Desvaríos entretenedores
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
Ayer se agotaron las últimas reservas de alimentos. Hay demasiada población en el refugio. Corresponde un espacio aproximado de dos metros cuadrados por persona, justo lo suficiente para extenderse y dormir, en medio de los estremecimientos producidos por los combates cercanos, constantes de día y de noche.
Físicamente es imposible estirar las instalaciones de la otrora capilla acostumbrada a albergar señoras beatas, pecadores hipócritas, colegialas emproblemadas y —raramente— alguno que otro verdadero buen cristiano; todos habituados a pedir mecánicamente, a todos los santos habidos y por haber, sus favores respectivos, a cambio de algunos padrenuestros y avemarías, buenas acciones y promesas siempre incumplidas.
De vez en cuando, alguno evidencia su indisposición estomacal mediante sonoros olores emanados cerca de la terminación de su espalda. Tales ruidosas manifestaciones le hacen acreedor de interminables listas de improperios y frases mal intencionadas; después de todo, las mil cuatrocientas ochenta y pico personas hacinadas en el ahora estrecho local (la superpoblación es una categoría relativa) no tenemos por qué inhalar los deshechos gaseosos del indigesto en cuestión.
Hombres, mujeres, niños, ancianos: todos una sola masa de desplazados temerosos e indecisos sobre lo que hacer en caso de una incursión de cualquiera de los bandos en conflicto. Hombres, mujeres, niños, ancianos: todos agitando el alma ante cualquier recrudecimiento de las explosiones, las cuales hacen estremecer los vidrios coloreados de la capilla y amenazan con bajar de su puesto al Crucificado. Hombres, mujeres, niños, ancianos: todos respirando tímidamente el aire prestado del que aún no nos han despojado, aguardando impasibles cualquier bombardeo, cualquier terremoto, cualquier epidemia, cualquier cualquiercosa.
De entre la muchedumbre, en donde se confunden diversos estratos sociales, sale una voz extraña. Dice: “¡Niña Esperanza! ¿Cómo le va? ¿Qué va a llevar? ¿Una libra? Vaya, pues. Y cuénteme, ¿qué se había hecho? Tenía días de no asomarse. ¿Que estuvo enferma? ¡Dios me libre! Menos mal. ¡Ay, no! Es que con tanta cosa ya no halla una qué hacer. ¿Y don Chepe? ¡No me diga! ¿Y qué no estaba yendo donde los Alcohólicos, pues? Mire lo que son las cosas. Me contaba mi marido que se miraba bien entusiasmado. Pero quizá sea por la misma situación, ¿verdá'? Fácil se desespera la persona, peor desde que se quedó sin trabajo y los cipotes tanto que cuestan. Sí: cabal. Tres son los suyos, ¿verdá'? ¿Y ya no va a tener más? ¡Virgen Purísima! ¿De veras? Dicen que en los hospitales siempre le hacen la mentada esterilización, aunque una no tenga nada. Pero lo suyo quizá era necesario. A una prima mía también se le vino el cipotío y lo mismo le hicieron. Y tanto que duele después del lavado ese que le hacen a una”.
La señora sostiene un monólogo sorprendente. Me acerco y aumento mi curiosidad cuando ella cambia el tono de su voz para decir: “¿Esperanza? ¡Esperanza! ¿Qué no te estoy hablando, vos? ¡Dame un trago! ¡Que me lo des, te digo! ¡A la gran diabla, qué desgracia de mujer! Mejor me voy al carajo. ¡Esperanza! ¿Dónde pusiste los diez pesos que dejé dendioy aquí? ¡Dámelos! ¡Quitá diay! ¡Qué comida ni qué babosadas! Vos quizá tenés tu damo por ahí, por eso no te alcanza el pisto”.
El círculo de curiosos ha aumentado en torno a la loca, en espera de una nueva emisión. Nadie parece saber cosa alguna acerca de ella. Al igual que todos, hemos llegado allí apremiados por los combates en nuestros hogares. Nueve días tenemos ya de total impedimento, de total restricción, de total ocio forzado y las palabras de la loca parecen paliativo apropiado para el tenso aburrimiento. No hay discurso inmediato. Cae la noche.
