Fuego de difuntos
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
1
Su color era depresivo, como todos: natural resultado de la combinación de gris claro con blanco hueso. Las lluvias intermitentes, aliadas con el inconmovible sol y algunas ráfagas de aire venidas desde el otro lado del horizonte, habían descascarado la superficie, dándole el aspecto de una avejentada piel escamosa que, con el retumbo de los truenos invernales, había estado cayendo en constantes y pequeñas migajas. Años atrás, no faltaron flores de distintas especies por sobre aquel rectángulo de tierra demarcado con pequeñas piedras de mar, así construido en virtud de la inmemorial afición de su habitante por los viajes dominicales al litoral del Pacífico. Pero los vivos colores con que la naturaleza parecía festejar la perpetuación de su ciclo vital eran asunto para la memoria. Ahora, sólo mala hierba crecía por encima y el entorno, maleza parasitaria que desde siempre tuvo la misión de estigmatizar con su presencia a los destinatarios del abandono.
En los primeros tiempos, la descendencia debió cumplir con bastante apego los postulados de una herencia cuyos orígenes arraigaban difusamente en un ecléctico pasado colonial‑indígena. Entonces, comisionaban personalmente el trabajo de limpieza o restauración —según hubiera sido la fuerza desintegradora de clima próximo pasado— a un par de los muchos preadolescentes marginales que pululaban por los camposantos a finales de octubre y principios de noviembre. Más adelante, la labor habría sido espaciada en períodos más largos, delegando incluso el trabajo de contratación en terceras personas. Pero, desde hacía tantos años como no podían contarse con los dedos, no parecía existir alguien que se ocupara de ello, con tan evidente resultado.
Como los moradores más antiguos de la localidad habían ido muriendo hasta extinguirse, nadie que aún viviese recordaba a quién pertenecía aquella tumba cuyo registro en la oficina del cementerio era irrecuperable, debido a una molesta plaga de polillas que azotó el local un lustro antes. Y como el país vivía una etapa difícil de posguerra y la depredación de cualquier cosa vendible se constituía en el pan diario de muchos, el epitafio grabado en mármol había sido arrancado, perdiéndose con él cualquier referencia de los huesos allí depositados.
2
El rito había sido como siempre: ecléctico y ancestral. Para algunos, estaba más que claro lo absurdo de tal costumbre; para otros, en cambio, la ocasión se prestaba para un reencuentro, una reflexión válida, una oración que nunca está de más, o tan solo para sentarse frente a las tumbas a mirar, mirar y recordar, mirar y enflorar, mirar y reparar, mirar y platicar, mirar e imaginarse cómo será cuando otros sean los que lleguen a mirarlos. En todo caso, el lugar había estado bastante lleno aquel día relativamente largo (más largo que los otros días del año, sí, pero igual de fatigoso que todos los dos de noviembre, día de los Fieles Difuntos). Ahora, cumplido el deber, los visitantes comenzaban su éxodo parsimonioso, caminando por entre la confusa nomenclatura del Cementerio General de San Salvador, mientras una brisa fresca era la ansiada tregua ante el calor húmedo de la tarde, ya cotidiano, del que ni la protectora sombra de los pinos había podido resguardar.
Mientras la multitud iba regresando, todavía se escuchaban boleros y baladas mal que bien entonados, otrora típicos de bares bohemios, hoy sonando en horas inusuales porque durante la guerra, la vida nocturna había venido a menos (era tan peligroso salir más allá de las nueve de la noche) y la clientela de tales centros escaseaba más de lo debido; por lo tanto, los trovadores ambulantes debieron buscar ámbitos alternativos de trabajo y así, en los días cercanos al Día de Difuntos, se instalaban en los alrededores del cementerio, ofreciendo serenatas nostálgicas e inauditas, de tal manera que dicha costumbre, muy tradicional en México y otras regiones, vino a tomar una extraordinaria fuerza local, como nunca antes se recordara.
