Cristina Peri Rossi
Suicidios, S. A.

La ciudad protege a los suicidas. Se han construido expresamente viaductos, puentes y acantilados a fin de que los hombres y mujeres decididos a suicidarse puedan ejecutar el acto con las mayores garantías de éxito.


Primero, se construyó un enorme viaducto de cemento. El viaducto corría por encima de una avenida amplia y ruidosa, a la suficiente altura como para asegurar que el salto, la precipitación en el vacío fuera irremediablemente mortal. Pero pronto surgieron dos inconvenientes: en primer lugar, la nutrida circulación del tránsito en la avenida inferior solía distraer a los suicidas que, en el momento exacto de precipitarse, descubrían el reflejo de un farol azul en el pavimento o se entretenían calculando la velocidad de los automóviles al pasar un semáforo, y estas pequeñas intervenciones turbaban su ánimo o demoraban su decisión. El otro inconveniente fue la protesta de los conductores que transitaban por la avenida, ya que los suicidas, al caer, manchaban de sangre los parabrisas, salpicaban con sus vísceras deshechas los guardabarros y los restos humanos sobre el pavimento entorpecían la circulación. Pero la ciudad es diligente: para solucionar ambos problemas, se decidió establecer un horario preciso: los suicidas podían usar el viaducto los lunes, jueves y domingo —el día más melancólico de la semana—, de cinco a doce de la noche —las horas más lúgubres del día—, tiempo durante el cual se prohibía el tránsito de vehículos por la avenida inferior.


El viaducto de cemento tiene una extraña y sugestiva melancolía, muy apropiada para horas muertas. Es una cinta gris, tan extensa que de un extremo a otro no se ve su fin, y suspendida del aire como si ya formara parte del umbral del limbo. Por lo demás, la guardia urbana tiene la orden de apartar a los curiosos de las inmediaciones del viaducto, para que con sus vivas y sus hurras, con sus aplausos o sus silbidos no molesten ni perturben el ánimo de los suicidas. En cambio, están permitidas las fotografías y por todas partes se ven puestos de postales, con la bella impresión del viaducto de cemento extendiéndose como un río de piedra, y la figura de un hombre o de una mujer que ya emprendieron el salto.


También se han construido media docena de puentes, en la ciudad, de uso preferencial para suicidas. El emplazamiento de los puentes no es casual. Fueron erigidos según las estadísticas en aquellos sitios tradicionalmente elegidos por los suicidas de varias generaciones, aunque los motivos de esa preferencia no siempre sean claros. Sin embargo, del mismo modo que las estadísticas comprueban que hay más suicidas varones que mujeres, que el suicidio es más frecuente en invierno que en verano, en otoño que en primavera, y al atardecer mejor que al amanecer, también comprobaron que algunos lugares de la ciudad eran más estimulantes para el suicidio que otros. Por ejemplo, hubo que construir un puente junto a la autopista de acceso a la ciudad, ya que algunos automovilistas tenían la costumbre —convertida, pronto, en un rito, como suele ocurrir con muchas imprevisibles conductas— de abandonar el vehículo exactamente en el momento de entrar a la ciudad e intentar las formas más ridículas y descuidadas de suicidio —barbitúricos, veneno— en los bordes mismos de la autopista, con el consiguiente embotellamiento del tránsito.


Ahora, el Ayuntamiento de nuestra ciudad ha colocado un cartel, en ese preciso lugar, que dice: «Si desea suicidarse, tenga la amabilidad de usar el puente a su izquierda» y un leve movimiento de cabeza —sólo un leve movimiento— alcanza para que el conductor apesadumbrado por cualquier motivo descubra, a pocos metros, un puente de cemento —material más adecuado que el hierro para proteger a los suicidas, por su escaso poder imaginativo—, en la penumbra, en el silencio, tan dormido que parece muerto.


La antigua costumbre de suicidarse atando una cuerda a un árbol había caído ya en desuso, debido, principalmente, a la ausencia de árboles en la ciudad y en las casas, por lo cual se decidió instalar un pequeño jardín público donde cada árbol tiene su correspondiente soga y el Ayuntamiento asegura a los aspirantes que la soga es completamente personal: una vez usada, es entregada a los herederos o parientes próximos y cambiada por otra. Puede decirse, sin lugar a dudas, que en la ciudad nadie se ha colgado dos veces en la misma soga.


Para quienes prefieren suicidarse en la intimidad y desprecian el exhibicionismo público, una empresa estatal se ocupa de fabricar numerosos productos, de distinto aspecto, composición y precio, y que aseguran un suicidio más o menos lento, casi imperceptible, para todos aquellos que detestan las decisiones bruscas o los cambios violentos de estado y situación.


Hay deliciosos bombones envenenados, sopas de langosta delicadamente letales, dulces cigarrillos contaminados, íntimos perfumes suavemente mortales. Hay flamantes automóviles con escape de gas interior asegurado, botellas de champán deliciosamente combinado con belladona y cajas de cerillas ilustradas con cuentos de Andersen que al encenderse, despiden un carburante mortal.


Para quienes no pueden separar el sexo de la muerte, la misma empresa estatal dispone de un lujoso surtido de artículos apropiados para suicidas. Hay cálidas alfombras en forma de vagina, impregnadas de un veneno fatal; se puede comprar un par de senos generosos y abundantes —de color porcelana, dorados o negros—, provistos de una glándula que segrega un licor mortal y grandes muñecos —de ambos sexos— que en el momento de producirse el orgasmo, estrangulan eficazmente a quien ha llegado al éxtasis. La habilidad de nuestros artesanos permite, además, fabricar réplicas perfectas de hombres y mujeres reales —a partir sólo de una foto—, a fin de que los suicidas gocen y mueran a través del objeto amado.


Y para todos aquellos débiles de carácter, voluntad o coraje que se sienten incapaces de suicidarse por sí mismos, la ciudad pone a su disposición un eficaz y secreto servicio de asistencia, compuesto por policías y soldados retirados, jóvenes sin empleo y revolucionarios fracasados. Una llamada telefónica alcanza para que un pequeño grupo de ellos —se ha demostrado que no son propensos a la actuación individual— se presente en la casa del suicida débil de carácter y le proporcionen una muerte rápida y segura, sin la responsabilidad de haber tenido que elegir el medio.


Pero todavía hay quienes prefieren arrojarse inesperadamente por una ventana o lanzarse al mar, de una manera egoísta y escasamente cívica. Los transeúntes los desprecian, y los pescadores también.