Leonor y el espejo
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
Leonor, los atardeceres y ella siempre se entendieron. Sus tardes de hija única transcurrían de manera poco novedosa, costumbre tan sólo interrumpida por ocasionales reuniones con compañeros de colegio, para hacer trabajos de los cuales nunca supieron si en verdad valía la pena el tiempo en ellos dejado. El patio de la casa grande, oculto al mundo bajo un excepcional follaje quebradizo de hojas transparentes, les era propicio. Allí solía juntarse consigo misma para liberar sus solitarios juegos de niña, remanentes pegajosos que fueron casi naturales hasta ya entrada en una pubertad definida por nuevas prendas que debía usar, pese a considerarlas fundamentalmente innecesarias.
La parte construida de la casa era espaciosa, de paredes gruesas y blancas, revestidas con una cal brillante que en las noches de luna llena teñía el lugar de un aura como de sueño-dentro-de-otro-sueño. El calor vespertino nunca podía entrar, quedándose atascado en la mampostería de principios de siglo. Era la casa de los antepasados, heredada irremediablemente de generación en generación; casa aromada de incienso atrapado en sucesivos rezos cada trece de junio, día de San Antonio de Padua; casa con cielo falso de tablas de madera, por sobre el cual se esparcían incontables y pequeñísimas esferas, producto de las termitas acumuladas año con año; casa viva, en proceso, nunca quieta; casa de teja con olor a humedad de tierra y musgo microscópico, generador de un clima cordial, nunca áspero como las casas-bloque más recientes, todo prefabricado, sin resistencia ante sobrecalentamiento acumulado, como de horno infernal; casa añeja con sus grietas, rasgaduras-testigo de temblores nunca previstos y —sin embargo— cotidianos; casa envejecida conforme los ciclos inmemoriales lluvia-sol-lluvia-sol; casa sin rincones desconocidos; en consecuencia: casa aburrida.
Leonor lo sabía y por eso siempre fue puntual a las citas. La señal la daba el sol, cuando comenzaba a mirar de reojo a la Tierra y los colores se reinstalaban en las cosas, todo distinto del mediodía en que nada era visible de frente, so pena de pescar una granulación molesta entre la retina y el cerebro. Ella ponía pausa a lo que estuviera haciendo y venía. Las más de las veces hablaban. Pero cuando no, bastaba su mirada grande y seria, observándola en todos sus detalles.
La primera vez, como era previsible, la encontró por casualidad. Su cabellera lucía en su punto castaño, acomodada con una breve cinta de color, para hacerla brotar en una cascada hasta difuminarse hacia la mitad de su espalda. Había un lejano rumor de televisor encendido y, en la cocina, se escuchaban los ruidos casi metálicos con que la doméstica luchaba para preparar la cena. Leonor pedaleaba dificultosamente un triciclo por sobre la tierra irregular. La semana anterior había cumplido tres años, tantos como los que ella llevaba mirándola de lejos desde su lugar. Sin duda debió sorprenderse de encontrar a una extraña en el fondo del patio. La saludó preguntando —en su dialecto de niña— cómo se llamaba, a lo cual respondió con un “Leonor, como vos”, confusamente entonado para la ocasión. La niña dijo: “¡Seguime, seguime!”, invitando a corretearla por todo el patio. La diversión fue todo un éxito mientras duró el atardecer y desde entonces fue su infaltable compañera de juegos.
Cuando lo contó a sus padres y compañeros, Leonor se enteró de la existencia de los amigos imaginarios, surgidos de la fantasía de casi todos los niños. Durante los primeros años, la asumió de ese modo sin ningún problema. Así, a nadie llamaban la atención sus cotidianos y aparentes monólogos vespertinos. Ante todos, la mujer del jardín era un admirable producto de la creatividad infantil, quien hasta habría inventado, para explicar las características peculiares de la supuesta construcción, una curiosa teoría: que todo el patio era una especie de espejo —era el término más parecido y menos complicado, como su amiga se lo planteó— colocado a la mitad de la vida. De ese modo, mientras Leonor crecía en edad, ella —quien no era otra cosa más que su propia imagen— iba disminuyendo en años, cada vez más joven. Leonor no vislumbró entonces todas las implicaciones ni sospechó la razón de tales visitas.
Conforme pasaron los meses, no sólo fue su cómplice de esparcimiento sino la mejor consejera posible. Y no podía ser de otro modo, pues conocía todo su pasado como lo que era: el suyo propio, a lo cual se sumaba la sabiduría que sólo la experiencia proporciona. Ella siempre supo exactamente cómo se sentía, qué la afligía, cuáles eran sus temores y cómo podía enfrentar mejor los problemas que inexorablemente la iban a retar, aun cuando no le estaba dado poder cambiar el curso de los acontecimientos.
Todo marchó bien hasta una tarde de junio, cuando Leonor cayó en la cuenta del verdadero significado de su imagen cada vez más joven. Celebraban su decimotercer cumpleaños sentadas al lado del naranjero, con un bullicioso trasfondo de zanates compitiendo con el indescifrable trepidar de los automóviles desde el centro cercano de la ciudad.
—¿Cuántos años cumplís ahora? —preguntó Leonor a su futura figura, quien acaso le habría mentido de no anticiparse la niña a cualquier intención posible, yuxtaponiendo esta sentencia:
—Parecés como de veinte. Ya no tenés arrugas a la par de los ojos y has adelgazado bastante desde que te conocí.
