El cadáver
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
0500
Aún el sol no ingresa en la adormitada ciudad. Es de madrugada. Él está tirado en la acera, a pocos metros de un depósito de basura y de cara al piso. Se pueden advertir sus brazos colocados de cualquier manera, sus pies torcidos, como testimoniando que fue arrastrado al menos por media cuadra, su cabello ya endurecido por la sangre coagulada que lo baña y hace un río inmóvil hasta la alcantarilla más cercana, su cráneo perforado y su piel pálida como el papel periódico. Debió haber sido asesinado al caer la noche anterior.
Parece dar rígidos buenos días a los madrugadores que comienzan a circular con los primeros destellos de la aurora. Son pequeños grupos de obreros con sus mochilas al hombro. Son secretarias uniformes, con abundante maquillaje de mal gusto. Son estudiantes responsables y somnolientos. Son repartidores de pan francés en sus bicicletas negras. Son los ciudadanos.
0600
Poco a poco la claridad se ha instalado alrededor suyo. Espera el grito de alguna mujer muy observadora, que se dé cuenta del error de su primera impresión al comprobar que, en efecto, no se trata de un ebrio consuetudinario fondeado. Si no, también sirve la discreta agudeza de algún muchacho que, habiendo visto el río de sangre dibujado al borde de la calle, dé aviso inmediato a las autoridades. Pero el descubrimiento demora. Acaso la tardanza se deba a que la gente lleva mucha prisa, pensando más en cómo abordar el transporte colectivo que en descifrar las incógnitas de un cuerpo a caballo entre la acera y el asfalto.
0700
Sin novedad. Quizá la misma posición en la que se encuentra, boca abajo, contribuya a la confusión, aunque las moscas que con tranquilidad se posan sobre su piel pueden dar fe de su condición de occiso. La gente sigue de largo como si no estuviera allí.
0800
La gente de esta hora es distinta: amas de casa rumbo al mercado, empleadas de almacén con jornada única de nueve a cinco y almuerzo en cafetín del centro, domésticas que llevan a los niños de cuatro y cinco años al kinder y cuyo horario no es tan tempranero, empleados públicos que poblarán oficinas durante siete horas, mientras atienden con toda displicencia a los usuarios del sistema; en fin: otro público que se limita a dar un pequeño salto sobre él, o a bordearlo.
Está atravesado en la misma acera. Su camisa también muestra sangre coagulada. El tono cafezoso es inconfundible. El número de moscas es creciente. Su inamovilidad es absoluta y algunos perros se acercan y olfatean ansiosos. Cualquier transeúnte debe modificar su trayectoria si no quiere tropezarse y caer ante tal barricada. Aún no ha sido notado.
1000
Con un sol progresivamente quemante, él continúa allí, centro de atención de ninguna rueda de curiosos. Ya se halla boca arriba y de cara al cielo. La corona de sangre coagulada indica, como gigantesca flecha, los agujeros negros por donde entraron las balas. El río de sangre mañanero ya es casi imperceptible, por la cantidad de sustancias que corren por la canaleta a la vera del pavimento.
La persistencia de la confusión sería improbable, pues su cara desencajada no puede ser tomada por la de un simple borrachín, por mal que éste se hallara. Los ojos los tiene cerrados; la nariz, con suciedad y pus creciente dentro de ella; la boca, entreabierta, como quien duerme roncando. Los moretones se hallan diseminados por su frente, quijada y pómulos, y se extienden hasta más abajo del cuello de la camisa, que cubre el resto de sus heridas y cicatrices.
Las personas circulantes son de oficios varios: desde vendedores ambulantes de cassettes pirateados con música multigenérica, hasta visitadores médicos rumbo a las zonas hospitalarias de la ciudad; desde socorristas voluntarios de las cruces rojas, verdes y azules, hasta promotores de lapiceros en oferta, pasando por inevitables predicadores evangélicos y estudiantes de turnos vespertinos de varios colegios, con prestigio o sin él.
