Campaña pro procreación
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
Yo tenía diez años de casado y era —si así puede decirse— feliz. Había costado, no lo niego, sobre todo en los primeros años, los de adaptación. Luego, los intentos por hacernos de una familia y, por fin, el primogénito. Dos años recién cumplía y ya estaba encargado el otro. Mi esposa... ¿qué decir de ella? Amable, hacendosa, con iniciativa y —tal vez sea muy indiscreto— muy fogosa, en ese sentido.
Dentro de los estratos sociales de mi país, no podía menos que considerarme privilegiado. Mi sueldo me permitía una vida, si no con lujo, bastante cómoda. Mi labor profesional garantizaba un círculo de amistades lo suficientemente amplio. No hubiera sido raro, por otra parte, realizar la posibilidad de “echar una canita al aire”; oportunidades me sobraban, mas nunca lo hice por respeto a mí mismo, a la posible involucrada y a mi núcleo familiar.
Un día ni nublado ni radiante, sin pena ni gloria, ella apareció en mi vida: Yanira, mi nueva asistente. Su jovial acento y temple desenfadado pronto rompieron las barreras jerárquicas. Estoy tranquilo con mi conciencia: no había ninguna intención escondida. Entre plática y plática, incluso en mi casa —pues nos visitaba regularmente— supe de sus proyectos. No es frecuente encontrar una mujer con ideas tan claras acerca de su futuro.
Su formación había sido bastante liberal, lo cual explicaba —de alguna manera— su firme determinación para no dejarse convertir en ama de casa, mucho menos verse reducida a un status de prostitución camuflada; es decir: aquéllas que no cobran en efectivo sino en especies (tres tiempos de comida al día, más casa y vestuario). Sí: jamás se casaría, a menos que encontrase un hombre prácticamente anormal para nuestro medio.
Poco a poco fue convirtiéndome en su mejor amigo y confidente. Yanira no era ninguna cipota: andaría rondando los treinta y algo. Su sueldo le permitía una vida tranquila. Un hermano —al parecer, el único— le mandaba cierta cantidad de dólares mensuales, con la persistente insistencia de llevársela para el norte. Ella se negaba y su argumentación sintetizaba ideas nacionalistas, patrióticas y progresistas, todo ello en el digno sentido de las palabras.
Mi curiosidad sobre sus inusuales aspiraciones me llevó a profundizar en ellas. Mientras cenábamos amistosamente —en la despedida de fin de año— en medio de unas discretas velas, conocí de su ferviente deseo por procrear. En ningún momento ella se ataría a nadie, pero necesitaba —vamos— por así decirlo, una especie de... es decir, un... algo como... ¡eso!... un... semental (!). Claro estaba: tal proyecto exigía una cuidadosa escogitación; de lo contrario, su reputación rodaría de boca en boca. Era imprescindible alguien lo suficiente maduro como para asumir el hecho en su justa y correcta dimensión, alguien con criterios morales progresistas —al igual que ella—, alguien sin tabúes ni prejuicios ancestrales y, lo más importante, con el suficiente equilibrio emocional como para no intentar tomarla en serio y enamorarse. En tres palabras: alguien como yo.
La situación no fue sencilla, pues ¿cómo hacer el amor con una persona a la cual no se ama y ni siquiera es susceptible de amarse? Pretender lo contrario equivaldría a reducirla a la categoría social de amante o querida, y Yanira no merecía tal calificativo. Ella es digna de toda admiración y respeto. Pero el problema estaba allí. Imagínese usted estarse citando con una mujer simpática —eso sí— a quien se conoce y aprecia; verse desnudos haciendo un juego sexual preparatorio, besándose con pasión ficticia, concentrándose en un coito limitado... la verdad: todavía no puedo digerirlo por completo.
Yanira: debiendo amarte con los ojos bien abiertos, sin llegar a desearte, sin provocarte el éxtasis supremo...
No sé si por mi condición masculina, por la necesidad de fecundarla o porque —en el fondo— me gustaba, pero mis orgasmos poco a poco fueron más intensos; y esto fue posible debido a que la primera vez ella no quedó encinta y hubo necesidad de una segunda, una tercera, una cuarta... innumerables más, incontables sesiones de besos y abrazos... íbamos encarnándonos.
Varios meses después de comenzado el esfuerzo, ella, Yanira, experimentó el estremecimiento total, la suprema manifestación del amor, en un violento y duradero clímax que empapó de sudor caliente las sábanas: un apretón integral... ¡fue divino! No lo puedo negar ni tampoco podré olvidarlo.
