Bernardo Soares
Libro del desasosiego*

1

(Prefacio)

Hay en Lisboa unos pocos restaurantes o casas de comidas en los que, encima de una tienda con hechuras de taberna decente, se alza un entresuelo que tiene el aspecto casero y pesado de un restaurante de ciudad pequeña sin tren. En esos entresuelos poco visitados, excepto los domingos, es frecuente encontrar tipos curiosos, caras sin interés, una serie de apartes en la vida.

El deseo de sosiego y la conveniencia de los precios me han llevado, durante un período de mi vida, a ser parroquiano de uno de esos entresuelos. Sucedía que, cuando tenía que cenar a las siete, casi siempre encontraba a un individuo cuyo aspecto, que al principio no me interesó, empezó a interesarme poco a poco.

Era un hombre que aparentaba unos treinta años, magro, más alto que bajo, encorvado exageradamente cuando estaba sentado, pero menos cuando estaba de pie, vestido con cierto descuido no totalmente descuidado. A la cara pálida y sin facciones interesantes, un aire de sufrimiento no le añadía interés, y era difícil definir qué especie de sufrimiento indicaba aquel aire; parecía indicar varios: privaciones, angustias y ese sufrimiento que nace de la indiferencia de haber sufrido mucho.

Cenaba siempre poco, y terminaba fumando tabaco de hebra. Observaba de manera extraordinaria a las personas que había allí, no de modo sospechoso, sino con un interés especial; pero no las observaba como escrutándolas, sino como si le interesasen y no quisiera fijarse en sus facciones o analizar las manifestaciones de su carácter. Fue este rasgo curioso el que primero hizo que me interesase por él.

Pasé a verle mejor. Me di cuenta de que un aire inteligente animaba de cierto modo incierto sus facciones. Pero el abatimiento, la inercia de la angustia fría, ocultaba tan regularmente su aspecto que era difícil entrever, además de éste, cualquier otro rasgo.

Supe incidentalmente, por un camarero del restaurante, que era un empleado comercial, de una firma de allí cerca.

Un día sucedió algo en la calle, por debajo de las ventanas: una escena de pugilato entre dos individuos. Los que estaban en el entresuelo corrieron hacia las ventanas, y yo también, y también el individuo del que estoy hablando. Cambié con él una frase casual, y me respondió en el mismo tono. Su voz era empañada y trémula, como la de las criaturas que no esperan nada, porque es perfectamente inútil esperar. Pero resultaba, por ventura, absurdo conceder esa importancia a mi compañero vespertino de restaurante,

No sé por qué, empezamos a saludarnos desde aquel día. Un día cualquiera, en el que tal vez nos aproximó la circunstancia absurda de coincidir el que ambos fuésemos a cenar a las nueve y media, empezamos una conversación accidental. A cierta altura, me preguntó si escribía. Respondí que sí. Le hablé de la revista Orpheu, que había aparecido hacía poco. La elogió, la elogió mucho, y yo me quedé verdaderamente pasmado. Me permití hacerle la observación de que me extrañaba, porque el arte de los que escriben en Orpheu suele ser para pocos. Por lo demás, añadió, aquel arte no le había ofrecido verdaderas novedades: y tímidamente observó que, no teniendo dónde ir ni qué hacer, ni amigos a los que visitar, ni interés en leer libros, solía gastar sus noches, en su cuarto alquilado, escribiendo también.

 

2

(TRECHO INICIAL)

 

He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué. Y entonces, porque el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes ha escogido a la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de la que son, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso no he abandonado a Dios tan ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad. He considerado que Dios, siendo improbable, podría ser; pudiendo, pues, ser adorado; pero que la Humanidad , siendo una mera idea biológica, y no significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto de la Humanidad , con sus ritos de Libertad e Igualdad, me ha parecido siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales.

Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me he quedado, como otros de la orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se llama la Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese pensar, se pararía.

A quien como yo, así, viviendo no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis pocos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida. Y, así, ajenos a la solemnidad de todos los mundos, indiferentes a lo divino y despreciadores de lo humano, nos entregamos fútilmente a la sensación sin propósito, cultivada con un epicureismo sutilizado, como conviene a nuestros nervios cerebrales.

Reteniendo, de la ciencia, solamente aquel precepto suyo central de que todo está sujeto a leyes fatales, contra las cuales no se reacciona independientemente, porque reaccionar es haber hecho ellas que reaccionásemos; y comprobando que ese precepto se ajusta al otro, mas antiguo, de la divina fatalidad de las cosas, abdicamos del esfuerzo como los débiles del entrenamiento de los atletas, y nos inclinamos sobre el libro de las sensaciones con un gran escrúpulo de erudición sentida.

No tomando nada en serio, ni considerando que nos fuese dada, por cierta, otra realidad que nuestras sensaciones, en ellas nos refugiamos, y a ellas exploramos como a grandes países desconocidos. Y, si nos empleamos asiduamente, no sólo en la contemplación estética, sino también en la expresión de sus modos y resultados, es que la prosa o el verso que escribimos, destituidos de voluntad de querer convencer al ajeno entendimiento o mover la ajena voluntad, es apenas como el hablar en voz alta de quien lee, como para dar objetividad al placer subjetivo de la lectura.

Sabemos bien que toda obra tiene que ser imperfecta, y que la menos segura de nuestras contemplaciones estéticas será la de aquello que escribimos. Pero, imperfecto y todo, no hay poniente tan bello que no pudiese serlo más, o brisa leve que nos dé sueño que no pudiese darnos un sueño todavía más tranquilo. Y así, contempladores iguales de las montañas y de las estatuas, disfrutando de los días como de los libros soñándolo todo, sobre todo para convertirlo en nuestra íntima sustancia, haremos también descripciones y análisis que, una vez hechos, pasarán a ser cosas ajenas que podemos disfrutar como si viniesen en la tarde.

No es éste el concepto de los pesimistas, como aquel de Vigny, para quien la vida es una cárcel, en la que él tejía paja para distraerse. Ser pesimista es tomar algo por trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad. No tenemos, es cierto, un concepto de valía que apliquemos a la obra que producimos. La producimos, es cierto, para distraernos, pero no como el preso que teje la paja, para distraerse del Destino, sino como la joven que borda almohadones para distraerse, sin nada más.

Considero a la vida como una posada en la que tengo que quedarme hasta que llegue la diligencia del abismo. No sé a dónde me llevará, porque no sé nada. Podría considerar esta posada una prisión, porque estoy compelido a aguardar en ella; podría considerarla un lugar de sociabilidad, porque aquí me encuentro con otros. No soy, sin embargo, ni impaciente ni vulgar. Dejo a lo que son a los que se encierran en el cuarto, echados indolentes en la cama donde esperan sin sueño; dejo a lo que hacen a los que conversan en las salas, desde donde las músicas y las voces llegan cómodas hasta mí. Me siento a la puerta y embebo mis ojos en los colores y en los sonidos del paisaje, y canto lento, para mí solo, vagos cantos que compongo mientras espero.

Para todos nosotros caerá la noche y llegará la diligencia. Disfruto la brisa que me conceden y el alma que me han dado para disfrutarla, y no me interrogo más ni busco. Si lo que deje escrito en el libro de los viajeros pudiera, releído un día por otros, entretenerlos también durante el viaje, estará bien. Si no lo leyeran, ni se entretuvieran, también estará bien.

