Intruso
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
1
La habitación sumergida en un pálido verde luciérnaga, inmóvil, sin aliento... A esta hora, la habitación es siempre una alternancia sin sentido de formas geométricas en azarosa disposición: de día, quizá muebles y adornos, mas tan sólo relieves vagos y mínimos claroscuros en la plenitud de la noche.
La habitación verduzca, submarina y pálida: toda ella es así definida a partir de un ojo sin pupila, eternamente abierto, cuadrado e inerte, inserto en la pared gracias al plástico fundido con un par de patas metálicas de tono cobrizo, amamantándose del tomacorriente que apenas si nota su presencia por vía de insignificantes miliamperios, posibilitadores de aquella luz nocturna, luz de cuna, luz necesaria para repeler en la última trinchera la oscuridad absoluta y tener la certeza, al menos, de que aún la vista insomne distingue las sombras más oscuras de las sombras menos negras y le permite a su amo saber (creer quizá) que nunca estuvo en los imposibles parajes artificiosos de la ficción recurrente ni tampoco en los absurdos escenarios de la molesta duermevela, cuya inutilidad en función del descanso es tan crasa como la ciudad misma.
Dormir es una decisión: depende de la voluntad de dejar que las cosas sigan su propio rumbo, acatar el críptico devenir de los acontecimientos y aceptar la primordial impotencia para desviar su cauce. Sólo así el instinto de conservación puede bajar la guardia y apagar las alertas naturales, esas anclas que a cada momento nos regresan al mundo de las cosas sensibles, ataduras que —como los miles de pequeños hilos que sujetaban a aquel fantástico gigante en el país de la gente miniatura— impiden el desdoblamiento que los de alguna secta o religión (da igual) hablaron o intentaron (da lo mismo).
Dormir es quitar las alarmas, desconectar las precauciones, asumir la máxima indefensión y tenderse con plena confianza o resignación en las manos de la divinidad, del destino, del azar o del caos... si acaso hubiera diferencia.
Hace tiempo —un tiempo cuyo recuerdo, cuenta y cálculo sólo acentuarían la presente angustia— dormir era un solo acto de poco más de cuatrocientos cincuenta minutos diarios. A cambio de no haber roto aún aquel cordón umbilical de la perdida inocencia, él era libre de abandonarse al sueño reparador, amparado en la certeza de que una mano filial le revelaría la llegada del día siguiente, antes de que éste fuera delatado por el sol emergente del horizonte montañoso, y a continuación le conduciría por la rutina diaria, infantil y elemental. Años después, tras la rebeldía hormonal de la adolescencia y el paso a la vida adulta, la responsabilidad de despertarse a sí mismo fue el precio pagado por su independencia, importe nunca pronunciado por esas leyes inexorables que todo lo gobiernan, pero fijado a fin de cuentas: deber hacerlo una y otra vez hasta el final de sus tiempos, una tras otra vez a pesar de los demás recursos mecánicos y electrónicos en los que, de sobra lo sabía, nunca se puede confiar del todo (“idiota de mí, se me olvidó darle cuerda a esta tontera, ya veo que el pitido no se oye debajo de la almohada, se fue la luz y se le desprogramó la hora, quién lo habrá desconectado anoche...”).
Y entonces vino y estuvo y se hizo presente el hábito esclavizante: desde que asumió la plena responsabilidad por su vida, la madrugada siempre se consume en el absurdo esfuerzo de estar pendiente de despertarse a sí mismo cada día, sea con sol o amanecer nublado, con lluvia o apagón intempestivo (confesado con total ridiculez en la factura del servicio de energía eléctrica, mediante una línea que ni de disculpa sirve, “compensación por energía no servida, tres centavos de dólar”, vaya indemnización).
Por estas y otras posibles sinrazones como el culto a la organización minuciosa de sus actividades de tipo responsable, cumplido y jamás impuntual —hábito asumido durante aquella etapa de domesticación conocida como “la niñez”, etapa a la cual un austríaco barbudo bautizó de manera poco menos que vergonzosa— el gobierno de los sentidos exteriores a partir de la una de la madrugada ya no le pertenece a la necesidad física y mental de la recuperación diaria, menos al anhelo intrínseco de tenderse plenamente en ese colchón ortopédico para olvidarse de todo y dormir, dormir sin soñar, con la mente a oscuras, tal como debiera ser la noche imperfecta que no alcanza a cubrirlo todo con su negritud gracias a la verdosa lámpara de noche que bosqueja los contornos divisados al sólo abrir los ojos y caer en la cuenta de que no, no es aún la hora “falta mucho pero no debería dormirme con tanta fuerza, no vaya a ser y me quede más de lo debido en la cama y luego falle en el propósito de despertar...”, como si realmente tuviera alguna expectativa que mereciera su incorporación al nuevo día en vez de permanecer dormido indefinidamente.