1130
Es una presencia dramáticamente ausente. Está allí como bulto, como estorbo en el diario caminar, como fardo lanzado con total descuido por algún irresponsable que hizo caso omiso de los rótulos de “Prohibido botar basura”. La hora del mediodía se acerca. Son ya varios los puntapiés que le han dado algunos distraídos. Más de alguno pagó en el piso el precio de no fijarse por dónde caminaba. Uno de estos frunció el ceño, lanzó alguna palabra soez para sí mismo, se sacudió el polvo de las rodillas y las manos, y continuó su apresurada marcha.
1230
Tiene los ojos abiertos, mostrando uno desorbitado y otro vaciado por el efecto de las balas contenidas en su cabeza. Un reportero de televisión y sus asistentes se acercan al lugar. El primero se instala a pocos metros y comienza a recitar una aprendida presentación frente a la cámara de video, la cual enfoca su sonrisa esquemática y su background: un enorme edificio de espejos en donde se refleja el cielo azul, las nubes de algodón y el vuelo de esporádicas golondrinas que se desplazan de edificio a edificio. El reportaje termina, el reportero deja de hablar y sus asistentes guardan los lentes telefoto y zoom. Suben a su microbús y se marchan. No lo enfocaron.
1500
Tiene la camisa desabotonada. Ello permite ver marcas de toques eléctricos, así como la deformación de varias costillas rotas. Los transeúntes son pocos, sin prisa y sin pena ni gloria. Vagan con las manos en sus bolsillos, procurando retardar su llegada a algún lugar en donde nadie especial los espera.
1600
Emana mal olor. Las moscas se atropellan por entre su cada vez más visible cuerpo. Los caminantes menos cuidadosos pasan por encima de él, pateándolo en el abdomen o dando el obligado saltito para poder continuar su tránsito.
1730
El sol se encamina al ocaso y él está sin camisa, pantalones ni zapatos. Sus piernas y abdomen dan cuenta de incontables quemadas de cigarrillos apagados allí. Las ampollas se confunden con el color papel periódico de su piel y se disputan el espacio con los moretones de otros tantos golpes de culata de fusil y alguna cicatriz de arma blanca. Sólo tiene unos calzoncillos de color desconocido, ensangrentados. Los marchantes prefieren pasar por sobre de él.
1800
Los empleados regresan de sus labores y él está desnudo en el centro de la acera. Ahora se ve claro: sus genitales fueron cercenados. No están ni allí ni cerca de allí. Un remolino de perros merodea. Hacen apuestas sobre quién dará el primer mordisco. Un oficinista delgado y de mediana estatura se detiene un momento y, a base de puntapiés, lo aparta hasta donde puede y sigue su camino. Los siguientes caminantes continúan la tarea hasta dejarlo en la cuneta.
2345
Todos duermen. Las calles están desiertas. Los automóviles han dejado de castigar al asfalto. Él está de frente a las infinitas estrellas.
Desde el punto de fuga de la perspectiva que se pierde entre las rectilíneas calles, surge una octogenaria anciana. Viene con su paso muy cansado, acercándose por el centro de la alameda vacía. En su mano derecha lleva un rosario y, en la otra, una sábana blanca. Llega hasta donde él y lo cubre con la sábana, luego de espantar la cubierta de moscas y hormigas. De su delantal saca cuatro velitas y las prende formando un rectángulo de luz. Se persigna y reza una ininteligible plegaria.
0000
La anciana iba retirándose con la misma lentitud con la que llegó, cuando escuchó un lacónico y espectral “¡Gracias!” a sus espaldas. Se detuvo y volvió la vista. No había nadie más, excepto él. Regresó y se arrodilló a su lado. Le descubrió la cara y, con voz a duras penas sacada de sus pulmones, dijo:
—¡Ay, hijito!: has aparecido en un tiempo equivocado. Tu época ya pasó. Estos son tiempos de Paz.
Del libro Del asfalto.
UCA Editores, San Salvador, 1994.
© Rafael Francisco Góchez