Cristina Peri Rossi
Una pasión prohibida

Lo mandaron a Europa porque estaba enamorado. El padre —que no entendía de amores— pensó que las ciudades, los monumentos, los museos y los puentes lo distraerían. Pero las ciudades siempre tenían una letra, un campanario, una plaza, un ruido de agua que la evocaban, en los museos halló cada vez un torso o un perfil similar al suyo, en los puentes la encontraba y la perdía —arco de Locarno, pila de Avignon—, los trenes lo desplazaban sólo de una memoria de vidrios —Rímini— en que se reflejaba, a una memoria de agua —Amstel— donde volvía a verla. Viajó como en un sueño. Los nombres de las ciudades eran palimpsestos: al repetirlos, al darlos vuelta, lentamente aparecía el de la mujer que amaba; Barcelona y Brujas se perdían en la bruma, Siena era ocre como su pelo y las sirenas de Oslo —de piedra o bronce— inclinaban la cintura de la misma manera. Años después diría que viajó dormido. Vislumbrarla al fondo de una vitrina en una galería de la melancólica Berlín —el guía los conducía implacablemente a todas las exposiciones— y al día siguiente, descubrirla en una cafetería de Viena tenía la oscura lógica de los sueños, cuyas raras certezas son indiscutibles. En Milán, lo contrataron en un equipo de basket juvenil a punto de emprender una gira. Sus quince años y el metro ochenta lo favorecían, pero aceptó porque había comprendido que la finalidad del viaje era inútil y quiso recompensar el sacrificio de su padre con dinero, ya que no podía con olvido.


Peloteó con desgana y cuando encestaba, tenía la sensación de que el balón no volvía al suelo: seguramente el impulso que le daba, al elevarlo, lo trasladaba a esa zona de sueño donde flotaba, él, enamorado con fatalidad de una mujer que lo doblaba en edad, y donde flotaban, también, las ciudades que veía sucederse a través de los trenes y de los ríos como telones de cartón. Fuentes, monumentos, acueductos, castillos, lenguas diversas: los repetía como palabras de una letanía irreal, y conservaba, en su interior, celosamente guardado, un solo paisaje, un solo sentimiento.


El padre se alegró de que el hijo viajara en gira con un equipo de Milán, pero las lacónicas postales que recibió de Francia y de España le hicieron mantener la cautela. Él peloteaba y encestaba mecánicamente, dichoso de poder realizar algunas tareas —respirar, rebotar y pasearse— como un autómata. Fue entonces cuando aprendió que se puede vivir semidormido, sin que nadie aprecie la diferencia. La perfecta realización de los actos cotidianos, cumplidos con prolijidad, le permitía conservar intacto el espacio interior donde Venecia, Atenas y Nantes eran una sola vitrina de espejos reflejados que le mostraban el perfil de la mujer amada en distintas armonías, como una cadencia repetida en escalas diferentes. Cumplía las etapas del viaje sin ansiedad, ahora que perfectamente desdoblado, el itinerario ambulante no modificaba su geografía interior. La rue des Voges, con sus comercios de relojería, era un pasaje donde caminaron a la salida del liceo, y en que ella, por primera vez, le habló de Pierre Reverdy. (Él registró el nombre, torpe, ignorante, desconsolado por sus quince años, por su altura, por haber venido del campo a la ciudad sin más pasaporte que su inocencia). Y la cala mediterránea donde por primera vez comió cangrejos en su salsa (dato que consignó en la postal a su padre: la precisión en los detalles extremos era un magnífico resguardo para la intimidad) se convertía, en un instante, en la playa atlántica donde por primera vez —y esta iniciación sí tenía importancia— se sumergió con ella.