Algunas parejas van perdiendo la vergüenza y hacen algo parecido al amor ante los curiosos insomnes diseminados entre los múltiples ronquidos. Pronto la excepción se hace costumbre. “¡Sacrílegos!”, les gritaríamos en otras circunstancias, mas no en las actuales, no entre el humo polvoriento y las balas perdidas, no entre el “sólo dos tortillas por cabeza”, no entre el “no han traído el maíz para el día”, no entre los soliloquios de la loca: “Pues vea, comadre: no es que me guste el chambre, ni vaya a pensar mal. Yo nada más la pongo al tanto. Usted sabe la buena fe que le tengo a mis ahijados, pues los quiero como si fueran hijos míos, y me meto en sus cosas porque ellos se me acercan a pedir consejo. Ya le conté antes de cómo ellos le han ido perdiendo confianza al compadre, sobre todo con ese mal genio desde que lo despidieron del trabajo. El caso es con la Claudita. Desde hace días ha estado va de preguntarme por cosas propias de cipotes en la edad del despertar. He tratado de aconsejarla como he podido, tomando en cuenta mi propia experiencia. Ella es una jovencita inquieta y bastante aventada y, por lo mismo, se deja llevar más por el corazón que por la cabeza. Bien sabemos que una —de cipota— es tonta y le gusta que los hombres le endulcen el oído, y una les cree. Yo tengo una prima lejana dueña de un hospedaje en el centro. A ella no le parecen ese tipo de negocios, pero como la situación esta bien fregada, ni modo. Si no fuera por esos ingresos, no podría poner a estudiar a sus hijos. Ella me vino a visitar la semana pasada. Hojeando estábamos el álbum de fotos, cuando ella vio aquélla donde estamos —ustedes y yo— en La Ceiba. Se le quedó viendo y me dijo: 'Esta cara se me hace conocida', señalando a la Claudita. Y como es bien singular su lunarcito en la mejilla...”
El permanente delirio ha interrumpido las acciones de la pequeñísima minoría que estaba fabricando hijos para la miseria, para la supervivencia senil, o que simplemente pasaba el rato, vencía la tensión, experimentaba su catarsis psicosexual hipernecesaria, herética ante la mirada del inquisidor. Un estridente chillido despierta a los demás, quienes ven estupefectos a la loca: “¡Uaaaaa! ¡Uaaaaa! ¡Uaaaaa! ¡Maaamiiii!”.
Explosiones cercanas conmocionan a los durmientes. El escenario de los combates está ahora doscientos metros al norte. Al parecer, las fuerzas insurgentes avanzan posiciones. Pronto, el refugio —antes a un kilómetro de la refriega— se verá envuelto en el fragor de la batalla. Claramente se distinguen las ametralladoras de los aviones, quienes se desahogan contra los techos de las casas, contra calles y aceras, contra cuerpos desprevenidos que corren buscando un hormiguero en donde guarecerse, en donde hermanarse con la tierra y así vencer los rockets, demostrándoles su inoperancia, gritándoles en su cara un victorioso “no me diste”, un reivindicativo “estoy vivo”, un recriminador “fallaste”.
La loca no parece darse cuenta y continúa su letanía: “Vea, señora: ha tenido suerte. Si le llega a caer el tizón cerca del ojo, capaz y lo deja ciego. Le va a comprar gasa estéril, le va a lavar la región con agua y jabón. Le va a doler un poquito, pero no hay otra manera; si no, se le puede infectar. Tenga cuidado de no hacerle muy fuerte. Le va a untar esta pomada y después le pone la gasa. No le ofrezco hospitalizarlo porque estamos bien saturados y sólo ingresamos a los pacientes muy graves. Vigílelo bien y trate la manera de que no se agite mucho”. Con el estruendo exterior y las incoherencias de ella, pasamos bien entretenidos la madrugada.