Al respecto, había quienes censuraban tal práctica, prefiriendo el silencio reflexivo ante las ruinas sagradas de quienes fueron sus progenitores. En su favor, esgrimían el argumento de que aquellas canciones resultaban inapropiadas, dado el inquitable aire de cantina, burdel y juegos ilícitos que emanan las rancheras de la predilección del público. No obstante, como al respecto no había una postura muy clara por parte de las autoridades eclesiásticas, era imposible exigir la cancelación de las dedicatorias póstumas. Tampoco había manera de saber si a los fieles difuntos les parecía bien (en caso de que algo pudiera parecerles) ver una vez al año a sus familiares procurando traerles a cuenta cosas que, supuestamente en vida, fueron de su agrado, cual si con ello procurasen volverles más placentera su actual estancia en un lugar imposible de definir con certeza, tan sólo imaginable por acto de fe o especulación. De todas maneras, se aplicaba en ellos el axioma de “quien calla, otorga”, en tanto que los finados poco podían hacer para evitar dichas manifestaciones públicas de amor filial, en caso de que les disgustasen.
3
El viejito entró por la puerta principal, en sentido contrario al de la multitud. Por el caudal humano en retirada, el vigilante del panteón no pudo advertirle que iban a ser las seis y estaban por cerrar.
El anciano parecía conocer desde hace mucho tiempo el lugar. Caminaba con las dificultades que le imponía su edad notoriamente avanzada. Vestía un suéter de lana color gris claro y pantalón negro a la usanza antigua. Arrastraba los pies, haciendo lucir pesadísimas sus sandalias de cuero tosco y suela de llanta de camión. Apenas si se le veían los dedos curtidos. Su pelo, por completo blanco, ya escaseaba en muchos sectores y no era posible decir cómo había sido de joven: si apuesto, si perdido en el anonimato de la tipología común que su encorvada estampa de baja estatura hacía sospechar. A tales alturas de su vida, tan sólo algún virtual papel patriarcal podía rastrearse en las apretadas arrugas en que su piel morena, casi cobriza, se había convertido. Sus ojos color café claro tras los lentes bifocales no parecían mirar más allá de dos pasos adelante. Pero lo más curioso de su andar era la ausencia del necesario bastón, tal vez rechazado por una especie de incontrovertible terquedad senil.
Se filtró entre los tonos oscuros de la naciente noche y fue a dar, sin vacilaciones que indujesen sospechas de indecisión o desconocimiento alguno, frente al sepulcro abandonado. Prendió y puso en una de las piedras de mar una velita de cera roja, mientras se sentaba en un bloque de cemento adyacente y decía algo en voz absolutamente baja y en lengua extraña, casi al compás del sereno que iba remojando imperceptiblemente las hojas.
4
A la una de la madrugada, el Cuerpo de Bomberos recibió una llamada telefónica, avisando de un monumental incendio en el Cementerio General de San Salvador. Preguntado el informante si se trataba de un incendio forestal, éste contestó que no, que más bien era “como si las tumbas se estuviesen quemando”. El encargado de turno colgó de inmediato, juzgando la llamada como una mala broma, porque en la última semana había habido cinco falsas advertencias de bomba en el hospital de maternidad, con sus cinco respectivas evacuaciones, en una de las cuales una señora dio a luz en plena vía pública. Pero en los diez minutos siguientes cayó una ráfaga de telefonemas que informaban de lo mismo, una tras otra y otra más, con tanta o mayor insistencia. Por no pecar de negligente, el comandante mandó una unidad a explorar, con luces pero sin sirena. A cinco kilómetros del camposanto, divisaron las lenguas de fuego que iluminaban la noche y pidieron refuerzos.
El primero y fundamental obstáculo para controlar el siniestro estuvo en la lógica falta de hidrantes dentro del lugar. Las mangueras, de más está decirlo, no eran tan largas como para llegar hasta más allá de la periferia y los camiones‑cisterna no podían entrar a un sitio diseñado sólo para circulación peatonal y, por otra parte, suficiente trabajo tenían con evitar que el incendio se propagara a las viviendas adyacentes.