29-3-1930

 

3

1ST ARTICLE

 

Cuando nació la generación a la que pertenezco, encontró al mundo desprovisto de apoyos para quien tuviera cerebro, y al mismo tiempo corazón. El trabajo destructivo de las generaciones anteriores había hecho que el mundo para el que nacimos no tuviese seguridad en el orden religioso, apoyo que ofrecernos en el orden moral, tranquilidad que darnos en el orden político. Nacimos ya en plena angustia metafísica, en plena angustia moral, en pleno desasosiego político. Ebrias de las fórmulas exteriores, de los meros procesos de la razón y de la ciencia, las generaciones que nos precedieron derrocaron todos los fundamentos de la fe cristiana, porque su crítica bíblica, ascendiendo de la crítica de los textos a la crítica mitológica, redujo los evangelios y la anterior hierografía de los judíos a un montón dudoso de mitos, de leyendas y de mera literatura; y su crítica científica señaló gradualmente los errores, las ingenuidades salvajes de la «ciencia» primitiva de los evangelios; y, al mismo tiempo, la libertad de discusión, que sacó a pública discusión todos los problemas metafísicos, arrastró con ellos a los problemas religiosos donde perteneciesen a la metafísica. Ebrias de algo dudoso, a lo que llamaron «positividad», esas generaciones criticaron toda la moral, escudriñaron todas las reglas de vida, y de tal choque de doctrinas sólo quedó la seguridad de ninguna, y el dolor de no existir esa seguridad. Una sociedad indisciplinada así en sus fundamentos culturales no podía, evidentemente, ser otra cosa que víctima, en la política, de esa indisciplina; y así fue como despertamos a un mundo ávido de novedades sociales, y que con alegría iba a la conquista de una libertad que no sabia lo que era, de un progreso que nunca definió.

Pero el criticismo ordinario de nuestros padres, si nos legó la imposibilidad de ser cristianos, no nos legó el contentamiento con que la tuviésemos; si nos legó la incredulidad en las fórmulas morales establecidas, no nos legó la indiferencia ante la moral y las reglas de vivir humanamente; si dejó dudoso el problema político, no dejó indiferente a nuestro espíritu ante cómo se resolvería ese problema. Nuestros padres destruyeron alegremente porque vivían en una época que todavía tenía reflejos de la solidez del pasado. Era aquello mismo que destruían lo que prestaba fuerza a la sociedad para que pudiesen destruir sin sentir agrietarse al edificio. Nosotros heredamos la destrucción y sus resultados.

En la vida de hoy, el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación.

4

 

Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fés. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Orientes y Occidentes otras formas religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir.

Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la representa: pasar a otras religiones es perder ésta y, por fin, perderlas a todas.

Nosotros perdimos ésta, y también las otras.

Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto al que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula aventurera de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso.

Sin ilusiones, vivimos apenas del sueño, que es la ilusión de quien no puede tener ilusiones. Viviendo de nosotros mismos, nos disminuimos, porque el hombre completo es el hombre que se ignora. Sin fe, no tenemos esperanza, y sin esperanza no tenemos propiamente vida. No teniendo una idea del futuro, tampoco tenemos una idea de hoy, porque el hoy, para el hombre de acción, no es sino un prólogo del futuro. La energía para luchar nació muerta con nosotros, porque nosotros nacimos sin el entusiasmo de la lucha.

Unos de nosotros se estancaron en la conquista necia de lo cotidiano, ordinarios y bajos buscando el pan de cada día, y queriendo obtenerlo sin trabajo sentido, sin la conciencia del esfuerzo, sin la nobleza de la consecución.

Otros, de mejor estirpe, nos abstuvimos de la cosa pública, nada queriendo y nada deseando, e intentando llevar hasta el calvario del olvido la cruz de existir simplemente. Imposible esfuerzo en quien no tiene, como el portador de la Cruz , un origen divino en la conciencia.

Otros se entregaron, atareados por fuera del alma, al culto de la confusión y del ruido, creyendo vivir cuando se oían, creyendo amar cuando chocaban contra las exterioridades del amor. Vivir, nos dolía, porque sabíamos que estábamos vivos: morir, no nos aterraba, porque hablamos perdido la noción normal de la muerte.

Pero otros., Raza del Final, límite espiritual de la Hora Muerta , no tuvieron el valor de la negación y el asilo en sí mismos. Lo que vivieron fue en la negación, en el desconocimiento y en el desconsuelo. Pero lo vivimos desde dentro, sin gestos, encerrados siempre, por lo menos en el género de vida, entre las cuatro paredes del cuarto y los cuatro muros de no saber hacer.

 

5

 

Envidio -pero no sé si envidio- a aquellos de quienes se puede escribir una biografía, o que pueden escribir la propia. En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi biografía sin hechos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones y, si nada digo en ellas, es que no tengo nada que decir.

¿Qué tiene alguien que confesar que valga o que sirva? Lo que nos ha sucedido, o le ha sucedido a todo el mundo o sólo a nosotros; en un caso, no es novedad, y en el otro no es cosa que se comprenda. Si escribo lo que siento es porque así disminuyo la fiebre de sentir. Lo que confieso no tiene importancia, pues nada tiene importancia. Hago paisajes con lo que siento. Hago fiestas de las sensaciones. Comprendo bien a las bordadoras gracias a la amargura, y a las que hacen punto de media porque hay vida. Mi tía vieja hacía solitarios durante lo infinito de la velada. Estas confesiones de sentir son solitarios míos. No los interpreto, como quien usase cartas para saber el destino. No los ausculto, porque en los solitarios las cartas no tienen propiamente valor. Me desenrollo como una madeja multicolor, o hago conmigo figuras de cordel, como las que se tejen entre los dedos estirados y se pasan de unos niños a otros. Sólo me preocupo de que el pulgar no estropee el lazo que le corresponde. Después, vuelvo la mano y la imagen resulta diferente. Y vuelvo a empezar.

Vivir es hacer punto de media con una intención de los demás. Pero, al hacerlo, el pensamiento es libre, y todos los príncipes encantados pueden pasear por sus parques entre zambullida y zambullida de la aguja de marfil de pico al revés. Punto de ganchillo de las cosas... Intervalo... Nada...

Por lo demás, ¿con qué puedo contar conmigo? Una acuidad horrible de las sensaciones, y la comprensión profunda de estar sintiendo... Una inteligencia aguda para destruirme, y un poder de ensueño ávidamente deseoso de entretenerme... Una voluntad muerta y una reflexión que la arrulla, como a un hijo vivo... Sí, punto de ganchillo...

 

 

6

 

Encaro serenamente, sin nada más que lo que en el alma represente una sonrisa, el encerrárseme siempre la vida en esta Calle de los Doradores, en esta oficina, en esta atmósfera de esta gente. Tener lo que me dé para comer y beber, y donde vivir, y el poco espacio libre en el tiempo para soñar, escribir -dormir-, ¿qué más puedo yo pedir a los Dioses o esperar del Destino?

He tenido grandes ambiciones y sueños dilatados -pero también los tuvo el cargador o la modistilla, porque sueños los tiene todo el mundo: lo que nos diferencia es la fuerza de conseguir o el destino de conseguirse con nosotros.

En sueños, soy igual al cargador y a la modistilla. Sólo me diferencia de ellos el saber escribir. Sí, es un acto, una realidad mía que me diferencia de ellos. En el alma, soy su igual.

Bien sé que hay islas del Sur y grandes amores cosmopolitas y (...)

Si yo tuviese el mundo en la mano, lo cambiarla, estoy seguro, por un billete para [la] Calle de los Doradores.

Tal vez mi destino sea eternamente ser contable, y la poesía o la literatura una mariposa que, parándoseme en la cabeza, me torne tanto más ridículo cuanto mayor sea su propia belleza.

Sentiré añoranzas de Moreira, ¿pero qué son las añoranzas ante las grandes ascensiones?

Sé bien que el día que sea contable de la casa Vasques y C. será uno de los grandes días de mi vida. Lo sé con una anticipación amarga e irónica, pero lo sé con la ventaja intelectual de la certidumbre.

 

 

7

 

El patrón Vasques. Siento, muchas veces, inexplicablemente, la hipnosis del patrón Vasques. ¿Qué es para mi ese hombre, salvo el obstáculo ocasional de ser el dueño de mis horas, durante un tiempo diurno de mi vida? Me trata bien, me habla con amabilidad, salvo en los momentos bruscos de preocupación desconocida en que no habla bien a alguien. Sí, ¿pero por qué me preocupa? ¿Es un símbolo? ¿Es una razón? ¿Qué es?

