cuando accidentalmente dejé caer al suelo mi agenda de bolsillo y ellas, Magdalena y Adela en coordinación perfecta, se lanzaron sobre la misma, hojeándola entusiasmadas a cuatro manos, dando la impresión que los veinte dedos obedecían al mismo cerebro. Ante mi disgusto, optaron por devolver a la mayor brevedad la mencionada libreta, no sin antes memorizar mi número de teléfono, hecho el cual quedaba hecha trizas mi privacidad pues, aun cuando intenté por varios métodos confundirlas para que se olvidaran de los dígitos, nada pude hacer y todo fue inútil, situación claramente comprobada cuando, meses después, me llamaron para preguntarme una trivialidad, más con la intención implícita de “pedir permiso” para poder localizarme allí “en caso de emergencia” (lo cual, para su gusto, podía ser una herida de medio milímetro de largo por una micra de ancho en el dedo gordo del pie derecho) que para resolver la presunta duda, misma de la cual no tengo intención de acordarme.
Esa vez que se hallaron en la otra punta de la línea, las visualicé abrazadas como siempre andaban, una al lado del teléfono y otra con el oído pegado al reverso del aparato (suponiendo la ausencia de uno con tecnología más sofisticada, con amplificador y micrófono de largo alcance, que les permitiese sonar así de juntas a dos metros de distancia), hablando casi en coro y riéndose de las mismas ocurrencias brotadas de ambas mentes al unísono. Noté entonces que, a diferencia de cuando estaban visibles, sus voces comprimidas allí en el auricular no podían diferenciarse, hecho favorecido por su comunidad de acentos, dichos, expresiones, muletillas y demás particularidades verbales que eran de su costumbre: “¿qué tal eso...?”, “¡obvio!”, “¡no me parece!”, “¡por favbor...!”. Tampoco tuve indicio alguno para distinguir si me estaban llamando de casa de Adela o de Magdalena, alternativamente enquistadas una en la de la otra para efectos de repasar estas o aquellas materias difíciles, generalmente las mismas, cual si el entendimiento aplicable a unos casos y la neblina mental manifiesta en otros fueran cosa de contagio, visto que las dos agarraban tema para no salir de problemas elementales de física o mate, dando vía y testimonio de clarísimo trauma con los números, fijación adquirida no sé dónde y por entonces imposible de quitarles; todo para, a fin de cuentas, no salir de ninguna aflicción pese a tanto desvelo y acabar especulando con el vil seis para pasar raspadas y poder asistir a su bendito acto de graduación.
Pero cuando al día siguiente les comenté la supuesta identidad espiritual detectada por mí en ellas, me percibí en su enojo como un superficial de primer orden, corto de mente y desconocedor absoluto de la verdad verdadera. Comenzaron a enumerarme las profundas diferencias de personalidad existentes entre ellas, alternando el repertorio de frases una tras otra en magnífica armonía, con abundantes ejemplos mientras yo en tal caso hago esto viene ella y hace otra cosa, qué no ve, no es lo mismo, fluencia y evidencia de voces y argumentos crecientes ante los cuales no era posible otra cosa más que el silencio simple de quien reconoce su culpa, soltando a lo sumo un “ajá” esporádico tipo jugado, baboso u “operado del cerebro”, definición creada por ellas y que no lanzaron en mí sólo por aquello del respeto a sus mayores. Cuando terminaron su cata‑perorata, casi diez minutos después, apenas pude disfrazar mi impertinencia inicial como “bueno: era sólo una broma”, mal menor ante el cual respondieron un “pues vea que no nos hizo gracia” muy poco amable pero bien sincronizado, mientras se alejaban caminando rápido y al mismo paso izquierda‑derecha‑izquierda‑derecha, con indicios de alguna indignación.
Me quedé o me dejaron allí pensando, como debí haberlo hecho antes del mal diagnóstico, y concluí que su resentimiento era justificado, pues si no es gracioso que a uno le confundan el nombre o la cara, mucho peor cosa ha de sentirse cuando se le ignoran los rasgos característicos del espíritu personal, como si le dijeran “usted no es usted” en una flagrante refutación a todos los años de vida en que “usted” se ha esforzado por diferenciarse de todos cuantos le rodean para, al final, venir fracasando en un proyecto tan importante, a grado tal de confundirse con otra persona de la manera más irreverente, “tanto nadar para morir en la orilla”, ¿dónde está el gran arte si tu muñequito es igual a este otro?, lo siento, error‑error, tarjeta repetida, patente ya registrada, ©, derechos reservados, “perdiste por lento”, no era para menos la cólera.
