Retrato
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
Es un cuarto de perfil triangular, como esas escuadras que usan los estudiantes para trazar ángulos de cuarenta y cinco grados, aunque con menos inclinación. No tiene más de un metro de ancho y, por la parte más alta, quizá llegue a los dos de altura. El largo tal vez alcance las diez baldosas de veinticinco centímetros cada una. El techo de concreto desciende a modo de hipotenusa hasta coincidir con el suelo en el otro extremo, correspondiéndose con la inclinación de las escaleras que llevan al segundo piso, bajo las cuales se ubica. La puerta tiene forma de trapecio, con algo más de metro y medio de altura por la parte central, por lo que hay necesidad de agacharse para penetrar. Un adulto difícilmente podría permanecer erguido en el interior, excepto en una pequeña franja en el lado más alto, desde donde puede contemplar la progresiva extinción del espacio frente a sí.
Al constructor original no le pareció necesario colocarle iluminación interior, pues su uso principal habría de ser como bodega (aunque, al momento de meter y sacar cosas, un mínimo foco de veinticinco vatios sería de mucha utilidad). La penumbra es su estado normal con la puerta abierta. La oscuridad absoluta sólo podría contemplarse desde dentro, ya sin sol diurno, desde un morboso encierro voluntario.
El cubículo ha permanecido casi siempre lleno de esas cosas inservibles que sus dueños no se atreven a tirar a la basura porque las consideran sentimentalmente significativas, aunque no tanto para merecer un espacio cotidiano entre los objetos visibles y al alcance. Mientras no se almacenen materias orgánicas y la puerta permanezca bien cerrada, los ratones y cucarachas no tienen motivo para establecer allí sus nidos y refugios.
La puerta tiene un pequeño pasador por el lado de afuera. Maldades aparte y dada la pequeñez del espacio, no cabe la posibilidad de que alguien la cierre accidentalmente sin darse cuenta que hay alguna persona dentro; de cualquier forma, tampoco la situación sería tan grave, puesto que bastaría una buena patada desde el interior para hacer saltar los mínimos tornillos que sujetan el pequeño cierre metálico al marco de madera incrustado en el hueco de concreto. Un tanto más difícil sería intentar abrir la puerta si alguien, en un extraño afán claustrofílico, hubiera instalado un sencillo mecanismo para impedir que entes exteriores le molestasen en su cripta voluntaria. Para ello se necesitarían herramientas algo más pesadas, como una uña metálica y martillo, además de cierta fuerza manual para operarlas y astillar la madera hasta vencerla, si es que el oscurecido inquilino no hubiere dispuesto otros mecanismos para evitar intromisiones.
* * *
Como todos los días, por la pequeña rendija inferior entra una delgada hoja de luz que apenas se difunde en el espacio interior de modo casi intrascendente; sin embargo, es suficiente para dejar ver, ante un par de ojos acostumbrados a la negritud del rincón, la rugosa textura de las paredes secas y la irregular sinuosidad exterior de las cajas de cartón viejo que reposan en el fondo del recinto. La intensidad del haz luminoso hace pensar que es un mediodía de esa época del año cuando el rayo solar pega perpendicularmente sobre el suelo, quebrándose en chispas brillantes al desparramarse por su alrededor. Nada se mueve, nada se oye, nada vive allí dentro: ni poniendo atento el oído pudieran escucharse golpes levísimos que delatasen el caminar errático de algún insecto por alguna superficie interna o externa de papel, plástico, lámina o cemento; tan sólo la propia respiración sería audible, si la costumbre de escucharse a sí mismo no hubiera convertido tal percepción en una indiferencia prácticamente silenciosa. Del exterior, en cambio, pueden distinguirse algunos sonidos lejanos: zumbidos automotores, gritos esporádicos, gente que como hormigas deambula en todo sentido; en lo más adyacente, pasos y palabras ocupando pasillos y habitaciones, la presencia intermitente de las otras tres personas que viven en la casa.
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—La única forma, señora, es rompiendo la madera —dijo el mozo, mientras lanzaba un resoplido de fatiga y se enjugaba el sudor de la frente con el antebrazo—. Parece como si estuviera pegada a la madera de la mocheta con alguna sustancia.
