La tarde de José Dolores
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
El hecho coincidió con un día depresivo, quizá incubado en el gris sin gracia del cielo a media nubosidad, tal vez propulsado por una amenaza de lluvia indecisa que, desde la mañana, había provocado una efervescencia aplastante de calor, todo ello acentuado hacia las dos de la tarde, la hora del horno.
Como el diseño de las aulas del colegio era totalmente disciplinario, con cero ventanas del lado del pasillo y absoluta carencia de retorcimientos barrocos en columnas y paredes (para evitar distracciones de cualquier tipo), en la esquina interior derecha, viendo hacia el pizarrón, era imposible ventilarse con mínima eficiencia, así se tuviera una hélice de aeroplano a la par. Y esta necesidad de aire no viciado era un reclamo de justicia elemental para los alumnos y alumnas del turno vespertino del Instituto “San José”, porque estaban a fines de la estación seca del país más tropical del mundo, a veinticuatro kilómetros de la costa, bajo techo de duralita y cielo falso de fibrolit que —en su conjunto— muy poco ayudaban a la frescura tan anhelada en aquel sauna pintado con tonos de cripta donde, para rematar, la presencia de treinta y siete cuerpos transpirando por los cuatro costados le heredaban el suplicio de un flujo calorífico y desesperante al último de la primera columna: al obeso Montesinos, vuelto ya una sola carne con su camisa pegada a la espalda chorreando sudor.
En vista de tal circunstancia, el elefantito aludido se había cambiado de lugar en la segunda hora, viendo había un pupitre vacío, el de José Dolores, y era evidente que su compañero allí asignado no iba a llegar. La profesora de Sociales (una universitaria morena, mirada de camello y de nombre María Mercedes, como la telenovela más popular, cosa para morirse porque ella se la pasaba imprecando contra “esas burdas formas de subcultura y alienación”, según sus palabras) notó el cambio de puesto (en realidad, lo contrario hubiera sido poco menos que un crimen visual) pero no dijo nada, comprendiendo que el pupitre del ausente José Dolores quedaba a la par de los ventanales, en la pared opuesta dando al jardín, y por lo menos el gordito Montesinos estaba allí más a salvo de un ataque de claustrofobia o asfixia por sofocamiento, lo que ocurriese primero. De todos modos y pese a la mudanza, el paquidermo persistía en su afán de darse aire con las fotocopias recién repartidas del artículo del padre Segundo Montes, con lo que generaba el molesto chillido rítmico de alguna articulación del pobre pupitre, habituado a por lo menos la tercera parte de aquel peso y, en consecuencia, lamentándose en voz alta.
La no presencia de José Dolores no debía despertar preocupaciones en alguien de los presentes. Como podía ser por gripe sin previo aviso, igual se trataba de una leve indigestión por los mangos de ayer, pensando en enfermedades reales porque los ataques de pereza no eran el estilo del ausente. Ya aparecería mañana con una justificación firmada por papá y mamá, para martirio de Montesinos, quien tendría que regresar a cocinarse en su habitual área. No era saludable conjeturar desgracias mayores, pese a que era un tiempo en que el sólo hecho de salir a la calle daba buenos motivos para temer, con el período de grave inseguridad por el que pasaba el país (desde una pedrada en la cabeza por pleito de maras en el centro de la ciudad, hasta un asalto en el bus con puyón de por medio). Por eso mismo, lo más práctico era soslayar todas las posibilidades funestas, ya que vivir día tras día vigilante, considerando lo que podría pasar en este o aquel caso, en carne propia o cercana, era camino seguro a la paranoia o cualquier otra variedad consultable con el psiquiatra. Mejor y más razonable era creer en la normalidad del día y en que nada terrible iba a ocurrir: tal era la base de la filosofía vigente, compartida por todos de forma implícita, como una especie de amuleto de supervivencia.
Aquella tarde fue Margarita quien, con su alusión y combinada con la profesora María Mercedes, puso en evidencia el asunto. La maestra explicaba algo acerca de los estereotipos sexista-machistas en la educación tradicional o algo así, e hizo una pregunta que Odila —quien no la escuchó bien— pidió que si por favor se la repetía. La docente dijo: “¡Ay, Odila! ¿En qué estará pensando? Desde que comenzó la clase la veo bien desconcentrada”. Margarita, como un rayo, complementó en voz alta: “Es que, como no ha venido José Dolores, está un poquito triste”. Aquella frase fue seguida por un “¡Ahhh...!” masivo, cantado y comprometedor de toda la clase, pues desde hacía tiempo todos habían llegado a la conclusión de que Odila y José Dolores se gustaban.