Leonor casi había acertado y su reflejo no pudo menos que hacer un gesto para confirmar el dato: “Diecinueve, para ser exacta”, presintiendo la deducción que seguía.
—Quiere decir entonces... ¡dentro de tres años vamos a tener la misma edad! —exclamó, como si de un descubrimiento jubiloso se tratase.
La joven mujer respondió afirmativamente, mientras miraba a la niña levantarse para dejar a su entusiasmo salir contagiando al entorno. Casi gritaba expresiones propias de su edad para denotar alegría, emocionada por aquella inusual manera de conocerse a sí misma.
Pero poco duró tal estado de ánimo. Leonor se detuvo invadida por una seriedad contundente, al caer en la cuenta de que su vida terminaría, sacando cuentas más o menos aproximadas, a los treinta y dos años. Cesó sus movimientos y fue sentándose despacio con los ojos acuosos, no era para menos.
Durante días no hablaron. Leonor se limitaba a contemplarla, a ver en ella su propia vida dentro de pocos años y a interrogar en silencio cada parcela de su rostro venidero.
—¿Cómo me voy a morir? —le preguntó después de varias noches en vela, que ella conocía desde siempre.
—No lo sé —respondió.
—¡¿Cómo que no sabés?¡ ¡No te creo!.
A esa edad, como era propio, la sacaban de sus casillas las respuestas retardadas y, sobre todo, sospechando que le ocultaban las cosas. Todo quería descubrirlo: su mundo se ampliaba hasta bastante más allá de los muros caseros y tenía muy poca paciencia.
—Es que de verdad no sé. Fijate bien en lo que te digo: tengo diecinueve años y no puedo saber lo que me va a pasar a los treinta, porque no me ha pasado todavía. Es más: ni siquiera sé de mi vida a los veinte. Voy olvidando cada instante que vivo. El día de mañana para vos contiene el futuro, pero para mí contiene el pasado. Crezco al revés. A cada minuto que voy, ya lo conozco y sólo vuelvo sobre mis pasos.
Leonor trataba de comprender aquel extraño discurso, escuchando y dándole vueltas a cosas tal vez sin sentido, mas —no obstante— reales.
—No tengo ni puedo tener expectativas —dijo la imagen alicaída, luego de una pequeña pausa por la cual se filtró un ruido como de mar provocado por el viento rozando las copas de la arboleda. —No existen para mí las sorpresas. Los momentos felices que voy a vivir son sólo rutinas anunciadas. Y mis tristezas, para vos imprevistas, las tengo como sentencias atormentadoras. ¿Entendés lo que te digo...?
Por las colinas de la ciudad se regó el eco de un motor estridente corriendo sobre la autopista aledaña, el cual coincidió con una inexplicable pausa concertada en el interminable gorjeo de los pájaros que regresaban de su día volante. Leonor mordía suavemente su mano, la cual servía de apoyo para su mentón adolescente.
—Si no hacemos nada —había querido continuar, sin nunca atreverse— vos vas a seguir creciendo hasta entrar en agonía y morir, mientras yo seré como una recién nacida que se irá comprimiendo hasta disolverse en sus elementos primordiales. Yo iré hacia una infancia sabida; vos, a un futuro condenado a la extinción poco después de los treinta.
“Si nunca hubieras venido —habría podido replicar Leonor, como la imagen sabía perfectamente— yo no conocería la fecha de mi muerte. Pero ahora —era como un justo reproche— no sé si tenga ánimos para hacer todo lo que hubiera querido”.
Leonor celebró su cumpleaños dieciséis en una tarde lluviosa, sola y rodeada de brisas húmedas y retumbos celestiales. Así lo quiso y así lo pidió. Durante los meses anteriores, había sido testigo de cómo se iban acercando al punto de identidad absoluta. Las pláticas más recientes podían describirse como verdaderas introspecciones, diálogos centrados en sí mismas. Incluso, ya cerca del día esperado, la imagen se atrevió a revelarle alguna información casi insignificante sobre su futuro inmediato, como cabía esperar de un espíritu de curiosidad hiper desarrollado en dos quinceañeras.
El encuentro fue llevado a cabo con toda la paciencia del mundo. Se contemplaron siendo totalmente iguales: los mismos gestos, las mismas gotas de lluvia esparcidas por su tez ovalada. No hablaron: cada una sabía los pensamientos y respuestas de la otra como los suyos propios. Se abrazaron, deseándose —sin decir— feliz cumpleaños y feliz vida. El instante había llegado y comenzaron un lentísimo giro de ciento ochenta grados.
Nunca más Leonor volvió a sus citas en los atardeceres. Incluso negó —muy sinceramente— que alguna vez hubiera tenido tal costumbre. Sus padres lo atribuyeron al olvido inconsciente de ciertos hábitos de la niñez, una etapa ya superada. No obstante, el fenómeno se extendió hasta casi todos los hechos de su pasado. Casi tuvieron que contarle su vida hasta los dieciséis, como si de otra persona se tratara. En compensación, desarrolló un inusual entusiasmo por cada idea que se le ocurría realizar, así fueran microscópicos proyectos, en especial cuando los resultados eran total y absolutamente impredecibles.
A veces soñaba con una jovencita de mirada grande y cabellera castaña, algo menor, quien regresaba feliz a revivir su infancia fascinante y desconocida.
Del libro Del Asfalto.
UCA Editores, San Salvador, 1994.
© Rafael Francisco Góchez