Los humores entremezclados con el humo blanco de la pólvora, testimoniado por los silbidos de los proyectiles despistados, han producido un aroma sui géneris, el cual cala hasta la médula y se asemeja al preludio mortal, a la inmovilización rígida e irrespirable, insoslayable, inasimilable. Cada día se acostumbra más el sentido olfato a digerir tal ensalada, la cual nunca se olvida, a pesar de innumerables marcas de perfumes y jabones posibles en caso de sobrevivir. Ese olor será nuestro sello colectivo, mío, tuyo, de todos.
El “buenos días” de la loca no se hace esperar: “¡No, mami, cómo va a creer eso! La gente ya no halla cómo armar chambre!”.
Alguien sugiere orar con más fervor, otros simplemente callan, los de más allá rompen en llanto, alguno que otro insulta suavemente. Dos mujeres se ofrecen para salir a averiguar el motivo de la tardanza de los alimentos. Son ya dos días de retraso.
Entre las deliberaciones surge clara y distinta la voz de ella: “Yo vi cuando se los llevaban. Sí: allí iba su hijo. A uno que se quiso zafar, lo agarraron a patadas y culatazos. Creo que era el hijo de la niña Licha. El suyo no se resistió. Ahorita andan averiguando a qué cuartel los van a mandar. Bueno, por lo menos ya no va a tener esa carga durante un tiempito, ¿no? Aunque, eso sí, tan peligroso que está el tiempo. Dios quiera y no les pase nada”. Un esbozo de lágrima asoma por su ojo izquierdo.
Las banderas blancas han perdido su efectividad en este país, el más pequeño y —por lo mismo— más intenso del continente, el más bullisto, el más gritón, el de “mis compatriotas, mis hermanos” del poeta amoroso. Nadie se opone a la salida de las mujeres; nadie más se ofrece. Salen envueltas en sábanas blancas, impenetrables en casi cualquier lugar del mundo. No alcanzan a llegar hasta la esquina. Los ejércitos no entienden de vidas humanas: las regresan en sábanas teñidas de rojo.
Y la loca: “Pues ya ve cómo le toca a una de mujer andar en todos estos vericuetos. Resignación, Dios mío, y ¿qué se le va a hacer? Ya con esta son tres veces que tengo que empeñar algo para sacar lo de la multa. Siempre hace falta un hombre en la casa, si no ¿quién por una? ¿Y al suyo dónde lo recogieron? Al mío allá por el Reloj de Flores. Sí. Ya estaba bien fondeado. Quizá es por tanta cosa, ¿verdá'?”.
Hay que amarrarse las tripas, hay que comerse las uñas, los pellejitos de las manos. Y ella no se da cuenta, no quiere darse cuenta: “Ahora que lo menciona... Sí: algo de eso me ha platicado mi hija. Como son bien amigas con la Claudita... El muchacho como que estudia en la Nacional. No sé si trabaja ni tampoco si tiene posibilidades o no. Mi hija me lo ha contado: se conocieron en uno de esos bailes, el de las Fiestas Agostinas, ¿se acuerda? Como era de choto la entrada... De ahí en adelante parece que se han estado viendo algo seguido. Yo no le había dicho nada pues pensé que usted ya estaba enterada, niña Esperanza. Allí en el Parque Cuscatlán se citan seguido. No, no sé si deja de ir a clases por él. De eso, mejor no digo nada, no vaya a ser... Ya sabe, niña Esperanza. Con gusto, seguro, nos vemos, que le vaya bien, Dios me la bendiga...”
Empiezo a buscar posibles rutas de escape. El único camino viable parece ser al “más allá”, en caso de existir. Si no, ni modo ni manera: a fundirse con la tierra y abonar frijoles, maíz; tal vez hasta seamos exportados en los granitos de café... Ella interrumpe mis intermitentes reflexiones: “Mirá, pues: tengo un negocito en Oriente. Te voy a dejar unos centavos para mientras regreso. No sé cuánto me voy a estar, pero calculo que será suficiente el pisto, ¿oís? Si viene alguien a preguntar por mí, le decís —fijate bien— le decís que no sabés nada. No me preguntés razones, sólo hacé lo que te digo. Hacete la afligida. Cualquier cosa, ahi buscás a los compadres. ¡Dejá de estar chillando, pues! Si todo sale bien, podemos estrenar galán en Navidad. Ahi nos vemos”.