El patrón Vasques. Me acuerdo ya de él en el futuro con la nostalgia que sé que he de sentir entonces. Estaré tranquilo en una casa pequeña de los alrededores de algo, gozando de un sosiego en el que no haré la obra que no hago ahora, y buscaré, para continuar el no haberla hecho, disculpas diferentes de aquella en que hoy me esquivo a mí mismo. O estaré internado en un asilo de mendigos, feliz por la derrota completa, mezclado con la ralea de los que se creyeron genios y no fueron más que mendigos con sueños, junto con la masa anónima de los que no tuvieron poder para triunfar ni renuncia generosa para triunfar A revés. Esté donde esté, recordaré con nostalgia al patrón Vasques, a la oficina de la Calle de los Doradores, y la monotonía de la vida cotidiana será para mí como el recuerdo de los amores que no tuve, o de los triunfos que no habrían de ser míos.

El patrón Vasques. Veo hoy desde allí, como le veo hoy desde aquí mismo -estatura media, achaparrado, ordinario con límites y afectos, franco y astuto, brusco y afable-, jefe, aparte su dinero, en las manos peludas y lentas, con las venas marcadas como pequeños músculos coloreados, el pescuezo lleno pero no gordo, los carrillos colorados y al mismo tiempo tersos, bajo la barba oscura siempre afeitada a tiempo. Le veo, veo sus ojos de vagar enérgico, los ojos que piensan para dentro cosas de fuera, recibo la perturbación de su ocasión en que no le agrado, y mi alma se alegra con su sonrisa, una sonrisa ancha y humana, como el aplauso de una multitud.

Será, tal vez, porque no hay cerca de mí una figura más importante que el patrón Vasques por lo que, muchas veces, esa figura vulgar y hasta ordinaria se me enreda en la inteligencia y me distrae de mí mismo. Creo que hay símbolo. Creo o casi creo que en alguna parte, en una vida remota, este hombre fue en mi vida algo más importante que lo que es hoy.

 

 

8

 

¡Ah, comprendo! El patrón Vasques es la Vida. La Vida, monótona y necesaria, dirigente y desconocida. Este hombre trivial representa la trivialidad de la Vida. Él lo es todo para mí, por fuera, porque la Vida lo es todo para mí por fuera.

Y, si la oficina de la Calle de los Doradores representa para mí la Vida , este segundo piso mío, donde vivo, en la misma Calle de los Doradores, representa para mí el Arte. Sí, el Arte, que vive en la misma calle que la Vida , aunque en un sitio diferente, el Arte que alivia de la Vida sin aliviar de vivir, que es tan monótono como la misma Vida, pero sólo en un sitio diferente. Sí, esta Calle de los Doradores comprende para mi todo el sentido de las cosas, la solución de todos los enigmas, salvo el de que existan los enigmas, que es lo que no puede tener solución.

 

 

10

 

Prefiero la prosa al verso, como modo de arte, por dos razones, la primera de las cuales, que es mía, es que no puedo escoger, pues soy incapaz de escribir en verso. La segunda, sin embargo, es de todos, y no es -lo creo de verdad- una sombra o disfraz de la primera. Vale, pues, la pena que la deshile, porque afecta al sentido íntimo de todo el valor del arte.

Considero al verso una cosa intermedia, un paso de la música a la prosa. Como la música, el verso es limitado por leyes rítmicas que, aunque no sean las leyes rígidas del verso regular, existen sin embargo como defensas, coacciones, dispositivos automáticos de opresión y castigo. En la prosa hablamos libres. Podemos incluir ritmos musicales y, a pesar de ello, pensar. Podemos incluir ritmos poéticos y, sin embargo, estar fuera de ellos. Un ritmo ocasional de verso no estorba a la prosa; un ritmo ocasional de prosa hace tropezar al verso.

En la prosa se engloba todo el arte, en parte porque en la palabra está contenido todo el mundo, en parte porque en la palabra libre está contenida toda la posibilidad de decirlo y pensarlo. En la prosa lo damos todo, por transposición: el color y la forma, que la pintura no puede dar sino directamente, en ellos mismos, sin dimensión Intima; el ritmo, que la música no puede dar sino directamente, en él mismo, sin cuerpo formal, ni ese segundo cuerpo que es la idea; la estructura, que el arquitecto tiene que formar con cosas duras, dadas, exteriores, y nos erguimos en ritmos, en indecisiones, en decursos y fluideces; la realidad, que el escultor tiene que dejar en el mundo, sin aura ni transubstanciación; la poesía, en fin, en la que el poeta, como el iniciado en una orden oculta, es siervo, aunque voluntario, de un grado y de un ritual.

Estoy seguro de que, en un mundo civilizado perfecto, no habría otro arte que la prosa. Dejaríamos los ponientes a los ponientes, procurando tan sólo, en arte, comprenderlos verbalmente, transmitiéndolos así en una música inteligible del corazón. No haríamos escultura de los cuerpos, que guardarían, propios, vistos y tocados, su relieve móvil y su tibieza suave. Haríamos casas sólo para vivir en ellas, que es, al fin, aquello para lo que son. La poesía quedaría para que los niños se acercasen a la prosa futura; que la poesía es, por cierto, algo infantil, mnemónico, auxiliar e inicial.

Hasta las artes menores, o aquellas a las que podemos llamar así, se reflejan, susurrantes, en la prosa. Hay prosa que danza, que canta, que se declama a sí misma. Hay ritmos verbales que son bailes en que la idea se desnuda sinuosamente, con una sensualidad translúcida y perfecta. Y hay también en la prosa sutilezas convulsas en que un gran actor, el Verbo, transmuta rítmicamente en su substancia corpórea el misterio impalpable del Universo.

18-10-1931.

 

11

 

Todo se penetra. La lectura de los clásicos, que no distinguen los ocasos, me ha vuelto inteligibles muchos ocasos, en todos sus colores. Hay una relación entre la competencia sintáctica, por la que se distinguen los valores de los seres, de los sonidos y de las formas, y la capacidad de comprender cuándo el azul del cielo es realmente verde, y qué parte del amarillo existe en el verde azul del cielo.

En el fondo es lo mismo: la capacidad de distinguir y de sutilizar. Sin sintaxis no hay emoción duradera. La inmortalidad es una función de los gramáticos.

 

 

15

 

No conozco un placer como el de los libros, y poco leo. Los libros son presentaciones a los sueños, y no necesita presentaciones quien, con la facilidad de la vida, entre en conversación con ellos. Nunca he podido leer un libro entregándome a él; siempre, a cada paso, el comentario de la inteligencia o de la imaginación me ha interrumpido la secuencia de la propia narrativa. Después de unos minutos, quien escribía era yo, y lo que estaba escrito no estaba en ninguna parte.

Mis lecturas predilectas son la repetición de los libros triviales que duermen conmigo a mi cabecera. Hay dos que nunca me dejan - la Retórica del Padre Figueiredo y las Reflexiones sobre la Lengua Portuguesa del Padre Freire. Estos libros los releo siempre, y bien; y, si es cierto que ya los he leído muchas veces, también es cierto que no he leído seguido ninguno de ellos. Debo a estos libros una disciplina que casi creo imposible en mí; una regla de escribir objetivado, una ley de la razón de que las cosas estén escritas.

El estilo afectado, claustral, humilde, del Padre Figueiredo es una disciplina que hace las delicias de mi entendimiento. La difusión, casi siempre sin disciplina, del Padre Freire entretiene a mi espíritu sin cansar, y me educa sin causarme preocupaciones. Son espíritus de eruditos y de sosegados que le sientan bien a mi ninguna disposición para ser como ellos, o como cualquier otra persona.

Leo y me abandono, no a la lectura, sino a mí mismo. Leo y me adormezco, y es como entre sueños como sigo la descripción de las figuras retóricas del Padre Figueiredo, y es por bosques encantados por donde oigo al Padre Freire enseñar que se debe decir Magdalena, pues Madalena sólo lo dice el vulgo.

