Medianoche en una caja
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
Soy Joaquín González. Trabajo en la Compañía de Teléfonos de San Salvador. Mi labor consiste en mantener en buen estado las conexiones telefónicas de la capital. Cuando por cualquier causa los usuarios quedan incomunicados, debo revisar todo: cajas, empalmes, cableado, etc. y hacer las reparaciones del caso. El salario no es malo, aunque podría ser mejor; pero no es mi propósito hablar de ello en este momento, porque hay otras urgencias de mayor importancia.
Esta mañana, todo el sector de la Colonia “Buenos Aires” quedó sin línea. Al parecer, la tormenta de la madrugada fue la culpable. Cuando mi compañero de labores y yo nos apersonamos al lugar, vimos que, efectivamente, varias ramas pesadas de árboles habían caído sobre los cables, derribando no sólo los del teléfono, sino también los de la luz y los de una empresa de televisión por cable que cubre el sector. Pocas veces llueve con vientos de tanta fuerza, pero cuando es así, el resultado es un tiradero de alambres encima de la calle. De paso, gracias a la misma tormenta, comencé a tener claros síntomas de gripe.
Cuando mi compañero y yo fuimos a revisar la caja subterránea, descubrimos que estaba completamente inundada. El agua no había entrado sola: había traído consigo una buena cantidad de pequeñísimas piedras y lodo; provenientes, sin duda, de una construcción que hay a dos cuadras, cuyos tractores están en plena labor de terracería. El problema de esta caja telefónica en particular es que está en medio del carril derecho de la carretera principal. Este espacio fue, en un principio, una acera; luego, por el flujo vehicular, decidieron ampliar la calle a cuatro carriles, dos y dos, y fue entonces cuando la caja quedó de esta manera: bajo el paso de los vehículos. La inundación seguramente ocurrió porque el tragante donde debe desembocar la canaleta de aguas lluvias debió taparse, haciendo crecer una laguna de tal manera que cubrió el juego de tres tapaderas de la caja. Cada una tiene un par de orificios, imprescindibles para cuando se quiere levantar la tapa, toda o por partes. Los hoyos son pequeños, pero la inundación externa debió ser tan gruesa que pudo mantener el charco sobre los agujeros el tiempo suficiente para llenar el espacio, como un par de chorros delgados pero constantes.
Entre el inventario de daños en el alambrado y la desecación de la caja, nos dieron las cinco de la tarde, porque sacamos el lodo a mano, es decir, con cubetas, ya que la bomba de extracción no pasa las piedras ni la tierra. Quedaba por revisar el cableado interno para ver si sólo habían sido cortocircuitos, por la mojazón, o si, por el contrario, habían daños mayores. Como no era cuestión de un par de minutos, este trabajo debía esperar hasta mañana sábado, así que dispusimos continuar hasta entonces. A esas alturas, mi gripe estaba en su esplendor y, pese a las pastillas, el cuerpo me pedía descanso.
Hasta allí, todo normal. Pero justo cuando íbamos a colocar la última de las tres tapaderas, tuve la mala suerte de fijarme en el fondo del agujero. Había allí un objeto pequeño y metálico; a la distancia, me pareció claramente un anillo. Le pedí a mi compañero que me ayudara a poner de nuevo la escalera, para bajar a recogerlo. No era necesario quitar las otras dos tapas, porque una persona cabe perfectamente en el hueco de una sola. Llegué al fondo sólo para decepcionarme: el tal anillo no era más que un papel de aluminio arrugado, uno como donde vienen envueltos los chocolates. En ese momento me acordé del cuento en donde un tipo se agacha a recoger lo que parece una moneda en el suelo y resulta ser no más que una escupida, saliva brillante perfectamente circular que le embadurna los dedos. Me reí de mí mismo y me dispuse a subir.
Pero ya no pude. Un chillido de llantas lo impidió. Sobre la caja abierta vi pasar un chasis de autobús descontrolado, que barrió con las señales anaranjadas de prevención que habíamos puesto alrededor del hueco. También se pasó llevando a mi compañero. Segundos después escuché un fortísimo golpe, gritos, gente que se aglomeraba, quejidos, caos.