Apartando especulaciones, no podía negarse la afinidad de caracteres que entre ambos había. Aparte de que sus pupitres quedaban casualmente a la par (hecho que facilitaba las bromas mutuas de la tarde para amenizar el sopor académico: alusiones, dobles sentidos, escondidas de bolsón, pellizcos en los laterales del abdomen, la zona de las cosquillas, etc.), Odila y José Dolores acostumbraban a juntarse en los mismos grupos de trabajo y en los recreos no era extraño verlos por ahí hablando de esto o aquello con cara de plenitud y felicidad, según la apreciación popular. Sin embargo, ellos mismos negaban que hubiese algo más que amistad, diciendo que eran puras figuraciones de la majada, nada qué ver, ganas de molestar, ya no lo pueden ver a uno platicando con nadie porque sin qué ni para qué levantan falso, así empiezan los chambres. Pero, como suele suceder en grupos de jóvenes estudiantes, tales negaciones no hacían sino confirmar la opinión pública, empeñada en ver allí un idilio que, al decir del profesor de Letras —un poeta de tercer orden, deportista frustrado y fanático de la World Wrestling Federation— no era más que la proyección de los anhelos colectivos e innatos de contemplar la belleza, concretizados en una pareja que, siendo francos, se veía bastante armónica.
Odila misma no sabría decir hasta dónde habían calado en ella las indirectas de su círculo habitual de amigas (Margarita, Idalia y Carolina) junto con quienes formaba uno de los tantos grupúsculos básicos de aquel conglomerado. Eran ellas cuatro una especie de subconjunto milusos y para todo momento, peculiar en sí porque lo único en común era que parecían no tener cosa alguna en común. Esta deducción primigenia se derivaba de una observación básica de lo físico (una era de tipo pequeño, egipcio se diría; otra tirando a humildita, pero frenos de ortodoncia recién puestos y nada de espejo en su arsenal; la de más allá, siempre tan correcta en su vestir, sonrosada pese a la piel morena y como con cuarenta clases de anillos, cadenas, aritos, etc.; la restante, casi seudópoda y celular por el perímetro) así como de las inclinaciones del espíritu, que les llaman (Odila, inquisidora y devota de las fantasías de más de un tipo, quién sabe si hasta de aquéllas; Margarita, pastoral y con firme propósito de hacerse monja progresista —mínimo de las Oblatas, no de las que se tapan hasta el ojo del pie— después de sacar su título de Psicóloga en la Universidad “Pedro Pablo Castillo” (UPEPA), una de las dos o tres medio decentes entre las más de cuarenta tiendas de títulos que había en el país con cinco millones adentro, analfabetos incluidos; Idalia quizá la única de las cuatro con aspiraciones de gente normal de clase media‑alta y Carolina guiándose felizmente por el axioma de las calcomanías: “Don’t worry: be happy”).
Ellas cuatro una y otra vez habían afirmado de viva voz lo entrañable que era su estar juntas, y allí andaban de aquí para allá en el mismo paquete, unidad sólo rota en el momento en que a tres de ellas les daba por poner cualquier excusa para zafarse (vamos a comprar a la tienda, vamos al baño, vamos a sacar una fotocopia, vamos no hagamos clavo) y dejar a Odila sola con José Dolores cuando éste llegaba a las gradas del patio donde estaban instaladas. Al ver semejante retirada, Odila hacía su gesto peculiar: apretar las quijadas, lo que provocaba el ensanchamiento visible de su cara, entrecerrando los ojos lo suficiente como para transmitir a las otras el reclamo enojoso de “bayuncas, ya van a ver, me la van a pagar, ya la riegan, qué virgas”, a veces hasta en voz audible; pero, para decepción de las celestinas, las más de las veces el muchacho llegaba sólo para hablar de asuntos escuchables, poco relacionadas con temas galantes.
La negación sistemática de cualquier amorosidad se mantenía pese a que sí, entre broma y broma, Odila más de alguna vez debía haber pensado la respuesta que daría en la eventualidad de que José Dolores se le declarase, dejando la reflexión siempre en el mismo punto inconcluso pues ella prefería creer que eso no iba a ocurrir, estando los dos claros en su relación de amistad, la cual “no valdría la pena poner en riesgo transformándola en noviazgo”, razonamiento común entre cierta gente que con ello —según el profe de Filosofía, un jesuita panameño de acento nicaragüense con aspecto de ginecólogo— encubría intenciones transcendentes.
Sin embargo, la idea del noviazgo con José Dolores, sin ser insignificante, poco sueño le podía quitar a Odila. No era cosa de suspirar demasiado, porque —a fuerza de ser sinceros— ella tampoco se estaba muriendo por José Dolores: de ser así, ya habría buscado el modo de concretar algo, en una época en la cual todo mundo andaba con el rollo de la igualdad, la iniciativa femenina y el rompimiento de esquemas, discursos de moda en el país más conservador del istmo, treinta años después de su apogeo en otras latitudes.
