Razor
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
Desde que lo mandé poner, me dio por intuir que algo parecido a esto habría de suceder, y cada segundo que pasa me induce a concluir que Dios ha metido su invisible mano en todo esto. Una explicación más mundana siempre es posible, claro, porque ciertas cosas suelen ser así: obedecen a no sé qué leyes, adversas todas al cumplimiento de las funciones para las cuales los objetos han sido diseñados (o bien estos se rebelan con pasmosa tranquilidad contra sus amos, quienes en mala hora decidimos liberarlos de ese terrible y aburrido sueño que debe ser el estar empaquetados). Pero el caso es que todo este asunto tiene demasiado tinte místico como para ser coincidencia.
Personalmente nunca me pareció mala idea, debo admitirlo, aunque bien claro tengo que cuando un grupo de pícaros medianamente inteligentes planean entrar a una casa con los propósitos que sean, como no se trate de un búnker, no los va a detener la serie de seudo-precauciones con que al ordinario ciudadano promedio nos embaucan los anuncios de periódico. Accedí porque, de una u otra forma, las cosas se les pueden hacer más difíciles a los delincuentes, y uno nunca sabe cuántos segundos de ganancia puede tener en una situación como esa. Por otra parte, tampoco quise retar demasiado a la lógica, pese a que los muros por donde podría haber una invasión semejante tan sólo nos separan de las casas de nuestros eternos y seguros vecinos: por el oriente, un par de señores ya de la tercera edad, con un enorme —y yo diría que siempre hambriento— doberman pululando por su bien cuidado jardín; por el sur, una numerosa familia con la que, pese a nunca hemos tenido mayor relación que el conocer nuestros respectivos apellidos, tampoco nos llevamos mal; y por el poniente, la casa de Doña Engracia, tan buena gente que es. Dicho en términos absolutamente razonables: o una bien nutrida y bien organizada banda de ladrones decide tomarse toda la manzana, o la tan temida incursión tiene menos probabilidades que sacarme un premio en la rifa del día del empleado, viendo que ya llevo quince años enquistado en ese claustro con aire acondicionado, sin haberme ganado ni siquiera un pañuelo usado.
Cuando mi adorable Ángela de la Concepción me lo propuso, todo el debate parecía circunscribirse al ámbito casero, todavía sin ningún elemento trascendental que le insuflase misterio alguno. Convine en mandarlo a poner pensando en que ella tuviese cierta tranquilidad, aunque —a mi antiguo entender— dicha sensación siempre había sido y sería no más que una dulce y engañosa ficción. Ahora me hallo a punto de comprender que en nuestras manos nada está y que —como tantas veces en vano escuché— no se mueve una hoja sin que en ello medie la voluntad del Padre celestial.
Los argumentos que más me convencieron se relacionaban con la disminución de los sobresaltos nocturnos de mi esposa, hecho significativo y muy importante, más con lo del embarazo y los extremos cuidados que el doctor prescribió para evitar que volviera a pasar lo de la vez anterior. Como ella ofreció pagar la mitad de los costos, no iba a ponerme a discutir por un gasto que, además de aportar la mencionada ventaja para su ánimo interior, estaba perfectamente a nuestro alcance.
Convenida la instalación, los trabajadores tardaron menos de dos días en empotrar los hierros, hacer las soldaduras y tender la espiral del alambre de afiladas púas de acero, el bendito razor. Ahora recuerdo especialmente cuando, habiéndolos visto trabajar sobre los muros de la casa, mi dulce cónyuge hizo el comentario de cuán expertos debían ser los tipos para manejar con tanta confianza y soltura lo que bien puede definirse como una serpiente con mil colmillos periféricos al acecho de la carne. Sin duda es así, quién mejor que yo para testificarlo, porque “quien no sabe es como quien no ve”, y debe haber una técnica insultantemente sencilla para manipular o al menos ver de cerca el razor, aún cuando ya haya sido extendido y esté en plenitud de funciones, sin convertirse en su víctima.
Los gatos del tejado, que no son tontos, fueron los primeros en verse perjudicados con la amenazante presencia de nuestra brillante inversión, por demás electrificada, que en noches de luna llena se ve como un lejano tirabuzón de pequeñas estrellas amarillas. Los felinos, que solían tener sus encuentros de toda clase sobre la duralita del nuestro cuarto, debieron buscar otros sitios para sus pleitos o devaneos (nunca he sabido distinguir qué obedecen sus maullidos); eso para mutuo bienestar, porque a nosotros tampoco nos haría gracia descubrir por la mañana a uno de esos sospechosos animales enredado sangrientamente en el razor, con el agravante de estar cocinado en crudo por los 110 voltios de nuestra corriente casera. A partir de entonces, justo es reconocer que Ángela de la Concepción pudo conciliar el sueño con absoluta facilidad y sostenerlo por toda la noche, gracias a la disminución de los ruidos y sus consiguientes temores desatados, a veces rayando en la paranoia.