La última noche no supo si las bengalas y los fuegos de colores festejaban el campeonato, el último día del año, una fiesta local o algún éxito político. («¿Dónde estamos?», le preguntó al entrenador, sólo por registrar el espacio en el área donde aparentemente comía, respiraba y se vestía. «En Génova», le respondió el entrenador, y a él le pareció sorprendente y maravilloso que después de haber recorrido tantos lugares y de haber mandado una docena de postales estuviera otra vez en el puerto adonde había arribado, soñador y esquivo). Se embarcaba al día siguiente, pero este hecho tampoco le provocaba gran excitación: si en realidad no se había marchado nunca, si nunca había dejado de ver a la mujer que amaba, si había conversado con ella en el Museo del Hombre, en la Galería Rosada, en el Puente Vecchio, cruzar otra vez el océano en barco era como no cruzarlo, internado para siempre en un tiempo y en un espacio completamente interiores, que ningún hecho exterior podía modificar. De todos modos, y en atención a los demás (en especial, para no despertar sospechas), llenó las maletas con recuerdos del viaje, banderines, torres Eiffel en miniatura, cortapapeles de Toledo y pañuelos de seda para su madre.


No sintió ninguna decepción al no verla a la entrada del puerto, entre los coches apostados y los compañeros de liceo que agitaban un lienzo con letras rojas donde se leía la palabra bienvenido. Si no había partido, no existía ninguna razón para que ella lo esperara. Por el mismo motivo, ni él, ni ella, habían intercambiado cartas durante ese período. Buscar una reproducción de un cuadro de Bacon (ella se lo enseñó a mirar, como le hizo leer a Boll y distinguir una concha marina de otra) y enviársela con una frase como: «La imposible tarea de afeitarse o de olvidarte en un lavabo, en la Galería Nacional o entre los patos del Luxemburgo», le había parecido una torpeza, un escollo innecesario en sus vidas.


Para tranquilizar a todo el mundo, sus primeras conversaciones estuvieron llenas de esos pequeños detalles que revelan la experiencia del viajero y causan la envidia de quienes todavía no han viajado. Tuvo unas palabras en griego, para demostrarle a su madre que la estadía en Atenas no había sido en vano. Habló de la antigua residencia de Adriano, en Roma, de la Catedral de Santiago y de la belleza de cierto pueblito montañés en un cantón suizo de difícil pronunciación. Recomendó los platos típicos de cada lugar, alabó la eficacia de las administraciones europeas y sus gobiernos legítimos. Para sus oyentes varones, ávidos de detalles picantes, recordó su paseo por los arrabales de Amsterdam y cierta galería de mujeres desnudas en Hamburgo. El padre empezó a creer que sus ahorros estuvieron muy bien empleados. Recordó una corrida de toros en Madrid y la recogida de la uva en la campiña francesa, cuando el aire está tan perfumado que las mariposas y las abejas, ebrias, dijo, se arrojan contra las mejillas. Y los carriles para bicicletas en Londres, con pálidas muchachas rubias en pantalones cruzando las avenidas.


Repartió regalos para todos, demostrando una fina delicadeza en la elección. Y a la noche se retiró a su cuarto, cansado por el viaje, las largas conversaciones y los inevitables interrogatorios. Le había prometido a su padre, unas horas antes, entrenarse como le ofrecieran en uno de los equipos más importantes del país. Tenía que aprovechar sus condiciones y la experiencia recogida en Europa.


Saltó por la ventana igual que otras veces, sin temor a romperse el tobillo que le sería tan útil en el futuro, en los torneos de basket. No reconoció los astros, ni las luces de la calle, porque en noches enteras de insomnio, de viaje y desaliento, las pléyades eran intercambiables y el dolor de la ausencia era el mismo bajo las Tres Marías o la Osa Mayor. En cuanto a las esquinas, había aprendido que su mayor diferencia radica en la forma: las hay en ángulo recto y las hay redondas. La angustia, en cambio, siempre asume la misma apariencia: un túnel sin fondo, sin luz, inacabable.


Se dirigió al bar abierto, el único que encontró. Podía ser en rue de l’Eperon, en el puente de San Barnabá o un boliche grasiento del Trastevere. Pero el gordo que lo atendía era el mismo. Gordo, feo, triste y servicial. Amante del basket, además. Estaba allí, como siempre, igual que él. Le pidió una cerveza, por pedirle algo, y le pagó con un billete de diez mil liras. El gordo miró el billete sin sorpresa.


—No sé la cotización —le dijo.