Así, la una de la madrugada ha venido siendo la hora recurrente para la interrupción del débil sueño, cual si en alguna parte de su cuerpo hubiera un reloj inapelable. A partir de entonces, no hay más ojos cerrados ni párpados caídos por su propio peso, se acabó el privilegio que los infantes disfrutan y agradecen con su pacífico reposo. A la una de la madrugada comienza un ocioso y repetitivo escrutinio de sombras entre el perenne episodio verde-mínimo en que consiste la habitación, esperando en vano que aquella fútil tarea canse, agote, traiga de vuelta el sueño esquivo, al menos por unos minutos antes de comprobar que el ciclo se ha repetido y el caminar del nuevo día no ha progresado más allá de media rotación en el movimiento circular uniforme de la aguja pequeña y fosforescente del reloj de pared. Pero el intento no tiene caso y no hay nada qué hacer.
El cargo de la espera se traslada entonces al sentido del oído, escrutando el tenue rasgar del viento en las hojas de los arbustos en los patios vecinos, el rítmico goteo de un grifo que debería haber reparado hace una semana, la sincronización periódica de éste con el golpeteo de la aguja segundera del mencionado reloj y, finalmente, las pequeñas vibraciones que la brisa nocturna provoca en ese enrejado de reglas de aluminio que sostienen las losetas rectangulares de fibrolit pintadas de blanco, panel al cual se ha designado desde siempre con el nombre de “cielo falso”, sin que medie en ello ninguna pretensión filosófica. Así, todo esfuerzo queda en apoderarse de la débil rutina que irrumpe en el silencio sonoro en donde se vacían sus horas.
Afuera están los gatos, quizá los únicos seres no tan previsibles en ese maquinal contexto. Ellos seguramente han de tener su horario, aunque nadie sabe cuál es: una multitud de gatos que tienen su ruta de ir y venir trazada por sobre los tejados de las casas, esas repetidas filas y columnas de clones en que consiste toda la colonia, proyecto habitacional o zona residencial, como quieran llamarle sus perpetradores; una a continuación de la otra en su origen y primera versión, ni siquiera de diferente color de pintura en la fachada, como si sólo una sola de ellas fuera la real y estuviera en medio de dos espejos uno frente al otro repitiendo el eco de su imagen hasta el infinito, paralelepípedos levantados con mezquino presupuesto, hormigueros urbanos erigidos para contener gentes estandarizadas por su promedio de ingresos mensuales, gustos y estilo de vida moldeados por la publicidad recurrente.
No deben pesar mucho estos animales —los gatos, ellos— pero el sonido de sus ires y venires los hacen parecer más grandes entre la relativa calma y el mediano silencio que reina a la una de la madrugada. Se pasean ignorantes y despreocupados por sobre las láminas de asbesto del techo exterior, esos grises pliegos acanalados cuyo uso persistente dio inicio, hace treinta años, al proceso de extinción de los techos de tejas de barro cocido, ahora ya embodegados en la memoria de los siglos por obra del pragmatismo contemporáneo. Ajenos al debate entre lo antiguo y lo moderno, los retumbos del clan felino van desde lo ínfimo hasta lo escandaloso, según la velocidad, el tipo de saltos, rituales o peleas que allí se realicen; todo ello acompañado por maullidos que se diferencian según el ánimo o la intención comunicativa, dejando claramente establecido que ellos efectivamente intercambian mensajes (si no, ¿para qué tanto alboroto?). Tal desplazamiento gatuno puede o no bastar para romper el sueño de quien lo estuviere ejerciendo, pero el habitante de ese particular ámbito enverdecido halla en tales hechos irregulares un motivo más (una excusa, en cierto sentido) para bloquear el dificultado regreso al sueño, ya demasiado interrumpido.
Amenizado por las correrías felinas, él clava su mirada en el rectángulo blanquecino con bordes de aluminio, paralelo y a dos metros de distancia de su propia horizontalidad, trozo de celosía igual a los adyacentes, pero particularmente significativo porque sería ese y no otro el que caería sobre su apesarada cabeza en caso de un sismo violento, posibilidad que es parte del paisaje en un país situado prácticamente sobre la yuxtaposición de dos placas tectónicas de tamaño continental.
A veces, cuando está por cumplir su anhelado abandono de la conciencia, siente que el rugoso panel gira lentamente sobre su propio eje, pero la ilusión pronto se desvanece, rota por un nuevo escándalo de maullidos, revuelcos y arañazos. “El sólo intento de dormir en estas condiciones tiene por cualquier destino un clamoroso fracaso”, se justifica en el tono grandilocuente que utiliza a veces como para recordar sus oxidadas habilidades de orador. Lo piensa como para tranquilizar una especie de culpa injusta lanzada sobre sí por su propio insomnio: es cierto, semejantes golpeteos arrítmicos sobre sí no concuerdan con cualquier definición de alivio —físico, mental o de otro tipo— que pudiera haber.
