Rata
Rafael Francisco Góchez
Rafael Francisco Góchez
Toda ella parecía un hoyo negro, aún más negra que la sombra nocturna del mueble de la cocina bajo el cual solía cobijarse. Húmeda, todavía untada por el lodo del desagüe de donde había emergido, su cuerpo brillante reflejaba —en la oscuridad y en delgadísimos contornos— las tenues luces del cuarto contiguo, viéndose a la distancia como una miniatura de eclipse total y deforme, con sus dos estrellas verduzcas incrustadas en la mitad superior: sus ojos.
Llevaba un par de semanas molestando por las noches, a veces desde el ocaso. Delataba su aparición el escándalo de su andar sobre trastos y recipientes, dejados al final del patio porque a fin de cuentas es allí la parte de la casa donde siempre va a parar todo lo que, siendo ya inútil, es conservado en la mezquina creencia de que algún día volverá a servir, hasta que las tales cosas acaban por acumularse de tal forma que sirven de hogar a babosas, caracoles, alacranes, lombrices de tierra, cangrejos extraviados, serpientes de coral, cucarachas, arañas de toda clase y demás especies rinconeras, además de algunas crías de gatos de tejado.
Luego de su fanfarria de percusiones, cruzaba con ruido sordo las vigas y columnas del galerón hasta llegar a la parte trasera del lavadero de platos, donde encontraba restos de comida que la mantenían con la voluminosa lozanía de un conejo adolescente. Después de su sobremesa atrás del refrigerador y en los alrededores de la cocina, terminaba durmiendo en el interior de una lavadora automática, a la que entraba por el orificio de donde salía el tubo de evacuación del agua jabonosa, permaneciendo allí hasta los primeros ruidos de la mañana, cuando hacía su recorrido inverso ante las exclamaciones de repugnancia de quien la viese primero.
* * *
El recuerdo comenzaba aquella noche, hacía casi tantos años como edad tenía el menor de los niños, cuando el aviso le fue dado con la inexpresión propia de un oficial habituado a tales labores, mensajero funesto, sin más detalles que el repetitivo “murió en el cumplimiento del deber” de la esquela mortuoria. Se lo esperaba, sí; podía pasar en cualquier momento, sí; ya lo habían hablado y ella debía estar preparada, sí; no obstante, la muerte nunca termina de aceptarse, menos cuando el armisticio era inminente y el operativo en cuestión poco menos que absurdo.
Durante el velorio, había rememorado discusiones perdidas de cuando eran novios adolescentes, cierto que tendrás una posición asegurada pero es tan peligroso, ves que esto apenas comienza y va para largo, por qué mejor no estudiás ingeniería civil, que tanto te gusta; la renuencia a aceptar la decisión que no bastó para pensarse lejos de él, tantos años queriéndose para luego lejos de él, imposible abandonarlo por causa de su opción, nos queremos en las buenas y en las malas, en fin, porque el amor consiste en eso, ¿no...? Después vinieron los años de visitas mensuales a la Escuela Militar, sabiendo lo que él no podía contarle, lo duro de la vida allí dentro, aunque en sus palabras había un trasfondo de “vale la pena” en el cual él creía, ingenuamente según algunas compañeras de ella en la universidad, “pobre engañado” según dos o tres amigos suyos, vecinos desde la infancia, aunque para entonces envueltos en asuntos poco conservadores, pero creyendo sinceramente, a fin de cuentas.
Allí, frente a la caja enflorada, fluyeron imágenes de ceremonias llenas de grandiosidad, del caballero cadete graduándose con honores y de la boda consiguiente, felicitaciones que sean muy felices, de ella queriendo creer en la débil esperanza de que todo peligro terminaría más pronto que tarde, todo ello fotografiado en el álbum de la familia recién fundada; más adelante, llegaron las memorias de los debates sobre si ella debía trabajar o mejor dedicarse a su casa, más con el primer hijo por venir; después, las noches amamantando en solitario, pendiente de una mala o una peor noticia, enfrentamiento tras combate y nada claro todavía, todo sigue igual, comiendo tiempo para no acabar nunca y el segundo hijo saltando como de aflicción en su vientre, apenas si alcanzaría a ver la figura del padre un par de veces antes de que llegara la confirmación de lo temido, que no sucedió ni en los tiempos más difíciles: vino a pasar cuando ya cualquier muerte no podía tener algún sentido posible, suponiendo que morir pudiera significar algo más que el absoluto final.