Él extrajo, de una cartera vieja, atacada por la lluvia de varias ciudades, diez francos suizos, un dólar y cien pesetas.


—Papeles viejos —comentó el gordo—. Sirven para tapizar la pared.


—Se los regalo —contestó él, depositándolos sobre la mesa—. ¿Cuándo la vio por última vez?


El gordo recogió los billetes desganadamente. Todo el dinero era igual: papeles sucios, con efigies de reyes, de príncipes que nadie conocía y que se arrugaban como la fama que alguna vez habían tenido.


—No sé bien —le dijo—. Ayer, o quizás hace una semana. ¿Génova? ¿Estuviste en Génova? Creo que tengo parientes por ahí.


—Parma. Cremona. Mantova. Creta. Varese. Ampurias. El golfo de Lorena. Sé decir «te quiero» en inglés, en francés, en griego antiguo, en griego moderno, en alemán, en un dialecto celta, en holandés, en persa, en catalán, en turco y en polaco. ¿Vino sola?


—No me fijo, por delicadeza, con quién vienen mis clientes. ¿Las ruinas de Génova? ¿Viste las ruinas de Génova?


—Son las del Peloponeso. En Génova, sólo el cementerio. Puerto, cementerio, prostíbulos: un orden inquebrantable, siempre el mismo. Puerto, cementerio, prostíbulos. El amor, la muerte, el viaje: etapas. ¿Vino sola? ¿Preguntó por mí?


—No está mal eso, no está mal: prostíbulos, cementerios, puerto. Los emigrantes, al llegar, o bien iban a parar al cementerio o al prostíbulo; debía ser así. No converso con mis clientes, si son mujeres, especialmente. ¿Es bueno, el vino, en Génova?


—No tomé vino. Estaba entrenándome. Génova, Siena, Avignon, Bruselas, San Sebastián. ¿Dejó algún recado para mí?


—No acepto recados de mis clientes, especialmente si son mujeres. ¿Cómo se dice «te quiero» en alemán?


—Ich liebe dich.


—Londres, Zaragoza, Berlín. Me hubiera gustado estar allí.


—No estuve. ¿Dónde pondré encontrarla?


—No lo sé. Te digo que no lo sé. Tu padre estaba contento con el viaje. Me habló de un laberinto y de una torre. De un torneo de basket y de tus amigos italianos. ¿Se come bien, en Italia?


—Salerno, Oslo, Amsterdam. Si viene, dígale que me espere. Que nunca me fui. Yo la voy a buscar.


Salió a la calle oscura con los oídos repiqueteando como la pista de basket. Rebotaba en Salónica, encestaba en Luxemburgo. La noche era oscura en Berlín, rosa y ocre en Madrid, húmeda y silenciosa en Santiago, y él creía oír los gritos de la multitud de Génova. El balón picaba. «Dai, dai». Te amo. Como ascendido por un viento, él se elevaba. «Dai, dai». En el túnel del Pont Neuf, los autos pasaban veloces bajo las luces de mercurio anaranjadas. «Dai, dai». Y el balón, delicadamente desprendido de sus manos (como si pulsaran, pesaran otra cosa, algo más dulce, más blanco, más sedoso que el balón), iba por el aire («Te amo»), elástico, veloz. Con seguridad ella preferiría la superficie, los castaños («marronniers», le murmuró a un transeúnte que le pidió fuego) de la plaza Fustenberg, con sus bancos de madera («Je t’aime», talló con la punta de un cuchillo, para que ella, al sentarse, pudiera leerlo) y las torneadas patas de dragón. «Dai, dai». El balón, preciso, entraba en la red. La multitud aplaudía el acierto. El túnel, bajo el Pont Neuf, estaba vacío. Bajo el túnel, ni su padre ni el entrenador los encontrarían. En un puente de guirnaldas amarillas y puestos de croque-monsieur donde juntos buscarían la reproducción de un atardecer, visto por Monet. En un puente, frío como un túnel, en un túnel, oscuro como la noche en que se extravió, en Offenbach, por haber tomado un autobús equivocado y sólo saber decir, en alemán:


—Ich liebe dich.