Un murmullo repentino y generalizado interrumpe: alguien fue presa de una bala perdida. Ahora habrá que limpiar el lugar y añadir a la ensalada de olores el de la sangre coagulada. Y ella: “¿Ya le llegó telegrama, niña Esperanza? Mi Juancito está en la Sexta Brigada. ¿El suyo también? ¡Ve, pues! Pero por allí está bien peligroso. Debemos encomendarlos al Señor y a la Santísima Virgen”.
En esta situación, quizá sólo una montaña de fusiles y un par de instructores nos harían falta. Así podríamos crear un tercer ejército, armado hasta los dientes y contra los otros dos. Así —de una vez— o morimos o nos matan; o me desollás o te descuartizo, ¡maldito! Y ella, una vez más: “Pues a mí me pareció bien raro. Ayer en la mañana vino la Claudita, leyó el diario y comenzó a llorar. Ésta. Cabal. Sí. La página dos. Allí donde sale algo del tal diálogo y las fotos de los muertos en el ataque de ayer en la madrugada. No. No traían nombres, como los muchachos nunca andan identificados...”.
Cinco muchachos atraviesan el refugio con sus respectivos “ángeles de la guarda”. Uno de ellos se persigna al pasar frente al Crucificado. Salen por la otra puerta. No se detienen, no hablan, sólo avanzan. Y ella los saluda con su único lenguaje, el de los recuerdos: “Vea, señora: hasta cierto punto, su hijo ha tenido suerte, pues pudo haber sido peor. La verdad es que la amputación fue inevitable. Las esquirlas habían cercenado toda la parte de abajo de la rodilla. Sí. Está fuera de peligro. No hay problema. Puede hablar con él en cuanto despierte de la anestesia. Sí. Los trámites y papeleos de la pensión los puede hacer en la dirección apuntada. Sí, señora. Lo siento, señora”.
Algún mal presentimiento me invade. Los pilotos de los aviones han de haber visto al comando entrar al refugio. Me pregunto si los habrán visto salir... Y ella: “Vea, señora: las pruebas contra su marido son contundentes. Dudo mucho poder hacer algo. El narcotráfico es un caso difícil. No hay muchas posibilidades. Lo siento, señora”. Y ella llora constante y entre dientes.
En cuestión de segundos, varios rockets y fuego de ametralladoras estrellan sus narices contra las paredes y techo de la capilla. Ésta resiste, pero el ángulo de incidencia de los proyectiles... Su fatal ruta se detiene en varios cuerpos listos para la putrefacción, sorprendidos en la impavidez de su curiosidad. Ella alcanza a decir, antes de ser interrumpida por la histeria colectiva: “Pues sí: se le atendió hace varios días. Venía en estado emocional complicado. Lamentablemente no se pudo hacer nada: el aborto ya era inevitable. Su edad, usted sabe, el cuerpo todavía es débil... no resistió el proceso. Tuvo hemorragia interna. Sí. Cuatro meses de embarazo. No. No traía documentos ni dejó dato alguno. Fue enterrada como desconocida. Sí, señora. Lo siento, señora”.
Los gritos y las lágrimas de la multitud ya no son ajenos a ella, quien participa de crisis emotiva hasta agotarse los quince minutos de gracia concedidos por la aviación. Una nueva y definitiva incursión de proyectiles hace desalojar la capilla, quedando dentro únicamente los inmóviles cuerpos inánimes; los alaridos de los heridos aún conscientes; yo, contemplando horrorizado mis propias piernas destrozadas y ella, envuelta en lágrimas, evitando —entre sus sollozos— que yo muera por desangramiento.
Del libro ¿Guerrita, no?
UCA Editores, San Salvador, 1992.
© Rafael Francisco Góchez