Pero pronto fue evidente que el recuerdo no debía seguir siendo así. Los pálpitos más dolorosos debían diluirse entre años y ocupaciones. Quizá no era justo ser siempre una madre tan triste, tal vez los niños tenían razón al no poder llorar al padre desconocido de fotos y uniformes, de anécdotas y novenarios.
* * *
Matarla era necesario y la sentencia no requirió de mayores razonamientos. “Transmiten enfermedades”, contestó la madre al menor de los niños. “Lo mismo que las moscas: molestan y transmiten enfermedades”, recalcaba mientras ponía los bultitos de veneno en los rincones. “Ni de broma vayan a asomarse por aquí, esto es muy peligroso”, los había prevenido refiriéndose al raticida. “Vos, que sos el mayor, tenés más responsabilidad, ¿oís?”. El otro niño asintió, mientras miraba de reojo los pequeños y dañinos cilindros rosados que esperaban la hora de ejercer.
Pero, pese a que el veneno había quedado puesto desde la semana anterior, aún no lo había consumido, bien porque las sobras le sustentaban o porque las rutas de su tránsito se apartaban ligeramente de las previsiones de los cazadores. Así, los despertares de la familia a medianoche continuaban entre una oscilante angustia, por aquella duda de si los ruidos eran de la roedora nocturna o de otros intrusos más siniestros. Alguna vez hubo amagos de emprender una cacería directa con escobas y trapeadores por armas, pero todo quedó en las intenciones, bien por la pereza ante el viento frío de la época, bien por la somnolencia o quizá por la rápida huida de la indeseable y pesada visitante. La señora de la casa se consolaba en voz audible diciendo: “tarde o temprano tendrá que comer el veneno, es cosa de esperar”, y volvía a dormirse entre un par de molestos resoplidos.
* * *
El libro era de puras anécdotas, reales unas, medio imaginadas las otras, donde los excombatientes de uno y otro lado, la mayoría bajo seudónimo, contaban cosas de la guerra reciente. Había visto el texto de reojo a media tarde, tirado en el sillón grande de la sala de la vecina, llegado allí por vía de la hija, una jovencita curiosa y desinhibida de dieciséis años que siempre andaba con este y aquel volumen, préstamos de su novio, estudiante de Derecho en la Universidad, donde aquel libro era la moda.
—Si quiere lléveselo —había dicho la vecina—. Ahorita estoy bien atareada y no creo que lo vaya a leer todavía, pero dicen que está bien bonito.
Tuvo sus dudas, por aquello de darle vueltas a lo mismo, una y otra vez regresando al recuerdo, pero también pensó en que quizá leerlo fuera algo así como una prueba que necesitaba para demostrarse que su ánimo era capaz de enfrentarlo.
* * *
Fue hasta el sábado que hubo descubrimientos prometedores. Al levantarse a desayunar, el niño más grande notó que del bultito del lavadero sólo quedaban algunas migajas esparcidas en un área pequeña, justo antes de ver a la animala en su plena huida matutina. La presa había mordido el cebo. Con entusiasmado bullicio, fue a despertar a su hermano y a su madre para dar la noticia, comprobada minutos más tarde por la familia en pleno.
Esa noche hubo silencio, tranquilidad. La infortunada intrusa debía estarse debatiendo entre los dolores propios de la corrosión visceral. Con suerte, moriría en algún rincón olvidado y muy lejano, donde nadie la vería disolverse entre gusanos e insectos. A lo sumo, el olor de la putrefacción sería fantasmal, intangible, nada que ameritase una purga sanitaria.
El envase decía que una sola ingestión bastaba para que el veneno hiciera su efecto, pero la madre dispuso no quitar los demás cebos hasta estar segura, no fuera a ser.
