Cristina Peri Rossi
El Club de los Indecisos

Los indecisos saben que cualquier decisión es parcialmente equivocada, no por el sentido de la misma, sino por el mero hecho de elegir. Es tan impertinente, en todo caso, salir o no salir a la calle, de modo que el hombre que opta por abrir la puerta, cruzar el umbral e integrarse a la muchedumbre anónima que circula por la ciudad no se equivoca menos que el otro, cerrador de puertas, que decide instalarse en un sillón y no abandonar la casa. Una u otra decisión, aparentemente opuestas, coinciden en un punto: intervienen sobre la realidad, desencadenan una serie de hechos imprevisibles y determinan otros, en un proceso incontrolable acerca del cual una sola responsabilidad es excesiva, y ninguna, cobardía.


Como la mujer que debía cruzar un río para encontrarse con su amante, y pereció en la empresa.


La historia de esta mujer ilustra mejor que ninguna otra hasta qué punto cualquier decisión es equivocada y un sí o un no dichos de manera aparentemente inofensiva, provocan consecuencias inconmensurables; las cercanas, a veces podemos aquilatarlas; las lejanas, como olas sucesivas que se forman más allá de nuestros ojos, no por imperceptibles son menos importantes.


La casa estaba al borde de un río. El río, teñido por la áspera vegetación circundante, era verde.


Las aguas provocan sueños. Son difusos, los sueños provocados por el agua. Fluyen desde alguna parte lejana envueltos en la maleza, entretejidos de lianas, con residuos de barro (memorias de quienes fuimos en otra edad perdida, inevocable), dibujos en la niebla y el eco de ramas quebrantadas como huesos partidos, dislocados. En la negra noche del deseo, las aguas dan forma ilusoria a los anhelos vagos, a las ansiedades insatisfechas. Mujer, río y sueño navegaban juntos en el lecho verde del agua, en la cabellera de lianas mezcladas, en el vapor frágil del despertar.


La mujer tenía un amante. Los sauces caían con delicada levedad, barrían la costa, evaporaban la maleza.


El amante vivía a la otra orilla del río. En una casa igual, pero habitada por él, y a la noche, encendía la luz para esperarla. En medio de los borborigsmos del río nocturno resoplando en la oscuridad, la luz de la casa, a la otra orilla, era un faro levitante, un meteoro suspendido, una nave que promete viajes. La llamaba, con su luz, promesa de anhelos realizados, de deseos que lentamente se satisfacen.


Hacía muchos años, muchísimos años atrás, hubo un puente de madera para enlazar ambas orillas. Entonces, el puente, al reunir las dos márgenes, impedía desarrollar sueños profundos. La vía de acceso a la otra orilla deshilvanaba los deseos, los marchitaba. El puente había sido arrastrado por la corriente hacía mucho tiempo, tanto tiempo que entonces no existía la casa, ni la mujer, ni el marido celoso, ni la casa al otro lado. Pero al existir una orilla poco accesible, existían también un deseo imperioso, un anhelo urgente, una mujer que desea, un amante que espera.


La ausencia de puente era suplida por una barca cuyo barquero, tan siniestro como el del Aqueronte, acechaba en la costa, dispuesto a cobrar muy caro el sueño de los viajeros.


A la noche, el agua caía del cielo tiñéndose de verde en la arboleda. Detrás de la ventana, la mujer miraba el río que crecía y la casa, del otro lado, con una luz, flotando en la inmensidad como un arca.


—Iré —había prometido al amante urgente. Noche, tormenta, barca y barquero le hacían recordar la promesa.


Pero el marido no consentía. El marido se había asomado a la puerta, celoso, y observando la luz distante odiaba el deseo que encendía luces en la noche, el ansia que era capaz de empujar una barca en la oscuridad. Y cerraba la bolsa: sin puente, sin dinero, el deseo sería un deseo sin medios, sin maderas flotantes, sin casa donde arribar. Un deseo ahogado entre lianas de rencor. No muy lejos la barca rumiaba su soledad de botero sin víctima, de viaje no empezado. Sacudía levemente las aguas y el barquero, reconcentrado, miraba la casa donde marido y mujer disputaban, escuchaba el latido de las aguas como un corazón en agonía.


Huye del marido y pone un pie en la barca; de lejos, la luz de la otra casa la llama con urgencia. Vibra en la noche populosa de rumores y de humedad como un élitro de fuego y ella responde con vísceras ardientes y un deseo que le llena de agua la boca. Miente al barquero prometiéndole una paga que no podrá dar. En el impulso, el impulso ascendente del deseo, se encomienda a los dioses y no arbitra otro medio de pago: quizás el barquero sea más piadoso de lo que parece y tolere una deuda que nace del ardor.


El viaje es incómodo y lúgubre. En la soledad tormentosa de la noche escucha rumores indescifrables, ramas que se resquebrajan, golpes secos de piedras contra la orilla. El barquero la mira fijamente y en sus ojos fríos sabe que se esconde otra clase de pasión, tan implacable como el deseo que la conduce a ella de una orilla segura a la intemperie del río. Oscuramente comprende que ambas pasiones no se compadecen, que la terrible sentencia se cumplirá al fin del viaje, cuando la otra orilla deje de ser un sueño enfebrecido y se recorte, nítida, al borde de la barca. Pero no procura retroceder ni engaña al barquero con otra clase de promesas: sólo la piedad podría salvarla, esa que ni su marido ni su amante pueden sentir. La piedad que ella tampoco siente. (De renunciar a su promesa el deseo crecería en la noche como un tumor perverso. Y la luz lejana la excitaría con su temblor, tambor).


Cuando las manos del barquero implacables se cierran sobre su cuello (ve los juncos crecidos del otro lado y se asombra de que no sean más altos, ve el barro junto a la orilla y se sorprende de que tenga el mismo color, escucha el rumor del agua arrimando hierbas, troncos, piedras y es el mismo rumor) sabe, de todos modos, que cualquier otra elección también hubiera sido equivocada.


Para los indecisos, siempre hay un río que atravesar, un amante urgente, un marido celoso y un barquero asesino. Y sea cual sea la decisión que se tome, la catástrofe se produce, con independencia de la alternativa elegida. Sólo la ausencia de deseos podría garantizar, hasta cierto punto, y no siempre, la irresponsabilidad.


Los indecisos se niegan a elegir aún en las cosas más veniales. No seleccionan el menú en el restaurante (prefieren aquellos de platos fijos), dejan que sea el otro quien encarga la ensalada y el postre, jamás confiesan querer algo y cuando desean oír alguna clase de música, interrogan gentilmente a sus vecinos acerca de si prefieren la ópera o el jazz. Si están solos, echan una moneda al aire.


A los indecisos se los reconoce por su extraordinaria amabilidad. Siempre dejan que sean los otros quienes eligen la película para ver, el color de la ropa y el destino de los viajes. No se los puede interrogar acerca de la ciudad, la playa o el campo: viven cualquier elección como pérdida y saben que todo conduce inevitablemente a la muerte.