Estados transitorios tras el cristal
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
No habrá silencio / no te hará falta
usar la voz para romperlo / si tú me miras, me hablarás.
Alejandro Sanz
Tres dígitos y un punto aparecen en la pequeña pantalla de cuarzo, iluminada con el tenue, casi fosfórico verdor del corazón del aparato. Los LED y otros indicadores sobresalen entre la difusa luz amarillenta, lanzada por los cristales decorativos colgados al centro de la sala. La música debe serle propicia, pues Beatriz ha girado noventa grados la perilla del volumen en dirección de las agujas del reloj, hasta hacer agitar los ventanales de la habitación, de un modo casi imperceptible para cualquier observador casual. Al sentir retumbar la música en su pecho, menea su cabeza acariciable y cansada, en un compás quién sabe si desfasado o no. Como busca unos minutos de distensión, su posible asincronía con el ritmo no tiene importancia.
Es viernes de nuevo y como siempre. Ha caído una llovizna gris desde ayer, tiempo receptivo para las meditaciones. Todos los días a esta hora, al ocaso, esa estación de radio acostumbra a pasar cuatro o cinco canciones en seguidilla, de un mismo género. Y como no se prevén fastidiosas interrupciones comerciales, Beatriz puede contar con un buen rato de baile casi a solas, si mi presencia puede considerarse válida aun entre la lejanía de dos enrejados impenetrables.
Ella acostumbra a hacer soliloquios entretejidos con los movimientos danzantes y, por algunos de sus gestos y palabras, parece que el operador de la radio adivina las canciones necesarias. En efecto, su sonrisa tararea a The Police, uno de sus favoritos y de los míos. Aún existía el grupo cuando aquello ocurrió.
Ella cierra sus ojos imaginando un espacio interminable a su alrededor, en donde puede estar sin su rutinaria camisa de fuerza, de la cual —aun cuando la llevemos cargando— no todos tenemos conciencia. Pero ella sí, lo sé. Por eso se mueve por los espacios rectangulares, trasluciendo en plenitud mi “I'll be watching you” intuido mucho antes de leerlo yo en sus labios. Sus pasos desnudos y en firme, ella iluminada en el vacío, su cabello corto, lacio y liso... Una y otra vuelta se suceden para dejar a las notas impregnársele y envolverla como atavío imprescindible ante mis ojos.
Las baldosas del piso reciben el peso a través de sus pies delgados, guardando en su memoria fría y transitoria las huellas superpuestas. Beatriz transpira y expulsa de sí la tensión acumulada, quizá atípica para su edad. Es grande el tiempo que dedica para ayudar a mantener erguido el patrimonio familiar: un pequeño salón-restaurante en donde empleados aledaños almuerzan. Por las tardes, es muy solicitado para tés, babyshowers y cosas de esas, en las cuales ella y su madre son especialistas. La señora sola no puede con todo y Beatriz, como hija mayor, debe hacer malabares para combinar sus materias de la Universidad con los asuntos organizativos del negocio. Las materias no han de ser fáciles y requieren, las más de las veces, un buen par de horas sustraídas al sueño. El trajín cotidiano, las idas a dejar y a traer al colegio de sus hermanas menores, las visitas a la biblioteca para los trabajos de investigación y la necesaria presencia en el restaurante, por cosas de supervisión, deben dejarle apenas tiempo para sentarse y respirar. Seguro que Carlos ya se lo ha dicho, como una especie de reclamo ante su poca atención afectiva. Han de ir sobre el tercer año de noviazgo y a ella no parece interesarle en serio pasar a más. A decir verdad, ignoro si tal cosa es cierta. Quizá sólo se trate de invenciones mías, para alimentar el deseo de que sus danzas no cesen; al menos, no antes de que me haya marchado.
Beatriz no parece darse por enterada de mis observaciones. Como mi familia nunca ha hecho demasiada vida social y ella pasa poco tiempo en casa, la comunicación se ha limitado a un saludo mecánico. Me ha visto muy pocas veces, la primera, hace tres años. Ella salía a toda prisa, como su ritmo vital. Yo me hallaba abajo, en la sala. La puerta estaba abierta. No hacía mucho nos habíamos cambiado a vivir aquí. Saludó a mi hermana y me ojeó con rapidez. Luego supe que inquirió mis datos. Debió impresionarse, aun cuando eso no signifique nada. Cualquiera que sepa la historia reaccionaría igual: condolencias, acaso encogimiento de hombros. Nada más.
Algunas veces he querido imaginar que todo es distinto y construyo secuencias imposibles. me gusta mucho repetir una en la que llega, baja de su automóvil blanco, yo la intercepto con cualquier pretexto y nos quedamos platicando en la puerta de su casa, junto a las columnas prefabricadas de molde ático. Los temas irían desde los más triviales hasta alguno más personal. Quizá hasta le haría alguna broma sobre sus ojos apachaditos y el hoyuelo en su mentón. Por supuesto, ni una palabra de su imagen soñada: ese suele ser un recurso muy poco elegante, acaso vil para el cortejo. En cuanto yo intuyera alguna prisa suya por entrar, me anticiparía a cortar la conversación. Nos despediríamos rozando las mejillas y yo cerraría mis ojos para sentir mejor su aroma. No sé si estaría en condiciones de merecerle alguna atención especial, pero su presencia así, dulce y cercana, ya sería ganancia.
Mi madre y mi hermana oran mucho por mí. No se han cansado de hacerlo ni con los años. Van seguido a la iglesia a encomendarme a un santo no sé de qué. Piden que vuelva a ser el de antes, con todos mis sentidos y movimientos. A veces, algún pariente escéptico las desanima e inician largos debates sobre la efectividad de la fe y de la ciencia. Yo no estoy seguro de nada. No obstante, a veces imagino que ocurre ese milagro mío y me da temor. Desde hace algún tiempo, he vivido para ella, para ver y soñar a Beatriz, pero si sucede... ya no habría excusa para no hablarle, para no frecuentarla, para no presentármele como su aspirante. Pero ella no tendría razón alguna para corresponder: me daría un “no”, tan homicida como cortés.
Por fortuna, sólo especulo. Ella sigue allí, sostén de mi fantasía. Y si debiera elegir entre la contemplación de sus bailes a media luz y la eterna presencia ante la belleza Divina, si es que la hay, o la simple nada, oscuridad inespacial, no cambiaría a mi Beatriz, aun cuando sólo pueda verla en estados transitorios tras el cristal.
Del libro Del asfalto.
UCA Editores, San Salvador, 1994.
© Rafael Francisco Góchez