La Voz
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
El operativo martilleaba sobre las cabezas de sus oprimidos, para más hundirlos en el lodo sangriento que embadurnaba la tierra. La represión iba en aumento. Cualquier sospecha, cualquier mirada furtiva, cualquier respiro... cualquiera que hubiera dudado de la bondad del Nuevo Régimen (de fachada, continuador —sin decirlo— del antiguo Plan Nacional Bienestar para Todos) era objeto de un cateo, un culatazo en pleno rostro, un “ponete boca abajo” con el cañón del maldito G-3 punzándole en la nuca, haciéndole ver cara a cara el suelo patrio que horas más tarde comería sus restos mortales, invadiendo con pequeños gusanos sus ahora temblorosas carnes, las cuales suplicaban sordamente al verdugo, bestia consciente de su propio crimen, cuyo cerebro estaba infestado de engaños que le hacían pensarse —cruel paradoja— como héroe defensor de los campos en los que ondeaban doradas espigas (para regocijo del terrateniente), erigirse cual protector de los talleres en que vibraban los motores y chisporroteaban los yunques (bajo la satisfecha mirada del Gran Capital), como paladín de la bandera de la Oración y la patria del Himno.
Todo había transcurrido bien. Sus superiores clamaban por hasta el último reducto sospechoso de poder llegar a ser subversivo. Los cadáveres iban en aumento. Las señales de tortura se mostraban evidentes. Ahora se perdían en el terror los vientos de cambio en el ancestral esquema devorador de vidas e inteligencias progresistas, depredador de gentes y candidatos de la oposición. El descabezamiento de la esperanza estaba por consumarse. “Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército y, en concreto, a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles...”, decía La Voz dentro de la cajita.
Un cateo, una violación, una captura más, una más de tantas más que faltaban... no importaban las súplicas. El llanto parecía combustible para su inexplicable ira. De alguna manera había que acabar con la conspiración: lo sabía. El fusil represivo no admitía razones, ni tampoco su Mayor. La Voz continuaba su exposición: “Ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la Ley de Dios que dice: ¡NO MATAR!”. Las balas esparcían su odio paranoico contra los surcos marcados en las sienes trabajadoras. No eran imaginables mayores ignominias; al menos, no antes de que se consumaran.
La Voz comenzaba a hostigarlo. Luego de dispararle en plena cara al último poblador capturado, escuchó que decía: “Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios...” y un sonido como de lluvia se fundió con las lágrimas de la madre de su último asesinado, quien clamaba sin respuesta. Entonces apuntó hacia la cajita de donde La Voz salía, y apretó el gatillo. El radio voló en astillas y el guardia se retiró para dar parte a su Mayor, buscando en su aprobación un poco de la absolución que tanta falta le haría durante los doce años y un día que le quedaban a su pobre existencia.
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Tres personas murieron y dos más resultaron gravemente heridas, cuando una granada de fragmentación explotó en el interior de una vivienda ubicada en el Barrio “San Jacinto”, al sur de esta capital. Los muertos fueron identificados como Pedro José López, de 35 años; María de la Concepción Sánchez, de 28 años, compañera de vida del primero; y Carlos Humberto López Sánchez, de 10 años, hijo de ambos. Los heridos son los menores Roberto José y María Concepción, los dos también de apellidos López Sánchez, de 6 y 4 años.
Según informaron los vecinos del lugar, Pedro José López —de alta en la Guardia Nacional y quien al momento de su muerte gozaba de licencia— se presentó a eso de las ocho de la noche a su casa de habitación, en estado de ebriedad. Manifiestan que a los pocos instantes le escucharon gritar como loco: “¡Apagalo! ¡Apagá esa babosada, te digo!” y a continuación se oyó la detonación. Alarmados por el hecho, los vecinos acudieron rápidamente y, al entrar a la casa después de tirar lo que quedaba de la puerta, encontraron los cuerpos destrozados de las víctimas, y a los menores antes mencionados en estado inconsciente y con esquirlas incrustadas en varias partes, por lo que fueron trasladados a un centro asistencial, donde se teme por sus vidas.
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A la María de la Concepción siempre le había fascinado el radio. Desde pequeñita se interesó por los aparatos. Como todos a esa edad, se intrigaba por saber si en verdad estaban adentro de la cajita todas las personas que hablaban, los músicos que tocaban, los cantantes que la encantaban. Las explicaciones sobre ondas invisibles y cosas raras que no entendía, no la habían sacado de dudas. Más adelante, cuando el radio se volvió su única compañía, lo fue sintiendo imprescindible.
Entre las travesuras de los cipotes y el aburrimiento persistente, el radio emergía como su única distracción. Estaba prendido cuando hacía la limpieza, cuando preparaba la comida, cuando regañaba a los críos. Y como no podía dejar la casa sola para irse a ver televisión donde la vecina, pues su marido decía que no le alcanzaba para comprar una propia, la presencia del radio era aún más imponente. Las largas ausencias de Pedro José —a veces, por sus cada vez más profundas borracheras; otras, por operaciones “especiales” de las cuales nunca había querido hablar; las más, lo sabía bien, por amantes y queridas siempre disponibles— eran abono para su miedo al silencio.
A veces, para matar el tiempo, comenzaba a recorrer despaciosamente todo el dial. Emisora tras emisora, voz tras voz, encontraba estilos distintos y maneras muy variadas de los locutores para dirigirse a la audiencia. Casi nunca lo dejaba quieto por más de dos o tres minutos.
Esa noche comenzó su paciente recorrido. Pasó la Restauración, con sus gritos desaforados y alabados evangélicos; pasó la Central, una de sus preferidas, sobre todo a la hora del programa de Pedro Infante; pasó la Radiópolis, que trasmitía una música de los tiempos de su adolescencia; pasó la Monumental, con sus cumbias siempre sabrosas; pasó la Nacional, que a esa hora daba un aburrido noticiero; pasó la YSU (no sabía que ya estuviera en esa frecuencia); pasó el Circuito, que casi no se captaba bien; pasó la KL, en donde recién comenzaba el programa “Frente al Pueblo”, pero como no tenía ni teléfono para llamar, pasó a...
Amigos oyentes de YSAX: en nuestra transmisión de hoy, cuando se cumple un aniversario más del martirio de nuestro querido Pastor, Monseñor Oscar Arnulfo Romero, vamos a presentar fragmentos de su última homilía, pronunciada el Domingo 23 de marzo de 1980 en Catedral Metropolitana, hace doce años y un día.
La Voz se escuchó nuevamente, justo cuando Pedro José entraba.
Del libro Del Asfalto.
UCA Editores, San Salvador, 1994.
© Rafael Francisco Góchez