Cristina Peri Rossi
Rumores

A finales del siglo xx se propagaron rumores sobre las ciudades. Algunos hablaban de su consunción; otros, de un raro renacimiento de los escombros. Grupos clandestinos y secretos cuchicheaban sobre ciudades todavía habitables, donde se podía caminar, ver un pájaro, recorrer un museo o contemplar el color del cielo. Pero eran las menos. Poco a poco se empezó a hablar de Berlín. No en público, ni en los diarios, ni en reuniones sociales. El nombre de Berlín empezó a circular como una clave secreta, una consigna mística, una cifra de iniciados sin sentido para los demás. Se hablaba de Berlín recogidamente, en la intimidad de la conversación luego del amor o en una habitación apartada, entre amigos escogidos.

Una mujer desnuda, a la tenue luz de un cuarto privado, decía a su amiga, por ejemplo:


—He oído decir que en las calles de Berlín todavía crecen los tilos y hay cisnes en los lagos.


O:


—Los mirlos cantan entre la nieve, en Berlín, y se bebe té en tazas de porcelana, con manteles de hilo.


El hecho de que Berlín estuviera entre muros no desestimulaba a nadie: daba, a la ciudad, esa calidad de símbolo de los sueños que falta a tantas otras.


Las amigas se pasaban recetas de strudel entre ellas, como si de raros poemas se tratara, y al atardecer, detrás de las ventanas de metal o en los ásperos andenes deletreaban dertraum in leben, a punto de comprender la lengua sólo por el deseo.


Otras hablaban de San Francisco, pero una horrible peste anuló su prestigio: los elegidos eran también los apestados y la ciudad se hundió en un letargo de sábanas y cloroformo, convertida, de pronto, en una célula cancerosa en el redondel del mundo.


Había ciudades —como Madrid— donde cundía una breve euforia, igual que la alegría antes de morir, y ciudades, como París, ensimismadas, vueltas hacia su antiguo prestigio, ahora llenas de indolencia.


Pronto no quedó adonde ir y quienes huían hacia El Cairo, Praga, Buenos Aires o Varsovia lo hacían sin ilusión, sólo para demorar un poco más la muerte. La declinación de las ciudades se extendió como una mancha de petróleo sobre las aguas.


Quien esto escribe, en las postrimerías del siglo xx, no sabe si hay futuro, no sabe si hay ciudades, no sabe si hay lectura.