“Uno de estos días —continúa sugestionándose— estaré en condiciones de hacer el gasto, electrificar todo el contorno de la casa y achicharrar de una vez a esos molestos animales, o cuando menos echarlos para siempre, que vayan a hacer sus desórdenes a otro lado”. Pero actualmente no hay recursos, lo sabe y por una vez le duele la escasez de dinero, asunto tan torpemente manejado.
Piensa entonces, como ha pensado en las noches anteriores, en otra solución menos costosa para el problema felino: ponerles comida con veneno en las canaletas del techo. Se imagina a sí mismo distribuyendo el ponzoñoso alimento con supremo descaro frente a sus víctimas, pero al sólo vislumbrar la consecuencia inmediata descarta la tóxica solución, pues el procedimiento acarrearía una preocupación aún mayor: el desagradable riesgo de que el animal, una vez haya comido del corrosivo gaticida, caiga agonizante al ínfimo patio y, una vez allí, proporcione el terrible espectáculo de morir sin el menor intento de callar su dolor, lenta y escandalosamente, mientras el bocado mortal le disuelve las entrañas hasta que la última convulsión acabe con su taciturna existencia en la “zona verde” que toda casa debe tener (hipócrita requisito protocolario de los urbanizadores para pretender expiar culpas ecológicas, si acaso las hubiere). Por otro lado, siempre está la posibilidad, ciertamente más aparatosa, de tomar la vieja escalera de madera, subir al techo, sentarse a esperar y luego agarrarlos a balazos uno por uno, como mero ejercicio de puntería y terapia ocupacional madrugadora, pero tampoco esto es viable, pues sin duda atraería más de una patrulla policial y un molesto proceso del que sólo un diagnóstico amañado de locura temporal o un buen abogado perverso podría exonerarlo.
2
El cielo tiembla una vez más, pero ahora con inusual fuerza. Puede ser la coincidencia de dos gatos alunizando, una de tantas... Pero no: esta vez es demasiado fuerte, demasiado pesado, demasiado pausado y sólo dos extremidades. Imposible confundirse: un humano, un extraño está sobre el techo de la habitación, un atrevido invasor que debió utilizar los toscos balcones de hierro de la ventana exterior como escalera y ahora transita por encima de las láminas que cubren esa y miles de habitaciones en la ciudad, necesaria distorsión de la naturaleza. Los sentidos no lo engañan ni hay lugar a confusiones: el visitante es hostil por definición, pues nadie que camine sobre un techo ajeno a la una de la madrugada puede ser amigable.
Él sigue con la vista las huellas sonoras de los pasos del intruso, pausados y suaves como quien intenta pasar desapercibido, pero el mínimo crujir de las vigas de hierro y las tuercas de los pines que sujetan los pliegos de duralita son suficientes para delatar su ruta hacia donde termina el dormitorio y comienza el risible jardín, desde donde ya es posible entrar a la casa. Los pasos se detienen al llegar a la orilla. Sobreviene luego un suave y lento posarse, pesado y sordo sobre el borde del techo justo sobre la pared. El tipo se queda unos instantes allí, quizá con las piernas colgando, listo para saltar dentro de la casa en el momento oportuno, si tal fuera su propósito.
Por unos minutos no hay más novedades: el intruso se ha detenido, se ha vuelto silencioso, pero aún está allí, observando el panorama, valorando su próxima movida, midiendo espacio, conociendo territorio, escrutando en la oscuridad veraniega los pormenores del césped tres metros debajo de sí, calculando sus accesos y rutas rápidas de escape, avistando quizá algún objeto medianamente valioso y transportable a mano, que mereciera el riesgo de lanzarse a por él, escalar y salir tan rápidamente como fuera posible, sin dar tiempo a ninguna reacción más que la furia del inquilino cuando se dé cuenta del hurto.
Entretanto, él no se ha movido de la cama, esperando la próxima acción del nocturno visitante. Su corazón palpita fuerte, como síntoma de genuina aflicción ante intenciones no del todo claras, propósitos oscuros y armamentos potencialmente peligrosos; pero no está en pánico ni fuera de control: simplemente la adrenalina lo ha puesto en alerta ante el peligro que ronda la verdosidad de aquel cuarto. El débil tactaqueo del reloj de pared se limita a acompañar la espera y durante muchos ciclos circulares es el único sonido perceptible, además de los esporádicos y lejanos chillidos ultrasónicos de los murciélagos exteriores. Los gatos se han retirado.