Pero la tarde de José Dolores ausente, Odila tenía un aspecto que evocaba la imagen de la esfinge de Gizeh, no sólo por su cara ya de por sí rectilínea y el cabello recortado a la altura de los hombros, sino además por su vista al vacío, reflejo de las meditaciones que reducían el contexto inmediato a un simple oír llover. Esa tarde, Odila estaba como quebradiza, lejana de la apariencia de insensible que había labrado en sí misma con procederes como aquel del año pasado, cuando Idalia apareció con cara de susto contando cómo la noche anterior un solitario la había conminado a desplazarse a un sitio más oscuro, en donde lo menos que habría consumado era una violación, de no haber reaccionado Idalia en un pispileo, corriendo a gritos con su timbre de soprano hacia donde había más gente. Aquella vez Margarita había dicho: “¡Ay, no: de sólo pensarlo...!”, Carolina permaneció seria y callada por temor a cometer una impertinencia y Odila salió con la originalidad de preguntar si el maleante era de menor estatura que Idalia (de por sí vertida en un molde más grande que el usado para la mayoría de mujeres típicas), reduciendo el asunto a una cuestión de lucha libre y al consuelo probabilístico de “no te aflijás, mujer: es como sacarse la lotería del mal, que no te toca dos veces... o por lo menos no tan seguido”, comentario que le valió un par de semanas de separación.
Pero el cambio de ánimo de Odila en esa tarde vino porque, horas antes, ella se había enterado de una tragedia. Un antiguo compañero suyo, del colegio donde antes estudiaba, se había matado con un balazo bucal. En vida, nunca lo trató más allá del saludo; tanto que, cuando le dieron la noticia, el nombre completo del muchacho le pareció extraño y tardó más de cinco segundos para visualizarlo en su recuerdo. No obstante, el hecho de que alguien con un espacio asignado en su conciencia de realidad se deformara voluntariamente el cerebro (al grado de no estar presentable en la vitrina de la caja de pudrición) la había tomado en curva, como a todos los que lo conocieron. En ese momento, mientras Montesinos bendecía cada tibia pero salvadora ráfaga de aire que alcanzaba a colarse por las ventanas, los familiares y amigos del difunto en cuestión debían estar encadenando causas y efectos, valoraciones póstumas de las conductas del extinto, hechos insignificantes en su momento pero que, ahora ante los hechos consumados, propiciaban las anécdotas de “yo me acuerdo que una vez le oí decir...”, claves y premoniciones no descifradas sino hasta cuando ya nada podía hacerse, tan sólo justificar la propia indiferencia ante aquellos mensajes y momentos, razonando que él preparaba su muerte desde hacía buen tiempo y, por lo tanto, nadie hubiera podido tener éxito en el intento de persuadirle de lo contrario, aceptación clara del axioma de que, como muchas cosas, la vocación suicida “ya se trae”.
Por la edad, el fallecido no sería distinto de cualquiera de los presentes, aburridos estudiantes que hacían lo posible por tomar apuntes ininteligibles entre las tres y media paredes mal decoradas de aquella aula de bachillerato. Por la edad, tal vez había llegado a semejante renuncia partiendo de las menudencias comunes a todos ellos, como eso de los no‑permisos para salir de noche, peor a esas fiestas donde sólo a agarrar vicio van, qué juventud, qué tiempos; o la ruptura forzada y en trocitos de su agenda de teléfonos de uso frecuente, causa periódica de las puteadas del papá, mes a mes, por lo tan alto que viene el recibo, sólo colgado de esa babosada vivís, qué creés que tengo palito de pisto; o el no poder poner a la Sharon Stone bien abierta en la portada del cuaderno de Biología porque va en contra de los principios de la institución y este muchacho sólo en eso anda pensando, mire nada más lo que le hemos encontrado a su hijo, señora; o la eterna historia de la novia imposible por quien anduvo suspirando meses de aquí para allá, pobrecito, tan bueno que era y ella nunca lo tomó en serio viendo cómo la quería, señalándola por lo bajo como la responsable mediata de lo sucedido. Por la edad, tampoco había razón alguna para que la ejecución de una muerte similar no tentase a cualquiera de aquellos sofocados adolescentes, en cuyo caso los demás no estarían ahora mismo allí sino en la iglesia formando la valla de honor en la misa de cuerpo presente, uniformados camisa adentro y procurando ver para todos lados menos a la cara del de a la par, para no contagiarse las ganas de llorar y el remordimiento por no haber hecho algo que evitase la tragedia.