Pero lo más extraño fue darse cuenta y entender qué cosa se estaba quemando. En un principio y desde lejos, al oficial encargado le pareció que, efectivamente y después de todo, se trataba del incendio forestal supuesto, ya que los árboles del lugar estaban prendidos como antorchas. Pero al acercarse y observar mejor, era claro que el fuego venía de adentro de las criptas y tumbas. Y allí, la única materia combustible era la madera de los ataúdes y, aun cuando debía ser escasa su carnadura actual, los cuerpos mismos. Las llamaradas salían de allí propulsadas por una insólita presión, abriéndose paso por cuanta grieta estorbase su camino y tiñendo el ambiente de tonos amarillentos que daban a la noche un aspecto infernal, aún a los ojos del más escéptico.
No fue sino hasta la aurora cuando el fuego se extinguió por su propia cuenta. De nada valieron débiles esfuerzos por sofocarlo antes, porque a las dificultades antes dichas se sumó otra aún mayor: la necesidad de abrir los sepulcros: de profanarlos, en sentido estricto, para atacar el núcleo mismo de la cremación colectiva. Estaba claro que, de haberse consumado esta acción, ello habría puesto tras las rejas a los miembros del cuerpo de socorro. De todas maneras, ante el fracaso, quedaba de curioso consuelo la conclusión de que nada podía haberse hecho, debido a que ni en el mejor de los casos habrían bastado todos los jueces de turno, ni siquiera los existentes en el país, para emitir tantas órdenes judiciales de exhumación en tan corto tiempo, para permitir así el trabajo de los bomberos dentro del marco de la legalidad.
5
En aquellas tumbas sobre las que había cuando menos una pequeña capilla, el humo había tornado las paredes interiores de un oscuro opaquísimo, tanto que ni la luz exterior se reflejaba: eran verdaderos hoyos negros, prolongaciones de la tierra muerta sobre la que yacían.
Donde tan sólo una plancha de ladrillo y cemento separaba este mundo de aquella última morada, la negritud se difuminaba entre el aire adyacente y las pequeñas grietas, abiertas a fuerza de una furiosa presión imposible de detener.
Pero donde sólo una cruz de pobre señalaba el sitio, la huella del fuego sólo podía rastrearse en la escasa vegetación calcinada y en el tono grisáceo de aquel bulto de tierra y cenizas.
6
Extinta que fue la última brasa, por toda la ciudad cundió la inquietud, la angustia y el desasosiego, como cabía esperar luego de un suceso de tal magnitud. Cada habitante contaba de cómo y a qué hora se había enterado, de cuál no había sido su estupefacción, de cuántos presagios anteriores, entonces desapercibidos como tales, venían a cobrar sentido. Crédulos y ateos de todas las variantes clamaban con los brazos en alto, diciendo cosas comprensibles pero absurdas, mientras niños y niñas aprovechaban los atareos pater-maternales para jugar a las escondidas en las manzanas.
Los diputados de la Asamblea Legislativa fueron convocados a sesión extraordinaria con toda la premura del caso, para redactar y aprobar un decreto, con dispensa de trámites y de duración restringida a los siete días posteriores al desastre, mediante el cual se permitía a los familiares, previa identificación, sacar del sepulcro los restos del difunto (o lo que de ellos quedase) y, según su opción, darles nueva sepultura o hacer con las cenizas lo que mejor les pareciese. La exigencia de la identificación fue pura fórmula, pues faltó el recurso humano para revisar tantas cédulas de identidad personal, aun cuando fueron convocadas las reservas del ejército, en calidad de autoridades competentes, para supervisar las tareas.
Por su parte, la Sociedad Nacional de Empresas Privadas (SONEP), que aglutinaba al noventa y cinco ciento de la industria y el comercio, emitió un comunicado en donde expresaba su profunda consternación por los hechos, al tiempo que pedía el inmediato esclarecimiento de los mismos, haciendo ver que “esta natural incertidumbre, de prolongarse más de lo razonable, podría traer graves y dañinas consecuencias para la productividad del país”, aun cuando en el texto no explicaban demasiado la conexión entre una cosa y otra. En todo caso, acordó conceder a todos sus empleados un día de permiso, con goce de sueldo, a fin de facilitar las tareas de recolección de cenizas.