 

 

18

 

Todo se me evapora. Mi vida entera, mis recuerdos, mi imaginación y lo que contiene, mi personalidad, todo se me evapora. Continuamente siento que he sido otro, que he sentido otro, que he pensado otro. Aquello a lo que asisto es un espectáculo con otro escenario. Y aquello a lo que asisto soy yo.

Encuentro a veces, en la confusión vacía de mis gavetas literarias, papeles escritos por mi hace diez años, hace quince años, hace quizá más años. Y muchos de ellos me parecen de un extraño; me desreconozco en ellos. Hubo quien los escribió, y fui yo. Los sentí yo, pero fue como en otra vida, de la que hubiese despertado como de un sueño ajeno.

Es frecuente que encuentre cosas escritas por mí cuando todavía era muy joven, fragmentos de los diecisiete años, fragmentos de los veinte años. Y algunos tienen un poder de expresión que no recuerdo poder haber tenido en aquel tiempo de mi vida. Hay en ciertas frases, en varios períodos, de cosas escritas a pocos pasos de mi adolescencia, que me parecen producto de tal cual soy ahora, educado por años y por cosas. Reconozco que no soy el mismo que era. Y, habiendo sentido que me encuentro hoy en un progreso grande de lo que he sido, pregunto dónde está el progreso si entonces era el mismo que soy ahora.

Hay en esto un misterio que me desvirtúa y me oprime.

Hace unos días sufrí una impresión espantosa con un breve escrito de mi pasado. Recuerdo perfectamente que mi escrúpulo, por lo menos relativo, por el lenguaje data de hace pocos años. Encontré en una gaveta un escrito mío, mucho más antiguo, en que ese mismo escrúpulo estaba fuertemente acentuado. No me comprendí en el pasado positivamente. ¿Cómo he avanzado hacia lo que ya era? ¿Cómo me he conocido hoy lo que me desconocí ayer? Y todo se me confunde en un laberinto donde, conmigo, me extravío de mí.

Devaneo con el pensamiento, y estoy seguro de que esto que escribo ya lo he escrito. Lo recuerdo. Y pregunto al que en mí presume de ser si no habrá en el platonismo de las sensaciones otra anamnesis más inclinada, otro recuerdo de una vida anterior que apenas sea de esta vida...

Dios mío, Dios mío, ¿a quién asisto? ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es este intervalo que hay entre mí y mí?

 

 

20

OMAR KHAYYÁN

 

Omar tenía una personalidad; yo, afortunada o desgraciadamente, no tengo ninguna. De lo que soy a una hora, a la hora siguiente me separo; de lo que he sido un día, al día siguiente me he olvidado. Quien, como Omar, es quien es, vive en un solo mundo, que es el exterior; quien, como yo, no es quien es, vive no sólo en el mundo exterior, sino en un sucesivo y diverso mundo interior. Su filosofía, aunque quiera ser la misma que la de Omar, forzosamente no podrá serlo. Así, sin que de verdad lo quiera, tengo en mí, como si fuesen almas, las filosofías que critique; Omar podía rechazarlas todas, pues eran exteriores a él; no las puedo rechazar yo, porque son yo.

 

 

21

 

Al final de este día queda lo que quedó de ayer y quedará de mañana: el ansia insaciable e innúmera de ser siempre el mismo y otro.

 

 

22

 

Mi hábito vital de incredulidad en todo, especialmente en el instinto, y mi actitud natural de insinceridad, son la negación de obstáculos en que hago esto constantemente. En el /fondo/, lo que sucede es que hago de los otros mi sueño, doblándome sus opiniones para, expandiéndolas por medio de mi raciocinio y mi intuición, volverlas mías y (yo, no teniendo opinión, puedo tener las de ellos lo mismo que cualesquiera otras) para doblarías a mi gusto y hacer de sus opiniones cosas emparentadas con mis sueños.

De tal manera antepongo el sueño a la vida que consigo, en el trato verbal, (no teniendo otro) continuar soñando, y persistir, a través de las opiniones ajenas y de los sentimientos de los demás, en la línea fluida de la vida, una personalidad amorfa.

Cada otro es un canal o una reguera por donde el agua del mar sólo corre a gusto de ellos, marcado, con los resplandores del agua al sol, el curso curvo de su orientación más realmente que podría hacerlo su sequedad.

Pareciéndole a veces, a mi análisis rápido, parasitar a los otros, lo que sucede en realidad es que les obligo a ser parásitos de mi posterior emoción. Hábito de vivir las /cortezas/ de sus individualidades. Calco sus pisadas en arcilla de mi espíritu y así, más que ellos, llevándolas para dentro de mi conciencia, he dado sus pasos y andado por su(s) camino(s).

En general, debido al hábito que tengo de, desdoblándome, seguir al mismo tiempo dos, diferentes operaciones /mentales/, yo, al paso que me voy adaptando en exceso y lucidez al sentir de ellos, voy analizando en mí su desconocido estado de alma, haciendo el análisis puramente objetivo de lo que ellos son y piensan. Así, entre sueños, y sin abandonar mi devaneo ininterrumpido, voy, no sólo viviéndoles la esencia refinada de sus emociones a veces muertas, sino comprendiendo y clasificando las lógicas interconexas de las diferentes fuerzas de su espíritu que yacían a veces en un estado simple de su alma.

Y, en medio de todo esto, su fisonomía, su traje, sus gestos, no se me escapan. Vivo al mismo tiempo sus sueños, el alma del instinto y el cuerpo y actitudes suyas. En una gran dispersión unificada, me ubiquito en ellos y creo y soy, a cada instante de la conversación, una multitud de seres, conscientes e inconscientes, analizados y analíticos, que se reúnen en un abanico abierto.

 

 

23

LA SOCIEDAD EN QUE VIVO

 

Toda de sueño. Mis amigos soñados. Sus familias, hábitos, profesiones y (...)

 

 

24

 

Mi alma es una orquesta oculta; no sé qué instrumentos tañe o rechina, cuerdas y harpas, timbales y tambores, dentro de mi. Sólo me conozco como sinfonía.

 

 

25

 

Hoy he llegado, de repente, a una sensación absurda y justa. Me he dado cuenta, en un relámpago intimo, de que no soy nadie. Nadie, absolutamente nadie. Cuando brilló el relámpago, aquello donde había supuesto una ciudad era una llanura desierta; y la luz siniestra que me mostró a mí no reveló un cielo encima de ella. Me han robado el poder de ser antes de que el mundo fuese. Si tuve que reencarnar, he reencarnado sin mi, sin haber reencarnado yo.

Soy los alrededores de una ciudad que no existe, el comentario prolijo a un libro que no se ha escrito. No soy nadie, nadie.

No sé sentir, no sé pensar, no sé querer. Soy una figura de novela por escribir, que pasa aérea, y deshecha sin haber sido, entre los sueños de quien no supo completarme.

Pienso siempre, siento siempre; pero mi pensamiento no contiene raciocinios, mi emoción no contiene emociones. Estoy cayendo, desde la trampa de allí arriba, por todo el espacio infinito, en una caída sin dirección, infinítupla y vacía. Mi alma es un maelstrom negro, vasto vértigo alrededor del vacío, movimiento de un océano infinito en torno a un agujero de nada, y en las aguas que son más giro que aguas boyan todas las imágenes de lo que he visto y oído en el mundo -van casas, caras, libros, cajones, rastros de música y sílabas de voces, en un remolino siniestro y sin fondo.

Y yo, verdaderamente yo, soy el centro que no existe en esto sino mediante una geometría del abismo; soy la nada en torno a la cual gira este movimiento, sin que ese centro exista sino porque todo circulo lo tiene. Yo, verdaderamente yo, soy el pozo sin muros, pero con la viscosidad de los muros, el centro de todo con la nada alrededor.

Y es, en mí, como si el infierno mismo riese, sin por lo menos la humanidad de los diablos riéndose, la locura graznada del universo muerto, el cadáver rodante del espacio físico, el fin de todos los mundos fluctuando negro al viento, disforme, anacrónico, sin Dios que lo hubiese creado, sin él mismo que está rodando en las tinieblas de las tinieblas, imposible, único, todo.

