Involución
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
La tormenta que se cernía sobre el exterior había tapado la luna. La puerta se abrió sola, sin chirrido, sola y en silencio. Él entró despacio, no tanto como para denotar miedo. Se quitó el suéter negro y lo lanzó al vacío. Giró el cuello en varias direcciones, como explorando con minuciosidad las paredes desérticas y el techo alto y plano, de color blanco-hueso, así percibido en virtud de la fosforescente desnudez de Eva.
—Eres puntual. Es buena señal —dijo ella, al tiempo que la puerta se cerraba sigilosamente.
Él no contestó. Continuó examinando el cuarto y confirmó su primera impresión: sólo estaban la cama y ella. No había ventanas. Eva se hallaba en cuclillas sobre la cabecera. Sus muslos le cubrían los senos y en sus rodillas había apoyado la cabeza. Las dos manos terminaban entrelazadas sobre sus pies y su larga y negra cabellera le bañaba la espalda.
—No hay nada más que lo necesario —dijo sonriendo, al tiempo que aumentaba levemente la intensidad de su luz y se arreglaba el pelo, dejando ver su tenue anatomía.
Él siguió sin contestar. Se encaminó al borde de la cama y se dejó caer, emitiendo una especie de suspiro. Por unos instantes, fijó la vista en su propia sombra proyectada en la pared lateral.
—¿No vas a hablar? —insistió Eva. — Ya que hemos sido elegidos, podríamos intercambiar algunas palabras, ¿no crees...?
Afuera, los relámpagos prenunciaban gran actividad para más tarde y se colaban por las rendijas de la puerta. De cuando en cuando se filtraba algún trueno, pero aún no comenzaban a caer las gotas de lluvia. Eva cambió de posición para quedar encima, apoyada en su pecho. Él continuó callando y sin verla de frente.
—Tienes cara de cansancio. Imagino que tu viaje debe haber sido muy agotador. ¿Nueve mil kilómetros...? Bueno: si te contara lo mío... Pero eso no importa. El hecho es que estamos aquí y debemos cumplir.
Un gesto de asentimiento se desprendió de la cabeza de él y, a continuación, volteó para observar un punto vacío en el cielo de la habitación. La coronilla de Eva le quedaba ahora bajo el mentón. Él extendió la mano derecha y comenzó a hacer figuras extrañas a un palmo de aquella espalda resplandeciente, proyectando las sombras animadas en el techo.
—No tienes que hacerlo si no quieres —replicó ella a sus pensamientos, que intuía perfectamente. — Aunque las consecuencias nos las hayan pintado maravillosas, el precio es muy alto. No te culparía si te arrepintieses.
Él siguió impasible, ocupado en las figuritas. De afuera, podían escucharse los primeros granizos que caían. En segundos, la lluvia sería abrumadora. Eva comenzó a desabrocharle la camisa.
—Bien: si no te niegas, es que estás de acuerdo —aclaró mientras lo acomodaba para quitarle el resto de la ropa. Él no opuso resistencia y colaboró en silencio hasta quedar en calzoncillos.
—Ahora debes continuar tú, ¿no te lo parece...? —dijo Eva mientras regresaba a la misma posición de cuando él entró.
Quedó mirándolo por varios minutos hasta que él decidió encararla. Entonces ella se hincó sobre la sábana roja y le apuntó con los centros de sus senos y su vulva, que despedían un brillo metálico y cegador. Él comenzó a recorrerla despacio, desde la profundidad de sus ojos.
—¿Estás listo? —interrogó Eva.
Él se quitó su última prenda y extendió ambos brazos hacia ella. Comenzaron los besos gemidos desde lo más adentro, las bocas marcando todos los sectores del terreno y, finalmente, la penetración que Eva misma condujo.
—Es tu último chance para arrepentirte —le susurró ella al oído.
Él contestó con movimientos pélvicos, bien respondidos por Eva quien, desde abajo, rotaba violentamente para restregar su clítoris como una luciérnaga contra el cavernoso tejido que entraba y salía, que se acercaba y se alejaba en períodos cada vez más cortos.
Cuando él comenzó a gemir, indicando con ello la inminencia de su orgasmo, ella lo amarró con sus piernas y lo detuvo por un instante.
—¡Debes estar seguro! ¡Es absolutamente necesario que no tengas duda! ¡De lo contrario, el remedio será peor que la enfermedad!
Él no hizo caso y la calló con un beso quemante, justo antes de reiniciar las penetraciones con mayor fuerza. Un sordo alarido masculino se ahogó por entre las paredes de la habitación, mientras el semen inoculado en la mujer luminosa era seguido por el genital mismo y todo el hombre hecho una pasta que era aspirada sin misericordia por el útero de Eva, quien gritaba a ojos cerrados dos orgasmos simultáneos.
La habitación quedó en una oscuridad sólo interrumpida por los relámpagos de la tormenta en plenitud, que se filtraban por las rendijas de la puerta.
Del libro Del asfalto.
UCA Editores, San Salvador, 1994.
© Rafael Francisco Góchez