Intuyendo o quizá tratando de imaginar las intenciones del intruso, él revisa desde su pasiva horizontalidad qué pudiera ser hurtable en los contornos de aquel mínimo rectángulo vegetal, si es que sólo hasta allí llegara la osadía del maleante, o con cuánta facilidad podría éste pasar a las habitaciones interiores, si acaso se atreviera, para buscar mejores prendas que llevarse en un solo viaje. ¿Qué haría él si estuviera en el lugar del otro, cómo razonaría en esa situación? ¿Habría asumido erróneamente que la casa estaba vacía o si, sabiéndola habitada, tendría un plan criminal más preocupante?
Él trata de respirar profundo para controlar la excitación sostenida durante aquellos minutos de silencio y espera. Piensa que la presencia indeseable sobre su cabeza no es un hecho tan extraordinario, si se ve dentro del contexto (aunque de poco servirían los males ajenos para tranquilizar un ridículo “¿por qué a mí, por qué yo?” que, de cualquier forma, nunca pronunciaría ni en su peor versión). Evoca en un veloz instante la sarta de noticias sobre la delincuencia común, tema dentro del cual el hecho presente sólo es un episodio normal, cotidiano, explicable, una muestra esperada de la descomposición social que desde hace varios años vive el país, el toque inevitable de uno de los tentáculos menores de la crisis, podredumbre magnificada por los zopilotes de la difusión masiva, quienes han creado esa adicción enfermiza a su macabro espectáculo periodístico.
Sus meditaciones son interrumpidas por un nuevo desplazamiento allá arriba. Se vuelve a sacudir su sistema de alerta con el sonido delator de una incorporación. El importuno visitante se pone de pie nuevamente para ejecutar una decisión: saltar hacia adentro o emprender la retirada.
Poco menos de un minuto dura la tensión de esta espera, pues los pasos retumbantes en medio del sosegado contorno de la madrugada van en dirección a la calle. Con toda claridad él visualiza el salto del presunto ladrón hacia la acera de enfrente, en sincronía perfecta con el hecho efectivo, real y verificable del aterrizaje en dos pies, un pequeño resoplido simultáneo al amortiguar la caída y los pasos ligeros alejándose de prisa, pero sin precipitación.
Entonces él tira a un lado las sábanas, da tres zancadas descalzas sobre el frío piso de baldosas tradicionales, abre la puerta del dormitorio y se abalanza hacia la ventana del cuarto que da a la calle, en medio de la oscuridad deshabitada de una casa cuyos pocos resquicios ya conoce de memoria. Gira la perilla de la ventana con lenta ansiedad, mientras los cristales rugosos y rectangulares obedecen somnolientos la orden de abrirse parcialmente al exterior en rendijas intermitentes entre los vidrios aún dormidos. En cuanto se genera entre ellos un espacio suficiente para ver a través, él pega la ceja al límite superior y el pómulo al borde inferior de la franja traslúcida, dejando que su ojo derecho encuentre sólo una silueta ya lejana e imprecisa que se desvanece como un soplo al doblar la esquina, en medio de la pálida soledad de las lámparas de mercurio.
Tras lanzar al vacío un par de maldiciones en voz apenas audible, regresa a su cuarto con un pequeño cargamento de cólera consigo mismo, como si fuera él un depredador a quien se le hubiera escapado su presa. Sin embargo, en el fondo de todas las cosas, bien sabe que esa sólo una ilusión del ego, inventada en los últimos minutos para salir victorioso ante un público inexistente que podría haberlo abucheado por la parálisis que atascó cualquier reacción mientras el invasor estuvo a su alcance. La súbita corrida en dirección a la calle, tras el salto de despedida de su indeseado huésped, no tenía más propósito que arrancar el aplauso de esos espectadores ficticios, proyecciones de su propia vanidad, los encargados de aprobar o censurar, pulgar arriba o pulgar abajo, las decisiones que marcan la diferencia en las grandes o pequeñas encrucijadas.
Se tiende entonces en la cama, creyendo que la pequeña fatiga producida por el incidente bastará para procurarle el sueño perdido desde hace meses, en los cuales el insomnio ha sido un inútil tiempo de inactividad sumergido en la pálida atmósfera verde luciérnaga de su habitación. Pero pronto cae en la cuenta de que el impropio conato de visita recién sufrido añade ahora una nueva molestia, tensa y agotadora: que su sentido de alerta ante el peligro se ha activado y no puede hacer nada para dejar de poner atención a las más pequeñas alteraciones de la normalidad nocturna. Es así como, durante el resto de la madrugada, cada mínima vibración resuena en todos sus sistemas, obligándose a analizarla con el debido cuidado, deliberando en su cansado cerebro si se trata otra vez de la nocturna silueta humana, dotada de volumen y peso, que regresa para concluir la ignorada tarea; o si, por el contrario, son los antiguos transeúntes del tejado, los gatos, quienes vuelven a la carga con sus deambulares noctámbulos.