¡Poder saber pensar! ¡Poder saber sentir!

Mi madre murió muy pronto, y yo no llegué a conocerla...

1-12-1931.

 

26

 

Dar a cada emoción una personalidad, a cada estado de alma un alma.

 

27

 

No teniendo nada que hacer; ni que pensar en hacer, voy a poner en este papel la descripción de un ideal: apunte.

La sensibilidad de Mallarmé dentro del estilo de Vieira; soñar como Verlaine en el cuerpo de Horacio; ser Homero a la luz de la luna.

Sentirlo todo de todas las maneras; saber pensar con las emociones y sentir con el pensamiento; no desear mucho sino con la imaginación; sufrir con coquetería; ver claro para escribir justo; conocerse con fingimiento y táctica; naturalizarse diferente y con todos los documentos; en suma, usar por dentro todas las sensaciones, quitándoles las cáscara hasta llegar a Dios; pero envolver de nuevo y reponer en el escaparate como ese dependiente que desde aquí estoy viendo con las cajas pequeñas de betún de la nueva marca.

Todos estos ideales, posibles o imposibles, se acaban ahora. Tengo la realidad ante mí: no es ni siquiera el dependiente, es su mano (a él no le veo), tentáculo absurdo de un alma con familia y suerte que hace muecas de araña sin tela en el estirarse de la reposición de allí enfrente.

/Y una de las cajas se ha caído, como el destino de todo el mundo./

¿1930?

 

28

 

«Sentir es un tostón.» Estas palabras casuales de la conversación de unos minutos de no sé qué comensal se han quedado brillando para siempre en el suelo de mi memoria. La misma forma plebeya de la frase le pone sal y pimienta.

 

 

29

 

Crear dentro de mí un estado con una política, con partidos y revoluciones, y ser yo todo esto, ser yo Dios en el panteísmo real de ese pueblo mío, esencia y acción de sus cuerpos, de sus almas, de la tierra que pisan y de los actos que hacen. Ser todo, ser ellos y no ellos. ¡Ay de mi! Éste es todavía uno de los sueños que no logro realizar. Si lo realizase tal vez me moriría, no sé por qué, pero no se debe poder vivir después de esto, tamaño el sacrilegio cometido contra Dios, tamaña usurpación del poder divino de serlo todo.

¡El placer que me proporcionaría crear un jesuitismo de las sensaciones!

Hay metáforas que son más reales que la gente que anda por la calle. Hay imágenes en los escondrijos de los libros que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una individualidad absolutamente humana. Pasos de parágrafos míos hay que me hielan de pavor, tan nítidamente gente los siento, tan recortados contra las paredes de mi cuarto, en la noche, en la sombra, (...) He escrito frases cuyo sonido, leídas en voz alta o baja -es imposible ocultar su sonido- es absolutamente el de una cosa que ha cobrado exterioridad absoluta y alma enteramente.

¿Por qué expongo yo de vez en cuando procedimientos contradictorios e inconciliables de soñar y de aprender a soñar? Porque, probablemente, tanto me he acostumbrado a sentir lo falso como lo verdadero, lo soñado tan nítidamente como lo visto, que he perdido la distinción humana, falsa creo, entre la verdad y la mentira.

Basta que yo vea nítidamente, con los ojos o con los oídos, o con otro sentido cualquiera, para que sienta que aquello es real. Puede, incluso, ser que yo sienta dos cosas inconjugables al mismo tiempo. No importa.

Hay criaturas que son capaces de sufrir durante largas horas por no serles posible ser una figura de un cuadro o de un naipe de baraja de cartas. Hay almas sobre quien pesa como una maldición el no serles posible ser hoy gente de la edad media. Este sentimiento me sucedió en tiempos. Hoy no me sucede. Me he refinado más allá de eso. Pero me duele, por ejemplo, no poder soñarme dos reyes en reinos diferentes, pertenecientes, por ejemplo, a universos con diferentes especies de espacios y tiempos. No conseguir esto me disgusta verdaderamente. Me sabe a pasar hambre.

Poder soñar lo inconcebible visualizándolo es uno de los grandes triunfos que ni yo, que soy tan grande, consigo sino raras veces. Si, soñar que soy por ejemplo, simultáneamente, separadamente, inconfusamente, el hombre y la mujer de un paseo que un hombre y una mujer se dan a la orilla de un río. Verme, al mismo tiempo, con igual nitidez, del mismo modo, sin mezcla, siendo las dos cosas con igual integración en ellas, un navío consciente en un mar del Sur y una página impresa de un libro antiguo. ¡Qué absurdo parece esto! Pero todo es absurdo, y el sueño es, sin embargo, lo que menos lo es.

 

 

30

 

Me he creado eco y abismo, pensando. Me he multiplicado profundizándome. El más pequeño episodio -una alteración que sale de la luz, la caaaída enrollada de una hoja seca, el pétalo que se despega amarillecido, la voz del otro lado del muro o los pasos de quien la dice junto a los de quien la debe escuchar, el portón entreabierto de la quinta vieja, el patio que se abre con un arco de las casas aglomeradas a la luz de la luna-, todas estas cosas, que no me pertenecen, me prenden la meditación sensible con lazos de resonancia y de añoranza. En cada una de esas sensaciones soy otro, me renuevo dolorosamente en cada impresión indefinida.

Vivo de impresiones que no me pertenecen, perdulario de renuncias, otro en el modo como soy yo.

 

 

31

 

He creado en mí varias personalidades. Creo personalidades constantemente. Cada sueño mío es inmediatamente, en el momento de aparecer soñado, encarnado en otra persona, que pasa a soñarlo, y yo no.

Para crear, me he destruido; tanto me he exteriorizado dentro de mi, que dentro de mí no existo sino exteriormente. Soy la escena viva por la que pasan varios actores representando varias piezas.

 

 

32

 

Encontrar la personalidad en la pérdida de ella -la misma fe abona este sentido de destino.

 

 

34

No creo en el paisaje. Sí. No lo digo porque crea en el «el paisaje es un estado de alma» de Amiel, uno de los buenos momentos verbales de la más insoportable interioridad. Lo digo porque no creo.

 

 

36

ENCOGIMIENTO DE HOMBROS

 

Damos comúnmente a nuestras ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño es porque parece un sueño por fuera; si llamamos a la muerte una nueva vida, es porque parece una cosa diferente a la vida. Con pequeños malentendidos con la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser felices.

Pero así es toda la vida; así, por lo menos, es ese sistema de vida particular al que, en general, se llama civilización. La civilización consiste en dar a algo un nombre que no le compete, y después soñar sobre el resultado. Y, realmente, el nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva realidad. El objeto se vuelve realmente otro. Manufacturamos ideales. La materia prima sigue siendo la misma, pero la forma, que el arte le ha dado, la aleja de continuar siendo efectivamente la misma. Una mesa de pino es pino pero también es mesa. Nos sentamos a la mesa y no al pino. Un amor es un instinto sexual, pero no amamos con el instinto sexual, sino con la presuposición de otro sentimiento. Y esa presuposición es ya, en efecto, otro sentimiento.

No sé qué efecto sutil de luz, o ruido vago, o memoria de perfume o música, tañida por no sé qué influencia externa, me ha traído de repente, en pleno ir por la calle, estas divagaciones que anoto sin prisa, al sentarme, en el café, distraídamente. No sé a dónde iba a conducir los pensamientos, o dónde preferiría conducirlos. El día es de una leve niebla húmeda y caliente, triste sin amenazas, monótono sin razón. Me duele un sentimiento que desconozco; me falta un argumento no sé sobre qué; no tengo deseo en los nervios. Estoy triste por debajo de la conciencia. Y escribo estas líneas, realmente mal-anotadas, no para decir esto, ni para decir nada, sino para dar un trabajo a mi distracción. Voy llenando lentamente, a trazos flojos de lápiz -que no tengo sentimentalismo para afilar- el papel blanco de envolver los bocadillos que me han dado en el café, porque no necesitaba uno mejor y cualquiera servía, siempre que fuese blanco. Y me doy por satisfecho. Me reclino. La tarde cae monótona y sin lluvia, con un tono de luz desalentado e inseguro... Y dejo de escribir porque dejo de escribir.