De inmediato, un automóvil se parqueó cabal encima del agujero, quizá un conductor que trataba de ayudar a las víctimas. Era un carro de esos bajitos, por lo que el espacio que quedó entre el nivel del suelo y la carrocería apenas alcanzaba para permitirme asomar la cabeza y tener una idea de la agitación reinante. Desde allí sólo podía ver un barullo de pies pasando de un lado a otro, en medio de un fuerte olor a hule quemado. El tumulto no me dejaba ver a mi compañero atropellado pero, por las voces que alcancé a escuchar, era de esperar lo peor. Del autobús volcado comenzaban a sacar a los heridos, algunos de los cuales eran puestos sobre el pavimento, frente a mi vista, y lucían de verdad graves.
En ese momento grité para indicar que yo estaba allí abajo, pero nadie me escuchó entre aquel alboroto. Y nadie iba a escucharme, así gritara con todas mis fuerzas; y si acaso me oyera, no iba a tomarse el trabajo de buscar de dónde venían unos gritos invisibles a nivel del piso.
Llegaron las ambulancias y la policía cuando ya estaba oscureciendo. Las luces rojas y azules de los carropatrullas le daban un toque tenebroso a la situación. Las sirenas parecían traducir el sonido de la angustia. Mientras tanto, para mi desesperación, el bendito conductor del automóvil estacionado encima de la caja telefónica —es decir, encima de mí— no aparecía por ninguna parte.
Una y otra ronda de ambulancias fueron pasando hasta recoger a todos los heridos, que fueron muchos. Por último, un automóvil del Centro Judicial levantó el cadáver de mi compañero, hecho un bulto deforme por la fuerza del impacto, y dos muertos más, quizá pasajeros del autobús. Había pasado más de una hora desde el accidente y yo seguía metido en la caja bajo el pavimento.
Tres pares de pies, dos uniformados, quedaban aún cerca del último carropatrulla. Supuse que se trataba del conductor del carro parqueado sobre la caja. Tal vez era testigo clave del accidente y debía estar dando su declaración, lo cual explicaba su tardanza en marcharse. Viendo que la multitud de curiosos se había dispersado, me propuse gritar de nuevo, y me llevé otra sorpresa desagradable: mis inútiles gritos anteriores, combinados con la gripe anunciada y el viento de la tarde, me habían dejado afónico. Hasta ese momento, no tuve conciencia de cuántas veces había gritado “¡Eh, mírenme, estoy aquí abajo!”. Evidentemente, debieron ser más de las que mi garganta pudo soportar. Entonces nada más me salía un aire inútil. Ahora me lamento de nunca haber aprendido a silbar como lo hacen los cobradores de buses, que se les oye a dos cuadras. La escalera no es ayuda: es de madera, está húmeda y el ruido que podría hacer yo con ella es bastante sordo.
Como me cansé de estar así, viendo que no tenía otra opción más que esperar a que quitaran el carro, dispuse esperar sentado en el fondo de la caja. Era menos incómodo que aquella posición de mono prendido en la madera.
Al poco tiempo, el carro‑tapón finalmente arrancó y sobre mí quedó el cielo medio nublado. El momento de salir había llegado. Sin embargo, esta operación, que se ve fácil, no es tan sencilla. Cuando las tres tapaderas de la caja se quitan, el agujero es de un metro cincuenta de ancho por uno de largo y por fuerza los autos deben desviarse; pero el agujero que deja una sola tapadera es de cincuenta centímetros de ancho por un metro de largo; por lo tanto, si un conductor ve el hoyo no necesita cambiar de carril: le basta alinearse y pasar exactamente encima de hoyo, tal y como había hecho el del carro parqueado. Como las señales anaranjadas de prevención habían sido arrastradas por el autobús, mi compañero estaba muerto y, para rematar, pusimos la tapadera de la caja sobre la acera, para que no estorbara, la consecuencia fue clara e inmediata: los automóviles comenzaron a pasar sobre el agujero abierto. Si yo salía en el momento equivocado, alguien atropellaría mi cabeza. En ese momento pensé que —por la magnitud del daño en la zona y por la hora que era— el encargado de chequear los retornos de las unidades de mantenimiento debió suponer que nos quedamos a trabajar extra; luego, no iba a notar nuestra ausencia sino hasta ya bien entrada la noche; pero, no habiendo a quién reportarla, esperaría hasta el día siguiente, que es sábado y el personal de oficina no trabaja. O sea que nadie iba a venir a detener el tráfico para permitirme salir sin riesgo; al menos, no hasta dentro de un par de días.