Entretanto, mi esposa había dado a luz otro precioso varón y todo entre nosotros marchaba como siempre, es decir, supuestamente bien. Ella no sospechaba y yo no le daba motivos para hacerlo.
Yo me debatía en el amor frenado, en la atracción racionalizada, y calculaba que —en cosa de meses, de no terminarse los encuentros pro-procreación con Yanira— acabaría rindiéndome a la cruda y terminante verdad: estaba enamorado.
Mi juicio prudente me hizo hablarle claro: los encuentros debían terminar. Era evidente que ella era estéril y yo —aunque lo sentía— no podía hacer nada más que acompañarla en esa pena. Para evitar tentaciones, arreglé su traslado a otra oficina y nos despedimos como buenos amigos.
Andando el tiempo, algunos meses después, me enteré de que Yanira —como era posible suponer— había conocido a otra persona madura, de criterios amplios, y en total disposición para ayudarle en su proyecto. Hablé con ella, con Yanira. No estoy seguro si por celos, por amistad, o por sentirme inútil, pero insistí en la inconveniencia de tal empresa, argumentando su reputación. Ella es —lo repito— una persona digna, como pocas mujeres he visto. Tal vez mis palabras me hayan delatado: ella me enamoró, y no sin razón.
Yanira —como era previsible— se negó a abandonar su intento. “No hay peor lucha que la que no se hace”: sabio refrán. No la culpé. Después de todo, ¿quién era yo para mandar en su vida?
En mi hogar todo caminaba perfectamente: los niños crecían sanos y fuertes. Cada vez que los veía jugar, reír, carcajearse con sus primitos y sus compañeros de maternal, comprendía más a Yanira en su necesidad de trascenderse, de verse proyectada, de ser forjadora de vidas: una creación.
Hasta entonces entendí cuán lejos había estado de conocer la verdadera razón no sólo de su empeño, sino de mi propio hogar. Ellos, los niños, lo eran todo. Mi esposa era buena madre, pero lamentablemente —para mí— se había transformado en alguien a quien no se odia, pero tampoco se ama. Mi esposa —hoy lo veo claramente— hacía ya mucho tiempo que estaba lejos, muy lejos de mi intimidad, de mis sentimientos.
No quiero buscar culpables. Probablemente haya sido yo quien mató la ilusión adolescente, el encanto del noviazgo. Mi trabajo tal vez me exigía demasiado, tiempo y medio, horas extras, noches de “vengo muy cansado, quiero dormir”, rutina aniquiladora de posibles idilios y romances que dieron al traste con nuestro amor, años antes de conocer a Yanira.
Fue una tarde de invierno. Yo regresaba al país, luego de un seminario de tres meses en el extranjero. Mi equilibrio mental se trastornó por completo. Busco causas, rebusco motivos, sólo encuentro confusión.
¿Fue frustración? ¿Fue orgullo? ¿Acaso mi herido amor paternal? ¿Quizá resentimiento? ¿Un engaño a gritos, agigantado por cada instante, por cada recuerdo, cada segundo que confirmaba la burla, la mentira...? ¡No lo sé! En mi mente aparecieron mil y una venganzas, y los segundos que apresuradamente fundían el horror que sentí al ver a Yanira embarazada, con el furor incandescente, deseando reventar a golpes a mi esposa, engendraron la catástrofe.
En ese momento las calles, inútiles estorbos; las puertas, cómplices de una infamia; para colmo, los niños no estaban en casa. La discusión evolucionó rápidamente: indirectas, insultos velados, estruendoso debate. Mutuas recriminaciones y bramidos sin control acompañaron los furiosos instantes.
Cuando ella al fin lo confesó, no pude reprimirme: un golpe artero, con alevosía, en pleno rostro bañado en lágrimas... La mandé hasta el filo del escritorio, el cual fracturó su desprevenido cráneo, dejándola en el estado en el que hoy se encuentra: difunta.
A veces me pregunto la razón para continuar con vida, si así puede llamársele a mi estancia en esta prisión.
La única respuesta que encuentro —y tal vez sea la verdadera— es la periódica visita de Yanira con su hija, quien es tal y como yo la hubiese querido.
Del libro ¿Guerrita, no?
UCA Editores, San Salvador, 1992.
© Rafael Francisco Góchez