Aún dudo y me pregunto si todo ha sido un tonto accidente o si, por el contrario, no he caído más que en la justiciera mano de la Providencia, en castigo a mis evidentes pecados de pensamiento, menos de palabra, casi de obra y probablemente de omisión. En tal caso, Dios mismo pudo haber dispuesto las cosas de tal manera que pareciesen casuales y yo, incapaz de sobreponerme a mi censurable afán, soy el responsable de mi actual desgracia. Aunque, por otra parte y ateniéndome a las enseñanzas bíblicas, bien puedo ser, a un tiempo, víctima inocente y esforzado instrumento del Supremo, en tanto que uno de los pasatiempos favoritos del Altísimo es hacerle la vida de cuadritos a ciertos humanos, como el caso del Faraón de los tiempos de Moisés, en quien Dios mismo puso particular esmero en endurecer su corazón para que se empeñara —pese a sus repetidas y manifiestas intenciones en sentido contrario— en no liberar a los hebreos, recetándose a Sí Mismo la justificación para desatar una tras otra sus nueve plagas, bonita manera de exhibirse ante sus devotos. Así las cosas, considerando tales antecedentes y viéndome aquí como me veo, no descarto que desde siempre haya pesado sobre mí el destino de servir de ejemplo moralizante, propósito que se consumará cuando —bien por mi propio testimonio, bien porque el Hacedor lo revele a alguno de sus profetas— mi penosa situación sea del conocimiento público y las gentes reconozcan en ella el mal camino, con su correspondiente escarmiento. En tal caso —y, francamente, espero que así sea— mi padecimiento tendrá sentido, pues de otra forma me deprimiría mucho saber que este sufrir ha sido gratuito, rayando en lo absurdo.
Qué me hizo despertar a la hora exacta en aquella madrugada del eclipse lunar es todavía un misterio: un sonido, una intuición, una presencia... no estoy seguro, pero algo me hizo salir al jardín y contemplar desde allí la luna anaranjada casi al alcance de la mano. Sabía del fenómeno astral, aunque los eclipses lunares reciben bastante menos publicidad que sus contrapartes solares, pero el caudal de trabajo que por esa época del año había en la oficina me había hecho descartar, por atentatoria contra mi eficiencia laboral, la sola idea de programar un desvelo semejante a media semana, sereno y segura gripe incluida, menos cuando todos me notan a leguas la falta de sueño. Pero allí estuve, puntual a una incomprensible cita y echado en la hierba húmeda por el rocío, contemplando el firmamento por cerca de una hora. Ángela de la Concepción, mi bien, dormía con tanta placidez que no me atreví a despertarla.
Terminado el espectáculo, dispuesto estaba a regresar a mi habitación cuando reparé en que no era el único observador del entorno: en la ventana de un pequeño cuarto, en la segunda planta de la casa de nuestra vecina Doña Engracia, divisé un busto femenino, a quien creí reconocer pero me resistí a aceptar. Ella no podía estar allí con motivo del eclipse, puesto que desde dicha ventana era imposible contemplar las altas interposiciones: la línea de su mirada debía acabar justo en mí. Un tiempo inmensurable debió pasar mientras yo me sumía en el estupor. Ella no podía ser quien yo suponía y, no obstante, una extraña certeza me confirmaba su identidad, pese a que la luz de aquel cuarto sólo me dejaba ver la nítida silueta de su figura siempre imaginada interrumpiendo la claridad amarillenta de la ventana. Sin que hubiera ningún movimiento ni señal perceptible, yo sabía que me estaba mirando, que ella se sabía observada por mí, y que se regocijaba sonriendo silenciosamente. No fueron sino los primeros y lejanos rayos de la alborada quienes me sacaron de tal parálisis contemplativa, mismos mensajeros del día que parecieron ahuyentarla hasta el interior del cuarto, cerrando las persianas.
Regresé a mi alcoba, donde Ángela de la Concepción reposaba en la suavidad del sueño más reconfortante que se pueda imaginar. Casi de inmediato sonó el reloj despertador, indicándome la hora de iniciar mi diaria rutina. Antes de irme a trabajar, le pregunté a mi consorte si Doña Engracia por fin había dado en alquiler la habitación de la segunda planta de su casa, intención que nos había comentado en días anteriores. “No, todavía no: apenas ayer mandó a poner el anuncio en el periódico”, fue su respuesta, con lo cual —sin sospechar nada en su radiante inocencia— terminó de sembrar la incertidumbre en mí.