Desde entonces he permanecido aquí, esperando. Puede que en este momento sea medianoche, pero no sé con certeza si todavía es hoy o ya entramos a mañana, porque no alcanzo a distinguir la hora que debe marcar mi reloj, que es de los antiguos: de cuerda y agujas. De todos modos, la hora es lo de menos: aquí abajo hace un frío agudo y el cielo se ha puesto oscurísimo. En cualquier momento caerá otra tormenta, tal vez de la misma fuerza de la que provocó todo este problema.
Pienso que, si he de salir, es este el momento adecuado, pues el flujo vehicular es poco, casi nulo. Durante el día y la noche temprana, los carros no dejan de pasar, uno tras otro sin dar tiempo siquiera a pensar en intentar un posible escape. Por el contrario, a esta hora casi nadie circula, aunque eso sí: cuando pasa uno, pasa a gran velocidad y logro escuchar el ruido del motor hasta cuando está a dos metros de distancia, desde donde le sería imposible detenerse, si es que me ve. Por otra parte, sus luces no se reflejan en nada que yo pueda ver desde aquí sin sacar la cabeza; luego, no tengo ninguna señal de ellos sino hasta cuando ya están sobre mí. Si coincidiéramos en una presencia común sobre el pavimento, el corte de mi historia personal sería más violento, aunque sin agonía, quizá sin dolor; tan sólo un corte como cuando se va la luz o como cuando uno de mis teléfonos queda mudo, sin respuesta.
Estoy aferrado a la escalera, justo por debajo del nivel del suelo, listo para saltar a la superficie. Pero no me atrevo a sacar ni siquiera la coronilla. Han pasado períodos hasta de cinco minutos sin que ningún carro deje huella por aquí. Yo habría podido salir con toda tranquilidad en esos lapsos y no me he atrevido a intentarlo. Pero cuando, allá al tiempo, pasa un auto volando, siento como que me he salvado, como que los minutos de prudencia y vigilia han tenido sentido. Doy gracias a Dios porque aún respiro y vuelvo a mi espera sin objetivo, porque no sé qué espero para salir.
Creo que tengo miedo de enfrentarme a la pura casualidad, a esa lotería de vida‑muerte que me espera sobre el pavimento, porque desde ayer, o quién sabe si desde mucho antes, nada me ha salido bien, todo se ha combinado para mi desgracia: mi compañero está muerto y tengo la irracional certeza de que en ese espejo inmediato debo reconocerme. Y así, bien pueden pasar diez, quince, veinte minutos sin que ningún automóvil pase por encima de esta caja; pero nada me garantiza que no pase uno en el momento preciso, exactamente cuando yo salga.
Estoy aquí, metido en esta caja telefónica subterránea, atrapado de la manera más absurda, cualquiera diría que por mi propia voluntad. Con la tormenta que amenaza, la caja se inundará en cosa de minutos, con el agravante que dentro de mis inutilidades está el no saber nadar. Pensando con la cabeza, como dicen en mi pueblo, sólo es cuestión de tomar el riesgo, salir y salvarme: tan sencillo como irse caminando a dormir a casa. En abono de esta posibilidad, recuerdo cuántas veces he participado en rifas y nunca me he sacado nada. Pero, como dicen también, “si el premio fuera una talegueada...” Y, en verdad, nadie me asegura que este no sea el caso.
De la colección Los encierros.
Juegos Florales de San Salvador, 1997.
© Rafael Francisco Góchez