La compasión y el temor se pasan más que el catarro; por eso, la tarde de José Dolores ausente, Odila estaba presa en una de esas trampas mentales en que a menudo se consumen las horas de inacción, capturada allí en medio de la aplanadora de aquel agobio climático, a medio andar entre mayo y abril. Odila hacía el insano ejercicio de suplantar rostros e imaginar a José Dolores ocupando el ataúd del ahora finado, a José Dolores muerto y a ella misma como propiciadora última del ficticio pero angustiante cadáver. Esa quimera suya no se dejaba amarrar a mástil alguno, cediendo a la tentación de sentirse muy mal antes del tiempo en que cualquier infortunio actualizara la condición de valle de lágrimas de este mundo insano, tan prevenida por la lejana y religiosa abuelita de su recuerdo, viendo el instante en que los familiares del José Dolores de su fantasía fúnebre descubrieran bajo el colchón unos pliegos virtuales y escondidos de papel ledger, donde aparecería ella, Odila ideal, dibujada con los trazos leves de tono gris pálido sugeridos por el portaminas de grafito HB, figura etérea en la cual ella no se querría reconocer pese a la evidencia, serie de imágenes de existencia oculta, nunca enseñadas por temor a lo cursi de aquel gesto enamorado que entonces —ya muerto el artista inédito— parecería el más tierno del mundo, ante el cual Odila no iba a poder más que intentar una última defensa con el único argumento viable: un “él nunca me lo dijo” masticado con la mayor serenidad posible, justo antes de caer en un abismo emotivo que no iba a dominar jamás, pese a la manada de psicólogos contratados para romper el aislamiento vital a que ella misma se habrá condenado para purgar su pecado de impiedad, antiquísima forma de apaciguar el sentimiento de culpa que la doblegará pañuelo en mano y con la séptima de Beethoven por trasfondo, qué gusto por la tristeza.
Así como basta un tropiezo, uno solo, para iniciar el descenso rápido del volcán de Izalco, rodando sin opción a detener la trayectoria ni a agarrarse de algo sobre los casi cuarenta grados de inclinación de aquel cúmulo de ceniza, paisaje nacional, así Odila no hallaba cómo parar aquella creciente marea de anticipaciones funestas, como si en el fondo hallase algún tipo de placer visualizando el sufrimiento posible, masoquismo que no le hacía ninguna gracia porque en pocos minutos acabaría llorando sin continencia y sin explicación. Necesitaba detener sus malos ensueños de una manera efectiva, porque bloquearlos con órdenes no debo pensar en eso, ¿en qué?, en eso que estoy pensando ahorita, era un absurdo vicioso y aquello ya era demasiado para una ausencia tan corta.
Cuando sonó la campana eléctrica para salir al recreo corto, Odila caminó directo al teléfono público, monedas en mano. Desde el aula, sus compañeros calcularon sin equivocarse: “me quito uno y la mitad del otro si la Odila no va a hablarle a Chepe”. En efecto, tres tonos de llamada bastaron y José Dolores apareció en la línea con voz de engripado. En cuanto entablaron conversación, aún desde lejos era apreciable cómo la expresión global de Odila cambiaba para dar paso al aura de tranquilidad de siempre y a la risa de camaradería que solía mediar entre ella y su imaginado dibujante. Margarita, Idalia y Carolina —quienes la habían seguido a distancia más o menos prudencial, concepto relativo que, en su caso, podía significar menos de ocho metros— procedieron a trazar en el aire figuras de corazoncitos, lágrimas de Tiny Toon, manos unidas en ardorosa pasión, etc., mientras tarareaban a gritos y a propósito el tema de Love Story para que se filtrara por el auricular y provocase los zapatazos de Odila en el cemento, al tiempo que tapaba su oído libre con la mano (así como cantaban los Bee Gees en vivo) para poder oír la voz gangosa de José Dolores.
En tal espectáculo pasaron los diez minutos del receso, hasta que el timbre ordenó el regreso a las aulas, con lo que terminó la conversación que ya se prolongaba tanto como para justificar los morbos. Al nomás colgar Odila, las otras tres le cayeron con preguntazos de toda clase: “¿qué pasó?”, “¿te le declaraste, verdá'?”, “¿qué te dijo?”, “¡contá, no seas egoísta!”, pero ella sólo daba vía libre a la risa, expresión de auténtica felicidad en su rostro café claro —y ahora un poco más oscuro, por la circulación sanguínea de rubor— mientras, entre bullicio y carcajadas, se le oía decir: “¿creerán ustedes que José Dolores no sabe dibujar...?”, ante la extrañeza de las otras tres, quienes ya sospechaban algún tipo de transtorno mental, pobrecita ella, cómo la tiene el amor, se le pelaron los cables...
Entretanto, para bien de Montesinos y sus adyacentes, un pequeño viento del sur batía las hojas y el calor escapaba evaporado hacia las alturas, por las pringas de la lluvia que por fin acudía.
De la colección Los encierros.
Juegos Florales de San Salvador, 1997.
© Rafael Francisco Góchez