3
Un poco después de las cuatro de la madrugada, el silbato lejano y periódico del sereno —guardia nocturno que hace sus rondas a veces sí, a veces no, pero invariablemente pasa un recibo mensual a cada vecino de la nueva colonia, en concepto de vigilancia— le procura una momentánea ilusión de tranquilidad, “quienquiera que haya sido, no volverá hoy, el vigilante estará pendiente; además, no es buena hora para arriesgarse, pronto amanecerá”. Sus ojos se cierran por unos minutos antes de que los motores del creciente tráfico matutino sirvan de estentóreo y retumbante preludio para las alarmas matutinas —radio, televisor y reloj despertador— programados desde siempre y por costumbre para activarse a las cinco de la mañana y dar por inaugurado el nuevo día, así no tenga mayores compromisos en donde demostrar su presumida puntualidad. Con la irrupción del primer destello solar, se ahoga definitivamente toda influencia visible de la pequeña lámpara nocturna color verde luciérnaga, permitiendo a los contornos claroscuros recuperar sus señas de identidad y dejarse reconocer por su desvelado propietario.
En cuanto la plena claridad matutina no admite otra discusión que las milenarias dudas sobre las certezas sensoriales, él saca dificultosamente la vieja escalera de madera, arrinconada desde hace meses en la bodega de facto en que se ha convertido el último cuarto de la pequeña casa. Tras cargarla o arrastrarla por el pasillo y el breve jardín (las dos formas de transporte se alternaron, según la colección de peldaños se balanceara hacia adelante o hacia atrás de su cambiante punto de equilibrio), la pone entre el piso y el techo. Trepa hacia el territorio recién visitado por el causante de su vigilia y, una vez arriba, recorre cuidadosamente el techo, procurando siempre poner los pies a la par de los pines que sujetan las láminas acanaladas a la estructura metálica (señal inequívoca de que justo allí hay una viga y no un hueco por donde se pudiera quebrar no sólo la duralita misma, sino el esqueleto del inexperto caminante).
Luego de una primera reconstrucción del supuesto recorrido, se acerca al borde que da al interior de la casa, mirando en picada hacia el césped del jardín. Dar ese salto de casi tres metros no representa ninguna dificultad para cualquier hombre sano menor de cuarenta años; de hecho, el intruso lo había hecho sin ninguna complicación del lado opuesto, cuando se dio a la retirada por la calle de enfrente. Se pregunta entonces por qué el desconocido no siguió adelante. Supone una indecisión generada en la falta de condiciones propicias o acaso el temor novicio del que por vez primera se atreve a tanto.
Desde allí, él contempla el gris espectáculo de la multitud de ondulados techos vecinos, invariables en toda la colonia recién construida, frescos y húmedos aún por el rocío nocturnal, preparándose para cuando el ángulo de incidencia del sol, hacia las horas del mediodía, extraiga de ellos una constante y ardiente columna de aire caliente, vapor que cocinará a fuego lento el entorno de la esperpéntica ciudad de humo irrespirable. Deja pasar los minutos mientras contempla el sólido mar de asbesto en medio del cual está varado. Mira el grisáceo desierto cortado periódicamente por negras canaletas de asfalto, a través de las cuales las casas comienzan a vomitar a sus moradores rumbo a sus cajones de trabajo en la ciudad atestada.
El agobiante paraje es una versión más de las muchas urbanizaciones que, en el transcurso de los últimos veinte años, han cambiado la fisonomía de la ciudad capital, hoy irreconocible ante los ojos nostálgicos de los emigrantes que viajaron por cualquier medio a tierras norteamericanas, huyendo de la guerra civil o arriesgando las extremidades por el genuino afán de ganar su salario en dólares. Cuando aquellos “hermanos lejanos” (bautizados así por la propaganda oficial) vienen de visita, no sólo están condenados a contemplar el monumento más feo del mundo, erigido en honor suyo y de sus remesas en uno de los extremos de la carretera al aeropuerto, sino que tienen la desagradable impresión de sentirse como permanentes exiliados, al desconocer en el paisaje presente las imágenes llevadas en el recuerdo, perdidos en la actual ensalada de nuevas colonias, residenciales y proyectos habitacionales, cada uno de ellos con sus respectivas segundas, terceras y cuartas etapas, cada vez más cerca del cielo o del infierno, según los planos de los ingenieros decidieran meter su ejército de tractores al pie del volcán o en los bordes de los barrancos.
Tocado ya por el rayo lateral del anaranjado sol de la alborada, que luce como ascendiendo por entre la bruma lejana de oriente, él sigue allí, fijo en un propósito indeterminado, parado al borde de la fosa de cinco metros cuadrados y tres de profundidad, en cuyo fondo yace la alfombra de césped, causa por la cual se le llama “jardín” a ese hueco abierto entre las endurecidas aguas de aquel mar ondulado. Sin plan alguno, contemplaba el vacío en el que está inserto desde hace un par de meses, no sabría decir si por voluntad propia o por mala suerte.
