La victoria de Sísifo
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
Vi de igual modo a Sísifo, el cual padecía duros trabajos empujando con entrambas manos una enorme piedra. Forcejeaba con los pies y las manos, e iba conduciendo la piedra hacia la cumbre de un monte; pero, cuando ya le faltaba poco para doblarla, una fuerza poderosa hacía retroceder la insolente piedra, que caía rodando a la llanura. Tornaba entonces a empujarla, haciendo fuerza, y el sudor le corría de los miembros y el polvo se levantaba sobre su cabeza.
Homero
La Odisea, Canto XI.
Por fin pudo contemplar su obra. Nunca más debería empujar la roca por la cuesta polvorienta. Eran sólo viciosas efemérides los días en que —exhausto y a punto de culminar su labor— una fuerza maldita adherida a él sin remedio, una ley inexorable que se negaba a ser comprendida, le empujaba la roca hacia el pie del monte, dejándolo impotente contemplando cómo los sudores impregnados en el camino se le habían vuelto estériles.
En efecto, habían sido siglos inmemoriales de empecinado esfuerzo. Una y otra vez, una tras otra vez se había situado tras la que consumía sus energías, renovadas sin más en cada amanecer, como por radiación misteriosa del viejo sol que le saludaba irónico desde lo alto y lo infinito.
¿En cuántas ocasiones había jurado no volver a intentarlo? ¿Cuántas veces se había rebelado contra los dioses, bufones que se burlaban de él, mientras no le quedaba más que soportar en silencio su tormento? ¿En cuántas mañanas había dicho: “¡Nunca más! ¡Nunca más veréis a Sísifo emprender de nuevo su absurda labor! ¡No os daré gusto, dioses del miedo!”?
Y —no obstante— había continuado, impelido por la esperanza, acaso ingenua, de una felicidad absoluta, soñando con ese día como ningún otro, con su trofeo sobre la montaña y sabiéndose verdugo de las fuerzas divinas que no habían querido dejarle, por algún infantil capricho, llegar hasta lo alto, lugar en donde debía tener reservada una dicha superior para cuando terminara su condena. Así habría demostrado a los dioses la voluntad admirable para testimoniar su valía. Por eso, en cada amanecer había bajado la cuesta, mirado de frente a la roca gris y gritado: “¡No me verás rendirme ante ti! ¡Te llevaré hasta arriba!”.
Ahora estaba, sentado sobre la roca vencida viendo el atardecer anaranjado. Ya no volvería a llorar con amargura cada tarde de cara a la piedra y su sarcástica mirada. Se sentía supremo, magnífico, capaz de sobrepasar todos los límites. El mito de Sísifo había terminado con él triunfante sobre su destino. Pudo dormir tranquilo. Pudo soñar en que la felicidad era posible.
A la mañana siguiente despertó aliviado y sonriente, sin que hubiese ocurrido lo que temía en secreto: que los dioses —incapaces de aceptar la derrota— le hubieran hecho rodar la piedra hasta el pie del monte. Mas no: la piedra seguía inmóvil y así continuó durante muchos días.
Sísifo comenzó a pasarse las horas monologando el recuerdo de sus hazañas, cuando había estado a punto de culminar su titánica labor. Recordaba las fuerzas y la sangre derramadas en el camino. Sus potentes músculos se tensaban en orgullosa actitud ante la piedra y nada pasaba. Nada ocurría. Los dioses no hablaban. La piedra no se movía. Todo permanecía quieto, reposado. Después de un mar de tiempo condenado a la imposible tarea, Sísifo había obtenido fuerza, experiencia, tenacidad, mas... ¿para qué? ¿Para qué necesitaba tanto, si la tarea había sido completada? ¿Quién lo admiraría? ¿Acaso los dioses? Y los dioses, ¿aún vivían? ¿Alguna vez vivieron? ¿Dónde estaban ahora? ¿Era esa la felicidad? ¿Acaso debería buscarla lejos de aquel monte? No. Imposible. Desde allí no se podía observar más que un infinito desierto. Nada para explorar, nada para caminar hacia algún punto deseado, nada para habitar: ni animales ni plantas ni nada.
Entonces Sísifo cayó en la cuenta de la realidad: él, la piedra, la colina, el sol... eso era todo lo que existía. Sísifo lo comprendió. Su rostro reflejó la serenidad característica en tantos siglos de perseverancia. Alzó en peso la roca y la aventó rodando hacia la llanura al pie del monte, hacia donde él mismo se precipitó y desde donde comenzó de nuevo su absurda labor, casi igual que antes, casi con el mismo esfuerzo que antes, pero sabiendo que —de poder otra vez alcanzar la cima— él mismo haría rodar la piedra hasta abajo, cuantas veces fuese necesario y cuantas veces se lo permitiera su existencia.
Del libro Del Asfalto.
UCA Editores, San Salvador, 1994.
© Rafael Francisco Góchez