* * *
En el flujo de los breves relatos había un poco de todo: escenas de terrible dolor, las denuncias de siempre, casualidades oportunísimas que salvaban a alguien de la muerte o la captura, debates de conciencia, incluso apariciones relacionadas con la mitología popular. Leía despacio, como respetando la indefensión de quienes iban muriendo al pasar de los párrafos, al voltear de las páginas; leía viendo que el devenir actual de las cosas en el país hacía más grave el sinsentido de aquel histórico empeño de matar y morir que había sostenido la moral de los ejércitos; leía y miraba en el sueño de sus hijos la necesidad de que él hubiera sobrevivido, acaso para contar en familia una y otra experiencia; pero también leía con la entereza de quien se ve superando lo terrible, capaz ahora de recrear en aquella calma nocturna las imágenes que fueron sus pesadillas, motivo de conjuros y exorcismos, de sus Dios mío: que nunca le vaya a pasar. Y eso era lo más importante.
Pocas noches como aquella su lectura se extendió por más de una hora. Los niños dormían, sombreados por los destellos amarillentos de la lámpara de noche. Afuera, en el patio ya sin ruidos, el débil viento arrastrando las hojas caídas parecía la suave crepitación de una fogata en la lejanía.
* * *
Pero eligió agonizar en medio del patio. La descubrió el hijo menor, quien corrió gritando: “¡Mami, Mami, allí está la rata, allí está!” para dar cuenta de aquella sucia presencia que, de día, era más bien gris. No se movía, tan sólo respiraba pesadamente. Madre e hijos acudieron a verla. Era claro que agonizaba, pues su única reacción a las dos pequeñas piedras que le lanzaron los infantes fue alzar las orejas, como para darse cuenta, pero sin hacer el menor intento por huir; nada que ver con los rápidos reflejos que había mostrado en los amaneceres anteriores, cuando se alejaba casi deslizándose por los espacios de su escape. No chillaba, pero aquel silencio debía deberse a su estado exánime, más que a la ausencia de dolor. El veneno estaba haciendo efecto. Sólo alguna convulsión esporádica rompía su casi absoluta inmovilidad; por lo demás, la mirada fija en los espectadores, la sensación vital de animal muy dañado, un pesar profundo e inexpresado que los tres creyeron interpretar durante los minutos ya demasiado prolongados que duraba aquella muerte.
—Matémosla de una sola vez. Así sufrirá menos —sentenció el hijo mayor.
La madre estuvo de acuerdo y al menor le pareció justo, cual si ese hubiera sido el deseo de la víctima. La madre rodeó el inminente cadáver, fue al fondo del patio y regresó con un grueso trozo de madera abandonada. Antes, acomodó a su lado una bolsa plástica. Apuntó a la cabeza y descargó el golpe. Crujió el cráneo. De la trompa le salieron dos pequeñas gotas de sangre, mientras un par de bruscos estiramientos de sus patas indicaba el fallecimiento. Con el mismo palo, la empujó dentro de la bolsa, hizo un nudo y la sacó a la calle, junto con las demás bolsas de basura, todo ello con los niños tras de sí, atentos testigos.
* * *
Llegó de trabajar y encontró llorando al mayorcito. Lloraba mirando un punto fijo en el patio, hincado mientras su hermano menor, serio y silencioso, observaba el restregar de ojos.
—Estaba allí y se quejaba un montón, mami, le dolía mucho —respondió señalando hacia donde él miraba.
La madre escudriñó el cemento, localizando un par de gotas de sangre que sólo al buscarlas expresamente alguien podría notar que estaban allí. Viéndolas a los propios pies, fácilmente se confundían entre la rugosidad del rudimentario pavimento. Sin duda, eran las huellas de la rata muerta allí hace algunos días. El niño se había despertado a media tarde y había ido directo hasta donde entonces estaba. Según la doméstica, desde esa hora no había hecho más que repetir desconsoladamente la misma frase.
—Le dolía...
Mientras lo abrazaba, la madre se reprochó el haber rematado a la rata frente a los niños, aquella agonía interminable y el aplastamiento repentino de un cráneo hecho astillas, convulsiones que debieron lucir no sabía cómo ante la vista de los pequeños, tan impresionables porque las ratas, sobre todo de aquel tamaño, no dejan de tener un aire como de conejo tierno, acariciable, como el que alguna vez ellos habían pedido como mascota (lo nauseabundo en verdad es la cola, larga y lisa, como de hule, a veces rojiza, una pequeña serpiente, gigante lombriz añadida a un cuerpo que no se sabe para qué pueda necesitarla, como no sea para que de allí se le tome cuando, ya muerta, haya necesidad de tirarla a media calle para que una llanta de camión reduzca todo a un emplasto de vísceras embadurnadas en el asfalto, una alfombra gris y roja que se irá secando bajo el sol meridiano).