 

 

40

 

Lo que hay de más deleznable en los sueños es que todos los tienen. En algo piensa en la oscuridad el cargador que se amodorra de día contra la farola en el intervalo de los carreteos. Sé en qué entrepiensa: es en lo mismo en que yo me abismo entre asentamiento y asentamiento en el tedio estival de la oficina tranquilísima.

 

41

 

Me da más pena de los que sueñan lo probable, lo legítimo y lo próximo, que de los que devanean sobre lo lejano y lo extraño. Los que sueñan en grande, o están locos y creen en lo que sueñan y son felices, o son devaneadores sencillos, para quienes el devaneo es una música del alma que los arrulla sin decirles nada. Pero el que sueña lo posible tiene la posibilidad real de la verdadera desilusión. No puede pesarme mucho el haber dejado de ser emperador romano, pero puede dolerme el no haberle hablado nunca a la costurera que, hacia las nueve, dobla siempre la esquina de la derecha. El sueño que nos promete lo imposible ya nos priva con eso de ello, pero el sueño que nos promete lo posible se entromete en la propia vida y delega en ella su solución. Uno, vive exclusivo e independiente; el otro, sometido a las contingencias del acontecer.

Por eso amo los paisajes imposibles y las grandes zonas desiertas de las llanuras en las que nunca voy a estar. Las épocas históricas pasadas son de pura maravilla, pues, desde luego, no puedo pensar que se realizarán conmigo. Duermo cuando sueño lo que no existe; me despierto cuando sueño lo que puede existir.

Me asomo, desde una de las ventanas de la oficina abandonada a mediodía, a la calle en la que mi distracción siente movimientos de gente en los ojos, y no los ve, desde la distancia de mi meditación. Me duermo sobre los codos, donde me duele la barandilla, y sé de nada con una gran promesa. Los pormenores de la calle sin animación por la que muchos andan se me destacan en un alejamiento mental: los cajones apiñados en el carro, los sacos a la puerta del almacén del otro y, en el escaparate distante de la tienda de ultramarinos de la esquina, el vislumbre de las botellas de ese vino de Oporto que sueño que nadie puede comprar. Se me aísla el espíritu de la mitad de la materia. Investigo con la imaginación. La gente que pasa por la calle es siempre la misma que ha pasado hace poco, es siempre el aspecto fluctuante de alguien, manchas sin movimiento, voces de incertidumbre, cosas que pasan y no llegan a suceder.

La anotación con la conciencia de los sentidos, antes que con los mismos sentidos...La posibilidad de otras cosas...Y, de repente, suena, detrás de mí, en la oficina, la llamada metafísicamente abrupta del mancebo. Siento que podría matarlo por haber interrumpido lo que no estaba pensando. Le miro, volviéndome, con un silencio lleno de odio, escucho anticipadamente, con una tensión de homicidio latente, la voz que va gastar en decirme algo. Se sonríe desde el fondo de la casa y me da las buenas tardes en voz alta. Le odio como al universo. Tengo los ojos pesados de sopor.

 

 

43

 

Desde el principio empañado del día caliente y falso, unas nubes oscuras y de contornos mal rotos rondaban a la ciudad oprimida. Por los lados a los que llamamos de la barra, sucesivas y torvas, esas nubes se superponían, y una anticipación de tragedia se entendía con ellas desde el indefinido torpor de las calles contra el sol alterado.

Era mediodía y ya, a la salida para el almuerzo, pesaba una esperanza mala en la atmósfera empalidecida. Harapos de nubes harapientas negreaban en su delantera. El cielo, hacia los lados del Castillo, estaba limpio, pero de un azul malo. Hacía sol pero no apetecía disfrutar de él.

A la una y media de la tarde, al regresar a la oficina, parecía más limpio el cielo, pero sólo hacia un lado antiguo. Sobre los lados de la barra estaba, verdaderamente, más descubierto. Sobre la parte norte de la ciudad, sin embargo, las nubes se juntaban lentamente en una sola nube -negra, implacable- que avanzaba lentamente con garras romas de blanco ceniciento en la punta de los brazos negros. Dentro de poco alcanzarla al sol, y los ruidos de la ciudad parece que se sofocaban con el esperarla. Estaba, o parecía, un poco más límpido el cielo por los lados del este, pero el calor resultaba más desagradable. Se sudaba en la sombra de la habitación grande de la oficina. «Por ahí viene una buena tormenta», dijo Moreira, y volvió la página del Libro Mayor.

A las tres de la tarde ya había fracasado toda la acción del sol. Fue preciso -y era triste porque era verano- encender la luz eléctrica: primero al fondo de la habitación grande, donde estaban empaquetando las remesas, después ya en medio de la habitación, donde se hacia difícil hacer sin cometer errores las guías de las remesas y anotar en ellas los números de las señales del ferrocarril. Por fin, ya eran casi las cuatro, hasta nosotros -los privilegiados de las ventana- no veíamos agradablemente para trabajar. La oficina fue iluminada. El patrón Vasques tiró de la antepuerta del despacho y dijo al salir: «Moreira, yo tenía que ir a Bemfica pero no voy; se va a hartar de llover». «Y es por aquel lado», respondió Moreira, que vivía al lado de la Avenida 2. Los ruidos de la calle se destacaron de repente, se alteraron un poco, y era, no sé por qué, un poco triste el sonido de la campanilla de los tranvías en la calle paralela y cercana.

 

 

47

 

Hay días en que cada persona que encuentro y, aún más, las personas con las que convivo cotidianamente y a la fuerza, asumen aspecto de símbolos y, o aislados o juntándose, forman una escritura profética u oculta, descriptiva en sombras de mi vida. La oficina se me vuelve una página con palabras de gente; la calle es un libro; las palabras cambiadas con los habituales, los desacostumbrados que encuentro, son decires para los que me falta el diccionario pero no del todo el entendimiento. Hablan, expresan, sin embargo no es de ellos de quien hablan, ni es a ellos a quienes expresan; son palabras, lo he dicho, y no muestran, dejan transparecer. Pero, en mi visión crepuscular, sólo vagamente distingo lo que esas vidrieras súbitas, reveladas en la superficie de las cosas, admiten del interior que velan y revelan. Entiendo sin conocimiento, como un ciego al que hablasen en colores.

Pasando a veces por la calle, oigo trozos de conversaciones íntimas, y casi todas son de la otra mujer, del otro hombre, del muchacho de la alcahueta o de la amante de aquel...

Llevo, sólo por haber oído estas sombras de discurso humano que es, a fin de cuentas, todo aquello en que se ocupan la mayoría de las vidas conscientes, un tedio de asco, una angustia de exilio entre arañas y la conciencia súbita de mi encogimiento entre la gente real; la condenación de ser vecino igual, ante el señorío y el sitio, de los otros inquilinos de la aglomeración mirando con asco, por entre las verjas traseras del almacén del entresuelo, la basura ajena que se amontona con la lluvia en el zaguán que es mi vida.

 

 

48

 

Tres días seguidos de calor sin calma, tempestad latente en el malestar de la quietud de todo, han traído, porque la tempestad se ha escurrido hacia otro sitio, un leve fresco tibio y grato a la superficie lúcida de las cosas. Así a veces, en este decurso de la vida, el alma, que ha sufrido porque la vida le ha pesado, siente súbitamente un alivio, sin que haya sucedido en ella nada que lo explique.

Concibo que seamos climas sobre los que gravitan amenazas de tormenta, realizadas en otro sitio.

La inmensidad vacía de las cosas, el gran olvido que hay en el cielo y la tierra...