Prácticamente toda la ciudad estuvo en el cementerio en los días posteriores al inexplicado acontecimiento, contando a quienes acudieron allí para rescatar ancestros y a quienes, viendo que los interesados no iban a ser capaces de tomar pala y azadón, vieron un claro chance para mejorar sus débiles economías. En tanto que el plazo del decreto era perentorio, las tarifas de los desenterradores eran altas, tanto más en cuanto menor iba siendo el tiempo que quedaba para la finalización del período concedido.
Por las dudas, pese a que aún no había una postura eclesiástica oficial al respecto, la mayoría de los deudos solicitó que las cenizas se rociasen con agua bendita, antes de volverlas a sepultar conforme a la tradición cristiana. Ante la demanda, la Iglesia Católica y el Cuerpo de Bomberos organizaron una ceremonia en la cual el Arzobispo —con la venia del Santo Padre, vía fax— bendijo cinco camiones-cisterna, con sus respectivos motores de bombeo y mangueras, para llevar el sagrado líquido a la multitud suplicante a través del riego por aspersión. Sin embargo, hubo quienes se limitaron a guardar los restos en cajitas o cofrecillos, llevando sus muertos a casa o deambulándolos por lugares añorados antes de soltarlos al viento, verterlos en ríos y mares o simplemente tirarlos por el desagüe.
Pasada un poco la confusión y siendo algo menor el caos, vinieron las explicaciones en avalancha, tan variadas como cabe imaginar a partir del inesperable hecho. Como era previsible, los primeros y más abundantes en hablar fueron los apocalípticos de las distintas religiones, para quienes el hecho se constituía en la primera de varias señales del fin del mundo. Como tantas veces en la historia, pero nunca con mayor fundamento real, se organizaron varias peregrinaciones y nuevas sectas de los elegidos. De estos últimos, uno llegó a afirmar que Dios se había convertido a una religión oriental de nombre olvidado, eligiendo la capital del país, por su alegórica denominación, como pionera en la purificación de cadáveres por vía de la cremación, camino al nuevo punto salvífico. En tal sentido, eran inminentes análogos acontecimientos en todas partes del mundo occidental.
Los intelectuales se dividieron entre quienes hablaban de influencias extraterrestres hasta otros más precavidos que se quedaron esperando —en vano, por cierto— a que los científicos llegados al país desde los institutos de investigación más importantes del mundo, a propósito del hecho, hicieran público su diagnóstico (de haber éstos llegado a alguno más o menos verosímil).
Algunos políticos de izquierda plantearon todo el asunto como una gran conspiración de las empresas de la construcción, con la ayuda encubierta del gobierno de los Estados Unidos, para erradicar de todo el continente la absurda costumbre de enterrar a la gente en cementerios. Para tal fin habrían usado, vía satélite, una técnica parecida a la de los hornos de microonda. El objetivo de toda la operación, según estos analistas, era claramente económico, puesto que tan grandes extensiones de tierra suelen estar ubicadas en el centro de las ciudades y, por lo tanto, son de gran plusvalía, pudiendo erigir allí grandes centros comerciales.
Un líder indígena sostuvo que aquélla había sido la venganza de los antiguos dioses, vencidos en la conquista y vueltos a derrotar con la matanza de los Izalcos en el año 1932.
Entre los ires y venires colaterales al suceso, pocos repararon en que la única tumba intacta, y ahora tan radiante como nunca, era la de las piedras de mar, frente a la que estaba la cera derretida de la velita roja, puesta allí por su anciano y único visitante, quien decía cosas como en secreto y en lengua extraña, sentado todavía frente a su anónimo sepulcro.
Juegos Florales de Zacatecoluca, 1996.
© Rafael Francisco Góchez