A partir de entonces, como para aprender la lección, procuré fijarme un poco más en las apuntadas diferencias, en un esfuerzo bastante consciente para disociar esa imagen de “una sola cosa” con que yo las había etiquetado. Viéndolas bien, algo de razón tenían pues, fuera del modo habitual y análogo de manifestarse en gestos y palabras, no eran pocas las veces en que actuaban diferente. Sin embargo —pese a tales ejemplos, he aquí el misterio— sus opciones distintas muchas veces parecían tener un significado especial entre ellas, como si se admiraran mutuamente por haber hecho la otra lo que a una le hubiera gustado hacer en ese caso, imposibilitada de ello por exigencias propias de su identidad; por ejemplo: llorar a mares en lugar de reír con un gesto de indiferencia ante un grito plagado de ingratitud que pudo haberle dado una compañera de clase, como hacía Adela en situaciones parecidas; o dormir con toda tranquilidad pese a que el Marco Teórico del trabajo de graduación (llamado “tesis” en forma grandilocuente, cuando lo cierto es que era sólo una monografía, en los más de los casos de dudosa cientificidad) estaba en manos de la compañera menos responsable del grupo, con evidente riesgo de no ser entregado el día de mañana, como estaba exigido, en vez de tomar por cuenta propia esa responsabilidad extra y quedarse hasta la madrugada para corregir y pasarlo en limpio, para ganar la mejor nota posible para todas, cargando con los bultos del grupo de trabajo con tal de no quedar mal con nadie, como hacía Magdalena en casos así.
Por esos y otros procederes, más de una vez me vi tentado a utilizar la metafísica para comprender cómo eran ellas —Magdalena y Adela, o Magdadela, como acabé llamándolas para mis adentros— pero el tiempo que faltaba para el fin del año escolar no dejó mayores espacios para la especulación filosófica: con él vino la conciencia de que algo se estaba acabando.
En efecto, era claro que aquellas veinticinco horas semanales de vida compartida, sin echar cuenta de las extraescolares, no iban a prolongarse más allá de octubre y aún el pronóstico más optimista no auguraba mayores momentos de integración y convivencia, porque las circunstancias específicas de cada quién tendían a realizar una lenta pero efectiva dispersión, no sólo de profesiones sino también de intereses vitales. El tiempo restante se iría entre las tribulaciones propias de un trimestre comprimido —de donde habían de sacar notas decisivas y, de paso, preparar las opciones de la inminente universidad, ya sin tanto juego juvenil— dejando atrás esa época de adolescencia, faceta muy memorable si y sólo si ha de permanecer justo allí donde existió.
La última imagen que juntas crearon ante mis ojos data de la mañana en que salieron de exámenes finales. El colegio lucía la claridad de siempre en el blanco de sus paredes, que contagiaban la combinación de beige claro incrustada en el sitio oportuno de los muros. El ruido ambiente no difería de lo habitual: bulla por un lado, bulla por otro, niñas arrastrando los pies de aquí para allá, sensación de parque total inundado de gritos y risas, nada que ver con el ortodoxo clima de concentración y estudio propio y supuesto de un colegio, contexto que, para bien o para mal, nunca allí se había tenido. Que el sol resplandecía por todo lo alto y los vientos habían barrido por completo las nubes del cielo, manifestándose en ello la infinitud universal y la insignificancia humana, ese paisaje no constituye dato excepcionalmente emotivo, dado que —habiendo en estos países tropicales tan sólo dos posibilidades para eso de las estaciones: seca y lluviosa— lo más normal del mundo en ese mes era precisamente aquella situación climatológica, propicia para la elevación de piscuchas o barriletes —nombre oficial según la RAE— así como para la obtención de catarros, alergias y otras variedades respiratorias.
Las vi andando en el pasillo central, esa vez sin palabras ni abrazos. Me miraron desde allí sabiendo que yo sabía de su ánimo poco propicio para las despedidas: quisimos así evitar el sabor de lo que se extingue. Ya de salida, alzaron una la mano derecha y otra la izquierda en señal de adiós y contesté con el mismo gesto, pero a una sola mano. Alcancé a decir en voz alta: “¡Que le vaya bien, Magdadela!” y detecté una cariñosa aprobación en sus risas de respuesta. Dejaban el colegio con su uniforme puesto por última vez, sin explotar en sollozos ni prometerse cosas inseguras de cumplir, estudiaremos lo mismo en la misma universidad, te llamaré todos los días, siempre estaremos juntas, te visitaré a diario, nos contaremos todo, no cambiaremos nunca, tal vez porque allí había habido al menos un aprendizaje: que, después de todo, lo único verdadero quizá sea el pasado.
© Rafael Francisco Góchez