 

 

52

 

Cuando duermo muchos sueños, salgo a la calle, con los ojos abiertos, todavía con el rastro y la seguridad de ellos. Y me pasmo de mi automatismo, con el que los demás me desconocen. Porque atravieso la vida cotidiana sin soltar la mano de la nodriza astral, y mis pasos por la calle van de acuerdo y consonantes con oscuros designios de la imaginación del sueño. Y, por la calle, voy seguro; no voy oscilando; respondo bien; existo.

Pero, cuando se produce un intervalo, y no tengo que vigilar el curso de mi marcha, para evitar vehículos o no estorbar a los peatones, cuando no tengo que hablarle a alguien, ni me pesa la entrada de una puerta próxima, me voy de nuevo por las aguas del sueño, como un barquito de papel, y de nuevo regreso a la ilusión mortecina que me arrulla la vaga conciencia de la mañana que nace entre el ruido de los carros de hortaliza.

Y entonces, en plena vida, es cuando el sueño tiene grandes funciones de cine. Bajo por una calle ideal de la Baja y la realidad de las vidas que no existen me ata, con cariño, a la cabeza un trapo blanco de reminiscencias falsas. Soy navegante en un desconocimiento de mí. Lo he vencido todo donde nunca he estado. Y es una brisa nueva esta somnolencia con que puedo andar, inclinado hacia delante con una marcha casi imposible.

Cada cual tiene su alcohol. Tengo alcohol suficiente con existir. Borracho de sentirme, vagabundeo y voy seguro. Si es hora, me recojo en la oficina como cualquier otro. Si no es hora, voy hasta el río a mirar el río, como cualquier otro. Y, por detrás de esto, cielo mío, me constelo a escondidas y tengo mi infinito.

20-7-1930.

 

 

54

 

Y así como sueño, raciocino si quiero, porque esto es apenas otra especie de sueño.

Príncipe de mejores ocasiones, otrora fui tu princesa, y nos amamos con un amor de otra especie, cuya memoria me duele.

 

 

55

 

El calor, como una ropa invisible, dan ganas de quitárselo.

 

 

60

 

Entré en la barbería de la manera acostumbrada, con el placer de serme fácil entrar sin embarazo en las casas conocidas. Mi sensibilidad de lo nuevo es angustiosa: tengo calma sólo donde ya he estado.

Cuando me senté en la butaca, pregunté, por un acaso que recuerda, al muchacho barbero que me estaba poniendo al cuello un paño frío y limpio, qué tal le iba al compañero de la butaca derecha, más viejo y con ingenio, que estaba enfermo. Le pregunté sin que me apremiase la necesidad de preguntar: se me ocurrió la oportunidad por el local y el recuerdo. «Se murió ayer», respondió sin entonación la voz que estaba detrás del paño y de mí, y cuyos dedos se levantaban de la última inserción en la nuca, entre mi y el cuello de la camisa. Toda mi buena disposición irracional se murió de repente, como el barbero eternamente ausente de la butaca de al lado. Hizo frío en todo cuanto pienso. No dije nada.

¡Añoranzas! Las tengo hasta de lo que no ha sido nunca mío, debido a una angustia de fuga del tiempo y una enfermedad del misterio de la vida. Caras que veía habitualmente en mis calles habituales, si dejo de verlas, me entristezco; y no han sido nada mío, a no ser el símbolo de toda la vida.

¿El viejo sin interés de las polainas sucias, que se cruzaba frecuentemente conmigo a las nueve y media de la mañana? ¿El vendedor de lotería cojo que me molestaba inútilmente? ¿El vejete redondo y colorado del puro a la puerta de la tabaquería? ¿El dueño pálido de la tabaquería? ¿Qué se ha hecho de todos ellos, que, porque los vi y volví a verlos, fueron parte de mi vida? Mañana también desapareceré yo de la Calle de la Plata , de la Calle de los Doradores, de la Calle de los Lenceros. Mañana, también yo -el alma que siente y piensa, el universo que soy para mi- si, mañana yo también seré el que dejó de pasar por estas calles, el que otros vagamente evocarán con un «¿qué será de él?» Y todo cuanto hago, todo cuanto siento, todo cuanto vivo, no será más que un transeúnte menos en la cotidianeidad de las calles de una ciudad cualquiera.

¿1934?

 

 

66

 

Siempre que pueden se sientan enfrente del espejo. Hablan con nosotros y se cortejan con los ojos a sí mismos. A veces, como en los noviazgos se distraen de la conversación. Siempre les he resultado simpático porque mi aversión adulta por mi aspecto me ha impulsado siempre a escoger el espejo como cosa a la que volver la espalda. Así, y ellos lo reconocían instintivamente tratándome bien siempre, yo era el muchacho escuchador que les dejaba siempre libres la vanidad y la tribuna.

En conjunto, no eran malos chicos; en particular, eran mejores y peores. Tenían generosidades y ternuras insospechables para un contable, bajezas y sordideces difíciles de adivinar por cualquier ser humano normal. Miseria, envidia e ilusión -así los resumo, y en esto resumiría aquella parte de ese ambiente que se infiltra en la obra de los hombres de valía que alguna vez han hecho de esa estancia de resaca un barbecho de engañados.

Unos tienen gracia, otros tienen sólo gracia, otros todavía no existen. La gracia de los cafés se divide en dichos ingeniosos sobre los ausentes y dichos insolentes a los presentes. A este género de ingenio se le llama, ordinariamente, tan sólo grosería. Nada hay mas indicador de la pobreza de la mente que no saber ser ingenioso más que a costa de las personas.

Pasé, vi y, al contrario que ellos, vencí. Porque mi victoria ha consistido en ver. Reconocí la identidad de todos los aglomerados inferiores: vine a encontrar aquí, en la casa donde tengo un cuarto, la misma alma sórdida que me habían revelado los cafés, salvo, gracias a todos los dioses, la noción de triunfar en París. La dueña de esta casa se atreve con la Avenida Nueva en algunos de sus momentos de ilusión, pero se encuentra a salvo del extranjero, y mi corazón se enternece.

Conservo de este paso por el túmulo de la voluntad la memoria de un tedio nauseabundo y de algunas anécdotas ingeniosas.

Van de entierro, y parece que ya, camino del cementerio se ha olvidado el pasado en el café, pues va callado ahora.

...y la posteridad nunca sabrá de ellos, escondidos de ella para siempre bajo la mole negra de los pendones ganados en sus victorias por vencer.

 

 

67

 

Todo es allí quebrado, anónimo e impropio. He visto allí grandes impulsos de ternura que me parecieron revelar el fondo de pobres almas tristes; he descubierto que aquellos impulsos no duraban más que el momento en que eran palabras, y que tenían su raíz -cuántas veces lo he notado con la sagacidad de los silencioso- en la analogía de algo con lo piadoso, perdida con la rapidez de la novedad de la anotación, y, otras veces, en el vino de la cena de lo enternecido. Había siempre una relación sistematizada entre el humanitarismo y el aguardiente de orujo, y han sido muchos los grandes gestos que han sufrido del vaso superfluo o del pleonasmo de la sed.

Esas criaturas habían vendido todas ellas el alma a un diablo de la plebe infernal, avariento de sordideces y de relajamientos. Vivían la intoxicación de la vanidad y del ocio, y morían blandamente, entre cojines de palabras, en un arrugamiento de escorpiones de esputo.

Lo más extraordinario de toda aquella gente era la ninguna importancia, el ningún sentido, de toda ella. Unos eran redactores de los principales diarios, y conseguían no existir; otros tenían lugares públicos a la vista en el anuario y conseguían no figurar en nada de la vida; otros eran poetas hasta consagrados, pero un mismo polvo de ceniza les ponía lívidas las fases necias, y todo era un túmulo de embalsamados yertos, puestos con la mano a la espalda en posturas de vidas.

Guardo del poco tiempo que me empantané en aquel exilio de vivacidad mental un recuadro de buenos momentos de gracia libre, de muchos momentos monótonos y tristes, de algunos perfiles recortados contra la nada, de algunos gestos ofrecidos a las sirvientas del acaso, y, en resumen, un tedio náusea física y la memoria de algunas anécdotas ingeniosas.