Sin embargo, luego de esa intranquila noche, un algo absurdo lo impulsa a la defensa de aquella casa como cosa propia, extensión de sí mismo, inviolable espacio vital, íntimo refugio, vientre urbano, morada esencial, derecho inalienable. Acaso por instinto de autodefensa, ha examinado centímetro a centímetro el escenario de la nocturna incursión, queriendo interrogar a aquellas láminas, silentes testigos minerales, y saber de una buena vez cuál ha sido el propósito del parcial allanamiento, motivo de su desvelo, y qué acciones concretas debe tomar para impedir que se repita lo vivido esa madrugada o prevenir que las cosas pudieran pasar a más, pues cualquier hipótesis razonable apunta a que ese ha sido el primer episodio, tan sólo el inicial reconocimiento del territorio donde habrán de ocurrir más acontecimientos, el anuncio de que aún hay un par de cosas por hacer en esta pálida zona del universo.
Baja los semipodridos peldaños de la antigua escalera, llevándola de regreso al cuarto abandonado de donde la sacó al amanecer. Unas gotas de sudor en su cuello le recuerdan una lejana condición atlética y el absoluto abandono actual en que se ha sumergido, pues el pequeño esfuerzo físico de llevar y traer, subir y bajar, no hubiera ameritado en otros tiempos el menor jadeo. La casa, como todas las demás de la colonia, en su estado original no tenía balcones metálicos en las ventanas, ni toscos ni artísticos. No hay reja alguna sobre el simbólico jardín, tampoco alambre “razor” en los muros de división con los vecinos ni en la línea imaginaria donde termina el techo de uno y comienza el del otro, pues esos detalles de seguridad, casi imprescindibles dada la situación que vive el país, siempre corren por cuenta del habitante de ese conjunto simple de fierros, bloques prefabricados de concreto, polines y láminas de asbesto.
El tema del intruso ha llenado sus horas de alguna expectativa. “Más tarde, debería hablar con el vigilante, a ver si vio o escuchó algo”, piensa entre el vaivén de las horas amorfas; pero, conociendo al celador del silbato nocturno, no debería esperar grandes remedios como producto de la gestión que de todos modos no hará, “para qué gastar saliva por gusto”. Sabe que la principal responsabilidad en el cuido de su parcela vital ha de ser suya y de nadie más.
Hacia el final de la tarde, habiendo vuelto de su salida infructuosa, hace un recorrido por las mínimas habitaciones de la casa, revisa la cerradura de cada picaporte, pasa lista mental de los objetos domésticos a los que habrá de defender. Entonces toma una diminuta llave que encontró en la mañana, esa pequeñita, distinta de todas las demás y puesta en un rincón como de olvido. Lo piensa por última vez y se dirige al cuarto-bodega.
Entra, recorre el desorden reinante y fija su vista en una caja de madera con una pequeña cerradura, dejada por él mismo en una de las esquinas, detrás de cajas con objetos prescindibles, muebles no esenciales y basura inminente, lejos de su alcance inmediato, pero accesible en caso de necesidad. Inserta y gira la llave, la cerradura permite un largo y descomunal bostezo de la caja cerrada desde casi siempre. La opaca madera barnizada abierta le ofrece el objeto metálico, un revólver ante quien siempre tuvo una actitud ambigua, voluntad oscilante entre su descarte definitivo o el hacer caso del consejo común en estos tiempos, cuando muchas personas —justificándose en el descontrolado auge de la delincuencia común, organizada o improvisada— tienen armas de fuego, dizque para su protección personal, una falacia mayúscula.
Luego de limpiar y aceitar el arma, él todavía no alcanza a imaginar cómo será su encuentro con el desconocido hampón, qué hará una vez ante él, dando por hecho que buscará la manera de encararlo, aun cuando sea la recomendación menos razonable. Llamar a la policía en el momento del allanamiento parecería una opción más sensata, como de ciudadano respetuoso de las leyes y procedimientos, pero eso no garantiza la llegada oportuna de la patrulla (la cual, en todo caso, con la sola proximidad de sus destellos rojiazules iluminando la noche provocaría la huida del invasor, con el resultado previsible: el denunciante asumiría la embarazosa posición de Pedrito y el lobo). Si, por el contrario, él lo dejara entrar para encañonarlo una vez estuviera a su alcance, podría tener más tiempo para esperar a las autoridades y entregarlo, pero seguramente lo soltarían a las setenta y dos horas de ley, no habiendo cometido más que una falta excarcelable.
