Cristina Peri Rossi
El Club de los Amnésicos

Para pertenecer al Club de los Amnésicos no se necesita ninguna aptitud especial —ni siquiera una gran falta de memoria, espontánea o provocada por un golpe, el envejecimiento de las arterias o la escasa irrigación del cerebro—, porque se parte del hecho de que, desde el momento de nacer, todos somos amnésicos, especialmente aquellos que creen recordar. En este sentido, una mujer que pierde a menudo las gafas está en tan buenas condiciones para acceder al club como aquella otra que jamás olvida el lugar donde las dejó: de la primera se dice que respeta la autonomía de los objetos, de ésta, que gusta ejercer cierto dominio sobre las cosas.


Los amnésicos nunca dicen «recuerdo que», sino «imagino que», aunque de hecho, estén hablando de una experiencia del pasado. Del mismo modo, rechazan el uso de la fotografía, sobre todo cuando son retratos. En lo que concierne a objetos o paisajes, consideran que las fotografías son cuadros o poemas, es decir, intervenciones deliberadas en el gran caos de lo real. Si un amnésico quiere sacar una fotografía, se preocupa de que el revelado sea parcial, no total, de suerte que grandes zonas del objetivo estén veladas.


Es obligación de todos los integrantes del club llevar un diario minucioso de sus vidas, pensamientos y deseos, por mediocres que sean, ya que su lectura les permite comprobar hasta qué punto han olvidado, de un momento a otro. No es una actividad simple, como podría pensarse. Algunos amnésicos han abandonado el trabajo en la oficina, la tienda o el ministerio para dedicarse exclusivamente a escribir el diario, procurando que nada de lo sentido, nada de lo percibido, nada de lo pensado escape a ese registro escrupuloso. Otros han abandonado el hogar, la esposa y los hijos, para sumergirse de lleno en esta tarea, pero no siempre pueden escapar a la locura: anotar minuciosamente la vida interior —por escasa o superflua que sea— provoca, a su vez, nuevos pensamientos, nuevas imágenes y deseos, de modo que el escriba debe desdoblarse, y esas fisuras no suelen suturarse eficazmente.


En el Club hay un cuestionario mínimo, a disposición de todos los curiosos, destinado a comprobar la calidad de amnésico del aspirante. Las preguntas son éstas:


—¿Qué comió ayer al mediodía?


—¿De qué color era el vestido (o el traje, según los casos) de su segunda amante la sexta vez que hicieron el amor?


—¿Cuántas veces dijo no el ocho de diciembre de 1963?


—¿Dónde estaba hace 221 días a las seis de la tarde?


—¿Cuál fue el primer pájaro al que escuchó cantar?


—¿Cuántas cartas escribió el año pasado y qué decían?


—¿En qué gastó quinientas pesetas la mañana del lunes, hace hoy exactamente dos años?


—¿Qué soñó la antepenúltima noche?


—¿Cuántas veces pronunció la frase «Te quiero»?


—¿Qué dice la página veintitrés de su libro favorito?


El carácter de este cuestionario es más pedagógico que informativo, y tiene un acápite donde se lee: «Sólo lo inmediato nos parece real».


Los amnésicos aseguran que es más fácil recordar el futuro que el pasado, en la medida en que los deseos se proyectan hacia adelante, y no hacia atrás. Según ellos, el deseo perfila mejor que la memoria, y el deseo está siempre en mañana.


La otra actividad fundamental de los amnésicos consiste en la lectura de diccionarios.


Lo hacen minuciosamente. Señalan en el borde de la hoja, con una cruz, las palabras que reconocen, y luego, comparan con el total de la lengua. En el desierto del campo, se elevan algunas cruces. En el gran silencio de la amnesia, se elevan pequeñas voces. He olvidado ayer, hoy, la mañana de muchos días. Sólo algunos jirones, detritus membranosos en el mar plato de la amnesia devoradora.


Cuando los amnésicos recuperan una palabra, suelen festejar. Como quien descubre un fósil antiguo perdido en el fondo de una caverna, la enseñan a los otros que, cautelosos y llenos de reverencia, se acercan a tocarla, a palparla entre los dedos, entre los labios, y luego, con alegría, comienzan a emplearla.


Convencidos de que la repetición anula, simplifica y reduce, los amnésicos procuran que sus actos —aún cotidianos— se celebren como si fuera la primera vez. No se reúnen jamás en el mismo lugar ni se sientan en el mismo sitio que la vez anterior. Miran el mar desde diferentes puntos de la costa, cambian a menudo la marca de los cigarrillos, procuran no repetir el camino hacia el trabajo y cultivan esmeradamente el arte de la desorientación: en una calle cualquiera, hacen como si estuvieran en otra ciudad, en otro mundo.


Un amnésico enamorado sabe, siempre, que el ser amado es él más otro, antiguo, pasado, al que no recuerda, no revelado todavía, y no está seguro ni de su sexo, ni de sus hábitos y costumbres, ni siquiera de la especie de animal que fue.


Hace las mismas preguntas muchas veces a la misma persona, porque está convencido de que ninguna de las respuestas es la definitiva y cualquier certidumbre, transitoria. Un amnésico enamorado no reconoce, sino que cada vez debe empezar por conocer. Todos los días se asombra de las mismas cosas, ya que las olvidó, y el color de la piel de la mujer que ama es una incógnita sostenida por su imaginación —es decir: por su memoria— que las diferentes luces del día y de la noche descubren cada vez, para hundir, luego, en el pozo abismal de la amnesia.


El amnésico vive sin espejo, que lo induciría a error, pero en cambio, archiva los diarios atrasados. De este modo, puede tener una agradable conversación acerca del campeonato de boxeo de 1924 en Buenos Aires o el último decreto del general De Gaulle, en 1948.


Sólo no olvidan lo que no ha sucedido todavía.