En ellos se intercalaban, como espacios, unos hombres de más edad, algunos con dichos de espíritu pasado, que decían mal como los otros, y de las mismas personas.

Nunca he sentido tanta simpatía por los inferiores de la gloria pública como cuando les vi criticados por estos inferiores sin querer esa pobre gloria. Reconocí la razón del triunfo porque los parias de lo Grande triunfaban en relación a éstos, y no en relación a la humanidad.

 

 

70

 

Abajo, apartándose de la altura en que estoy en desnivelamientos de sombra, duerme al claro de luna, álgida, la ciudad entera.

(Una desesperación de conciencia, una angustia de existir atado a mi mismo, rebosa por todo mi sin rebasarme componiéndome el ser con ternura, miedo, dolor y desolación.)

Un tan inexplicable exceso de angustia absurda, un dolor tan desolado, tan huérfano, tan /metafísicamente/ mío, (...)

 

 

75

 

Llueve, llueve, llueve...

Llueve constantemente, gemidoramente, (...)

Mi cuerpo me tiembla al alma de frío... No un frío que hay en el espacio, sino un frío que hay en que yo soy el espacio.

 

 

76

 

Llueve mucho, más, cada vez mas... Hay como una [...] que va a desmoronarse en el exterior negro...

Todo el amontonamiento irregular y montañoso de la ciudad me parece hoy una planicie, una planicie de lluvia. Por donde quiera que aleje los ojos, todo es color de lluvia, negro pálido.

Tengo sensaciones extrañas, todas ellas frías. Ahora me parece que el paisaje esencial es bruma y que las casas (es lo que) son la bruma que lo vela.

Una especie de anteneurosis de lo que seré cuando ya no sea me hiela cuerpo y alma. Una especie de recuerdo de mi muerte futura me escalofría desde dentro. En una niebla de intuición me siento materia muerta, copa bajo la lluvia, gemido por el viento. Y el frío de lo que no sentiré muerde al corazón actual.

 

 

78

 

Hoy, en uno de los devaneos sin propósito ni dignidad que constituyen gran parte de la sustancia espiritual de mi vida, me he imaginado liberado para siempre de la calle de los Doradores, del patrón Vasques, del contable Moreira, de todos los empleados, del mozo, del chico y del gato. He sentido en sueños mi liberación, como si los mares del Sur me hubiesen ofrecido islas maravillosas por descubrir. Sería entonces el reposo, el arte conseguido, el cumplimiento intelectual de mi ser.

Pero de repente, y en el propio imaginar, que realizaba en un café durante la modesta vacación del mediodía, una impresión de disgusto asaltó a mi sueño: sentí que me daría pena. Sí, lo digo como si lo dijese circustanciadamente: me daría pena. El patrón Vasques, el contable Moreira, el cajero Borges, todos los buenos muchachos, el chico alegre que lleva las cartas a Correos, el mozo de todos los fletes, el gato cariñoso, todo esto se ha vuelto parte de mi vida; no podría dejar todo esto sin llorar, sin comprender que, por malo que me pareciese, era una parte de mí lo que se quedaba con todos ellos, que el separarme de ellos era una mitad y semejanza de la muerte.

Además, si mañana me alejase de todos ellos, y me quitase este traje de la calle de los Doradores, ¿a qué otra cosa me acercaría -porque la otra me habría de llegar?, ¿con qué otro traje me vestiría -porque con otro me habría de vestir?

Todos tenemos al patrón Vasques, para unos visible, para otros invisible. Para mí se llama realmente Vasques, y es un hombre saludable, agradable, de vez en cuando brusco pero sin recámara, codicioso pero en el fondo justo, con una justicia de la que carecen muchos grandes genios y muchas maravillas humanas de la civilización, derechas e izquierdas. Para otros será la vanidad, el ansia de más riqueza, la gloria, la inmortalidad... Prefiero al Vasques hombre, mi patrón, que es más rentable, en los momentos difíciles, que todos los patrones abstractos del mundo.

Considerando que yo ganaba poco, me dijo el otro día un amigo, socio de una firma que es próspera porque tiene negocios con el Estado: "tú estás siendo explotado, Borges". Me recordó eso que lo soy; pero como todos tenemos que ser explotados en la vida, me pregunto si valdrá menos la pena ser explotado por el patrón Vasques de los tejidos que por la vanidad, por la gloria, por el despecho, por la envidia o por lo imposible.

Los hay a los que explota el mismo Dios, y son profetas y santos en la vanidad del mundo.

Y me recojo, como al hogar que tienen otros, en la casa ajena, oficina amplia, de la calle de los Doradores. Me acerco a mi escritorio como a un baluarte contra la vida. Siento ternura, ternura hasta el llanto, por mis libros de otros en los que escribo, por el tintero viejo de que me sirvo, por las espaldas encorvadas de Sergio, que hace guías de unas remesas un poco más allá de mí. Le tengo cariño a todo eso -o quizá, también porque nada valga el cariño de un alma, y, si tenemos que darlo por sentimiento, tanto vale darlo al pequeño aspecto de mi tintero como a la gran indiferencia de las estrellas.

 

 

79

 

Me irrita la felicidad de todos estos hombres que no saben que son desgraciados. Su vida humana está llena de todo cuanto constituiría una serie de angustias para una sensibilidad verdadera. Pero, como su verdadera vida es vegetativa, lo que sufren pasa por ellos sin tocarles el alma, y viven una vida que se puede comparar únicamente con la de un hombre con dolor de muelas que hubiese recibido una fortuna -la fortuna auténtica de estar viviendo sin darse cuenta, el mayor don que los dioses conceden, porque es el don de ser semejante a ellos, superior como ellos (aunque de otro modo) a la alegría y al dolor.

Por eso, a pesar de todo, los amo a todos. ¡Mis queridos vegetales!

 

82

 

Cultivo el odio a la acción como una flor de estufa. Me alabo conmigo mismo de mi clarividencia de la vida.

¿1915?

 

84

 

Enrollar el mundo alrededor de nuestros dedos, como un hilo o una cinta con la que jugase una mujer que sueña a la ventana.

Todo se resume, en fin, en procurar sentir el tedio de modo que no duela.

Seria interesante poder ser dos reyes al mismo tiempo (: ser, no un alma de ellos dos, sino las dos almas.)

¿1914?

 

89

 

Doblaron la curva del camino y eran muchas jóvenes. Venían cantando por la carretera, y el sonido de sus voces era felices. Ellas, no sé lo que serían. Las escuché un rato de lejos, sin sentimiento propio. Una amargura por ellas me sintió en el corazón.

¿Por su futuro? ¿Por su inconsciencia? No directamente por ellas o, ¿quién sabe?, tal vez tan sólo por mí.

(Posterior a 1923.)

 

 

96

 

Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir: es recordar hoy lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida.

Apagarlo todo en el cuadro de un día para otro, ser nuevo con cada nueva madrugada, en una revirginidad perpetua de la emoción: esto, y sólo esto, vale la pena ser o tener, para ser o tener lo que imperfectamente somos.

Esta madrugada es la primera del mundo. Nunca este color rosa amarilleciendo para blanco caliente se ha posado así en la faz con que el caserío del oeste encara lleno de ojos vidriados el silencio que viene en la luz creciente. Nunca hubo esta hora, ni esta luz, ni este ser mío. Mañana, lo que será otra cosa, y lo que yo vea será visto por unos ojos recompuestos, llenos de una nueva visión.

¡Altos montes de la ciudad! Grandes arquitecturas que las cuestas escarpadas sostienen y engrandecen, resbalamientos de edificios diferentemente amontonados, que la luz teje de sombras y quemazones, sois hoy, sois yo, porque os veo sois lo que [...] y os amo desde la amurada como un navío que pasa junto a otro navío y tiene añoranzas desconocidas en el paisaje.

 

18 de Mayo de 1930.


Fernando Pessoa | Bernardo Soares 

*Traducción de Angel Crespo