Mientras debate alternativas, lo cierto es que el acceso fácil al techo —y, eventualmente, al interior de la casa— sigue tan asequible como en la madrugada de su agitado despertar. No hay ninguna señal preventiva, ninguna medida precautoria, ninguna disuasión palpable. El día ha pasado y sólo queda esperar la escena imaginada. él apaga la luz de su cuarto y se tiende a esperar la madrugada, bajo la vigilancia del nocturno ojo velador verde luciérnaga. Es precisamente hoy, cuando no tiene planes de dormir, que lo envuelve rápidamente un sueño pegajoso.
4
Dormir no es la desconexión total de los sentidos: algo queda prendido por ahí, alerta, vigilante, listo para despertar al resto del cuerpo, presto para la defensa elemental, mientras —sumergida en un pálido verde luciérnaga, inmóvil, sin aliento— a esta hora la habitación es siempre una alternancia sin sentido de formas geométricas en azarosa disposición.
Entre el sueño de la duermevela, él escucha leves crujidos lejanos mientras va desorientado por una ilusoria calle sucia. De repente, los retumbos están sobre su propia cabeza y él intenta huir, pero las piernas parecen sumergidas en medio metro de lodo y el caminar se vuelve pesadísimo: imposible correr, una inexplicable desesperación brota del entorno y lo contagia. En este otro plano de realidad, el intruso ha regresado y él lo sabe al solo abrir los ojos y despertar de golpe, única vía de salvación del terror fundamental de su pesadilla.
Entonces aterriza en la realidad. El otro está arriba igual que anoche, preparado para el allanamiento, dispuesto para lo ignoto. El intruso aún espera sentado en el borde del techo con el jardín a su alcance. Él intuye que el salto se producirá de un momento a otro, aunque el instante preciso aún no llega: quizá el invasor confía en que el propietario del mínimo feudo no se haya percatado de su presencia con los ruidos primeros y esté dando un margen de seguridad para evitar el estrépito de un despertar agresivo; tal vez aguarda a que el habitante, confundido con los habituales embustes de la duermevela, retome la perdida secuencia soñada y se abandone de nuevo a los devaneos morféicos.
Uno, dos, cinco minutos y todo sereno, hasta que el silencioso respirar de él es interrumpido por el salto definitivo del otro al interior del pequeño jardín. Oye el sordo caer de un cuerpo mediano, promedio, nada excepcionalmente corpulento. Él se levanta con todo el sigilo de que es capaz y va a colocarse frente a la puerta cerrada de su cuarto, esperando que el otro se acerque lo suficiente como para hacer todavía no sabe qué con lo que tiene en su mano, pues no piensa ofrecerse inerme y vulnerable ante el inminente combate al que jamás entraría con sólo su expresión por escudo, en franca desventaja. Durante todo el día no logró elaborar ningún plan ni la más mínima estrategia, trampa discreta o disuasión oportuna para evitar el encuentro. Sin embargo, hay una diferencia entre anoche y hoy, cual es la voluntad firme de marcar su territorio, dejar claramente establecido un “no te será fácil, no voy a dejarte el paso libre, me defenderé como pueda”, voluntad hoy concretada en el objeto que sostiene para el imprudente desafío.
Siente el golpe de la sangre resonando en las arterias del cuello, el corazón bombea puntual despabilando los últimos rincones acaso aún retraídos, tensando los músculos para la reacción inmediata. El desconocido no parece tomar ninguna iniciativa: se ha estacionado en el centro del jardín, limitándose a delatar su presencia con apenas un ligero movimiento de pies sobre el césped, dejando que nuevos minutos apacigüen sus temores de una emboscada en la que, sin saberlo, ya ha caído. Él trata de visualizarlo con la agudeza atrofiada del resto de sus sentidos, como un ciego percibiría el olor humano a metros de distancia, la respiración oculta en el anonimato, el mínimo quebrar de una hoja de hierba bajo el calzado ligero; pero aún es incapaz de atribuirle una fisonomía concreta, un cuerpo preciso, una cara reconocible, una actitud determinada.
El ente indefinido está casi inmóvil, a menos de tres metros de distancia en el espacio lineal, separado de él apenas por una pared de bloques prefabricados de concreto. Él tiene, por un instante, la intención de extender su brazo y pulsar el interruptor que enciende el foco exterior, con la esperanza de asustar al desconocido con el golpe de luz incandescente y, con ello, persuadirlo para que escape tan rápido como le sea posible al verse descubierto, un gesto humanitario antes de cualquier descarga. Sin embargo, el tenue y oscuro sonido de tres pasos acercándose hacia su cuarto diluye en nada el proyecto.