—Se quejaba, le dolía mucho...
La madre comenzó a decirle, a explicarle, todas las personas tenemos pesadillas, pero éstas son sólo sueños sin control, a veces por haber comido más de la cuenta; es natural que uno se asuste y tenga miedo de que, ya despierto, aparezcan las cosas soñadas, pero nada de eso no va a pasar de verdad, hijo, porque las cosas horribles son sólo de las pesadillas, malos juegos de los diablitos del pensamiento.
—Se quejaba, se quejaba mucho...
El niño estaba ido, puesta su atención sin remedio en aquel espacio vacío con las gotas de sangre coagulada por eje maligno. La madre lo tomó en brazos, conduciéndolo hasta el interior del cuarto. Ordenó a la doméstica que terminara de preparar la cena. El más pequeño los siguió, recordó que era la hora de las caricaturas y encendió el televisor.
—Se quejaba, le dolía mucho —seguía diciendo, aunque ya más tranquilo, empeñado en aquello como si fuese lo único recordable, una tristeza tan íntima que la madre no quiso justificar de nuevo la detestada proeza, hablar otra vez de las enfermedades, de la inmunda presencia de animales así o, Dios no lo quiera, del peligro de un ataque, casos ya se han visto.
El estar lejos ya de la influencia angustiante, más la presencia materna y el ruido de los personajes animados, pareció ir calmándolo. Cesaban las lágrimas y en unos minutos era de esperar que hubiera olvidado el incidente. Fueron los tres a sentarse a la mesa. Pero la cena, humeante y en otros momentos apetecida, no llamó la atención del niño. La madre, comprendiendo acaso la remanente sensación de pesar, lo autorizó a que, si no tenía demasiada hambre, podía comer poco, no fuera a caerle mal la cena por tanta agitación, que las emociones fuertes son malas y lo más importante es la salud. El niño siguió el consejo y muy temprano se fue a dormir.
* * *
Había podido leer el libro sin mayores sobresaltos. Terminarlo era superar la prueba puesta a sí misma. Algún viento nocturno refrescaba las rendijas, convocando recuerdos; pero no más con el nudo y el asomo lacrimal, no más de aquella manera injusta para quien se quedó esperando regresos a salvo y en paz. Los niños se habían dormido bien, en especial el mayor, quizá cansado por la tribulación de la tarde.
Faltaban tres o cuatro historias por contar, leíbles lo más en media hora. Bajo la lamparita de noche, foco de 25 watts. Vio la descripción del subteniente herido. Era escueta, tan sólo un par de rasgos, pero había un “se quejaba, se quejaba mucho pero muy suave, con un hilo de voz tan débil que apenas si podía oírse, era lo único para lo que le alcanzaba el aliento...”. El subteniente agonizaba pero la hora de su muerte estaba todavía muy lejana para soportar su estómago agujereado. En la retirada, quizá lo habían dado por muerto, quizá no hubo tiempo para recogerlo, quizá falta de voluntad. Un par de combatientes del bando enemigo lo contemplaban sin decidirse del todo a hacer lo que debían hasta que al fin, seguros de lo irrecuperable de aquellas vísceras, dispusieron hacerle un favor, un tiro de gracia que fue recibido con una mirada tranquila, tal vez de agradecimiento, por el malherido.
La tentación había resurgido victoriosa, porque ella cerró el libro con la imagen amada en el lugar de la víctima. Nada había en aquel testimonio como para darle certeza al presentimiento, pero también nada había para negarlo de forma terminante.
—¿Viste cómo se quejaba, mamá...?
La voz del niño le erizó los cabellos. No la esperaba así, surgida desde su mentiroso sueño. El niño la miraba, la había estado mirando desde siempre, viendo callado cómo ella encontraba aquel relato, cómo calaba en ella la tristeza.
De la colección Los encierros.
Juegos Florales de San Salvador, 1997.
© Rafael Francisco Góchez