Durante todo aquel día traté de convencerme de la imposibilidad de que aquella silenciosa mujer de la ventana vecina fuera quien yo creía. Cuando, durante mis años de adolescencia, practiqué el arte del dibujo, mis pocas producciones giraron siempre en torno a una figura femenina a la que nunca acabé de especificarle los rasgos, tan sólo su silueta. Y era la misma silueta, exactamente esa, la que había visto la noche anterior, la de la mujer que me miraba sin pronunciar palabra. Debo admitir que, de una u otra forma, las tres o cuatro mujeres de las que me he enamorado hasta el trauma durante mis años de vida siempre tuvieron un aire de semejanza con aquella silueta imaginada por mí. Ángela de la Concepción tampoco escapa a dicho designio, pero nunca se lo he confesado, menos cuando ella no se explica el porqué de mi tendencia a tener intimidad en penumbras.
De regreso a casa, y como un aspecto incidental en la plática de la cena, Ángela de la Concepción me confirmó que Doña Engracia todavía no tenía ningún huésped, aunque esperaba acomodar a alguien en los próximos días, dependiendo de la efectividad del anuncio y las condiciones del candidato o candidata. Ante la imposibilidad de explicarme lo sucedido, quise entonces olvidarme del asunto, en un vano intento por atribuir mi claroscura visión a los efectos de la vigilia de la luna anaranjada. El cansancio y la voluntad de dormirme cuanto antes me pusieron en reposo sobre la almohada con tranquilizante rapidez. Pero quizá Dios no quiso darle sosiego a mi espíritu, porque otra madrugada, dos semanas más tarde, volví a despertar y responder al mudo llamado de esa silueta de mujer a una casa de distancia, que no hacía más que mirarme y dejarse ver con creciente complacencia.
Para la tercera vez que fui objeto de tan sutil provocación, un mes después, confieso que ya había nacido en mí el deseo consciente de buscar los medios para llegar hasta aquel cuarto vecino, misteriosamente ocupado pese a que Doña Engracia todavía se quejaba de no haber encontrado un huésped aceptable y, por lo tanto, de no estar recibiendo la renta que, a su decir, mucho necesitaba para solventar sus compromisos económicos. Si aquella madrugada no hice algo al respecto fue porque el debate entre mis principios y mis deseos se prolongó hasta el amanecer, cuando ya la ocasión había pasado. Pero hoy, la atracción fue demasiado fuerte, aparte de que los meses de abstinencia requeridos por la delicada gravidez de Ángela de la Concepción han debido exacerbar mis apetitos carnales, de los cuales el Señor acaso haya querido servirse para sus ejemplificantes propósitos punitivos.
Desconectar la electricidad del alambrado de acero no tuvo mayor ciencia que pulsar el interruptor para tal fin asignado, pero pasar cuidadosamente por sobre la espiral de púas es algo que exigió, además de piernas largas, un poco más de cuidado, en especial porque la intención es hacer el menor ruido posible al andar por encima de un techo que gusta de amplificar hasta el grado de retumbos cualquier clase de pasos que sobre él se den. El éxito logrado en mi incursión hasta el cuarto encantado es suficiente prueba de que mis músculos y articulaciones dan para esta sencilla acrobacia; sin embargo, más contundente es la verdad que escribió un maestro del ajedrez en un libro que nunca terminé de leer: que todas las emociones negativas —tales como la cólera, el miedo, la impaciencia y el desaliento— son caminos seguros hacia el error.
Y sí: cólera fue lo que sentí al descubrir que mi mujer arquetípica no era más que una diapositiva, estúpidamente proyectada en la ventana de mi obsesión por alguna mente cáustica, tal vez guiada por el Omnipotente; miedo experimenté al escuchar cómo Ángela de la Concepción me llamaba desde mi habitación, desconcertada por mi descubierta ausencia y cuyo repentino e inusual despertar posiblemente obedeciera a la oportuna alerta del Creador; de impaciencia estuvo marcado mi acelerado esfuerzo por regresar por el mismo camino por donde llegué hasta el templo de mi perdición, casi creo que así diseñado por el Ente Divino; finalmente, desaliento más que dolor provocó la primera púa del razor incrustándose en mi pantorrilla derecha, porque entonces sentí la revelación de que ese era sólo el principio de mi sentencia expiatoria, dictada desde toda la eternidad.
Ya perdí la cuenta de las cuchilladas con que el razor, instrumento divino, acomete contra mi musculatura. Lo peor es que, mientras más lucho por liberarme, peores resultados obtengo. Debo tener calma, mucha calma, o el desangramiento llegará antes de que pueda pensar en cómo voy a explicarle a Ángela de la Concepción esta ridícula pose escarlata que muy a mi pesar me envuelve.
De la colección Los encierros.
Juegos Florales de San Salvador, 1997.
© Rafael Francisco Góchez