A partir de ahora, todo es irremediable: el invasor se detiene justo frente a la habitación, un paso más en la secuencia irruptoria, ya sin regreso. De no ser por la básica armazón de madera que sostiene los pliegos de plywood de ¼” de esa puerta que cubre el hueco rectangular, parecería que los dos hombres fueran uno solo y su imagen, viéndose en un espejo de cuerpo entero: ambos de frente al mismo punto de referencia, separados uno del otro por tres o cuatro pasos cotidianos, listos ambos para el siguiente lance por venir, algún acto que sea coherente con ese momento acaso prefigurado desde el principio de los tiempos.
La puerta se abre hacia el interior del cuarto: su mano y la del intruso han girado el picaporte en tan perfecta sincronía que ninguno de los dos percibe que su contraparte ha realizado el mismo acto del otro lado de ese espejo de madera a oscuras, dando un solo y simultáneo impulso inicial para que se cumpla el esperado giro de noventa grados sobre las bisagras aceitadas y silenciosas, hasta detenerse con suavidad en la pared inanimada. La puerta abierta ya no es una barrera entre la silueta y él, ahora no hay más obstáculos entre ellos: tan solo espacio e incertidumbres.
La prolongada oscuridad ha mantenido dilatadas las pupilas de los dos pares de ojos, capaces de reconocer y distinguir lo elemental. El intruso —paralizado por el cañón que lo apunta, enfoca y amenaza— parece resignado a su mala suerte, tal vez recriminándose el error básico de haber entrado a una casa que quizá creía deshabitada. Viste ropas oscuras, posiblemente negras. Su rostro, si él pudiera distinguirlo, sería el vivo ejemplo la fisonomía promedio de cualquier joven de zona marginal, no necesita enfundarse en un gorro pasamontañas para conservar el anonimato impuesto por la pobreza.
El habitante insomne ve como natural el esperado atuendo; en cambio, le parece que su propia pijama ocre no es del todo apropiada para la ocasión. Cada uno mira y se deja mirar por el cuerpo frente a sí, como si uno y otro no necesitaran más certeza que la de estar solitarios frente a frente en medio de la madrugada. Por un momento, él parece algo desconcertado por la pasividad de su huésped, ya resignado. Sus ojos recorren rápidamente el entorno como tardía precaución ante una eventual trampa, quizá un cómplice, pero pronto recupera el control del propósito involuntario que lo ha llevado hasta esa situación.
El intruso permanece de pie, sin tensar ya ningún músculo, sabiendo que no vale la pena intentar eludir la hora postrera, si ésta hubiera llegado. Como si desde hace años hubiera leído en la mente de su silencioso interlocutor esta conclusión, él procede sin prisa ni arrebato, pausadamente, sabiéndose aliado de un destino comprensible sólo hasta el justo instante de su consumación: estira completamente su brazo derecho hasta alcanzar la horizontalidad requerida en dirección al objetivo. El intruso, en un instante de repentina claridad, ve cómo el cañón vomita la bala que le atraviesa el pecho y revienta su corazón. Mientras va cayendo entre los últimos ecos nocturnos del estruendo, siente un último e inútil impulso de escapar, correr hacia ninguna parte y evitar la pronunciada sentencia, pero esto sólo es un amago motivado por un tardío instinto de conservación.
Él contempla la caída de la anónima silueta como algo inevitable, escrito desde siempre en un desvencijado y oracular pergamino, en virtud del cual esa muerte no podía ser evitada. No obstante, sabe que en algunos minutos tendrá que responder preguntas, explicar el porqué le disparó a quemarropa a un desconocido aprendiz de ladrón, cuya única arma sería, si acaso, un pequeño puñal que nunca intentó siquiera blandir. El juicio podría tardar meses y su máxima aspiración sería probar el dudoso argumento de legítima defensa, tan sólo para luego continuar, entre años mediocres, la prolongada espera de su propio final.
En ese momento comienza a invadirlo una pacífica sensación de tranquilidad, como una certeza. Con el cañón del arma aún tibio por el reciente disparo, y el olor a pólvora humeando por encima del cadáver frente a sí, él se imagina a sí mismo dirigiéndose al cuarto-bodega y sacando nuevamente la escalera para subir al techo. En esa posibilidad, los oxidados clavos de hierro crujen levemente bajo el peso del cuerpo en ascenso. Una vez arriba, su yo virtual contempla la débil redecilla de plata que baña los tejados de la urbanización, único paisaje visible desde aquel sitio. Cree distinguir a lo lejos una pelea de gatos, al tiempo que comprueba, de reojo, que las luces de las casas vecinas están encendidas. “Seguramente pronto llegará una patrulla, alguien ya debe haber avisado”, piensa mientras sostiene el arma tibia, parado de frente a las arenas petrificadas de un desierto acanalado frente a su ilusión, mientras debate la última opción de su hastío vital: la boca o la sien derecha.
© Rafael Francisco Góchez