La señora y sus hijos se miraron entre sí, como resistiéndose a aceptar que de veras no había otra solución, aunque desde el primer momento en que intentaron abrirla vieron que la fuerza bruta y la destrucción de la portezuela acabaría siendo la única opción.
—Ni modo, pues, dele, hay que abrirla de cualquier manera —sentenció la señora.
Luego de varios minutos de martillazos, golpes de formón y muertas astillas vegetales volando por los contornos, crujió la última resistencia y se formó el primer hueco. Un familiar golpe odorífero emergió del interior como puñetazo. La señora y los niños creyeron reconocer en él algo personal, pero sin conseguirlo. No dijeron nada y se limitaron a observar la escena.
Cuando el sudoroso trabajador finalizó su labor, el sugerente olor había amainado un poco, pero permanecía cerca cual si hubiera estado esperando escurrirse por la primera grieta que se le presentara para revelar su presencia. Tras pagar al aprendiz de carpintero por su trabajo, los niños comenzaron a sacar las varias cajas abandonadas ahí por años, preguntando por el origen de aquella acumulación de recuerdos: adornos de mesa, estuches de lentes antiguos, cajas de música medio destartaladas, pañuelos bordados, decenas de fotografías descoloridas por la humedad y el tiempo, recortes de periódicos que cerraron hace una década, un caleidoscopio con los espejos opacos y hasta una dentadura postiza que debió ser de la bisabuela.
La madre respondía con breves explicaciones a cada nueva inquisición, pero tanto ella como los curiosos infantes evitaban las alusiones al padre, cuya desaparición repentina hacía casi dos años aún ardía en el ánimo. Nadie creyó nunca las especulaciones de que se había marchado ilegalmente hacia los Estados Unidos u otro destino, pues tal actitud no cabía en las posibilidades lógicas de quienes en verdad lo conocían (“¿por qué habría de huir, con lo feliz que se veía?”). Tampoco fue un secuestro de los de moda (por una cantidad de dinero relativamente pequeña, al alcance de la clase media), pues nunca recibieron por ningún medio alguna comunicación que pidiera rescate ni nada parecido, tampoco hubo cargos posteriores a la tarjeta de crédito ni retiros de la cuenta bancaria. De hecho, con excepción de la ropa que portaba la última vez, sus demás pertenencias quedaron en cada lugar que debían estar. Aunque la señora tuvo el valor necesario para acudir al reconocimiento de cadáveres anónimos que pudieran corresponder a la descripción de su esposo, en ningún caso hubo coincidencias suficientes. El pasar de las semanas fue mermando la esperanza de hallarlo, aunque cada vez que sonaba el teléfono nadie descartaba por completo que esa llamada fuera la que resolviera el enigma.
—¿Y ese cuadro, mamá? —preguntó la más pequeña, señalando un rectángulo de madera que colgaba en la pared más larga e interior del fortín de cemento recién vaciado.
Ninguno de los tres recordaba haber visto antes ese retrato. Parecía mucho más reciente que el resto de los objetos recién extraídos, tanto así que las pequeñas piezas metálicas incrustadas en diversas partes del marco de madera no presentaban síntomas de oxidación. El padre y esposo allí plasmado parecía ver un hipotético punto fijo situado justo atrás del espectador, pero su mirada no estaba perdida como en las estatuas de yeso; por el contrario, lucía certera y segura. El dibujo tenía todos los atributos como para haber sido hecho por un profesional, en un tipo de lápiz negro y grueso, algo parecido al crayón. La expresión del rostro, aunque seria, denotaba una tranquilidad más allá de cualquier circunstancia.
Al hurgar en cada memoria y sin decírselo unos a otros, la impresión general del cuadro recién descubierto coincidía bastante, demasiado quizá, con el último recuerdo visual que tenían del hombre, su familiar desaparecido. Fue un domingo a media mañana, cuando los tres salieron a misa dejándolo a él reposando en casa, solo.
© Rafael Francisco Góchez