El rostro
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
En escena, la hora pico y un mar humano en desborde. Arriba, la mirada indiferente de un sol lánguido y anaranjado. Abajo, destellos tristes en las faces de los caminantes; elementos naturales sin darse cuenta del suceso; calores húmedos tensionando el ambiente; polvo milenario debatiéndose entre ir al mar o quedarse en los erosionados suelos de los predios baldíos; humo de los motores cercenando las vías respiratorias de los seres en apariencia vivos; calles y avenidas saturadas de automóviles corriendo como diablos en todas direcciones; transeúntes retando a conductores en cada intento por pasar la calle y llegar a salvo a la acera de enfrente; autobuses en un larguísimo detenimiento frente a tumultos de pasajeros en ansiosa procura incontenible de un traslado rápido, ansia irrelevante para el tiempo necesario en llegar al destino.
A simple vista, amnesia colectiva. Ante las cámaras, lejanos y perdidos los tiempos vigentes hasta sólo dos meses atrás. En las postales, otras casas, otros edificios, otros volcanes. En las conversaciones, fanfarronadas de los flamantes pobladores del nuevo país en paz.
Gregorio Sánchez camina por su rutinaria ruta de regreso a casa. Es un espectro vagando por las sucias arterias citadinas, ensimismado y desconectado de la realidad: el pasado tiene demasiados argumentos para no permitirle vivir tranquilo. Por eso, el tedio de la inconsciencia invade, como es costumbre, la cabeza, tronco y extremidades de Gregorio Sánchez. Tal ha sido, por doce años, su mejor arma contra los recuerdos. De no ser así, lo tiene tan claro como la evidencia más cegadora, su vida se habría tornado insostenible, invivible.
A veces, la memoria le hace débiles y esporádicos intentos por recuperar presencia, pero su instinto de conservación pone las defensas necesarias: demasiado dolor para estarlo recordando. La imposibilidad de una solución efectiva —su impotencia— abona la tesis hasta ahora sobrellevada entre los punzones hirientes de lo que una vez fue. Así, de casa al trabajo y del trabajo a la casa. Su meta: dormir exhausto, abrumado por insignificantes ocupaciones. Ni un instante libre para pensar. Ni siquiera una salida, una diversión, una aventura. Ha construido su bunker protegido a ultranza: un hermético e impenetrable silencio subterráneo que da la espalda a todo símbolo de vida, de afecto, de felicidad posible. Su viudez lo ha sumido en una postración mortal.
Para Gregorio Sánchez no hay diferencia alguna entre su presente y un gris mañana, entre su existencia empecinadamente hueca y la muerte. Es más: de morir, ni él ni nadie lo notarían. Nadie excepto Ana. Pero Ana ya no puede notar nada: el abono orgánico en que se ha convertido todo su sistema pensante lo testimonia, en algún lugar del país, dos metros bajo tierra.
Lo único que Gregorio Sánchez no ha podido desdibujar de su retina es aquel rostro, indomable ante el sopor del opio del olvido. Tiene una presencia fotográfica, tan detallada como el periódico que hoy, entre sus manos, habla de irrelevantes paces y reconciliaciones.
Nada más puede ser importante, nada distinto del rostro que una vez dio inexorables órdenes ante Ana, mientras lo conminaba a él a una castrante inmovilidad sobre el pavimento, bajo el pretexto de evitar lo que —de todas maneras— vivió después: su propia muerte.
* * *
La Cherokee hizo chillar sus llantas ante la mirada compasiva de los curiosos escondidos entre las persianas, arriates, postes de la luz y sombras de aquella noche, cuando Ana fue capturada. Dentro de Gregorio resonaron por anticipado los alaridos de Ana por las ráfagas de botas y culatazos sobre su indefenso y desnudo cuerpo de mujer, sus sordas injurias ante cada uno de los ejecutores de la violación colectiva y por turnos, sus roncos y progresivamente agonizantes gemidos en cada descarga eléctrica sobre su vulva y sus mamas, la desesperante deshidratación, los polvos de picapica, los alfileres bajo las uñas...
Semanas después, luego de haber recorrido, infructuosamente y a sabiendas, todos los cuarteles y Cuerpos de Seguridad, luego de haber denunciado la desaparición forzada de su esposa y de no haber obtenido del régimen más que ridículas posturas seudo ignorantes y veladas amenazas, optó por rezarle el novenario y vestir de luto.
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Hoy, Gregorio Sánchez siente una leve contorsión interna frente al periódico. La Asamblea Legislativa se halla discutiendo la posibilidad de promulgar una amnistía para todos los involucrados en delitos políticos y comunes conexos con políticos. Prefiere no continuar leyendo. Prefiere sumergirse aún más en la cotidiana indiferencia y trata de hacerse el desentendido. Los asesinos serán perdonados y el pasado ya tiene demasiados argumentos para no permitirle vivir tranquilo.
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El autobús que deberá abordar se acerca a una velocidad demasiado rápida como para esperar que se detenga. Va —en efecto— demasiado lleno y ningún pasajero piensa bajar allí: es obvio. Treinta metros antes de la parada está claro que pasará de largo, a medio metro de la acera y dándoles un ventarrón de burla a los peatones, proyectos de pasajeros. Se oirán interjecciones insultantes para el motorista, el cobrador y el sistema de transporte colectivo. No será para menos. Gregorio Sánchez así lo ha entendido y se aparta del borde de la acera.
Al dar la media vuelta, Gregorio Sánchez quedó frente al rostro, mientras sentía a su inconsciencia romperse ruidosamente en cien mil pedazos. El rostro mostraba los surcos del tiempo, quizá había engordado un poco, pero era inequívoco: era él. Las manos de Gregorio Sánchez comenzaron a temblar. El autobús, a diez metros de distancia, corría a más de sesenta kilómetros por hora.
Gregorio Sánchez comenzó a comprender por qué no se había quitado la vida luego de aquel episodio doce años antes. Allí cobraron sentido todas sus paciencias sin objeto, sus irracionales esperas, sus desvelos estériles en llanto y sus fallidas peticiones de alguna pista, alguna explicación, algún rastro que condujera a saber —por lo menos— en dónde estaba enterrada Ana. Entonces vislumbró el sentido de la noticia que acababa de leer en el periódico. Era el momento de perdones y olvidos: ya no habría espacios para más odios ni rencores. Era el momento crucial.
En el instante justo, exacto, Gregorio Sánchez dio un sordo grito, como desbocando las estampidas recluidas dentro de sí, al tiempo que captaba en un férreo abrazo al hombre del rostro y lo arrastraba junto con sí mismo bajo las ruedas del trepidante autobús. Gregorio Sánchez había así imperdonado al hombre del rostro, liberándolo para siempre de cualquier responsabilidad ante la justicia humana.
Del libro Del asfalto
UCA Editores, San Salvador, 1994.
© Rafael Francisco Góchez